Hacker

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Capítulo 29

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Capítulo 29

Max inspeccionó los alrededores de la casa en cuanto llegaron. Solo, para no llamar la atención. Por las explicaciones de Adam, no le sorprendió hallar que la única vigilancia presente correspondía al habitual circuito cerrado de televisión. Podría estar hackeado, pero lo más probable era que no. A los ocupantes de esa vivienda en particular les interesaba que los vecinos y la empresa de seguridad privada que hubieran contratado no sospechasen nada acerca de la actividad que se desarrollaba en su interior.

Regresó al punto de encuentro y contó lo que había visto; es decir, nada.

—Así que nos acercamos y llamamos a la puerta, ¿y ya está? —preguntó Dylan, echando otro vistazo al chalet.

Se trataba de un edificio amplio, de dos plantas, con garaje cubierto, piscina en el jardín y hasta un invernadero. No se filtraba luz por ninguna ventana. En otras palabras, no había ningún indicio de que allí dentro se estuviera gestando el fin del mundo.

—Si Adam dice que es aquí, es aquí, Dylan. No será la primera vez que acierta contra todo pronóstico.

—Ya sé que mi última intervención no ha sido muy acertada, pero detecto un gran consumo eléctrico. Mayor que el de las viviendas circundantes. Eso sí, ahí dentro no vamos a encontrar nada parecido a lo que vimos en Edenbridge. Con estos datos, yo calculo unas veinte personas conectadas, como mucho.

—En realidad da igual —dijo Max—. Lo que diga tu reloj importa más bien poco a estas alturas. Tenemos un par de horas para hacer esto. Si Grove no está aquí, habremos perdido.

Con el peso de esas palabras sobre los hombros, se dirigieron a la entrada y llamaron al timbre de la puerta exterior, la del jardín, repitiendo una secuencia concreta que Adam les hizo memorizar. Esperaban que alguien comprobase su identidad mediante una cámara, pero no fue así. La Furia consideraba que una contraseña de patio de colegio sería suficiente para proteger su sede central. Aquello no tenía buena pinta.

Subieron las escaleras que daban al porche, apenas cuatro peldaños limpios como para una visita del presidente. La secuencia de golpes con los nudillos sobre la madera era diferente y también la conocían.

Max abría la comitiva. Dylan iba detrás de él y Semus al final de la fila, por si había algún percance.

—Venimos a buscar a Randall —dijo Max sin más preámbulos.

—¿Es que no sabes cómo va esto? ¿Quién te ha dado las contraseñas?

Un tipo con aspecto de profesional había abierto la puerta y otro lo seguía de cerca. Max no les dio tiempo de reaccionar. Empujó al primero con la fuerza suficiente como para derribar al segundo empleando la inercia de la caída. Dio una voltereta para evitar que lo retuvieran en el suelo y los encaró de nuevo. La sorpresa no pilló a Dylan fuera de juego. Al contrario, extrajo su arma y apuntó al más cercano, que trataba de alcanzar la suya.

—Saca eso que llevas en el bolsillo de la chaqueta, amigo. Muy despacio. Y date la vuelta. Os quiero a los dos boca abajo y con las manos sobre la nuca. Que no me parezca que vais a hacer nada raro.

Los matones obedecieron. Max tenía la sensación de estar reviviendo el mismo momento una y otra vez. Localizaban un lugar, entraban sin encontrar apenas resistencia y Grove se les escapaba entre los dedos. Aquello no podía pasar otra vez. No ahora que todo dependía de lo que pasara en dos horas. Solo dos horas.

Aunque la luz del interior no se filtraba a través de las ventanas, lo cierto era que la iluminación no carecía de potencia. Lo que ocurría era que unas gruesas contraventanas herméticas mantenían la casa sellada. Nadie sabía lo que pasaba dentro y los pobres diablos que trabajaban en el salón no tenían la menor idea de lo que sucedía en el exterior.

Pero existía una diferencia entre aquellos y los drogados de Inglaterra. Aquellas dieciocho o veinte personas eran dueños de sus conciencias y dejaron de teclear cuando vieron que Max entraba en la habitación empuñando un arma. Por otra parte, allí tampoco había bolsas de patatas fritas ni envoltorios de chocolatinas cubriendo el suelo. La ventilación también era mucho mejor que la de la fábrica al sur de Londres.

La mayor parte de los informáticos se limitó a levantar las manos del teclado y colocarlas a la altura de la cabeza, pero uno de ellos, de más edad, el pelo cano y expresión inteligente se levantó y les habló como si fueran invitados en lugar de haber irrumpido a mano armada.

—¿En qué puedo ayudarles?

—Buscamos a Randall Grove —dijo Max.

Mientras los dos hablaban, Dylan se dedicó a arrancar los cables que conectaban pantallas con teclados y ratones. Semus le indicó que no tocara nada más. Max solo tenía ojos para el anciano.

—Yo soy Randall Grove —contestó.

—No tengo tiempo para pamplinas y no me queda paciencia.

—Lo entiendo —dijo el hombre con total tranquilidad—. Sabíamos que llegarían. Confiábamos en que tardasen un poco más, pero ya es demasiado tarde, de todos modos.

—¿Dónde está Grove? —repitió Max.

—Cualquiera de nosotros responde a ese nombre ahora.

—Ya le he dicho…

—Por favor, no se altere. Va a morir mucha gente esta noche, y mañana serán más porque sus Gobiernos no se han adherido a nuestras peticiones. Pedíamos las vidas de los culpables y ustedes sacrifican las de centenares de inocentes, quizá miles.

Max conocía ese tipo de discurso. Todos los tiranos lo empleaban para culpabilizar a las víctimas. Pero él no era una víctima cualquiera. De hecho, no era una víctima en absoluto.

—Semus —llamó en un tono seco, cortante. Y el informático acudió como si hubiese estado esperando la llamada—. Siéntate en ese ordenador y dime qué está pasando.

—Que se siente si quiere. —Mientras el hombre hablaba, Semus ya había ocupado su asiento—. Pero yo puedo contárselo todo. Les hemos entretenido el tiempo suficiente para dar a sus Gobiernos la oportunidad de tomar la decisión correcta, pero no lo han hecho. Han estado buscando a Randall Grove, pero Randall murió hace meses.

—Mientes —casi gritó Max.

—No, no miento, señor Cornell. Usted sabe cuándo las personas son sinceras y cuándo no. Le adiestraron para percibir ese tipo de cosas.

Max examinó los microgestos de sus labios y de sus ojos. Algo completamente imposible de controlar excepto para agentes muy especializados, como Adam o él mismo. Ni siquiera Dylan, que seguía con su labor de maniatar a los piratas informáticos, podía hacerlo.

—Veo que me cree. Quizá ahora quiera bajar el arma.

—Y también puede que no quiera. Diga lo que tenga que decir.

—Randall Grove estaba muy enfermo, mucho. Era un genio, pero la enfermedad de Huntington lo sorprendió en lo mejor de la vida. Esperábamos que pudiera contemplar el culmen de su obra, pero no pudo ser. Nosotros solo estamos aquí para asegurarnos de que se cumple su voluntad. Somos, por así decirlo, los garantes de su legado.

—Estáis aquí para asesinar inocentes. Pero a distancia, para que no os salpique la sangre. Sois un hatajo de cobardes y merecéis que os ejecute a todos.

—Sin embargo, no lo hará, señor Cornell.

Semus levantó la vista del teclado.

—Max, es un virus. Solo es un virus.

—¿Solo un virus?

El anciano se volvió, más ofendido que si lo hubieran acusado de cometer algún crimen abyecto.

—No es «solo un virus». Randall llevó a cabo una operación compleja a gran escala en un entorno real y también en un entorno virtual. Fuera de esas puertas, en el mundo que conocen, nos captó uno a uno. Nos hablaba como si nos conociera de toda la vida. Y nos conocía, porque sentía nuestro mismo dolor. Quienes no se aliaron con Randall se posicionaron en su contra y ahora pagarán las consecuencias. Él mismo era un virus. O, mejor dicho, una vacuna.

—¿Se da cuenta de cómo suena lo que está diciendo? ¿Se da cuenta de que sus palabras no son más que los delirios de un loco? —replicó Max—. ¿Qué pasa con todas las personas con las que jamás contactó? Hay un montón de gente ahí fuera que ni siquiera conoce su existencia. ¿Ellos también son el enemigo?

—No es culpa mía que funcione así, pero así es. No todos podemos salvarnos. Igual que ocurrirá cuando la réplica informática de Randall se extienda por Internet dentro de un rato. Ya no falta mucho.

—¿La qué?

—Ya le he dicho que no es solo un virus, señor Cornell. Es el virus que destruirá mercados, bancos y Gobiernos. Es el virus que nos dará vía libre para reestructurar el mundo. Randall Grove ha muerto y el mismo Randall Grove resucitará esta noche.

—Dylan, amordaza a este hombre y sácalo de mi vista o no respondo de mí.

Dylan hizo lo que Max le pedía.

—¿Semus? Tienes una hora como máximo.

—No puedo detener esto en una hora. Lleva semanas gestándose. No es una contraseña, ni una secuencia…

La tensión podía cortarse con un cuchillo cuando sonó el teléfono de Max.

—¿Jefe? ¿Habéis sido vosotros? Te localizo en Seattle. ¿Está Grove ahí?

—No, Mei. Grove está muerto.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio.

—Vale. —La voz de Mei tranquilizó a Max, aunque en realidad la situación seguía siendo igualmente desesperada—. Vale, escucha, no sé qué habéis hecho, pero el proceso se ha detenido. En fin, no del todo, pero ahora va más despacio. Imagino que tienes ahí a alguien que sabe lo que hace. Pásamelo. Pon el manos libres si quieres. Necesito hablar con ella.

—Con él, Mei. Se llama Semus.

—¡Vaya, jefe! ¿Me has cambiado por un hombre? No hace falta que contestes, ya sé que no tenemos tiempo para esto. Tú ponme con él. Si es lo bastante bueno para ti, será lo bastante bueno para mí.

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