Hacker

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Capítulo 4

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Capítulo 4

Le gustaba pasear por la ciudad. Esa mañana, además, la lluvia les había dado tregua y fue remplazada por un sol quizá un tanto enfermizo pero suficiente. La mayor parte de los charcos se habían secado en las aceras de Kennington y los ciclistas volvían a tomar las calles con destino a sus empleos.

A aquellas horas había más coches que peatones y por eso Max las disfrutaba especialmente. Pocas eran las veces en que tenía Londres para sí mismo. Por lo general, una miríada de transeúntes locales y turistas ocupaba la mayor parte del espacio disponible. Pero no tan temprano.

A diferencia de otros barrios, aquel no había despertado la curiosidad del resto de ciudadanos del mundo, así que las grandes franquicias todavía no habían arrasado con los pequeños comercios. Los escaparates de aspecto tradicional, con sus puertas de colores y sus rótulos escritos a mano, eran verdaderos. Sus dueños los dirigían con la dedicación que solo se emplea en lo que a uno le pertenece. Boutique diminutas, pubs antiguos y oscuros y pizzerías artesanas salpicaban las aceras.

Max caminaba hacia el parque. Esa mañana no había salido a correr, así que pensaba hacer un buen puñado de kilómetros antes de volver a casa. De vez en cuando echaba una mirada al cielo. También perdía la vista en el reflejo que le devolvían los escaparates. Le gustaba observar cómo cambiaba el mundo a su alrededor a través de la imagen distorsionada de los cristales. Así, la cabeza lampiña de un maniquí aparecía adornada con la fachada del edificio de enfrente, como si se lo hubieran impreso encima. Pero si se miraba desde otra perspectiva, parecía que alguien le hubiera colocado una maceta de alegrías a modo de sombrero.

En una de esas paradas le pareció ver a un tipo de aspecto sospechoso. No habría sabido decir por qué le hacía sospechar. Quizá fueran las gafas de sol, el maletín de detective trasnochado o el traje oscuro, demasiado anodino. Cierto era que a aquella distancia, y a través del reflejo engañoso de un escaparate, quizá el traje en cuestión no fuera en absoluto anodino. Pero el hombre miraba en dirección a Max. Y cometió la torpeza de mirar el reloj cuando este reparó en su presencia.

Max continuó caminando. Solo había una manera de comprobar si lo estaban siguiendo o no, y era actuar como si no pasara nada. Lo más probable era que se tratase de una jugarreta de su cerebro, demasiado acostumbrado a las persecuciones y el espionaje. Fuera como fuera, la mañana ya se le había estropeado.

Giró en la siguiente esquina y dejó atrás la calle comercial para adentrarse en una dominada por edificios residenciales de ladrillo visto y grandes ventanales. Una calle muy parecida a la suya, pero en cuyo cuidado el ayuntamiento había invertido menos recursos. Si quien fuera tomaba también aquel camino, no cabrían muchas dudas respecto a sus intenciones.

La mayor parte de las ventanas se abrían un metro o metro y medio por encima de la acera, así que espiar a través de los reflejos no resultaba sencillo. Sin embargo, Max era un hombre de reflejos. Se metió las manos en los bolsillos de la gabardina y tanteó en busca de las llaves de casa. Caminó unos metros más, los suficientes para encontrar un punto en el que el otro hombre no pudiera esconderse. Dejó atrás un jardín adornado con cipreses y un edificio pretencioso con grandes columnas a la entrada. Un poco más adelante halló exactamente lo que buscaba: una fachada sin huecos en donde ocultarse. El arquitecto había aprovechado al máximo el terreno y ni siquiera había apartamentos en el entresuelo.

Sacó las manos de los bolsillos y dejó caer las llaves. Cuando el manojo se estrelló contra el suelo, se dio la vuelta y se agachó para recogerlas. Tal como supuso, el desconocido estaba allí, en su misma acera, lo que demostraba una verdadera torpeza. Si hubiera sido un auténtico profesional se habría movido por la de enfrente, donde hubiese levantado menos sospechas.

De un vistazo, Max supo que el traje costaba más que el alquiler de alguno de los pisos de la zona. El hombre, al menos su figura parecía la de un hombre, se cubría la cara con una bufanda además de con unas gafas de sol. No pareció inmutarse por haber sido sorprendido. Continuó andando en dirección a Max. Incluso le dio los buenos días al llegar a su altura.

Entonces supo de quién se trataba.

—Buenos días a ti también, Nefilim. Me sigues con tanto sigilo como un rinoceronte en un invernadero.

—¿Y para qué iba a esforzarme? Me habrías descubierto igualmente. Por eso te busco. Además de que la idea es encontrarte, no sorprenderte. Y a ese respecto he obtenido, hasta el momento, un cien por cien de efectividad.

—Por supuesto. Me había olvidado de que siempre obtienes lo que deseas, ¿verdad?

Nefilim no contestó, lo que ya suponía una novedad. En sus intercambios solía haber un tira y afloja de frases ingeniosas. No se apreciaban y, aunque tampoco se detestaban, dejaban clara la naturaleza de su relación cada vez que se encontraban. Quizá para que la tensión entre ambos, inofensiva por otra parte, les recordara que no se veían por amistad, sino por trabajo. Un trabajo que solía ser peligroso. Sobre todo para Max.

—¿Y de qué se trata esta vez? Te noto intranquilo. A ti, que eres el rey de la calma y la flema británica.

—Lleguemos hasta Kennington Park, Max. Te lo contaré todo a la sombra de los plátanos.

—No me digas que no te sientes seguro aquí.

Nefilim miró alrededor. Max no supo muy bien lo que buscaba. No había comercios, solo edificios un poco más caros que los que dejaron atrás, eso era notorio por los circuitos cerrados de televisión que protegían las fincas y por las zonas ajardinadas que los rodeaban; farolas, semáforos… Una calle completamente común.

—Si no quieres que te lo diga, no te lo diré.

Caminaron en silencio hasta la entrada del parque. Una gran explanada de hierba les dio la bienvenida. Durante la primavera y ya bien entrado el verano la zona servía como campo de juegos para familias, que llevaban allí a los más pequeños a que se desfoguen correteando, lejos del tráfico. Los días como aquel solo algún aficionado al running interrumpía el verde monótono de la pradera.

Tuvieron que adentrarse varios cientos de metros en el parque para que Nefilim se sintiera libre de hablar. Y ni siquiera entonces comenzó por el principio.

—¿Has traído tu móvil, Max?

—Claro. Y un reloj inteligente. Ya sabes que sí. De hecho, lo más probable es que me hayas localizado así. Mei lo hace constantemente.

—Sí, ella nos ha ayudado en esto.

—¿Has hablado con Mei?

—Yo no, claro. Ya sabes que tu equipo solo se relaciona con nosotros a través de ti… O de otros líderes de grupo.

Max parpadeó, incrédulo. ¿Mei trabajaba para otros grupos? Eso sí que era una novedad. Tampoco era que lo tuvieran prohibido, pero, sinceramente, no lo esperaba. Claro que la especialidad a la que se dedicaba le permitía estar en contacto con mucha gente sin necesidad de abandonar la seguridad de su guarida… estuviese donde estuviese.

—De acuerdo, supongo que lo que quieres es que te entregue mi teléfono y mi reloj —dijo Max.

—Cualquier dispositivo electrónico que hayas traído contigo, en realidad. Sé que sueles llevar un localizador oculto. Probablemente sea excederme, pero toda prudencia es poca.

Max se encogió de hombros y procedió a entregar sus dispositivos. No tenía mucho sentido negarse de todas formas.

—Esto —dijo Nefilim sacando una caja de aspecto pesado de su maletín— es un recipiente forrado de plomo. No dañará nada de lo que me has dado. Mis cosas también están dentro. Es hermético, como una caja de Faraday.

—Diría que temes que te estén espiando.

—Y acertarías, Max. Esta vez no vamos a perder el tiempo. No voy a darte información incompleta ni sesgada. Lo que está pasando es demasiado importante como para que tú y yo nos entretengamos con un estúpido jueguecito de sarcasmo.

Max cruzó los brazos mientras observaba cómo Nefilim guardaba los teléfonos y todo lo demás en la caja y luego la devolvía al maletín. La experta en tecnología y comunicaciones era Mei, no él, pero de todos modos se sintió un poco desnudo sin nada de todo aquello.

—Soy todo oídos —dijo.

Nefilim le refirió lo que había sucedido el día anterior. Cómo la sucursal del Lloyds Bank de Paternoster Square había sido objeto de un atentado ciberterrorista.

—El hombre que lo hizo no salió con vida, lo que es más un inconveniente que otra cosa, si quieres que te diga la verdad. Pero los efectivos que el MI5 pone en funcionamiento no deciden, ejecutan. Así que nos encontramos en el mismo punto que cuando todo esto empezó, pero mucho más vulnerables.

—No es la primera vez que se atenta contra nuestro sistema bancario, si no recuerdo mal.

Nefilim, que caminaba cabizbajo excepto cuando espiaba a derecha e izquierda para comprobar que nadie los seguía, negó con la cabeza.

—Es que esto no atenta contra el banco. Al menos, no únicamente contra él. Es algo global y a gran escala.

—Creí que esta vez me lo ibas a decir todo, pero empiezas a hablar en acertijos.

—No es fácil asumir este tipo de fracaso, Max.

—No entiendo. El MI5 no depende de la SCLI. No veo dónde está vuestro fracaso. La Inteligencia británica es independiente.

—Los servicios de inteligencia de los diferentes países forman parte de nuestras fuentes de información. Y ahora mismo nada de lo que nos llega de ninguno de ellos es fiable.

—¿Y cómo sabes que estamos ante un ataque ciberterrorista a gran escala?

Nefilim se detuvo, se levantó las gafas de sol y miró a Max directamente a los ojos. Desde luego, no estaba fingiendo. Allí se leía preocupación. Un estrés agudo que le había adornado el rostro con unas ojeras profundas y arrugas alrededor. Su contacto con la SCLI parecía diez años más viejo que la última vez que lo había visto. Y no hacía demasiado tiempo de eso.

—Porque nos han hecho llegar un mensaje muy claro con sus reivindicaciones.

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