Hacker

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Capítulo 11

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Capítulo 11

Bajaron del autobús en silencio. Semus había vuelto a ponerse las gafas y también recuperó su talante taciturno. Max tampoco estaba de especial buen humor. Ahora que empezaba a comprender cómo funcionaba la mente de su compañero, debía conocer al siguiente miembro de un equipo que, de estar en su mano, él no habría construido.

La casa en la que vivía Toei no se diferenciaba de las del resto de la acera. Allí, lejos del Centro, los alquileres eran más baratos y los inquilinos podían permitirse invertir algo de tiempo en hacer que sus viviendas tuviesen un aspecto mejor. Por eso los jardines delanteros presentaban céspedes bien cuidados, los cubos de basura quedaban ocultos por arbustos bien podados y las fachadas destacaban por su uniformidad. Todas las ventanas ocultaban las vidas de los vecinos tras cortinas de impecable color blanco y en la calle no se oía ni un alma. En las afueras, sí, pero aquel era un buen barrio.

Semus manipuló algo en su reloj de pulsera y la puerta frente a la que se detuvieron se abrió ante ellos sin necesidad de que tocaran el timbre. Algo muy útil para quienes no quisieran alertar a sus vecinos de que tenían visitas. A pesar de la automatización, Toei no tardó en aparecer en el pasillo de entrada.

Por su nombre, de marcado carácter oriental, Max había esperado a un hombre de ojos rasgados y tez amarilla. Pero Toei no poseía ninguno de los rasgos físicos que le había supuesto. Tampoco era un hombre, en realidad. En algún momento de los siguientes cinco o siete años se transformaría en uno, pero de momento estaba asentado en la adolescencia. Aparentaba como mucho diecisiete años. El acné que cubría sus mejillas y su frente tampoco ayudaba a hacerlo parecer más maduro. Ni el abrazo apasionado que le dio a Semus, que casi estuvo a punto de caer al suelo.

—¡Tío, cuánto tiempo! No me puedo creer que por fin hayas salido de tu madriguera.

Semus carraspeó y el chico pareció azorado.

—No, no. Si no tengo nada en contra de tu casa. Ya me gustaría a mí tener una así. Y de tu equipo ni hablamos. Pero me alegro de que hayas salido. No te veía desde…

Una sombra oscureció la mirada de Toei, que pareció darse cuenta de repente de lo inapropiado de su comentario.

—Bueno, desde aquello. Ya sabes.

—No te preocupes, Toei. Estoy aquí precisamente por aquello. No pasa nada. Y yo también me alegro de haber salido. Se te ve bien. Este —dijo señalando a Max— es el agente de campo que nos han asignado.

Toei lo miró de arriba abajo, pero no lo saludó. Por un momento, Max se preguntó si todos los adolescentes del país sufrían de alguna plaga de mala educación. Primero los chicos del autobús y ahora ese mocoso. Respiró hondo y dejó que los dos viejos amigos se contaran sus cosas. Aunque viejo no era precisamente la palabra que más convenía para describir a Toei.

Se dio cuenta de que la casa estaba absolutamente impoluta, lo que tal vez quería decir que alguien más vivía con el chico. A juzgar por las fotografías de las paredes, ese alguien debía de ser su madre. Una mujer de aspecto totalmente británico de la que había heredado el tono de piel, muy blanco, y el tono claro de los ojos. Del padre no había ni rastro.

Toei y Semus se dirigieron al salón y Max los siguió. No se sentía incómodo. Al contrario. Que el chico lo ignorase así quería decir dos cosas: que era inteligente y no se fiaba de los desconocidos aunque vinieran recomendados. Y que tendría tiempo de observarlos a ambos. Iba a trabajar con ellos. En algún momento su vida dependería de aquellas dos personas. Más le valía encontrar motivos para arriesgarse así.

—Mi madre ha salido un momento —dijo Toei—. A la compra, creo. O a trabajar, no lo sé.

—Veo que os lleváis tan bien como siempre.

El chico se encogió de hombros.

—No nos molestamos. A ella le parece fenomenal que traiga dinero a casa. Aunque no le gusta tanto que pase tanto tiempo dentro de ella. Pero nos entendemos. Uno de los dos está madurando. Yo diría que es ella.

Semus se rio con ganas. Tenía una risa franca y sonora que también contrastaba con la imagen que Max se había hecho de él. Aquellos dos tenían una historia en común que quizá no difiriera demasiado de la que tenía con Dylan, Adam y Mei. Tendría que asumirlo.

—¿Y de lo nuestro sabemos algo?

—Algo.

Se hizo un silencio incómodo, así que Max salió de la habitación. Antes o después el chico tendría que fiarse, pero no tenía por qué ser en ese momento. No era él quien necesitaba al chaval, sino Semus. Así que dejó que los dos se entendieran y se dedicó a inspeccionar el resto de la casa.

No le sorprendió que le permitieran hacerlo. Por lo que llevaba visto hasta el momento, era probable que Toei hubiera instalado cámaras hasta en el último rincón. Así que seguramente lo tendría vigilado. Además, dado que el muchacho no era tonto, había pocas probabilidades de que nadie encontrase algo que quisiese ocultar. Habría un sótano, una habitación oculta o cualquier otra cosa.

Subió al piso de arriba para ver cómo era la habitación de Toei. Suponía que, por mucho que ocultase la información relevante en algún otro lugar, sus cosas le darían una idea de quién era y de cómo tratarlo. Lo que halló detrás de la puerta lo dejó literalmente sin palabras.

Ni un solo centímetro de pared estaba libre. Enmarcados y sin enmarcar, había pósteres, dibujos e ilustraciones que parecían originales. Max no tenía ni la más remota idea de qué era todo aquello. Hombres de músculos completamente desproporcionados, algunos de ellos de colores. Figuras de acción que representaban a los mismos personajes. Tenía la vaga impresión de haber visto al menos a uno de ellos por televisión. Una especie de conejo amarillo con la lengua roja y la cola en forma de relámpago. También había robots. Algunos de ellos de buen tamaño y con una apabullante cantidad de detalles.

Una de las paredes estaba cubierta por pequeños tomos de cómics con coloridas portadas, pero dibujados en blanco y negro. El texto estaba escrito en perfecto japonés, así que Toei no tenía dificultades con los idiomas. Si leía manga en versión original, de seguro hablaría más lenguas. Un punto a su favor.

Había algo más que también llamó la atención de Max: la habitación estaba impoluta. Así que, o bien la madre la limpiaba, en cuyo caso allí no había nada en lo que el chico tuviera interés real, o no dejaría que ella entrase. O bien limpiaba él, lo que no parecía un hábito propio de un hacker de diecisiete años. O bien todo aquello era un decorado.

Max se acercó a la ventana. En la calle nada había cambiado. Excepto por un par de coches que se habían ido, dejando libres dos huecos en la acera de enfrente. Justo en aquel momento una furgoneta negra aparcó allí.

—Su día de suerte —dijo Max para sí mismo.

Iba a volver al piso de abajo, pero Toei y Semus aparecieron en la puerta del dormitorio.

—Semus dice que eres de fiar.

—¿Eso dice? —contestó Max.

—Ya sé que crees que soy un crío y todo lo demás. Solo hay que verte la cara. Pero también soy el mejor en lo que hago. Ahora mismo tenemos el mismo jefe, así que será mejor que nos llevemos bien.

Max casi se echó a reír. Aquella frase se parecía más a cómo se hablaba en el cine que a la vida real. A pesar de su pose de tipo duro, el chaval no era más que eso: un chaval.

—Estoy de acuerdo.

Semus asintió. Los miraba desde la puerta, como un profesor o un abuelo preocupado por lo que hicieran los pequeños a su cargo.

—Este no es mi verdadero cuarto, ¿sabes? Todo esto es de cuando yo tenía diez o doce años. Mi madre lo conserva así, no sé por qué. Aprendí japo leyendo esos tebeos. La verdad es que me gustan. Si algún día me hace falta la pasta, lo mismo los vendo en Internet. Algunas de estas cosas son imposibles de encontrar. Pero esa es mi especialidad. Encontrar cosas imposibles.

—Por eso hemos venido, supongo, ¿has encontrado algo?

Toei se apoyó en la ventana y creó así una sombra artificial en la habitación. El instinto puso a Max sobre aviso. Iba a decirle que se apartara de allí, que ofrecía un blanco perfecto, pero no hizo falta. Cuando el chico abrió la boca, probablemente para presumir de lo que había encontrado, recibió un impacto de bala. El gesto de sorpresa en su rostro, el espasmo en el torso… No podía ser otra cosa. Le habían disparado.

Cayó sobre la moqueta como un peso muerto. Max no miró si había muerto o solo le habían herido. Bajó corriendo por las escaleras. Mientras tanto, a su espalda, Semus se arrodillaba junto al chico.

Fuera, en la calle, se oyó el chirrido de un vehículo que aceleraba demasiado rápido. Max estaba seguro de que se trataba de la furgoneta. Abrió la puerta principal y sacó el arma que ocultaba en una sobaquera. Por eso no se había quitado la chaqueta en ningún momento, ni siquiera cuando saltó de capó en capó. Abrió las piernas y disparó. Le acertó al francotirador, que trataba de entrar en la furgoneta. Por lo visto, no había querido arriesgarse a disparar desde el interior del vehículo. Bien, ya no dispararía desde ningún otro lugar.

Max corrió con toda su alma. Necesitaba detener al conductor.

Al parecer, toda aquella charlatanería acerca de un grupo de piratas informáticos que no se arriesgarían a salir a campo abierto no era más que una falacia. Allí había dos de ellos. Poco profesionales, cierto, pero con el valor suficiente como para disparar a uno de sus mejores activos.

La furgoneta se alejaba. Max sabía que no podría darle alcance, así que se paró en medio de la calle y apuntó a las ruedas. Lo detendría costase lo que costase. Respiró una única vez y amartilló el arma.

Luego la bajó. Un grupo de niñas vestidas con el uniforme de la escuela se puso a cruzar la carretera en aquel preciso instante. Por ellas trabajaba con la SCLI. Y su causa todavía no lo había devorado hasta el punto de ponerlas en peligro.

Guardó el arma y echó un vistazo a las ventanas de alrededor. Alguien le habría visto, seguro. Las sirenas de la policía pronto inundarían el ambiente con su ruido infernal y sus luces estridentes. Ya solo quedaba regresar a casa de Toei y comprobar si seguía con vida. A partir de aquel momento, la discreción quedaba fuera de la ecuación.

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