Hacker

Hacker


Capítulo 12

Página 15 de 35

Capítulo 12

Las crías parecían cortadas por el mismo patrón. Delgadas, a medio crecer, no controlaban del todo los movimientos de sus cuerpos y cruzaban como potros recién nacidos. Todavía no les había dado por maquillarse, o por ponerse tacones. O quizá era que el colegio no lo permitía. A una de ellas, incluso, fue a recogerla su padre a la escuela. Se la notaba incómoda.

El cuerpo del francotirador había caído lejos del grupo de escolares. Max no podía acercarse y ocultarlo sin llamar todavía más la atención, así que lo dejó donde estaba y confió en que no se encontrase en el camino de ninguna de las muchachas de uniforme.

Con el arma oculta, se dispuso a regresar a casa de Toei. No sabía si el chico estaba muerto. Deseaba que no. Lo último que necesitaba era que Semus perdiese los nervios justo en ese momento.

Cuando iba a cruzar la calle, sus ojos se cruzaron con los de la niña acompañada por su padre. Había algo en ellos que le llamó la atención. También en el rictus tenso de la boca. No parecía molesta o indignada con un adulto controlador, sino asustada.

Max clavó la vista en el hombre y creyó identificarlo. Su intuición no le había fallado.

El tipo, afortunadamente un aficionado, empujó a la chica en dirección a Max. Con toda probabilidad buscaba hacerlo tropezar, pero él era un profesional. Detuvo la caída de la estudiante, la levantó en volandas para ponerla detrás de él y corrió tras su objetivo. Si conseguía alcanzarlo antes de que llegara la policía, tendría la oportunidad de obtener la información que necesitaba acerca de aquella escurridiza organización.

El tipo resultó no ser un atleta. La Furia los superaba en número y en voluntad; quizá también en inteligencia, pero, desde luego, no en preparación. A los pocos metros, el hombre se sujetaba el costado con una mano y resoplaba como si fuera a echar el hígado por la boca.

Max lo atrapó sin despeinarse. No se tomó la molestia de amenazarlo. Se limitó a retorcerle el brazo en la espalda y conducirlo hasta el piso donde lo esperaban sus compañeros. El hombre no se resistió. Bajó la cabeza y caminó con pesar por el camino indicado.

La puerta de la calle se había quedado abierta, lo que no tenía por qué significar nada concreto en cuanto al estado de Toei. Seguramente, Semus había estado demasiado ocupado atendiendo a su colega como para fijarse en esas nimiedades. Por su parte, Max no tenía intención de molestarlo hasta que hubiera asegurado al prisionero. Lo empujó de malos modos hasta la cocina. En la calle lo había tratado bien porque no quería llamar la atención, pero, una vez en casa, ya iba siendo hora de que supiera lo que se le venía encima.

Sin soltarlo del brazo, le golpeó en un hombro. El tipo gimió. Max sabía que el daño que le hizo era absolutamente tolerable para una persona entrenada, así que aquel hombre no podía ser más que un simple peón.

Colocó una silla en medio de la cocina.

—Siéntate ahí y no se te ocurra moverte.

Max sacó el arma de la sobaquera y le apuntó con ella. A simple vista no localizó más que los paños del té, demasiado cortos y gruesos para atarlo con alguna seguridad.

Abrió uno de los cajones y encontró una barra de afilar. Eso tendría que servir.

—¿Te han hecho un torniquete alguna vez?

El hombre no contestó.

Max volvió a guardar la pistola en su sitio y agarró uno de los paños de cocina.

—Es muy útil cuando te estás desangrando porque detiene la hemorragia. Pero hay que tener cuidado con él, porque si se deja puesto demasiado tiempo, el miembro puede gangrenarse.

El tipo tosió. No miraba a Max. Buscaba fuerza de voluntad más allá de la ventana. Antes de empezar con su maniobra de inmovilización, Max corrió las cortinas y encendió la luz.

—Ahora voy a atarte las manos con este trapo. Al principio no te va a doler, porque es muy corto y no puedo apretar el nudo como es debido. Pero luego voy a usar esto. —Mostró la barra de afilar al prisionero—. Y entonces puede que te duela un poco.

A medida que explicaba sus intenciones, Max las llevaba a cabo. No habían pasado dos minutos cuando los dedos del hombre se pusieron blancos. Este resoplaba y de vez en cuando soltaba un quejido. Por lo visto tenía ganas de hacerse el duro.

Semus entró por la puerta y dio un pequeño gemido, mitad de sorpresa y mitad de espanto.

—Le vas a destrozar las manos —dijo con voz temblorosa.

—Eso dependerá de si colabora con nosotros o no —contestó Max—. ¿Y tu amigo? ¿Está bien, o tenemos que vengarnos además de obtener información?

Max hizo un gesto a Semus mientras hablaba. Con la barbilla, le indicó que se colocara delante del hombre. Así podría ver su gesto de horror. Eso ayudaría a ablandarlo.

—Está bien. Solo le han alcanzado en el hombro.

—Parece que has tenido suerte —dijo Max dirigiéndose al prisionero—. Ahora veremos si quieres conservarla o no. ¿Cómo te llamas?

—No es asunto tuyo —contestó él. Pero lo hizo demasiado rápido. Como si lo hubiese estado ensayando. Además, era una frase demasiado manida. Nadie hablaba así excepto en las malas películas. Un profesional habría dado un nombre falso o no habría dicho nada. Lo sabía por experiencia. Max dedujo que solo aparentaba y que destrozaría su voluntad a poco que se lo propusiera.

—Verás, tío duro. Puedes decirme tu nombre voluntariamente o puedo sacártelo por las malas. En el último año he obligado a un grupo de cirujanos a extirparle la polla a alguien que no quería hablar conmigo, he golpeado, roto mandíbulas, clavículas, tobillos… Pero hoy no tengo ganas de hacer nada de eso.

Hizo una pausa, pero el otro no se decidía a soltar prenda.

—No —continuó—. Hoy tengo la paciencia bajo mínimos porque has puesto en peligro a una cría inocente después de intentar matar a un colega. Así que, si no me contestas, asumiré que no tienes nada que decir. Entonces colocaré mi pulgar en tu nuez de Adán y presionaré a la derecha. Eso te matará. Morirás asfixiado y sin poder gritar.

Con los ojos desencajados, tal como Max esperó que hiciera, Semus se llevó las manos a la garganta y buscó el punto débil que se había mencionado. El prisionero alzó la cabeza. Miraba a Semus a los ojos. Tragó saliva. Estaba claro que ambos pertenecían al mismo mundo.

—Efectivamente —añadió—. No es un farol. Se puede matar así y no sería la primera vez que lo hago.

—Me llamo Robert Silver.

—Encantado, Robert Silver. Mi nombre, si no te importa, vamos a dejarlo para otro momento. Ahora hablaremos de lo que de verdad importa.

Max detestaba ponerse en plan barriobajero, pero el tal Robert parecía reaccionar mejor a ese tipo de registro. Así que no tenía muchas más opciones. Al menos no si quería terminar rápido con todo aquello. Seguía esperando que la policía llegase en cualquier momento.

Ir a la siguiente página

Report Page