Hacker

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Capítulo 13

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Capítulo 13

—Sí, pertenezco a La Furia. No tienes ni idea de lo que hemos pasado. Mi padre fue víctima de la estafa de 2008, ¿lo sabías? Lo perdió todo. Todo. Jamás hizo nada ilegal, jamás estafó a nadie… Se suponía que de esa manera uno prosperaba, pero a él lo hundieron porque quiso cumplir con las leyes. Con todas.

Max se colocó al lado de Robert. Hacer el papel de matón de barrio era una cosa, pero aquel hombre estaba hablando de su familia. Le debía al menos la dignidad de mirarlo a la cara mientras lo hacía.

—No se suicidó —continuó Robert—. Ni mi madre tampoco, pero más les valdría haberlo hecho.

Max se fijó en el aspecto del hombre. Le había parecido más mayor. Posiblemente debido al tono amarillento de la piel. Además, estaba perdiendo pelo y tenía la frente surcada de arrugas. Pero en realidad era mucho más joven de lo que aparentaba.

Max sacudió la cabeza a modo de negación. Su obligación era extraer información útil del hombre, no compadecerse de lo mal que lo había tratado el tiempo. Decidió emplear una técnica ligeramente rastrera pero efectiva. Lo humillaría.

—¿En serio? ¿Cuál es vuestro problema? Tengo la impresión de que llamaros La Furia os queda un poco grande. Seguís a un tipo llorica que lamenta la muerte de su padre. Y todos vosotros sois el mismo tipo de llorones que no saben enfrentarse a la vida. Despierta, Robert. Las cosas son así. Y poner en peligro vidas inocentes no va a hacer que tu padre se comporte como un hombre de verdad. Esto es absurdo.

—Se ve que nunca te ha pasado nada grave. Se ve que no tienes la menor idea de lo que significa para un hombre con valores que la sociedad lo defraude, que el Gobierno lo defraude, que el mundo se le venga abajo a pesar de cumplir con todas las normas. Pero no hace falta que me creas a mí, ¿sabes? Ya hay estudios que muestran lo que esa estafa ha causado a nivel global. ¿Quieres leerlos?

El tipo se había venido arriba, no cabía duda. Max lo dejó continuar.

—Cuando quieras te pasó un par de cientos de enlaces que demuestran las consecuencias sicológicas de eso que tú llamas crisis y los míos llamamos estafa. Y sí, claro que nos llamamos La Furia. Porque no nos conformamos con conocer esas consecuencias, y vivirlas, cosa que tú no has hecho. Vamos a hacer que sean los poderosos como tú los que las sufran. Vamos a despojaros de todos vuestros privilegios.

Max siguió en silencio. De todo el discurso de Robert solo una frase había hecho mella en él. Reconocía todo lo demás como lo que era: una mezcla inextricable de medias verdades e ideología sin deglutir. Pero lo que le corroía las entrañas era precisamente aquello que más falso resultaba de todo el discurso y que el interrogado tenía por cierto: que a él no le había pasado nada grave, que él no sabía lo que significaba perderlo todo.

Detestaba que los recuerdos de Arcángel lo golpearan de aquella manera sin avisar. Lo único que podía hacer era lidiar con ellos sin dejar que se translucieran. Y eso hizo. Alzó una ceja para imprimir a su gesto un aire irónico y dejó que la tristeza de la pérdida y la frustración por no haber hallado todavía al culpable de la muerte de su mentor se disolvieran por sí mismos.

—¿Es eso lo que te da miedo? ¿Perder tus privilegios? —aventuró Robert.

—Hace mucho tiempo que dejé atrás mis ideales patrióticos, Robert Silver. Fue en el momento en el que me di cuenta de que la patria, la sociedad y el Gobierno no me darían nada que no se hubiesen cobrado previamente y por duplicado. Siento mucho que tu padre no se diera cuenta a tiempo de cómo funcionan las cosas. Quizá te guste saber que mi único privilegio sea trabajar para quien yo elijo. Haga tu pequeña panda de hombres furiosos lo que haga, a mí no me afectará. Yo no funciono mediante la venganza, ni por avaricia… A mí me mueve la ética. Aunque puede que esa palabra no exista para ti y los tuyos.

Semus dio un paso adelante. Eso le acercaba demasiado a Robert. No parecía que fuese a intentar nada, pero Max no quería correr riesgos, así que extendió un brazo y le impidió avanzar. Le venía bien que alguien quisiera realizar el papel de poli bueno, así que le dejó hablar.

—Hola, Robert. Soy… —Semus echó un vistazo rápido a Max y se interrumpió. Lo que dio pie a que el otro le lanzara una pulla.

—Eres el esbirro de ese.

—Mira, me da igual lo que pienses de mí. Si eso es lo que crees, estás en tu derecho.

Max se sorprendió del tono de voz que su compañero había adoptado. Sonaba a maestro de escuela o a catequista. Un modo de hablar tan paternalista que Robert se sentiría incluso más humillado que con sus bravuconadas. Había que concederle a Semus que aquello empezaba a dársele bien. Además, su aspecto nervioso, inocente, era capaz de sacar de quicio a cualquiera.

—De verdad, tío, me das asco —dijo Robert. Semus se encogió de hombros.

—A mí no me da asco casi nadie, pero si tuviera que elegir a quién despreciar, empezaría por aquellos que, en el nombre de una causa supuestamente noble, están dispuestos a asesinar a gente de su propia clase. Eso sí, a distancia, para que la sangre no los salpique. Eso es cobarde, rastrero e inútil. Cualquier revolución que se base en el asesinato de civiles perjudica a la clase obrera. Así que, ya me contarás qué tipo de revolución es esa que pretende dejar intacto el sistema y que además atenta contra la integridad, la seguridad y la libertad de aquellos a quienes dice defender. No sé muy bien cómo manejas todo eso dentro de tu cabeza, pero en la mía suena a que os están tomando el pelo. O a que nos lo queréis tomar a nosotros.

Max observó cómo Robert se debatía en silencio. Había apartado la mirada de Semus. Debió de encontrar algo del aplomo ficticio que había mostrado hasta hacía un momento y retomó el contacto visual con Semus.

—¿Y qué es exactamente lo que quieres que te diga? Porque he oído muchas amenazas, pero ninguna pregunta concreta.

—No sé —dijo Max, retomando la voz cantante—. Échale imaginación. ¿Qué crees que podemos querer de ti?

Mientras hacía la pregunta, Max se pasó el dedo pulgar por la nuez de Adán de manera casual, como si el gesto no significase nada. Pero Robert entendió a la perfección lo que quería decir.

—¿No vas a soltarme las manos? Antes no las sentía, pero ahora me duelen.

—Creí que ya habíamos hablado de eso. Tú dame algo que merezca la pena y yo veré si permito que conserves esas manos que tanto te preocupan. Imagino que las necesitas para seguir prestando servicios a tus colegas de revolución. Me pregunto qué pasaría si volvieras sin dedos con los que apretar teclas.

Robert tragó saliva y se pasó la lengua, blanquecina, por los labios resecos. Se estaba poniendo realmente nervioso.

—Ya sabes cómo funciona esto —dijo con un quejido lastimero. Se dirigía a Semus, que negó con la cabeza.

—En realidad no. Por eso te lo estamos preguntando.

—Recibimos órdenes mediante redes cerradas de comunicación. La ruta cambia, el intervalo de recepción de comunicados varía. Todo es tan aleatorio que ni siquiera nosotros mismos podríamos rastrearnos.

—Vamos a afinar un poco la pregunta —interrumpió Max— porque veo que no vas a llevarnos a donde queremos ir. Y tenemos un poco de prisa. Recuerda que tus amigos nos han dado un plazo muy ajustado o, si no, se pondrán a volar centros de ciudades.

—Yo no…

—No, claro que tú no. Tú, que me acusas de haberme vendido a los poderosos o no sé qué idioteces, te limitas a seguir órdenes aleatorias, ¿verdad?

Max había acercado su rostro al de Robert tanto que podía olerle el aliento. Para evitar cualquier tipo de ataque se había puesto sobre sus pies. Los talones de Max sobre las punteras de los zapatos baratos de Robert. Así no intentaría nada.

—Las envía Randall Grove. Es lo único que sabemos.

—Eso también lo sabemos nosotros —gruñó Max—. Danos algo nuevo o dile adiós a tus manos. Ahora.

—Nadie sabe dónde está. Nadie lo ha visto en meses. Él mismo borró sus datos de Internet. Ha desaparecido. ¿Le buscáis a él? Pues podéis llamar a una médium, porque es un fantasma.

—No me toques los huevos, Robert. No estoy para bromas.

—No lo encontraréis. A todos los efectos, es como si no existiera.

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