Hacker

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Capítulo 14

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Capítulo 14

—No sabe nada —susurró Max.

Habían dejado a Robert solo, con las manos todavía atadas a la espalda, y se dirigieron a la habitación de Toei, que les indicó dónde guardaba su madre la cinta adhesiva. Así pudieron taparle la boca para evitar que gritara. Aunque si la policía no había llegado ya, no parecía probable que ningún vecino fuera a llamarla.

—¿Estás seguro? —preguntó Semus.

—Completamente. Este tipo no es un profesional. Después de tu discurso acerca de las revoluciones, ni siquiera creo que siga creyendo en su causa. Nos lo habría dicho todo, pero no tiene nada que decir. Y tú, ¿cómo estás? —le preguntó a Toei.

—Me duele el hombro, pero ni siquiera ha sido un impacto real. Solo un roce. A ver, estoy en shock. Eso por supuesto, pero saldré de esta. Me habría gustado estar ahí con vosotros. Ese imbécil… ¡Casi me matan!

Max sonrió por dentro. El chaval lo llevaba mejor de lo que él había esperado, pero se movía entre la verborrea y el miedo a la muerte como un péndulo descontrolado. La verdad era que había tenido buena suerte. Si los miembros de La Furia que los atacaron hubiesen sido profesionales, no estaría allí para contarlo.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Semus.

—En realidad estamos igual que antes. Ya sabíamos que Grove era ilocalizable. Si el resto de La Furia tampoco tiene esa información, habrá que idear algún plan de contingencia. Ahora mismo, no tengo ni idea de qué hacer, lo confieso.

—Nos lleva mucha delantera, es verdad —dijo Toei.

—Lo que no entiendo —intervino Max— es por qué se ha tomado tantas molestias en borrar esos datos. Todo el mundo conoce su cara. Hay archivos de sus lugares de trabajo, certificados de nacimiento… La dificultad de encontrarlo no estriba en saber quién es, sino en localizarlo.

Toei, desde su parapeto de almohadones, en la cama, negó con la cabeza. Había cierta petulancia en su gesto, pero Max no le dio importancia. Hacía rato que había decidido no dársela a nada que pudiera distraerlo de la misión.

—El problema —comenzó el más joven de los dos hackers— es que todos esos archivos, toda esa información, está o estaba digitalizada. Es posible que ahora mismo alguien conserve alguna fotografía impresa de Grove, pero, al borrar los archivos originales, la verdad es que podría convertirse en cualquier persona.

Semus tomó la palabra antes de que Max pudiese oponer un argumento obvio.

—Toei no quiere decir que pueda cambiar de rostro. Eso ya lo podía hacer antes y no habría tenido que borrar nada. Lo que puede hacer es que cualquiera se haga pasar por él.

—Pero existen expedientes físicos.

—La gente cambia mucho en unos pocos meses, Max.

Max asintió. Se había sentado en una especie de puf flexible que se adaptaba a su cuerpo cada vez que se movía. Cruzó los brazos sobre el pecho y se permitió un pequeño recuerdo. ¿Cómo era él antes de comenzar su entrenamiento en el Averno? Sin duda, ya poseía un cuerpo atlético; su altura tampoco había cambiado. Pero su rostro nunca volvió a ser el mismo después de pasar por aquella experiencia. Recordó el sentimiento de pérdida y vértigo que lo embargó al salir de la ducha y mirarse en el espejo el día que por fin pudo abandonar las instalaciones. Se sentía diez años mayor, y eso se notaba en un gesto más maduro y, por qué no decirlo, también más amargado. Randall Grove no había pasado por una experiencia parecida, ni mucho menos, pero su experiencia vital también lo habría cambiado. Eliminar todos sus registros supondría, por tanto, lo mismo que haber eliminado a su yo del pasado. Una buena jugada, estaba claro.

—Sea como sea, no podemos hacer nada contra ello. Y el tipo de la cocina no miente.

—He oído lo que ha pasado —dijo Toei—. Estas paredes no son precisamente las de una fortaleza y la puerta estaba abierta, así que, bueno, no sé. ¿Qué vas a hacer con él? ¿Vas a matarlo con un pulgar?

Max se revolvió en su puf y, cansado de no encontrar una postura cómoda, se levantó. Eso asustó a Toei, que se apretó contra los almohadones de su espalda. Hasta entonces había parecido relajado, pero en ese momento su piel adquirió el tono de la cera.

—¿Por qué creéis que voy a solucionarlo todo sembrando el mundo de cadáveres?

Max susurraba con exasperación. No iba a matar a nadie, pero no le convenía que el prisionero se sintiese demasiado a salvo.

—No sé si tenéis una idea clara de lo que ha pasado aquí —continuó—, pero ese tipo nos ha disparado, ha aterrorizado a una chiquilla y ha confesado formar parte de una organización terrorista; ¿se os ha ocurrido que podríamos llamar a la policía y que se lo llevarían sin el menor problema?

—Por cierto, fuera hubo disparos. Además del que ha alcanzado a Toei.

Max no lo había dicho y no le apetecía hacerlo precisamente en ese momento, pero lo cierto era que en la calle había un cadáver, y aquello era culpa suya.

—Sí. También hay un cuerpo fuera. Parece que nadie lo ha descubierto.

Toei hizo un gesto que bien podía interpretarse como alguna versión discreta de «te lo dije» y se apretó todavía más contra las almohadas, en un intento de alejarse de Max tanto como le fuera posible.

—Te estaba defendiendo, chaval. Y, por cierto, ¿a nadie le parece extraño que no haya venido la policía?

Semus negó con un gesto apesadumbrado e hincó la barbilla en el pecho. Era la viva estampa de la desolación. Max le dio un momento antes de pedirle que se explicara.

—En fin —comenzó Semus—. No hace tanto que hemos tenido ese pequeño percance con los semáforos. Tal y como están las cosas, no me extrañaría que hubieran controlado los teléfonos.

Max no daba crédito a lo que estaba oyendo. El mundo entero llevaba años elucubrando acerca del poder ilimitado de la CIA y del coladero de información en que se habían convertido las redes sociales. Pero resultaba que era un grupo terrorista compuesto en su mayor parte por aficionados los que se habían hecho con el control de las comunicaciones.

—¿Estamos hablando de teléfonos fijos y móviles? —preguntó para asegurarse.

—Manipular las líneas fijas no es difícil. Al fin y al cabo es una cuestión de cables. Manipular un satélite tiene algo más de dificultad, así que supongo que habrán interceptado los repetidores. Es complejo, requiere muchos recursos, pero…

—No es imposible. —Toei terminó la frase de su colega. Había cierto deje de admiración en su tono. Como si le hubiera gustado participar en algo así.

Max sacó su teléfono del bolsillo interior de la chaqueta. Tenía cobertura y tenía batería. Llamó a su portero, pero colgó en cuanto oyó la señal.

—Mi teléfono funciona.

—¿De verdad has llamado?

Toei parecía sinceramente horrorizado, como si una simple llamada fuese más espantosa que la posibilidad de que Max matase al prisionero de la cocina.

—He llamado, he escuchado el tono y he colgado. No sé qué es más ofensivo, que creas que soy un asesino a sangre fría o que pienses que soy tan estúpido como para dejar que me localicen.

—No pueden localizarte si no te han pinchado —comenzó a decir Toei. Pero dejó de hablar cuando Max le lanzó una mirada helada.

—Lo peor de todo el asunto es que el hombre me da pena. No hace falta darle muchas vueltas para entender que, en el fondo, no les falta cierta parte de razón.

Semus y Toei se miraron de reojo. Fue un gesto rápido, pero a Max no le pasó desapercibido. ¿Qué se pensaban, que de pronto había cambiado de bando? De todos modos continuó hablando.

—Lo que es verdaderamente raro, dado el estado actual del mundo en general, es que las calles no estén llenas de gente reclamando lo que les pertenece.

En cuanto terminó la frase, el resto de lo que estaba a punto de decir se le murió en los labios. No hacía tanto que había pasado unos días no especialmente idílicos en una capital europea. Madrid se había convertido en un polvorín, las calles se llenaron de manifestantes y de vándalos; y qué había hecho el Gobierno español, pues sacar al Ejército a pasear. Las cargas policiales resultaron más perjudiciales que la propia crisis económica y el corralito. Por no hablar de quién había sido el verdadero culpable de todo el asunto.

—Mirad, da igual —continuó al fin—. En el momento en el que estoy dispuesto a ponerme de su parte, me demuestran que no merece la pena. No importa la justicia de la causa cuando los medios que emplean para defenderla son los mismos que los de cualquier grupo terrorista. ¡Por amor de Dios! Han controlado las comunicaciones de, ¿qué?, ¿todo un barrio de Londres? ¿Un distrito entero?

—¿Pero qué vas a hacer con él? —insistió Toei. Si no se relajaba pronto, el rasguño que le hizo la bala de La Furia iba a convertirse en el menor de sus problemas. Estaba tan tenso que sus huesos parecían a punto de crujir.

—Ahora mismo hay cosas más importantes en las que pensar. —Max subió la voz, intencionalmente, para asustar al prisionero—. Ya me ocuparé de ese tipo dentro de un rato. Cuando oscurezca, quizá.

Por supuesto, la pantomima también asustó a Toei. Semus, por su parte, estaba serio, pero mucho más calmado. Al menos con él sí se podía contar.

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