Hacker

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Capítulo 19

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Capítulo 19

—He tenido un encuentro muy curioso con Eddie —dijo Max. La señora Blackwell estaba preparando algo en la cocina. La chica a la que Robert usó como escudo, aunque de manera torpe, esperaba sentada en una de las sillas. Max se preguntó si habría notado que ya no había cuatro, sino tres. Y si se lo hizo notar a su anfitriona. Luego recordó que se trataba de una muchacha discreta e inteligente. También observó que, cada pocos segundos, echaba un vistazo a la puerta de la despensa reconvertida en sala de yoga.

—Nadie ha hablado nunca con Eddie, excepto Richard. Así que supongo que te has encontrado con Richard. No es peligroso, pero puede resultar un tanto desagradable. Un poco como llegar a casa y encontrarla invadida por desconocidos, con tu hijo en cama con una herida de bala en el hombro.

Max no iba a discutir. La señora Blackwell no tenía la menor idea de lo que estaba pasando, no sabía quién era él y, además, una cría de secundaria los miraba con aspecto de entender más de lo que debería. Necesitaba salir de allí cuanto antes.

—Voy a ayudar a su hijo a cargar la furgoneta.

—No se preocupe, ya casi está. Puede dejar aquí la chaqueta. No creo que nadie en el mundo sea capaz de quitar esa mugre ni ese olor. La tiraré. O a lo mejor la limpio con sal y limón. Puedo llevarla a alguna de las tiendas.

—Yo diría, señora Blackwell —contestó Max—, que ya se ha cobrado su deuda. Voy a tener el hombro amoratado unos días, ¿sabe?

—Venga aquí, déjeme verlo. Siéntese junto a Trisha. Trisha, por cierto, creo que querías decirle algo a nuestro invitado.

La chica lo miró y esbozó una sonrisa torpe. Se veía que no estaba acostumbrada a sonreír. Max sintió lástima por ella.

—Gracias por lo de esta mañana. Ahora, dentro de un rato, voy a ir con ella —hizo un gesto con la barbilla, señalando a la madre de Toei— a denunciarlo. Diremos que Richard nos ayudó. A veces ayuda. La mayoría no, pero…

—¿Señora Blackwell?

La madre de Toei dejó un vaso de cacao frente a la niña y obligó a Max a sentarse muy recto en su silla.

—Quítese la camisa —dijo—. Cuando vayamos a comisaría diremos que Richard nos ayudó a reducir al tipo. Richard tiene problemas para saber en qué momento del día se encuentra, pero recordará que se ha peleado con alguien, así que tendremos su testimonio. No serviría de mucho sin el nuestro, pero yo soy una miembro muy respetada de esta comunidad y Trisha una buena estudiante.

—¿Y su coartada? Me refiero a la de usted.

Max se había desnudado de cintura para arriba y la señora Blackwell examinaba el golpe de su hombro. La niña se había ruborizado.

—No se preocupe por mí. Si yo digo que he estado aquí a la salida del colegio, nadie dirá que me ha visto en otro sitio. Y quédese quieto. Tengo algo que evitará que se le inflame el hombro. Es casero, natural y ni siquiera huele demasiado mal.

—No tenemos mucho tiempo, me temo —dijo Max. Pero sabía que era una excusa muy débil.

—No, no lo tenemos. Pero lo aprovecharemos mejor si todos nos encontramos en plena forma.

Aquello, al contrario de todo lo que había sucedido desde que la mujer apareció hacía poco más de dos horas, sí tenía sentido. Así que Max se dejó aplicar una especie de emplasto que la madre de Toei extrajo de un recipiente de cerámica. El vendaje que le colocó encima de la mezcla hacía que la camisa le apretase, pero supuso que la presión también era buena para evitar que la zona se hinchase.

—Conservo ropa de mi marido, si quiere una chaqueta. Ahora hace buen tiempo, pero por la noche refresca.

Max sonrió. La señora Blackwell era una mujer dura, inteligente y práctica, pero había algo profundamente maternal en ella que salía a la superficie a la menor oportunidad.

—No es necesario.

—Cuide del chico. Es menos tonto de lo que parece y menos listo de lo que se cree. —La madre de Toei hizo una pausa—. También es la única familia que tengo, ¿sabe? Podría haberse dedicado a construir un imperio para alguien que lo pagara bien, pero prefiere salvar el mundo. Lleva con esas tonterías desde que tiene uso de razón. La injusticia, el dinero, la desigualdad. Yo sé que no va a conseguir nada, pero él es demasiado joven.

Cuanto más hablaba con la señora Blackwell, más la respetaba. En cierto modo, era como oírse a sí mismo.

—No le pasará nada. La misión de Toei es quedarse en retaguardia.

—Pero el que tiene una herida de bala es él.

Max no podía oponer nada a esa realidad, así que se limitó a despedirse.

—Gracias, señora Blackwell. Gracias, Trisha, has sido muy valiente esta mañana.

—De nada —dijo la niña.

* * *

La furgoneta lo esperaba, llena hasta los topes. Semus conducía y Toei se había acomodado en el asiento del copiloto. Detrás dejaron un hueco para Max.

—Me temo que no puede ser —dijo antes de subir—. Semus conduce, eso está bien. Pero yo necesito poder subir y bajar con rapidez. No va a ser un viaje común.

—Creía que tenías uno de esos pisos francos.

Max sonrió. A aquellos dos les encantaban las historias de espías, pero no tenían la menor idea de lo que significaba encontrarse dentro de una.

—Tengo varios y he hablado, por decirlo de alguna manera, con la persona que va a elegir el mejor para nuestros propósitos. Pero no me ha dado la dirección. No queremos que nos sigan, ¿verdad?

—Vamos Toei, siéntate detrás. Hemos hecho sitio para Max, que mide el doble que tú, así que irás cómodo —dijo Semus. Y el chico obedeció.

—En realidad será más rápido y más sencillo si conduzco yo —dijo Max.

—Por mí no hay problema.

Max se puso al volante y realizó el mismo trayecto que había hecho el autobús en el que llegaron. Necesitaban ir al Centro, dejarse ver en todos aquellos lugares que el Departamento de Tráfico tenía cubiertos con sus cámaras de videovigilancia. Una furgoneta de coleccionista no sería fácil de ocultar, así que tenían que convertirla en la auténtica protagonista.

Max condujo hasta Trafalgar Square, con lo que se aseguró una buena multa y una conversación con un agente que los echó de allí. Hacía años que la circulación por el centro de Londres estaba restringida. Si La Furia los monitorizaba, creerían que no sabían lo que estaban haciendo.

Una vez hecho el ridículo más espantoso, Max se dirigió al este. En concreto, a la zona de los Docklands. Cerca del Canary Wharf se desvió al parking cubierto de West India Quay, uno de esos negocios que tenían lugar mitad al aire libre y mitad bajo los cimientos de las vías del tren. A los turistas les encantaban, así que siempre había gente alrededor. Los trabajadores del enorme edificio de oficinas también lo usaban. El tráfico de vehículos y personas nunca era moderado y, por tanto, el lugar elegido por Dylan para dar el cambiazo no podría ser mejor.

Max cogió un ticket a la entrada y se dispuso a meter la furgoneta cuando un vigilante de seguridad, vestido con un mono azul marino y un chaleco amarillo reflectante le detuvo antes de que cruzase la barrera.

—Hoy no es seguro aparcar aquí, señor. El circuito cerrado de televisión se ha caído. No podemos hacernos responsables de su vehículo ni del contenido.

Max le sonrió. Afortunadamente, el encuentro con Richard el vagabundo y su amigo imaginario le había dejado un aspecto bastante desaliñado, así que no parecía el típico hombre de negocios de clase alta que solía parecer.

—No llevamos nada detrás, así que por eso no te preocupes.

El vigilante asintió, pero no se lo veía del todo convencido. Pulsó un botón para que la barrera no bajase y golpease el techo Westfalia de la furgoneta.

—Pero la furgo… Estos clásicos están muy codiciados, ¿sabe?

Max asintió. La sonrisa seguía cosida a sus labios.

—Está hecha polvo, no te preocupes, de verdad.

—No puedo responsabilizarme, señor, mi consejo es que se la lleve.

—Hagamos una cosa —dijo Max—. La dejaré en la plaza menos accesible y tú te asegurarás de que alguien aparque justo detrás. Así nadie podrá llevársela, ¿qué te parece?

El hombre dudó. Era un tipo con algo de sobrepeso y Max sabía que los mechones pelirrojos que asomaban bajo su gorra no eran más que el vestigio de una antigua cabellera. Por cómo estaban colocados, era evidente que el tipo estaba calvo.

—Puedo poner mi propio coche detrás. Es ese de ahí.

El pelirrojo, la identificación que llevaba prendida en el chaleco decía que se llamaba Charlie, señaló un Opel Corsa de tres puertas sembrado de arañazos y picaduras. Semus empezaba a ponerse nervioso, y desde la parte de atrás, separada de la cabina tan solo por una cortinilla, le llegaba la respiración agitada de Toei.

—Perfecto, Charlie. ¿Nos sigues entonces?

El empleado estuvo de acuerdo. Fue un momento a por sus llaves, mientras, Max entraba en el recinto del aparcamiento.

—Tranquilizaos, por favor —pidió a sus compañeros.

—No iremos a trabajar aquí abajo, ¿verdad?

—No, Toei. No vamos a quedarnos aquí.

En cuanto vio al Corsa por el retrovisor, Max pisó el acelerador. Para sorpresa de sus compañeros, parecía conocer el interior del aparcamiento al dedillo. Se detuvo junto a lo que parecía ser un muro sólido justo en el momento en que el sonido de un tren atronaba por encima de ellos. Se trataba de uno de mercancías, así que tardaría un buen rato en pasar. Cada vez los hacían más largos.

Semus se había llevado las manos a los oídos para evitar las reverberaciones en la medida de lo posible, pero el ruido dejó de importarle cuando vio que el muro se deslizaba hacia la izquierda. El estruendo del ferrocarril tapaba el que debía de estar produciendo la pared deslizante. Del otro lado no llegaba luz, sino una oscuridad total, pero Max no dudó. Cuando entendió que había espacio suficiente para que la furgoneta pasase sin problema, volvió a pisar el acelerador y se perdió en la negrura. Una vez al otro lado, la pared comenzó el movimiento contrario, hasta que encajó en el lugar que le correspondía.

—¿Dónde nos has traído? —chilló Toei, asustado, desde la parte de atrás.

—Tranquilo, estamos a salvo.

Las luces se encendieron justo en ese momento, dejando al descubierto un espacio que nada tenía que ver con el que acababan de dejar atrás. Delante de ellos se extendía una estancia de paredes de cemento liso, sin enlucir, iluminada por multitud de tubos fluorescentes que arrancaban un brillo cegador a cuatro vehículos de carga, tan limpios y nuevos que parecía que jamás hubiesen salido de un concesionario. Max tuvo que admitir para sí mismo que ese espectáculo sí se parecía a algunas escenas de películas de espías. Eso les encantaría a sus compañeros.

—Vamos, chicos. Hay trabajo que hacer.

Semus bajó de inmediato y abrió la parte trasera de la furgoneta para dejar salir a Toei, que lanzó un grito de sorpresa más propio de un crío en un parque de atracciones. Su madre tenía razón: era listo, pero no tanto en asuntos que iban más allá de lo intelectual, y sobre todo era muy joven. Le vendría bien aprender a controlar sus emociones.

—Probablemente estamos tomando más precauciones de las debidas, pero lo que llevamos ahí dentro las merece. No me apetece volver a encontrarme en un caos de tráfico y no quiero que nos sigan hasta el lugar al que vamos.

Semus asentía. Toei había cerrado al fin la boca y prestaba atención.

—Vamos a cargar esta furgoneta de aquí. —Señaló un modelo Renault común y corriente pero tan limpio como los demás—. Tenemos cuatro horas. Dentro de media vendrá alguien a llevarse el primero de los señuelos y a traernos comida.

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