Hacker

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Capítulo 22

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Capítulo 22

El conductor, cuyo rostro quedaba oculto por unas gafas de sol y un sombrero de ala ancha, vio el coche que los seguía. Hasta el momento lo había descubierto en un semáforo, siguiéndolos con discreción en Pall Mall y, por fin, reflejado en el escaparate de un comercio. No formaba parte del plan conducir fuera de la ciudad, pero debía deshacerse de quien fuera que llevaba pegado a los zapatos, y eso no podía hacerse en el centro de Londres, así que tomó la carretera hasta el aeropuerto de Stansted. A esa hora no había demasiado tráfico y el riesgo, por tanto, era mínimo.

Al contrario que en días anteriores, esa noche había llovido. El asfalto estaba mojado. Por suerte, la furgoneta que conducían era prácticamente nueva y el dibujo de la rueda ofrecía una adherencia casi completa. Esperaba que sus perseguidores condujeran un vehículo peor.

El copiloto procuraba no mirar atrás para no delatarse. Sus facciones también estaban ocultas. Su poblada barba rubia y unas enormes gafas de sol le convertían en un personaje completamente anónimo. Igual que su compañero, deseaba llegar cuanto antes a algún lugar donde poder deshacerse del coche que los seguía.

Por fin pudieron hacerlo en una rotonda. El conductor se aseguró de que no hubiera más riesgo del que se derivase de su impericia; es decir, ningún riesgo. Él era un conductor excelente. Aceleró al máximo antes de meterse en la rotonda y comprobó, por el retrovisor, que el otro coche hacía lo mismo. En plena curva, pisó a fondo. Aquello parecía un hipódromo. Los dos vehículos daban vueltas por el carril interno. Si aparecía un tercer vehículo, más le valía emplear el exterior o se vería inmerso en un asunto nada recomendable.

Los neumáticos chirriaban, la fricción con el asfalto estaba destrozando la goma, que desprendía un olor amargo y penetrante al quemarse. El conductor aguantaría al menos tres vueltas más. Solo faltaba saber si el otro también lo haría.

Pero no. El otro coche, en cuanto se dio cuenta de que se había metido en una trampa, tomó la primera salida. El conductor lo siguió. Ahora, el cazador se convirtió en la presa y, con la prisa, tomó la salida a una carretera secundaria. Ya era suyo.

Aceleró y la furgoneta sobrepasó con creces el límite de velocidad. Los árboles volaban a los lados. El césped parecía una superficie de verde sólido. El copiloto no era capaz de leer las señales.

No tardaron en dar alcance al otro coche.

—Sujétate, compañero. Allá vamos —dijo el conductor.

Y embistió al vehículo que los había perseguido y que ahora huía de ellos.

El otro coche aceleró, pero, efectivamente, era más antiguo y menos potente que la furgoneta. El conductor de las gafas de sol y el sombrero se puso en paralelo y trató de echarlo de la carretera.

El otro coche aguantó la embestida, pero sus ocupantes decidieron bajar la velocidad. Ahora solo quedaba saber quién sería más rápido cuerpo a cuerpo.

Piloto y copiloto frenaron y bajaron de la furgoneta. Las dos personas que viajaban en el otro vehículo los imitaron. Por lo demás, la carretera permanecía desierta.

Sin previo aviso, los cazadores convertidos en presas echaron a correr campo a través.

—¡Joder! —exclamó el copiloto—. ¿Están de broma?

El conductor no contestó. Corrió tan rápido como le permitieron las piernas hasta dar alcance al que más se había alejado de ellos. No le costó demasiado. El hombre no estaba en forma y corría espoleado por el miedo, sin disciplina, sin cuidar la respiración, sin dosificar las fuerzas. Lo empujó por la espalda y cayó al suelo. Una vez allí, no tuvo ningún problema en inmovilizarlo con unas cuerdas.

El copiloto había hecho lo mismo con el que le correspondía y, ambos, encerraron a los prisioneros en la parte de atrás de la furgoneta negra. Luego la aparcaron en lugar apartado y regresaron al vehículo de cuyos ocupantes se habían desecho.

—¿Y qué es lo que nos preocupa tanto si esta gente es incapaz de dar un puñetazo? —preguntó el copiloto, que no era otro que Dylan.

—Su fuerza es otra —contestó Max, el conductor—. Han conseguido sacarnos de la ciudad. No son luchadores, pero son listos, tienen una causa y un plan.

—¿Crees que nos han descubierto?

—No lo sé. Diría que no.

—¿Dirías que no? —Dylan no daba crédito—. ¿Podemos fiarnos de Semus o no?

—Podemos fiarnos de él. Es un hombre competente. Anoche le obligamos a ponerse al descubierto y lo descubrieron. Posiblemente nos vigilen desde anoche. Solo podemos confiar en que no nos hayan reconocido. No lo sé. Hay que volver al punto de encuentro.

Dylan echó un vistazo a la pantalla de un dispositivo electrónico de los que no se encuentran en los grandes almacenes ni en las tiendas especializadas.

—Su señal no se dirige al punto de encuentro, Max. No tengo ni idea de a dónde va, pero esta no es la dirección que nos dieron anoche.

—Pues habrá que seguir al localizador, entonces.

Dylan no se sentía cómodo. Max no acostumbraba a fiarse de nadie que no formase parte de su equipo habitual. Ellos cuatro eran como una familia. Y, sin embargo, allí estaba. Dejándose llevar por un completo desconocido.

—Lo que tú digas, jefe. Pero no me gusta un pelo.

—Lo entiendo, Dylan. Pero tú mismo acabas de decirlo: no hay de qué preocuparse. No saben pelear.

—Ya, Max. Pero tú me has contestado que su fuerza es otra. No me gustaría verme rodeado por diez de estos tipos. Los números también ganan batallas.

—No esta vez. Hay que seguir a Semus. Es mejor que estemos cerca de él si pasa algo. No estaba tranquilo. Y necesitamos que lo esté.

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