Hacker

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Capítulo 24

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Capítulo 24

Salieron de la ciudad. Max conducía con calma. Los tipos que llevaban a Semus no parecían muy peligrosos. Sin embargo, no sabía lo que se encontraría en el lugar al que se dirigían.

—Me pica toda la cara —dijo Dylan.

—A mí no me mires. Ya te dije que era demasiado. Tú ni siquiera estás en su punto de mira. No te conocen, no saben quién eres ni que tienes ningún tipo de conexión conmigo.

—Ya, pero me parecía divertido.

—A veces…

Max no terminó la frase. Por una parte, era cierto que en ocasiones algunos miembros de su equipo se portaban como si su trabajo fuese algún tipo de espectáculo. Mei era la peor, con sus bromas dialécticas, que obligaban a Max a aguantar a través de los dispositivos de escucha. Pero Dylan no se quedaba atrás. Tenía predilección por las armas grandes y extravagantes. Y cuando no conseguía convencerlo de que trabajara con una de ellas, procuraba hacer alguna otra extravagancia. Por ejemplo, disfrazarse con una enorme barba postiza que, por lo visto, le estaba provocando algún tipo de reacción alérgica.

—Venga, dilo. Soy como un crío —le retó Dylan.

—Yo no he dicho nada.

Max levantó ocho dedos del volante, con lo que se quedó sujetándolo solo con los pulgares.

—En serio, Max. No podemos tomarnos esto en serio.

—No creo que las familias de los doce muertos de Estocolmo estén de acuerdo con esto.

El rostro de Dylan se ensombreció. Max sabía que había sido un golpe bajo. Dylan no se refería a la misión, sino a la falta de profesionalidad de sus enemigos. Aquella salida solo significaba que Max estaba tenso. Y nada funcionaba como era debido si Max trabajaba bajo tensión.

—Perdona, Dylan.

—No hay problema —contestó su amigo. Se rascaba las mejillas mientras miraba por la ventana.

—¿Tienes alguna idea de dónde estamos?

—Vamos al sur, eso seguro. Acabamos de pasar Edenbridge. Estamos en lo más profundo de la campiña, así que lo más probable es que nos metamos por alguna carretera secundaria y nos paremos en la entrada de alguna finca privada.

—¿Conoces la zona? —preguntó Max. ¿Has visto el pub que acabamos de pasar? ¿En el cruce?

Max se refería a una casona de ladrillo anaranjado con flores en las ventanas blancas y aspecto de haber visto mejores tiempos.

—¿Ponía Queens Arms? —preguntó Dylan.

—Hace unos años venía a menudo. Un poco más adelante hay una residencia de ancianos. Una de mis abuelas murió allí. Mis padres la visitaban casi cada fin de semana. Yo me escapaba y me venía aquí. La dueña era tan vieja como los ancianos de la residencia, pero me trataba bien y no me daba miedo. Había una monja, la hermana Teresa. Una mujer muy vivaz que me llevaba de excursión.

—Eres una caja de sorpresas.

Max se encogió de hombros. Todos aquellos recuerdos parecían pertenecer a alguien muy lejano en vez de a él mismo.

—Mira, jefe. Acaban de girar.

Max no se había confundido en sus predicciones. El coche que llevaba a Semus tomó un camino de tierra y se detuvo al final, junto a una verja tras la que esperaban dos hombres con aspecto de guardaespaldas profesionales.

Cada uno bajó de sus respectivos vehículos. Primero Jim y Dick y después Semus, que no lo hizo hasta que oyó el crujido de las piedrecillas bajo los zapatos de Dylan y Max.

Desde el primer momento resultó evidente que algo no iba bien. En cuanto los vieron, los gorilas tensaron los músculos. No debían de llevar armas, o las habrían mostrado de inmediato.

—Parece que estos sí saben lo que se hace, jefe —susurró Dylan.

—Eso parece, sí. Prepara tu pistola por si se tuercen las cosas —contestó Max también en voz muy baja.

—Vosotros dos no deberíais estar aquí —anunció uno de los vigilantes. Ambos vestían como granjeros, pero saltaba a la vista que los bíceps ocultos bajo las camisas de franela no habían surgido de llevar un tractor, sino de trabajarlos a conciencia en el gimnasio. Lo mismo que sus cuellos de toro. Las gafas de sol de ambos, además, eran demasiado caras. Ningún agricultor llevaría algo así para trabajar el campo.

—¿Quién lo dice? —contestó Dylan.

—Lo decimos nosotros.

Max hizo una valoración rápida de la situación. Los secuestradores de Semus se habían adelantado, así que el hombre estaría a salvo si empezaba una pelea, y todo apuntaba a que la habría. Dylan y él se los quitarían de encima en un momento. La clave estaba en no permitir que a los dos profesionales les diera tiempo de abrir la verja. Si conseguían eso, las cosas estarían igualadas, lamentablemente, Semus tenía su propia idea acerca de cómo debían suceder las cosas y, para sorpresa de todos, se lanzó a hablar.

—¡Qué demonios pasa aquí! Se supone que soy un invitado de honor, ¿sabéis?

Mientras hablaba se dirigía hacia Dick, que sujetaba un teléfono móvil como quién se agarra a una escalera de mano en un incendio.

—¡Eh, Dick! —El otro, que hasta entonces había permanecido de frente a los dos gorilas y, por tanto, de espaldas a Semus, se dio la vuelta. Parecía enfadado, los ojos inyectados en sangre y un rictus desagradable en la boca. La expresión le cambió de repente. Se dobló sobre sí mismo y exhaló de golpe todo el aire que tenía en los pulmones. Con un movimiento un tanto ridículo, Semus aprovechó su ventaja y le agarró del cuello.

—¿Le ha dado una patada en los huevos? —preguntó Dylan, incrédulo.

—Pues eso parece —contestó Max.

—Ahora, Dick, suéltate, yérguete.

Semus seguía sujetándole del cuello y tenía uno de los pulgares apoyado en la nuez de Adán.

—Jim, ve metiéndote en el maletero del coche —dijo Semus—. Max, sería de gran ayuda que me sustituyeras.

Max no se hizo esperar. Desde luego, aquel alfeñique de oficina era un hombre de recursos y, sobre todo, aprendía rápido. Aquella había sido la amenaza que el propio Max le había hecho a Robert en la cocina de la señora Blackwell.

Jim abrió el maletero y Dylan le ayudó a cerrarlo. Por su parte, los dos gorilas se quedaron en su lado de la verja. Si se movían, perderían a uno de los hombres a los que debían proteger.

—Tenemos otro maletero, Dylan. Creo que Dick estará muy cómodo dentro.

Dylan hizo los honores mientras Semus se sentaba en el suelo. Temblaba de nervios y las piernas no le sostenían.

Cuando el segundo hombre estuvo de nuevo a buen recaudo, Max y Dylan se enfrentaron a los gorilas.

—No tenéis armas —dijo Max.

Los hombres se miraron. Uno de ellos se llevó la mano a la espalda.

—Despacito, campeón —ordenó Dylan, apuntándolo con su pistola—. Que yo te vea.

—No nos pagan lo bastante para usarlas —dijo el otro—. Se suponía que el trabajo era custodiar la verja y pedir una contraseña. No íbamos a tener problemas.

Los gorilas arrojaron sendas pistolas por encima de la verja y Max y Dylan las recogieron.

—Pues parece que sí los habéis tenido. La cuestión ahora es si van a aumentar o se quedarán como están.

—Os abrimos la puerta y nos largamos —dijo el más hablador—. El campo no es lo mío.

Las cosas no se complicaron más. Tal y como habían dicho, los dos vigilantes se marcharon después de abrir la puerta.

—Esa gente me da asco —dijo Max.

—Te entiendo, jefe —contestó Dylan.

—Pues a mí me alegra infinito que no tengan ética del trabajo ni lealtad, si es a eso a lo que os referís. No creo que mi estómago hubiera soportado mucho más —intervino Semus.

—No quiero ser un aguafiestas, Semus, pero te recuerdo que él único que ha golpeado ahí atrás has sido tú. Ni Dylan ni yo hemos movido un músculo.

—Créeme, no se repetirá.

El camino de tierra, que recorrieron a pie ocultos entre los árboles que lo flanqueaban, iba a parar a lo que parecía una fábrica abandonada. Las paredes del edificio principal estaban recubiertas de hiedra y por las ventanas, cubiertas con cortinas, se filtraba algo de luz. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando, sucedía allí dentro.

—¿Tú crees que Grove está ahí?

Solo hay una manera de averiguarlo.

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