Hacker

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Max no solo no lo sabía, sino que tampoco entendía a dónde quería llegar Nefilim con ello. En un momento habían pasado de un rescate millonario, inasumible para la economía nacional de cualquier país, y ahora le hablaban de una serie de televisión. Solo calcular cuántas y quiénes eran las víctimas de Lehman Brothers era una tarea imposible. Definitivamente, Max no entendía nada.

—Da lo mismo, la cuestión es que sus previsiones se han quedado cortas. En el primer capítulo de la serie un terrorista secuestra a la hija del primer ministro y pide como rescate que el hombre practique un acto de zoofilia y se emita por televisión.

Max no pudo evitar una carcajada. No era el momento. Lo sabía. Y por un instante temió que Nefilim terminase de caer en el ataque de ansiedad que se venía fraguando desde hacía rato. Sin embargo, quizá porque lo que en realidad necesitaba era liberar tensión, lo que hizo fue reír con él. Tuvo un acceso de risa histérica que hizo que se doblara sobre su estómago. Incluso se le saltaron las lágrimas. Todavía entre risas, le reveló cuál era la última exigencia de los ciberterroristas.

—Suicidios. Quieren que los directores de los principales bancos de todo el mundo se suiciden en riguroso directo. Sin trucos.

Se enjugó una lágrima mientras pronunciaba la última palabra. La crisis había pasado, pero Nefilim no parecía él mismo. Con el gesto descompuesto, aferraba el maletín con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. Por fortuna, el parque seguía desierto.

—Bien, tanto tú como yo sabemos que eso no va a pasar, así que no entiendo por qué te comportas como si hubieran exigido que cortaras tu propia cabeza.

—No ves la tele, Max, pero ¿lees la prensa?

Nefilim abrió de nuevo el maletín, pero no hizo caso alguno a la caja de plomo. En cambio, extrajo un periódico de ese mismo día y se lo tendió a Max.

—Página trece —dijo. Y se limitó a esperar que el otro encontrase la noticia.

Max pasó por la sección de actualidad política, los últimos escándalos financieros y llegó a la parte donde se recogían las noticias internacionales.

Como correspondía a uno de los muchos periódicos que buscaban aumentar sus tiradas en lugar de informar con rigor y veracidad, la página trece estaba cubierta casi por completo por la fotografía en color de un edificio en ruinas. En primer plano, abajo a la derecha, unos camilleros transportaban un cuerpo. El edificio derruido todavía humeaba. Varios transeúntes vagaban de un lado a otro. Algunos con el rostro o las extremidades ensangrentadas. Pero lo que de verdad resultaba perturbador era el brazo que ocupaba el centro de la imagen. Un brazo solo, como si se le hubiera olvidado a alguien. No había ningún cuerpo cerca. A Max le costó apartar de él la vista y leer el titular: «Doce muertos por estallido de artefacto explosivo en el centro de Estocolmo».

—¿Es cosa de los terroristas de los que me hablas?

Nefilim asintió y Max comenzó a comprender su nerviosismo. Aquello no eran simples amenazas lanzadas mediante el correo electrónico. Tampoco se trataba de una carta misteriosa que llegaba al lugar más seguro de la Tierra. Estaban hablando de doce muertos en una ciudad a miles de kilómetros del lugar donde habían atentado el día anterior.

—Al parecer han colocado artefactos semejantes en todas las grandes ciudades del mundo. O al menos del mundo occidental. No han sido más específicos.

—¿Y tienes a Mei buscándolas? ¿Por eso habéis contactado con ella?

Nefilim negó.

—No vamos a buscarlas. Esta la accionaron en remoto y ya nos han advertido de que se trata de una menudencia. Una prueba de lo que son capaces de hacer si, según ellos mismos dicen, los decepcionamos.

—¿Y por qué demonios no vais a desactivar esas bombas?

—Porque las tienen vigiladas. Si tratamos de inutilizarlas, las harán estallar. Una a una. Por lo general no damos crédito a este tipo de amenazas, pero ya hay doce muertos confirmados en Estocolmo.

Max suspiró. Las cosas parecían realmente complicadas.

—Así que no me quieres para buscar las bombas a mí tampoco. Bien, ¿qué es lo que tengo que hacer?

—Desmantelar la organización.

Max puso los brazos en jarras. Desmantelar una organización terrorista con la infraestructura y el poder suficientes para inhabilitar la cámara acorazada secreta de uno de los bancos más importantes de Gran Bretaña al mismo tiempo que hacía explotar una bomba en Suecia.

—Claro que sí. Y sin Mei. Es literalmente imposible que pueda hacer esta misión sin ella. Y lo sabes.

—Al contrario. Mei es experta en comunicaciones y en esta ocasión vas a tener que actuar sin apoyo tecnológico. No podemos fiarnos de nuestros teléfonos móviles, de nuestros ordenadores ni de nada que esté conectado a ningún tipo de red.

—Pero ella está con la SCLI ahora.

—Hubiera preferido no decirte esto, pero también hay un motivo de envergadura para eso.

—Pues estoy deseando oírlo.

La frase había sonado más arrogante de lo que Max quería, y estaba seguro de que Nefilim respondería en concordancia. En cambio, solo le dijo lo que parecía, una vez más, la verdad.

—A nosotros también nos han hackeado. Está inspeccionando nuestros equipos y nuestra red. Evalúa los daños y se asegura de que recuperemos la privacidad cuanto antes.

Parecía mentira, pero Nefilim continuaba sorprendiéndolo.

—De acuerdo. Nada de sistemas informáticos. Pero me darás algún hilo de donde tirar. Alguna pista que pueda seguir.

Capítulo 6

—Randall Grove.

Esa fue la respuesta de Nefilim. Solo dos palabras. Un nombre y un apellido que a Max no le decían nada.

—Tendrás que ser un poco más concreto, me temo.

—A nosotros también nos extrañó. Lo conocíamos, claro. Detectamos a las personas con su inteligencia y capacidades, pero dejamos de hacerle el seguimiento rutinario en 2008.

Max se imaginaba lo que estaba a punto de oír y no le hacía ninguna gracia.

—De muy pequeño dio muestras de una gran capacidad de aprendizaje. Las primeras pruebas de inteligencia determinaron que se trataba de un crío superdotado. De hecho, su cociente intelectual era mayor que el de Einstein. Era un crío creativo, aplicado, feliz.

—Imagino cómo os frotaríais las manos cuando lo descubristeis.

—Nos gusta encontrar personas capaces de trabajar con nosotros y cumplir con nuestros estándares de exigencia.

—Os gusta transformar personas normales en… otra cosa. —Max no tenía una palabra adecuada que definiera lo que opinaba de los métodos de reclutamiento y adiestramiento de la SCLI.

—Estaremos de acuerdo en que ninguno de nuestros empleados es normal. De todas formas, tampoco es que importe mucho. No llegamos a acercarnos a él. En 2008 su padre se suicidó. Él era apenas un adolescente. De repente se convirtió en un crío completamente anodino. De vez en cuando comprobábamos su evolución. Muchos de nosotros confiaban en que su dejadez repentina se debiera a un trauma por la muerte se su padre. Pero no. Jamás volvió a destacar en nada.

—Y sin embargo me dices —interrumpió Max— que él es el cerebro pensante de toda esta operación. ¿No es una teoría un poco arriesgada?

—Lo sería. De hecho, al primer agente que lo investigó hace unos meses, cuando nos llegaron los primeros indicios de lo que estaba a punto de pasar, ni siquiera se le ocurrió que pudiese estar involucrado. Definió su carrera laboral como errática, sin un objetivo preciso. Al parecer dimitió de todos y cada uno de sus puestos poco antes o poco después de que lo ascendieran a cargos intermedios.

—¿Entonces…?

—La cuestión no es cuántos trabajos tuvo, sino dónde lo contrataron.

—¿Bancos?

—Así es. Bancos, entidades financieras, aseguradoras, fondos de inversiones e incluso dos partidos políticos. Los dos más importantes de este país, para ser exactos.

Sin duda, el tipo era un genio. Había pasado años infiltrado en todos los puntos estratégicos del sistema que pretendía dinamitar.

—De acuerdo, ya veo por dónde vas —aseguró Max—. Pero no puede ser que trabaje solo. La operación que me has descrito necesita de un entramado de colaboradores considerable.

Nefilim asintió.

—Movámonos —dijo—. Llevamos mucho tiempo aquí.

Max estuvo de acuerdo.

—Randall Grove empezó a trabajar en su venganza el mismo día que su padre murió. El hombre no había hecho nada de manera diferente al resto de padres de familia de clase obrera de Inglaterra.

—O sea que trabajaba hasta deslomarse y no se las había apañado para poder ahorrar, ¿no?

—Es una manera de decirlo. Otra es que no fue un hombre previsor. Se quedó sin empleo, como muchos otros, agotó las ayudas procedentes del Gobierno y terminó colgándose de la viga de un establo.

—¿Un establo?

—Al parecer unos amigos los habían invitado a pasar un fin de semana en el campo. Quizá para convencer al señor Grove de que cambiase de vida. El viernes todo fue bien. Cena animada, unas copas de vino de más, los críos se acostaron temprano porque no aguantaban a sus mayores…

A Max le extrañó ese nuevo giro en el modo de hablar de Nefilim. Hasta hacía un momento parecía estar a punto de caer en un colapso nervioso. Ahora se refería a la familia Grove como a unos parias. Como si la culpa de su desastre financiero no recayera en un sistema económico corrupto desde la base. Max decidió que aquella nueva manera de expresarse se debía más a la necesidad de Nefilim de recuperar su equilibrio personal, afectado por el problema a gran escala en el que la SCLI estaba envuelta, que a una postura ideológica firme.

—Y entonces, ¿qué fue mal?

—Nuestras fuentes no están seguras. Es decir, existen todo tipo de rumores, desde luego. Pero lo que dice el informe policial es claro: Randall Grove, el hombre al que tendrás que dar caza, tendría por aquel entonces unos diecisiete años. Se levantó temprano, no desayunó, salió directamente de la casa y se metió en el establo. Vio a su padre, ya con el rigor mortis, balancearse en el extremo de una cuerda. Por lo visto una de las vacas le golpeaba con la testuz. El chico dijo que parecía que quisiera despertarle.

—Por amor de Dios, Nefilim. Podrías haberme ahorrado los detalles escabrosos.

—Te he dicho que te lo contaría todo, y es lo que estoy haciendo. Necesitas saber a quién te enfrentas. Este crío ya no es un crío, sino un hombre de veintiocho años que ha empleado los últimos diez en elaborar un plan para hundir la economía mundial por venganza. Su grupo se llama La Furia. El tipo es más inteligente que tú y que yo juntos. O eso dicen los datos que la SCLI recopiló durante su infancia y primera adolescencia. De hecho, es tan listo y tan paciente que nos ha engañado como a principiantes.

—Y lo peor no es eso, ¿verdad? Lo peor es que este tipo de personas creen de verdad que la causa por la que luchan es justa. Y no paran hasta conseguir lo que desean…

—O morir en el intento —terminó Nefilim—. Así es. Además, como has dicho antes, no está solo.

—Por supuesto. Necesitará la ayuda de otros expertos informáticos, como poco.

—Ese es casi el menor de nuestros problemas. Lo verdaderamente preocupante es que ha sabido localizar a personas como él. A víctimas, sí, pero también a simpatizantes de esas víctimas, a sujetos antisistema a los que ha encandilado con sus postulados. Y la mayor parte de ellos son como él.

—¿Ha reclutado un ejército de superdotados?

—Un ejército, sí, pero no de superdotados, sino de hombres y mujeres que, simplemente, pasan desapercibidos. Gente completamente normal, con trabajos normales, comportamiento normal.

—Invisibles —casi susurró Max.

—El empleado del banco que se dejó matar ayer cumplía a la perfección con el perfil. Sus compañeros no fueron capaces de decirnos de qué equipo de fútbol era aficionado o si prefería el rugby. Solo sabían que tomaba té y que nunca había tenido un problema con nadie. Tampoco destacaba por ser especialmente colaborador. Durante los interrogatorios una de las empleadas se echó a llorar. Dijo que no podía recordar cómo era su cara.

—Así que tengo que encontrar un grano amarillo en un campo de maíz. Y además, este grano en concreto está protegido por la lealtad de una legión de personas invisibles, algunas de las cuales pueden sembrar el caos con solo teclear un par de líneas de código informático.

—Hay algunos detalles que juegan a nuestro favor en realidad.

Max sonrió con amargura. Algunos detalles. ¿Cómo qué? ¿El equivalente de la kriptonita?

—Hay algunos espacios a los que no se puede acceder desde conexiones remotas. Lugares completamente analógicos. Además, para controlar el sistema que han montado, necesitarán al menos un centro de control. Allí almacenarán servidores e instalaciones. Ya estamos trabajando en la localización de lugares donde el gasto de energía llama la atención por lo desmesurado. Por supuesto, no hay ninguna seguridad de que los datos que hallemos sean correctos o, directamente, encerronas. No sabemos dónde se han infiltrado ni dónde no.

—No me das mucho con lo que trabajar.

Nefilim no contestó de inmediato, lo que indicó a Max que lo que iba a decir a continuación no le gustaría demasiado.

—No te doy muchas herramientas, pero tendrás un compañero.

Max se detuvo bajo uno de los enormes plátanos que poblaban el parque.

—Eso no va a pasar. Lo sabes. Tengo un equipo. Trabajo con ellos o solo.

—Esta vez no —contestó Nefilim—. No es negociable. Semus Riordan es un hacker. Ha estado infiltrado en grupos de todo tipo y condición.

—¡Claro que sí! ¡Tiene sentido! Como habéis sufrido una brecha en vuestra seguridad, os aseguráis de no sufrir la segunda incluyendo a un pirata informático en el caso.

—Habla con él, Max. Te necesito en esto. Y tú necesitarás a Semus. Créeme.

Max no dijo nada. Ahora comprendía a qué venía la propensión de Nefilim a las confesiones. Claro que se lo había contado todo, tragedia personal de Randall Grove incluida. Y el detalle de los doce muertos en Suecia, la vergüenza aparente de decir que se habían infiltrado en sus propios sistemas. Había jugado con él desde el principio. Lo había ablandado para darle aquel mazazo final. Trabajar con un extraño.

No había rechazado un caso de la SCLI jamás. Quizá aquel fuera el primero.

Capítulo 7

No lo rechazó. Y no fue por falta de razones. Hasta ese momento la SCLI, representada por Nefilim, y él se habían entendido gracias a un acuerdo expreso de no injerencia. Max no se metía en los motivos que se hallaban tras sus misiones y la SCLI no le decía cómo debía llevarlas a cabo.

Eso se había terminado en el momento en que le obligaban a trabajar con un compañero y lo alejaban de su equipo. Recordó por un momento a la agente Martínez. Pero aquel había sido un caso diferente. La Inteligencia española la puso a cargo de la misión. No se la habían endosado como agente de campo.

Sin mencionar que Semus no se parecía en nada a Ana, con la que Max mantuvo una relación corta pero intensa cuando terminó la misión. No. Semus Riordan era un hombrecillo de estatura media, aunque al lado de Max parecía bajo. Claro que Max medía más de un metro ochenta. No eran muchos los hombres que lo superaban en altura. Ni en muchas otras cosas.

Sin embargo, no era el aspecto físico de Semus lo que le fastidiaba. Mei, su experta en telecomunicaciones, tenía la apariencia de una frágil dama oriental. Pero Max sabía que tras la ropa holgada había una musculatura de acero y un cerebro privilegiado que, sencillamente, sabía cómo funcionaban las cosas. Como si sus sinapsis neuronales se establecieran de manera automática. En cambio, de su nuevo compañero no sabía nada más allá del hecho de que había comprobado tres veces si llevaba bien abrochado el cinturón de seguridad cuando se sentó en el asiento del copiloto.

Max conducía con prudencia. Jamás se le habría ocurrido dejar en manos de aquel hombrecillo su vida. Ni siquiera a bordo de un coche tan repleto de gadgets que el salpicadero parecía una bola de discoteca. Y si no podía permitirle conducir, ¿cómo iba a fiarse de él cuando su vida dependiera de ello?

Volvió a concentrarse en la carretera. En un par de ocasiones había mirado al hacker y este había enrojecido hasta la raíz del cabello, como una colegiala enamorada o un alumno sorprendido en falta. Pero mirar la calle no era una tarea tan sencilla como pudiera parecer.

Además del indicador de combustible, del velocímetro, del reloj y el resto de los instrumentos típicos de un automóvil, aquel mostraba toda una serie de indicadores que Max no tenía la menor idea de para qué servían. Por añadidura, la pantalla del GPS no dejaba de parpadear con información que aparecía y desaparecía. Al principio había pensado que se trataba de avisos de radares y controles de velocidad, aplicaciones de reconocimiento de señales y ese tipo de cosas, pero pronto se dio cuenta de que no.

A medida que los edificios de cuatro o cinco plantas y bajos alquilados por franquicias daban paso a residenciales de tres pisos y fachadas de ladrillo visto ajadas por el tiempo cuyo único adorno eran los grandes cubos negros de la basura, Max se dio cuenta de que el estado del tráfico nada tenía que ver con los puntos intermitentes de la pantalla.

Trató de no prestarles atención, pero le mataba la curiosidad. Si en vez de Semus hubiera sido Mei quien se sentaba a su lado, ya conocería la utilidad de absolutamente todo el equipamiento extra. Quizá la desconfianza no se encontraba solo en el lado de Max.

—Perdona, Semus, ¿me explicas qué son todos esos puntos de colores? Me están volviendo loco.

Semus abrió la boca, pero de sus labios no salió ninguna palabra. Se quedó allí, boqueando como un pez fuera del agua, cada vez más colorado. Max lo miraba por el rabillo del ojo, azorado por un acceso de vergüenza ajena. No podía creer que de verdad le hubiera tocado en suerte alguien tan asustadizo que no fuese capaz de contestar una simple pregunta. No insistió. No quería que la situación empeorase.

—Es un localizador de ordenadores conectados a Internet. Los amarillos son conexiones normales. De ADSL o fibra. Los rojos son conexiones especiales. Si hay alguna que no estuviera en nuestra base de datos, la registramos. Siento mucho si el sistema te distrae, pero es necesario.

—¿Conocéis todas las conexiones de Internet de Londres?

Semus negó con la cabeza. Escondió las manos entre los muslos y se puso todavía más colorado.

—Todas las de Gran Bretaña, de momento.

Lo dijo con cierto orgullo que a Max no le pasó desapercibido. Tampoco se le escapó que no había dicho Inglaterra, sino Gran Bretaña. No tenía los datos ni la posibilidad de que Mei se los confirmara, pero eso eran muchas conexiones. Y una violación de la intimidad de un montón de ciudadanos que no habían autorizado formar parte de ninguna base de datos.

—¿Y eso es legal?

—El registro de usuarios de Internet es público. Podríamos obtenerlo de las compañías telefónicas, pero eso alertaría al enemigo.

Max no podía creer que de verdad hubiera oído esa frase. ¿El enemigo? ¿Quién hablaba así? De todos modos, dejó que Semus continuase.

—En realidad las conexiones comunes no nos interesan. Rastreamos conexiones a la Deep Web y a redes no comerciales. Ahí quizá encontremos algo de lo que el Gobierno está buscando.

—Ya veo —dijo Max como toda respuesta. Y siguió conduciendo.

La conversación murió ahí. Max no quiso preguntar nada acerca del resto de gadgets, todos ellos electrónicos, que veía en el coche.

Además, el tráfico se estaba poniendo insoportable. Lógico, puesto que Semus había decidido que se encontraran en el Centro a hora punta. Iba a ser imposible que salieran de la ciudad antes de las cuatro.

—Siento los inconvenientes. Sé que la mejor hora para conducir en Londres son las once y cuarto de la mañana o las siete de la tarde, pero no he podido salir antes. La verdad es que no salgo mucho.

Max estaba seguro de eso. Su tono de piel macilenta así lo demostraba. De lo que no estaba tan seguro era de cómo se las apañaba para saber lo que estaba pensando. Max conocía los trucos de los mentalistas; esos adivinos que parecían saber lo que su público tenía en la cabeza en cada ocasión. Pero llevarlos a cabo requería de una gran capacidad de observación y de la posibilidad de ejercitarla. Desde el asiento del copiloto, a su izquierda, Semus no podía ver más que el perfil de Max.

—¿Hay algún espejo oculto?

Semus enrojeció de nuevo, pero sonrió.

—Claro. Varios. Y cámaras ocultas. Te veo a través de las gafas. Es donde están los receptores.

—Conozco a alguien a quien le encantarían. Por mi parte, reconozco que me has impresionado.

En ese momento un coche blanco, híbrido, se cruzó delante de Max. Se trataba de un movimiento absurdo, como la mayoría de los que provocaban accidentes de tráfico en las grandes ciudades. La impaciencia y el mal humor tenían la culpa.

Max no tocó el claxon. Que el resto de conductores no tuviera el menor autocontrol no era motivo para presionarlos más.

Semus, en cambio, tenía otros planes. Sacó las manos de entre los muslos y pareció que consultaba la hora. Para entonces Max sospechaba que ninguno de sus gestos era casual. No le gustaban especialmente las personas que se escudaban tras dispositivos electrónicos y pantallas, pero debía reconocer que aquello le provocaba cierta curiosidad.

No tuvo que esperar mucho.

—Reduce la velocidad.

Max miró por el retrovisor, accionó las luces de aviso y frenó hasta casi detenerse. El tráfico ya era lento de por sí.

Entonces sucedió. El coche blanco que acababa de adelantarlos deceleró. Lo hizo de manera gradual.

—¿Y bien? —preguntó Max.

—Tenía mucha prisa. He bloqueado sus sistemas eléctricos. En ciudad el motor eléctrico manda sobre el de gasolina, así que los híbridos están vendidos. Enseguida le devuelvo su autonomía.

—¿Sabes que en realidad lo que has hecho ha sido poner en peligro a personas que no tenían nada que ver con esto?

—No.

—¿Cómo que no? —dijo Max.

—Vamos tan despacio que, incluso de producirse un accidente, nadie habría resultado herido. Pero las estadísticas dicen que un gran número de conductores creen en el karma.

—¿Disculpa?

—No es una creencia seria, claro. —Semus no podía ruborizarse más. En ese momento ya parecía casi iridiscente—. Mencionan el karma una o dos veces al día. En ocasiones echan la culpa de su mala suerte a pequeñas infracciones cometidas. Este tipo de comportamiento se llama pensamiento mágico. Es el mismo tipo de mapa mental que hace que la mayoría de seres humanos echen la culpa de sus errores a la mala suerte. La cuestión es que el karma, por muy inexistente que sea, hará que ese conductor no cometa ninguna infracción evitable en las próximas dos horas. Está estudiado.

Max no contestó. Estuviera estudiado o no, aquella pequeña vendetta de Semus no decía nada bueno de él. Era un tipo nervioso que pasaba demasiado tiempo encerrado y que leía estudios marginales sobre comportamiento humano para usarlos en embotellamientos. De todos los compañeros posibles, Nefilim había escogido al menos compatible.

Capítulo 8

Al menos la conversación entre ambos era fluida. Incluso se acercaba a la cordialidad.

—¿A dónde vamos exactamente? No es que me importe seguir tus indicaciones, pero no acostumbro a dejarme conducir ciegamente por desconocidos.

—Vamos a casa de un colega de profesión. Toei.

Max asintió. Ya no miraba de reojo. Semus había dejado de sonrojarse y la calle se llenó de repente de peatones, ciclistas y mensajeros que pretendían colarse por los escasos y estrechos intersticios que los coches dejaban en la calzada.

—Trabajamos juntos… antes.

—¿Antes de qué?

Semus se aclaró la garganta, como si le incomodase hablar de aquello. Max conocía una parte de la historia porque Nefilim no había tenido más remedio que contársela. De otro modo no habría aceptado trabajar con una persona ajena a su equipo. De todas formas, prefería tener la información de primera mano.

—Antes de que todo se viniera abajo. Estoy seguro de que sabes una buena parte de todo esto. De todas formas, supongo que necesitas oírlo de la fuente.

A Max empezaba a fastidiarle aquella especie de clarividencia.

—Todos tenemos un pasado. El mío se puede interpretar de dos maneras. Si eres un muerto de hambre, como la mayor parte de la población europea y mundial, lo que hice se puede considerar venido del cielo. Si formas parte del pequeño reducto de privilegiados que maneja la economía a nivel local, nacional o global, entonces eres un terrorista.

—No creo que hayas puesto una bomba en toda tu vida.

Aquello no era exactamente un cumplido, pero sí respondía a la verdad. Por una parte, Max no creía que Semus tuviera la menor oportunidad en una pelea cuerpo a cuerpo. Por otra, tampoco le parecía el tipo de fundamentalista que arriesgaba la vida de inocentes. A pesar del episodio con la electricidad del otro coche.

—Los atentados informáticos son capaces de sembrar una forma de terror más sutil. Hay quien diría que más insidiosa. Estamos en la era de la comunicación —dijo Semus encogiendo los hombros—. Revelar lo que se desea que esté oculto o cifrar el acceso a los datos que determinadas personas necesitan puede causar verdaderos problemas. Piensa en Anonymous, o en la filtración de papeles de determinadas instituciones.

Max conocía aquellos casos porque habían aparecido hasta en el último periódico del último rincón del planeta. Internet, televisión, radio… Todo el mundo se había hecho eco de lo sucedido con la información clasificada. Pero lo cierto era que el ciudadano de a pie no había notado ningún cambio sustancial en su vida diaria.

—Imagino que tu objetivo era desestabilizar los Gobiernos.

—El poder financiero, en realidad. Desde el punto de vista de un agente de tus características, nuestro trabajo debe de parecer una estupidez. Pero a las personas y entidades afectadas les provocó algunos trastornos importantes. Durante meses los mantuvimos en jaque. Saber que en cualquier momento sus transacciones y movimientos fraudulentos podían salir a la luz hizo que operasen dentro de la legalidad. Algo que no había sucedido, según nuestros cálculos, desde poco después de que se estableciera el patrón oro.

—Estás hablando del comienzo del sistema bancario.

—Sí. El modo en que las sociedades ordenan la economía y la política es corrupto desde la base. Como no hay un órgano de control que impida a quienes ostentan el dinero y el poder desviar dinero y poder…

Semus hizo un gesto muy revelador con las manos. Por lo visto creía ciegamente en la causa.

—Pero nos pillaron —reconoció con pesar—. Y nos ofrecieron un trato.

Max dio un pequeño frenazo. Unos críos vestidos con uniforme escolar cruzaron la carretera sin mirar. Una mujer airada sacó el brazo por la ventanilla de su vehículo y los amenazó. Los niños se rieron de ella.

—El Gobierno solicitó vuestra colaboración a pesar de que podríais engañarlos —dijo Max. Prefería prestar atención a la conversación con Semus que a los peatones imprudentes que seguían colándose entre los coches en lugar de esperar a que los semáforos cambiaran de color.

—No son idiotas —dijo Semus—. Ya deberías saberlo. Poco claros, sí. ¿Corruptos? Por supuesto. Todos los Gobiernos lo son. Pero nos atraparon, así que tenemos que respetarlos por eso. También nos ofrecieron no ir a la cárcel. No sé cómo lo ves desde tu metro ochenta y tu musculatura, pero alguien como yo no aguantaría mucho en prisión.

Max tuvo que darle la razón. Entre rejas no había demasiadas oportunidades para desarrollar complejos artefactos electrónicos ni para controlar los movimientos de los demás mediante redes informáticas.

—Además —continuó Semus— la mayor parte de las veces la intención de los Gobiernos no es mala. En ocasiones tienen las manos atadas, simplemente. Las leyes son bonitas. Y útiles. Pero el orden efectivo requiere que alguien se las salte de vez en cuando. Para eso estamos nosotros.

Max asintió con un gesto de la cabeza.

—Supongo que eso confirma tu postura inicial de que no son de fiar y justifica el terrorismo informático al que te dedicabas. Y sin embargo, aquí estás: justificando a aquellas instituciones contra las que luchabas.

—La vida cambia. Las personas no demasiado. En la siguiente gira a la derecha.

—Si es que puedo —contestó Max—. Parece que todos los coches de Londres han escogido esta hora para venir precisamente aquí.

—Podrás. Puedo echarte una mano si quieres.

—Supongo que eso quiere decir que intervendrás en los sistemas eléctricos de toda esta gente, lo que provocará un caos y multiplicará las posibilidades de que alguien atropelle a un chaval. Entiéndeme, Semus, no me son especialmente simpáticos. Pero no estoy aquí para eso.

—En realidad me refería a llamar a Toei. Puede manipular la duración de los semáforos sin poner en peligro la vida de nadie.

—¡Venga ya!

No era que Max ignorase que aquello era posible. Estaba seguro de que Scotland Yard lo hacía a petición del cuerpo de seguridad de Su Majestad, por ejemplo. O cuando algún representante extranjero realizaba una visita al país. Pero le extrañaba que un par de personas ajenas al tinglado gubernamental tuvieran esa posibilidad. Claro que en realidad no eran tan ajenas.

—No será necesario. ¿Cuánta gente hay en tu grupo, Semus? ¿Cuántos sois?

—Muchos menos de los que empezamos. La vida de hacker no es exactamente un lecho de rosas, por decirlo de alguna manera. Muchos se retiraron después de cumplir con el periodo de redención y colaboración establecido por el Gobierno. Es difícil tener una vida normal cuando apenas sales de casa. Y la gente quiere casarse, tener familia y esas cosas.

—Así que… —le animó Max.

—Toei y yo somos los dos activos principales. Hay agentes que colaboran con nosotros. El grupo es amplio, pero nadie sabe exactamente cuántos somos ni qué hacen los demás. Así, si detienen a alguno, no puede delatar al resto.

Semus miró a Max directamente por primera vez en el viaje.

—Sé que suena a mafia organizada callejera —dijo—. Pero somos los buenos.

—De acuerdo —dijo Max—. Lo que no entiendo es por qué os necesitamos para esto. Mi equipo y yo nos hemos enfrentado a todo tipo de organizaciones. —Max pensó en el loco transhumanista con el que se habían enfrentado no hacía demasiado tiempo—. Podríamos…

—En realidad no está en vuestra mano desmantelar La Furia. Nosotros sabemos cómo funcionan. Conocemos su manera de pensar. Y además tenemos experiencia en infraestructura. Ellos quieren crear un caos absoluto. Para conseguirlo hay mucho que se puede hacer en remoto, pero hay otras cosas completamente analógicas. Como lo del Lloyds Bank.

—Pero todo eso dejará una huella —intervino Max.

—Las huellas informáticas pueden borrarse sin demasiado trabajo. Donde tenemos que adelantarnos a ellos es en las acciones que deben llevar a cabo en el mundo real. Las compañías eléctricas y de suministro de agua serían mis siguientes objetivos. El mundo funciona con electricidad y agua. Pero para hacer un daño real al sistema no basta con cortar el suministro en la red. Hay que acercarse a las estaciones.

Max asintió para animar a su compañero a que siguiera hablando. Ahora que se refería a la realidad, el asunto se le hacía mucho más interesante.

—¿Has estado alguna vez cerca de un puesto eléctrico? No hablo de una central, sino de esas cabañas que hay en medio de cualquier parte, cerca de las torres de alta tensión.

Max negó con la cabeza al tiempo que volvía a frenar de repente. La inercia los empujó en dirección al parabrisas. Semus se frotó la zona del pecho donde el cinturón de seguridad le había hecho daño, pero no se quejó.

—Para entrar en una de ellas los operarios deben protegerse casi tanto como para entrar en un reactor nuclear. La electricidad se siente en varios metros a la redonda. Algunos técnicos han muerto con solo abrir las puertas. De los accidentes en lo alto de las torres de alta tensión no habla la prensa. Y es que el poder de la industria eléctrica es prácticamente ilimitado. El plan de La Furia tiene que contemplar una fase en la que se corte el suministro eléctrico de una zona. Me refiero a informáticamente. En ese momento, un grupo entrenado cortará los cables físicamente. Si escogen bien sus objetivos, y me consta que no tendrán mayor problema para identificarlos, podrán aislar bancos, hospitales o el Parlamento. Por supuesto, la población civil también sufrirá. Pero no creo que les importe demasiado, la verdad.

—Entiendo —dijo Max—. Nefilim me habló de la necesidad de localizar grandes consumos eléctricos. Los servidores. Lo que no me queda tan claro es por qué van a cortar los suministros si ellos también necesitan la electricidad para llevar a cabo la mayor parte de su actividad.

—Acabo de decírtelo.

Max sabía que en cualquier otro caso se habría enfadado con su interlocutor. No tenía mayor inconveniente en reconocer que había algo que no entendía, pero detestaba que lo tomaran por tonto. En cambio, Semus no le hablaba con superioridad. Al contrario. Parecía acostumbrado a que, simplemente, la gente normal no le entendiera. Se preguntó cómo sería una conversación entre Mei y él. Sin duda, algo digno de verse.

—Si hacen bien las cosas —explicó Semus—, no necesitarán cortar la luz en todo el país. Ni siquiera en una zona demasiado grande. Tienen planos de instalaciones, eso es algo que debemos dar por hecho. Y seguro que cuentan con gente especializada. Los habrán introducido en las eléctricas o reclutado directamente desde dentro. Así que podrán aislar perímetros que les dejen fuera de la zona de apagón.

—¿Y tu gente tiene efectivos suficientes como para interceptarlos o localizarlos?

—Eso espero. Somos buenos. Pero ellos son más. Y tienen una causa.

Semus dijo esto último en un tono soñador que no hizo mucha gracia a Max. Parecía que echase de menos su época de activista. Algo que él no podía permitirse en realidad. Sin embargo, tenía que admitirlo, le gustaba que aquel hombre tuviera un pasado, unas raíces, aunque fueran ideológicas. Según su experiencia, las personas más peligrosas eran aquellas que iban por la vida sin asidero. Resultaban impredecibles.

Capítulo 9

—No te fías de mí —dijo Semus sin que aquello pareciera venir a cuento. Pero era cierto, y Max no veía motivo alguno para no darle la razón cuando evidentemente la tenía, así que asintió.

—No te conozco, te dedicas a una disciplina que no controlo y me obligan a trabajar contigo. No es nada personal.

—¿Te obligan?

Semus alzó una ceja con cierta ironía. A Max le intrigó saber qué derroteros tomaría la conversación a partir de ese momento. En el exterior, el tráfico seguía imposible. Los discos de los semáforos cambiaban con su cadencia habitual, pero había tantos coches y tantas personas que solo un par de vehículos se las apañaban para avanzar cada vez que el verde hacía su aparición. Llevaban allí al menos veinte minutos y no habían avanzado más que unos pocos metros. A ese paso, todavía tardarían otro cuarto de hora en cruzar el semáforo. Tres vehículos los separaban del paso de cebra. Un hombre que debía de haber salido a correr trotaba estático en su lado de la acera, a la izquierda de Max. Era el único peatón que no se arriesgaba a cruzar en rojo. Desde luego, no llegaría muy lejos. Una pareja de ancianos que se apoyaban en sí mismos y en sendos bastones se acercaban también al cruce. Una mujer demasiado abrigada empujaba un carrito de bebé, Max le prestó demasiada atención. La temperatura no justificaba un abrigo largo y un sombrero. Aunque las mujeres que acababan de ser madres solían padecer trastornos térmicos. De todos modos, no le quitó ojo de encima. Deformación profesional.

—Yo no creo que nadie te haya obligado a nada desde la muerte de Arcángel.

Que Semus conociera el nombre de su mentor, y lo pronunciase, resultaba mucho más perturbador que cualquier mujer empujando un carrito.

—Has buscado a los culpables desde entonces y eso es lo que te lleva a aceptar las misiones de la SCLI.

Segunda mención de algo que aquel hombrecillo pálido y delgado no debía saber.

—No te obligan a trabajar conmigo. Lo haces porque sabes que necesitas ganarte la confianza de Nefilim.

Ahí estaba el tercer dato absolutamente secreto. Ni siquiera Dylan y Adam conocían el nombre de su contacto. Hasta que el mismo Nefilim contactó con Mei, tampoco ella lo conocía. Y Mei era una de las mayores expertas en tecnología de la información. Aquello no tenía buena pinta.

—Te digo todo esto para que sepas hasta dónde somos capaces de llegar. Nadie más en mi grupo tiene esta información. Ni siquiera Toei. Las bases de datos inexistentes —Semus hizo el gesto universal de dibujar unas comillas en el aire para subrayar que lo de inexistentes no era más que una forma de hablar— son mi especialidad. Sé quién eres. Conozco tus motivaciones. Y te lo estoy diciendo aquí sentado, en el asiento del copiloto del coche que conduces. Podrías matarme sin parpadear. Aunque luego te remordería la conciencia. Confieso que prefiero que la tengas. Los mercenarios despiadados no son de fiar. El caso es que podrías matarme y yo no sería capaz de defenderme. Pero te estoy diciendo todo esto. Y veo perfectamente que los nudillos se te han puesto blancos, lo que quiere decir que estás apretando el volante con fuerza. Probablemente para no pegarme. Pero estamos del mismo lado y confío en que no lo harás.

—No lo haré —dijo Max entre dientes. Al fin y al cabo, entendía que esos pocos datos, dichos así, sin venir a cuento, eran la prueba de que Semus y el tal Toei sabían lo que hacían. Y sus habilidades les vendrían bien. Si podían rastrear el pasado y el presente de Max sin problemas aparentes, podrían rastrear cualquier cosa o a cualquier persona de la que existiera un registro.

—¿Sabe Nefilim…?

—Supongo que después del ataque de La Furia a los servidores de la SCLI le parecerá que todo es posible, pero no. No sabe que también nosotros los hemos espiado. Además, La Furia ha abierto una brecha en la seguridad, pero no tan grave como lo que parece que te han hecho creer.

Max asintió. Nefilim debía de haber exagerado las cosas para que la imposición de un compañero pareciese más razonable de lo que en realidad era. En eso Semus se equivocaba hasta cierto punto. Su presencia allí sí era obligada.

—En el semáforo gira a la izquierda. Ya no falta mucho para que salgamos de este infierno.

—Si es que llegamos hasta él. Esto es una tortura —contestó Max.

—Bueno, esto es Londres. Pero, mira, ya solo hay un coche delante. En el próximo cambio de luz pasamos.

Max echó una última mirada a su compañero. Por mucho que lo intentaba, no conseguía que le gustase. Era inteligente y su aparente timidez había revelado a un hombre con el coraje suficiente para hablarle de cosas que otro no se habría atrevido a mencionar. Pero no podía dejar de desconfiar de aquellos que se escondían tras la tecnología para lograr sus fines. Max era un hombre de acción, y la acción era lo que comprendía.

Incluso si salían de aquel atasco enseguida, la misión no sería agradable. Esperó que al menos no se prolongase demasiado y dio gracias cuando vio que el semáforo comenzaba a parpadear, lo que significaba que pronto cambiaría de color y les permitiría salir de allí. Faltaban apenas unos segundos para que la luz se pusiera verde.

Iba a acelerar y meter primera, pero le dio la sensación de que algo no terminaba de estar bien. No sabía identificar qué con exactitud. La mujer que esperaba, como él, el cambio de rojo a verde en el carril de la derecha se retocaba el maquillaje con prisa. Le sonrió de soslayo cuando notó que la observaba. En dirección contraria a la suya, al otro lado del paso de cebra, otra mujer parecía reñir a alguien a quien Max no podía ver porque se encontraba en el asiento de atrás. Quizá a sus hijos. Miraba por el retrovisor y tenía todo el aspecto de estar gritando. Lo mismo podía estar teniendo una pelea por teléfono y solo miraba el tráfico que se agolpaba tras ella.

La mujer del abrigo y el carrito de bebé parecía dispuesta a lanzarse a la calzada en cualquier momento. La mente de Max, entrenada para detectar todo tipo de comportamientos extraños, imaginó que en el cochecito no viajaba un bebé, sino algún tipo de artefacto explosivo. Sacudió la cabeza para descartar la idea. No tenía ningún sentido. Frente a ella, en la otra acera, dos ancianos también se disponían a cruzar. Uno de ellos se apoyaba en un andador. Parecía frágil y demasiado lento para alcanzar su destino antes de que el semáforo pasase de nuevo de verde a rojo. Sin duda, los conductores más impacientes lo saludarían con una andanada de cláxones airados y gestos irrespetuosos.

En cuanto formuló esa idea, Max supo qué era eso que no encajaba. Todos los semáforos iban a ponerse en verde al mismo tiempo. Estaba clarísimo. Todos los peatones y todos los conductores se lanzarían a la vez sobre el paso de cebra. Se recriminó no haberse dado cuenta. Ante sí se desarrollaba una escena que había visto miles de veces. La impaciencia acuciante que cambiaba el gesto de los conductores pocos segundos antes de que retomaran la marcha. Como si las luces rojas de los semáforos los hubieran retenido durante siglos y no durante un par de minutos a lo sumo.

—¡Mierda! —gritó.

Echó el freno de mano justo en el momento en que el vehículo que le seguía, una furgoneta blanca que anunciaba las bondades de la fruta fresca que su dueño vendía en Islington, se empotraba en la parte trasera del coche. Afortunadamente, las horas de entrenamiento le dotaron de una musculatura que protegía sus cervicales. No estaba seguro de que Semus pudiera decir lo mismo. En cualquier caso, eso era lo de menos. Había logrado detener el paso de vehículos por aquel carril.

De repente, todo fueron cláxones y sonidos de frenadas. Quienes habían arrancado se vieron obligados a detenerse de golpe para no atropellar a los peatones. El frutero de Islington palideció primero y se puso a tocar la bocina después. La colisión en cadena no se hizo esperar.

Por su parte, Max iba a preguntar a su compañero cómo se encontraba, pero el hacker ya había salido. Muy propio de gente como él; personas que pasaban media vida entre pantallas, cables y teclados y que luego no sabían cómo enfrentarse al mundo real. Por supuesto, lo que hacían a la primera oportunidad era huir. Algo comprensible pero tremendamente estúpido. Al fin y al cabo, lo peor ya había pasado. Max tenía la sensación de que lo veía todo a cámara lenta. La mujer del maquillaje, a su derecha, aferraba el volante como si le fuera la vida en ello. Los airbags de la madre que gritaba a sus hijos habían saltado. Con un poco de mala suerte le habrían roto la nariz, o un par de costillas.

Max buscó a la mujer del abrigo pesado. No hubo ninguna explosión, así que el carrito debía de estar ocupado por un bebé después de todo. Ella se cubría los ojos con las manos. Del cochecito no había ni rastro. Cornell abrió la portezuela del coche. Por fortuna, el golpe que le propinó la furgoneta no había sido tan fuerte como para dañarla. Salió casi de un salto. La mayor parte de los conductores se dividían en tres grupos: los atrapados por los airbags, los paralizados por su propio miedo y los que daban vueltas alrededor de sus vehículos, gesticulando como locos y calculando el coste de las reparaciones.

En todo aquel barullo solo había dos personas que se ocupaban de los peatones. Uno era él, que no tenía el menor reparo en saltar sobre los capós y añadía así nuevas abolladuras que incluir en los partes del seguro. El otro era Semus, más prudente, pero que, para sorpresa de Max, se dirigía al mismo sitio que él. Ambos habían localizado por fin el carrito, atascado entre uno de los vehículos y la barandilla negra que separaba la acera de la calzada. El auto, verde y oxidado, era tan viejo que no parecía posible que todavía fuese capaz de moverse. El cochecito no parecía haber sufrido daño.

Semus llegó antes que Max. Se las arregló para rodear el pedazo de chatarra verde, cuyo conductor apretaba tanto los ojos que debían de dolerle. Como si cerrarlos fuese a eliminar la realidad de lo que acababa de suceder.

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