Hacker

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Max no se detuvo, pero cuando vio que el bebé lloraba con ganas en brazos de su nuevo compañero, cambió de dirección. La pareja de ancianos le debía la vida a los achaques de la edad, por muy irónico que sonase. Como no se movían con la rapidez suficiente, no habían llegado a poner un solo pie en el paso de cebra, así que ningún coche los alcanzó. De todos modos, quizá por el susto, el hombre se había caído. El andador yacía abandonado a escasos centímetros de su mano, pero no parecía que pudiera alcanzarlo.

En otras circunstancias cualquiera de los presentes habría llamado a una ambulancia, pero en medio del caos generalizado en que se convirtió la calle, cada uno se ocupaba exclusivamente de sus cosas.

Llegó a la altura de la pareja. La mujer se inclinaba sobre el cuerpo del hombre un poco como una ciudadana japonesa que hiciera una reverencia. En cuanto vio a Max, le agarró del antebrazo.

—Ayúdenos, por favor. Compruebe que mi George no se ha roto nada. Se lo tengo dicho, que tenga cuidado. Menos mal, madre mía. Menos mal que no hemos cruzado. Mírelo, por favor. Yo no puedo agacharme. No puedo, de verdad, por favor.

Max asintió.

—¿Está usted bien? —preguntó para asegurarse. Aunque, a juzgar por su vitalidad, la anciana se encontraba estupendamente.

—Yo sí. No me pasa nada. Es la artrosis. No puedo ni atarme los zapatos por la mañana. Por eso llevo estas cosas horribles en los pies. —Max no pudo evitar un vistazo fugaz. El calzado de la anciana era francamente horroroso. Al menos tenía pinta de ser cómodo—. Pero George se ha caído y no puede levantarse.

Efectivamente, inmóvil y con los ojos como platos, el hombre los miraba desde el suelo. Uno de sus iris estaba cubierto por completo por una catarata blanca, lo que le daba un aspecto ligeramente inquietante. Max se agachó junto a él. A simple vista no parecía que se hubiese lesionado, pero prefirió preguntar.

—¿Le duele algo? ¿Está bien?

—No va a contestarle —dijo la mujer—. Es sordo.

Aquello empezaba a parecerse demasiado a una comedia. Max no lo pensó mucho e hizo lo único que podía hacer. Primero palpó las extremidades del anciano. Cuando le tocó los brazos y las piernas no hubo espasmos ni contracciones involuntarias, lo que quería decir que no había dolor y, por tanto, que no se había roto nada. Lo que Max no terminaba de entender era por qué no hablaba. Lo achacó al shock.

Semus llegó cuando Max se aseguraba de que el cuello de George tampoco presentaba lesiones. Fue una suerte contar con su ayuda para levantarlo. Habría podido hacerlo solo, pero no sin dificultades. Y no por el peso del hombre, que era más bien ligero, sino porque levantar a una persona mayor requería cierta técnica en la que no era experto.

La mujer, cuyo nombre nunca supieron, les agradeció su ayuda varias veces con gran efusividad. Luego se dedicó a abroncar a su marido. Max pensó dos cosas. En primer lugar, que era una suerte que el hombre estuviese sordo. En segundo lugar, que no importaba el nivel de desorden y confusión al que se expusiera al ser humano. Como especie, siempre estaban dispuestos a volver a la normalidad cuanto antes. Al menos la mayoría.

—Esto no ha sido casual —dijo Semus.

Max estaba de acuerdo.

Capítulo 10

—Desde luego que no.

—No sé si estamos hablando de lo mismo —insistió Semus—. Yo me refiero a que esto es cosa de La Furia.

Lo dijo como si en realidad no tuviese importancia. Como si no fuese consciente de las implicaciones que tenían sus palabras. Max acababa de cambiar el concepto que tenía de Semus. Lo tomó por un alfeñique incapaz de enfrentarse a la vida, pero luego se había portado como cabía esperar de un hombre de acción. Y ahora volvía a ser el informático incomprensible.

—No estoy seguro de que sepas lo que estás diciendo.

Semus se volvió hacia él. De nuevo se había puesto colorado. Definitivamente, parecía que en aquel cuerpo menudo y pálido habitaran dos personas diferentes.

—Claro que sé lo que estoy diciendo. No te ofendas, pero creo que si alguien ha subestimado esta situación, eres tú. Hemos estado hablando del poder de La Furia, pero pareces creer que ese poder no es real. No quiero decir algo que puedas interpretar de manera incorrecta, pero creo que te estás dejando engañar por tus prejuicios. Que prefiramos vivir sin demasiado contacto con el mundo no nos convierte en cobardes ni en bichos raros. Somos muy conscientes, me refiero a mi grupo, de lo que pasa. Tú acabas de llegar a este caso, o misión o como lo llames. Nosotros llevamos mucho tiempo detrás de ellos. Así que quizá sea buena idea que confíes en mí y en mi experiencia. Aunque no se parezca en nada a la tuya.

Semus jadeaba cuando terminó de hablar. Max no supo interpretar si porque estaba cansado o por la excitación. No había gritado ni hecho aspaviento alguno, pero en su discurso hubo energía y, para desgracia de Max, cierta dosis de verdad. Era cierto que tenía una imagen de Semus que no se correspondía del todo con la realidad. Y también era cierto que no jugaban exactamente en su terreno.

—Siento haberte ofendido.

Semus alzó las cejas, las dos a la vez.

—Supongo que no soy el único que prejuzga —dijo Max. Y añadió una sonrisa un poco forzada antes de seguir hablando—. Es verdad que pensaba que eras… diferente. Pero tú me has estado hablando todo el tiempo como si fuese a matarte con una llave de judo o algo así.

Semus iba a protestar, pero Max lo cortó.

—Siento comunicarte que ese tipo de poder solo lo tienen los protagonistas de algunas películas. Yo soy un profesional, no un superhéroe. Y, por cierto, estamos en mitad de la calle. Deberíamos pensar en cómo vamos a llegar a casa de tu colega. Creo que el coche no es una opción.

Semus asentía con la cabeza y al mismo tiempo examinaba su reloj y sus gafas. A esas alturas, Max ya sabía que no se trataba de que quisiera saber qué hora era ni de que necesitara limpiar los cristales. Debía de estar haciendo algún tipo de comprobación.

—El ataque ha afectado a este barrio y se ha extendido en dirección sur, al centro. El norte, a donde nos dirigimos, está limpio. Vamos a tener que caminar un rato para alejarnos de todo esto. Pero las líneas de autobús urbano funcionan en la periferia. No habrá problema.

Ese tipo de comentarios le recordaban mucho a Mei. Max se preguntó cómo la estaría pasando en su nuevo trabajo al amparo de la SCLI. Cuando volvieran a verse tendrían mucho de que hablar.

—Mi compañía de seguros está de camino. Esperaremos unos minutos y lo dejaré todo en sus manos. No les he necesitado en los últimos diez años, así que no creo que me pongan problemas.

El frutero de Islington sí que parecía dispuesto a darlos. Al menos hasta que cruzó su mirada con la de Max. Al hacerlo, decidió que sería buena idea llamar a su propia aseguradora.

Cuando los profesionales del papeleo llegaron, Semus tuvo una corta conversación con el suyo, que se limitaba a tomar notas y asentir. Ellos se encargarían de retirar el vehículo. Buena cosa. Así, Max aprovecharía el paseo hasta el autobús para plantearle a Semus un ligero cambio de planes.

—También yo tengo un equipo con el que puedo contar, ¿sabes? Son hombres de mi entera confianza.

—Conozco sus perfiles. Dylan y Adam. Experto en armamento y espía internacional, respectivamente. Adam no está disponible en este momento.

Eso era cierto. De hecho, Max pensaba en lo útil que sería la experiencia de Dylan en el caso de que tuvieran que realizar algún tipo de ataque cuerpo a cuerpo. Por supuesto, que Semus supiera esa información ya no le sorprendió en absoluto.

—En efecto.

—De nuevo, no te ofendas, por favor. Pero no creo que Dylan sea la persona que necesitamos.

—No me ofendo, pero creo que en este caso te equivocas. Incluso aunque no sepa nada de vuestro modo de trabajo, mi equipo y yo funcionamos como una sola persona. Nos irá mejor si trabajamos juntos. Te lo garantizo.

Semus negó con la cabeza y se subió las gafas, aunque no lo necesitaba, por lo que Max supo que estaba haciendo tiempo para decirle algo que no iba a gustarle oír. Para ser un informático civil, aquel hombrecillo empezaba a resultar demasiado molesto.

—Dylan sería perfecto si fuésemos a llevar este trabajo al terreno de lo físico. Pero no es eso lo que va a suceder. Tú eres la única persona que necesitamos en ese sentido. La Furia no la compone un ejército… al uso.

Max tuvo la sensación de que Semus iba a decir algo así como «un ejército como a los que estás acostumbrado», pero había cambiado de idea. Lo dejó continuar.

—Son un ejército, sí, pero de otro tipo. Si pueden evitar los enfrentamientos directos, los evitarán. Y, créeme, pueden. Tendrán que salir de sus escondrijos para llevar a cabo tareas como las que te decía antes, las casetas de la electricidad y cosas así. Nuestra labor es adelantarnos a ellos y enviarte a ti. Solo a ti. Pase lo que pase, deben seguir creyendo que somos pocos y que estamos mal organizados.

—Pensaba que sí éramos pocos.

—Bueno —dijo Semus—. No somos muchos, pero te puedo asegurar que estamos bien organizados.

Max no discutió. No porque le hubieran convencido, sino porque no tenía sentido gastar más energía en aquello. Su compañero lo tenía todo bien organizado. Le seguiría la corriente mientras su manera de hacer las cosas funcionase. Si sus planes fallaban, Max tomaría el relevo. Y si no tenía que hacerlo, tanto mejor.

En silencio, se dedicó a observar a las personas con las que se cruzaban. La mayor parte de ellas iba con la cabeza hundida entre los hombros y la vista fija en las pantallas de sus móviles. Quienes miraban al frente escondían las manos en los bolsillos. De alguna manera, parecía que todos estuviesen enfadados.

—La parada está ahí mismo. Es esa.

Unas pocas personas esperaban, no llegaban a diez. Max observó en ellas los mismos signos de impaciencia que en los conductores de los coches que habían sufrido el ataque de La Furia sin saber que fueron víctimas de un acto terrorista. Impaciencia, prisa, irritación. Aquel no era un barrio pobre, pero tampoco sobraba el dinero. Max era consciente de que su atuendo llamaría la atención. Vestía un traje oscuro de buena calidad. No era lo mejor para saltar por encima del capó de los coches, como había hecho hacía un rato, pero aquello tampoco estaba en sus planes.

Cuando se acercaron a la marquesina una pareja de adolescentes echó una mirada a Max. Uno de los chicos le dijo a otro algo al oído y ambos se rieron. Max no prestó atención. La burla era un recurso muy utilizado por aquellos que se sentían inferiores. En realidad, si hubo algún insulto, no podía considerar que se lo hubieran dedicado a él. No lo conocían. Para los chavales era solo alguien diferente, con un poder adquisitivo del que ellos carecían. Una amenaza, por tanto.

El autobús llegó puntual. La mole roja de dos pisos se acomodó junto a la acera y expulsó a una buena cantidad de pasajeros. Los que hacían cola antes que Semus y Max lo abordaron en orden. Todas aquellas personas usaban el transporte público con asiduidad y por tanto disponían de una tarjeta magnética. Ni Semus ni él tenían una. Max, de hecho, no tenía ningún billete de valor inferior a veinte libras. No se le ocurrió, ni por asomo, que iba a necesitar pagar un viaje de autobús.

—Yo tengo suelto, no te preocupes —dijo Semus. Había vuelto a sus trucos de mentalista. Pero, lejos de enfadarse, Max agradeció su intervención.

El piso de abajo estaba atestado. La conductora, una enorme mujer negra que sonreía como si de verdad fuese feliz, hizo una señal muy significativa. Al parecer, en el piso de arriba quedaban asientos libres.

Mientras se dirigían a la estrecha escalera, Max echó un nuevo vistazo a la multitud. Había estudiantes de secundaria, trabajadores de grandes franquicias que se dejaban la piel en horarios nefastos a cambio de salarios apenas suficientes, jubilados, amas de casa, parados que regresaban de entrevistas de trabajo. Ninguna de aquellas personas merecía verse atrapadas en un accidente de tráfico provocado por un grupo terrorista. Pero lo que de verdad fascinaba a Max era la despreocupación de todas ellas. ¿Cuánto habían caminado Semus y él desde el lugar del atentado hasta la parada? ¿Quinientos metros? Apenas un par de calles separaban a esas personas de la madre que casi pierde a su bebé, de George y su andador, de la mujer con la nariz posiblemente rota por culpa del airbag.

Ellos eran por quienes Max se arriesgaba. Tenía que admitirlo. Arcángel le había hecho olvidarse de las tonterías relativas a la patria y al honor que lo llevaron a alistarse en dos Ejércitos diferentes. Pero la gente era otra cosa. Ninguna de aquellas personas sabía que, además del paro, de la inseguridad ciudadana y de la corrupción de las instituciones, les acechaban peligros concretos.

Tal como había indicado la conductora, el piso de arriba tenía sitio más que suficiente. Los dos asientos delanteros, junto al parabrisas frontal, estaban ocupados. Ni Semus ni él estaban interesados en el paisaje, así que no les importó. Los ocupaban los dos adolescentes que se habían reído de Max antes de subir.

Una mujer mayor trataba de levantarse. Max temió que se cayera si el autobús frenaba con brusquedad, así que se ofreció a ayudarla.

—¡No hace falta, gracias! —dijo ella—. He subido aquí yo sola y sola bajaré. No sabía que estábamos en campaña, pero no me hace falta que ningún político venga a sacarse una foto conmigo para usarla de reclamo.

Los adolescentes se giraron. Por el gesto de sus caras era evidente que la hipótesis de la mujer los había convencido. De repente, el atuendo de Max tenía un sentido. Alguien de un mundo completamente ajeno a aquel venía a utilizarlos de alguna manera. Uno de ellos se envalentonó.

—Te ha dicho que la dejes, tío.

Max no contestó. Tampoco insistió en ayudar a la anciana. Pasó hasta el último asiento y se colocó junto a Semus, que no había tenido ningún problema.

—Es una pena, ¿no? Que sospechemos unos de otros casi por inercia.

Max estaba completamente de acuerdo.

—Lo es. A veces me dan ganas de retirarme, te lo aseguro.

—Lo mejor de todo —susurró Semus mientras volvía a examinar su reloj— es que cualquiera de estos podría formar parte de… Bueno, ya sabes, de los malos.

Aquel no era lugar para tener una conversación de trabajo, desde luego. Tendrían que ser cuidadosos.

—Y aunque no lo fueran. Algunas actitudes parece que justifican los desastres.

—Son críos —dijo Semus sin levantar la cabeza—. Yo de joven era como ellos.

Max estuvo a punto de reír.

—Tú a su edad eras un terrorista.

—No exactamente. Yo estaba muy comprometido con mi causa y habría hecho lo que hubiera sido necesario por ella.

Hablaban tan bajo que casi no se oían el uno al otro.

—Hablas de esa causa tuya como si fuera una mujer.

Semus frunció el ceño y apartó la atención de sus gadgets por una vez. Perdió la mirada en la ventana. Max se fijó en que desde aquella altura se veía el interior de algunos pisos. Al final no importaba dónde se resguardaran. Su ático en Mayfair era más grande, más luminoso y más caro. Pero no dejaba de ser una caja donde se recluía cada noche. Un modo más de no relacionarse. Quizá su vida no se diferenciaba tanto de la de Semus.

—Es que llega un momento en que las causas se convierten en eso.

Por un instante, Max no supo de qué hablaba su compañero.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—No sé si le pasará a todo el mundo. Pero piensa, qué se yo, en los ecologistas. En esa gente que aborda barcos o que se encadena a plataformas petrolíferas.

A Max le gustó la analogía. Si iban a hablar en voz alta de un tema tan delicado, mejor hacerlo en clave. Además, él también creía que todos los fanáticos, al final del día, eran básicamente iguales.

—Los salvadores de ballenas, ¿no?

—Sí, esos. El año pasado leí en Internet que se habían vuelto completamente locos. Querían obligar a una tribu africana a abandonar el lugar en el que había vivido desde siempre. Por lo visto, su presencia en el lugar ponía en peligro la supervivencia de no sé qué primate.

Max no tenía la menor idea de a dónde iba a parar aquello, pero siguió escuchando. Fuera, la vida normal de un montón de gente que vivía sin cortinas, seguía como si nada. Lo que sucedía a diario.

—Si lo piensas, no tiene sentido. Los culpables de la desaparición del mono fueron los colonos y los industriales madereros, por supuesto. Y contra ellos también arremetió esta ONG. Que pretendieran quitarse del medio a los nativos es un síntoma de que algo no funciona bien en el planteamiento de sus objetivos. Es decir, ellos buscan proteger el medioambiente, conservar la riqueza natural que nos queda. Pero han llegado a un punto de obsesión enfermizo. Tanto, que no se dan cuenta de que sus acciones son contraproducentes.

—Ya veo. Supongo que a donde quieres llegar es a que si existiera, por ejemplo, una organización cuya misión fuera la de desenmascarar a los responsables de la crisis económica, eso en principio estaría bien. Pero que si perdieran la perspectiva y comenzasen a atentar indiscriminadamente en lugares públicos…

—Eso es —interrumpió Semus—. En el momento en que tu causa se vuelve tan importante para ti que no eres capaz de ver que estás haciendo más daño que bien a aquellos que pretendes ayudar, es que algo se ha desviado mucho del camino correcto.

—Das por hecho —dijo Max— que el camino fue correcto alguna vez.

Semus se había quitado las gafas y miraba a Max directo a los ojos. Allí, en el piso de arriba de un autobús que los sacaba de Londres a través de un barrio obrero, las viejas convicciones de Semus cobraban vida de nuevo. A Max se le ocurrió que durante sus tiempos de activista debía de haber sido un hombre ciertamente peligroso.

—¡Por supuesto! —contestó—. Existen las causas justas. La conservación del medioambiente, por ejemplo. Desenmascarar los chanchullos de los Gobiernos, luchar por los derechos de los refugiados. Hay centenares de causas justas. El problema no son las causas. El problema es que nos volvemos sus esclavos, perdemos la perspectiva y entonces…

Semus hizo un gesto más que significativo con las manos. Un gesto que significaba fin, muerte y también desesperación. Max no le contestó. Optó por dejar que se repusiera de un discurso que parecía que lo había dejado tocado. Por su parte, estaba básicamente de acuerdo con él. La desesperación guiaba a los adeptos a una causa, pero también los desviaba de ella. Y si las amenazas de La Furia se hacían realidad, mucho se temía que eso era lo que le había pasado a su líder.

Capítulo 11

Bajaron del autobús en silencio. Semus había vuelto a ponerse las gafas y también recuperó su talante taciturno. Max tampoco estaba de especial buen humor. Ahora que empezaba a comprender cómo funcionaba la mente de su compañero, debía conocer al siguiente miembro de un equipo que, de estar en su mano, él no habría construido.

La casa en la que vivía Toei no se diferenciaba de las del resto de la acera. Allí, lejos del Centro, los alquileres eran más baratos y los inquilinos podían permitirse invertir algo de tiempo en hacer que sus viviendas tuviesen un aspecto mejor. Por eso los jardines delanteros presentaban céspedes bien cuidados, los cubos de basura quedaban ocultos por arbustos bien podados y las fachadas destacaban por su uniformidad. Todas las ventanas ocultaban las vidas de los vecinos tras cortinas de impecable color blanco y en la calle no se oía ni un alma. En las afueras, sí, pero aquel era un buen barrio.

Semus manipuló algo en su reloj de pulsera y la puerta frente a la que se detuvieron se abrió ante ellos sin necesidad de que tocaran el timbre. Algo muy útil para quienes no quisieran alertar a sus vecinos de que tenían visitas. A pesar de la automatización, Toei no tardó en aparecer en el pasillo de entrada.

Por su nombre, de marcado carácter oriental, Max había esperado a un hombre de ojos rasgados y tez amarilla. Pero Toei no poseía ninguno de los rasgos físicos que le había supuesto. Tampoco era un hombre, en realidad. En algún momento de los siguientes cinco o siete años se transformaría en uno, pero de momento estaba asentado en la adolescencia. Aparentaba como mucho diecisiete años. El acné que cubría sus mejillas y su frente tampoco ayudaba a hacerlo parecer más maduro. Ni el abrazo apasionado que le dio a Semus, que casi estuvo a punto de caer al suelo.

—¡Tío, cuánto tiempo! No me puedo creer que por fin hayas salido de tu madriguera.

Semus carraspeó y el chico pareció azorado.

—No, no. Si no tengo nada en contra de tu casa. Ya me gustaría a mí tener una así. Y de tu equipo ni hablamos. Pero me alegro de que hayas salido. No te veía desde…

Una sombra oscureció la mirada de Toei, que pareció darse cuenta de repente de lo inapropiado de su comentario.

—Bueno, desde aquello. Ya sabes.

—No te preocupes, Toei. Estoy aquí precisamente por aquello. No pasa nada. Y yo también me alegro de haber salido. Se te ve bien. Este —dijo señalando a Max— es el agente de campo que nos han asignado.

Toei lo miró de arriba abajo, pero no lo saludó. Por un momento, Max se preguntó si todos los adolescentes del país sufrían de alguna plaga de mala educación. Primero los chicos del autobús y ahora ese mocoso. Respiró hondo y dejó que los dos viejos amigos se contaran sus cosas. Aunque viejo no era precisamente la palabra que más convenía para describir a Toei.

Se dio cuenta de que la casa estaba absolutamente impoluta, lo que tal vez quería decir que alguien más vivía con el chico. A juzgar por las fotografías de las paredes, ese alguien debía de ser su madre. Una mujer de aspecto totalmente británico de la que había heredado el tono de piel, muy blanco, y el tono claro de los ojos. Del padre no había ni rastro.

Toei y Semus se dirigieron al salón y Max los siguió. No se sentía incómodo. Al contrario. Que el chico lo ignorase así quería decir dos cosas: que era inteligente y no se fiaba de los desconocidos aunque vinieran recomendados. Y que tendría tiempo de observarlos a ambos. Iba a trabajar con ellos. En algún momento su vida dependería de aquellas dos personas. Más le valía encontrar motivos para arriesgarse así.

—Mi madre ha salido un momento —dijo Toei—. A la compra, creo. O a trabajar, no lo sé.

—Veo que os lleváis tan bien como siempre.

El chico se encogió de hombros.

—No nos molestamos. A ella le parece fenomenal que traiga dinero a casa. Aunque no le gusta tanto que pase tanto tiempo dentro de ella. Pero nos entendemos. Uno de los dos está madurando. Yo diría que es ella.

Semus se rio con ganas. Tenía una risa franca y sonora que también contrastaba con la imagen que Max se había hecho de él. Aquellos dos tenían una historia en común que quizá no difiriera demasiado de la que tenía con Dylan, Adam y Mei. Tendría que asumirlo.

—¿Y de lo nuestro sabemos algo?

—Algo.

Se hizo un silencio incómodo, así que Max salió de la habitación. Antes o después el chico tendría que fiarse, pero no tenía por qué ser en ese momento. No era él quien necesitaba al chaval, sino Semus. Así que dejó que los dos se entendieran y se dedicó a inspeccionar el resto de la casa.

No le sorprendió que le permitieran hacerlo. Por lo que llevaba visto hasta el momento, era probable que Toei hubiera instalado cámaras hasta en el último rincón. Así que seguramente lo tendría vigilado. Además, dado que el muchacho no era tonto, había pocas probabilidades de que nadie encontrase algo que quisiese ocultar. Habría un sótano, una habitación oculta o cualquier otra cosa.

Subió al piso de arriba para ver cómo era la habitación de Toei. Suponía que, por mucho que ocultase la información relevante en algún otro lugar, sus cosas le darían una idea de quién era y de cómo tratarlo. Lo que halló detrás de la puerta lo dejó literalmente sin palabras.

Ni un solo centímetro de pared estaba libre. Enmarcados y sin enmarcar, había pósteres, dibujos e ilustraciones que parecían originales. Max no tenía ni la más remota idea de qué era todo aquello. Hombres de músculos completamente desproporcionados, algunos de ellos de colores. Figuras de acción que representaban a los mismos personajes. Tenía la vaga impresión de haber visto al menos a uno de ellos por televisión. Una especie de conejo amarillo con la lengua roja y la cola en forma de relámpago. También había robots. Algunos de ellos de buen tamaño y con una apabullante cantidad de detalles.

Una de las paredes estaba cubierta por pequeños tomos de cómics con coloridas portadas, pero dibujados en blanco y negro. El texto estaba escrito en perfecto japonés, así que Toei no tenía dificultades con los idiomas. Si leía manga en versión original, de seguro hablaría más lenguas. Un punto a su favor.

Había algo más que también llamó la atención de Max: la habitación estaba impoluta. Así que, o bien la madre la limpiaba, en cuyo caso allí no había nada en lo que el chico tuviera interés real, o no dejaría que ella entrase. O bien limpiaba él, lo que no parecía un hábito propio de un hacker de diecisiete años. O bien todo aquello era un decorado.

Max se acercó a la ventana. En la calle nada había cambiado. Excepto por un par de coches que se habían ido, dejando libres dos huecos en la acera de enfrente. Justo en aquel momento una furgoneta negra aparcó allí.

—Su día de suerte —dijo Max para sí mismo.

Iba a volver al piso de abajo, pero Toei y Semus aparecieron en la puerta del dormitorio.

—Semus dice que eres de fiar.

—¿Eso dice? —contestó Max.

—Ya sé que crees que soy un crío y todo lo demás. Solo hay que verte la cara. Pero también soy el mejor en lo que hago. Ahora mismo tenemos el mismo jefe, así que será mejor que nos llevemos bien.

Max casi se echó a reír. Aquella frase se parecía más a cómo se hablaba en el cine que a la vida real. A pesar de su pose de tipo duro, el chaval no era más que eso: un chaval.

—Estoy de acuerdo.

Semus asintió. Los miraba desde la puerta, como un profesor o un abuelo preocupado por lo que hicieran los pequeños a su cargo.

—Este no es mi verdadero cuarto, ¿sabes? Todo esto es de cuando yo tenía diez o doce años. Mi madre lo conserva así, no sé por qué. Aprendí japo leyendo esos tebeos. La verdad es que me gustan. Si algún día me hace falta la pasta, lo mismo los vendo en Internet. Algunas de estas cosas son imposibles de encontrar. Pero esa es mi especialidad. Encontrar cosas imposibles.

—Por eso hemos venido, supongo, ¿has encontrado algo?

Toei se apoyó en la ventana y creó así una sombra artificial en la habitación. El instinto puso a Max sobre aviso. Iba a decirle que se apartara de allí, que ofrecía un blanco perfecto, pero no hizo falta. Cuando el chico abrió la boca, probablemente para presumir de lo que había encontrado, recibió un impacto de bala. El gesto de sorpresa en su rostro, el espasmo en el torso… No podía ser otra cosa. Le habían disparado.

Cayó sobre la moqueta como un peso muerto. Max no miró si había muerto o solo le habían herido. Bajó corriendo por las escaleras. Mientras tanto, a su espalda, Semus se arrodillaba junto al chico.

Fuera, en la calle, se oyó el chirrido de un vehículo que aceleraba demasiado rápido. Max estaba seguro de que se trataba de la furgoneta. Abrió la puerta principal y sacó el arma que ocultaba en una sobaquera. Por eso no se había quitado la chaqueta en ningún momento, ni siquiera cuando saltó de capó en capó. Abrió las piernas y disparó. Le acertó al francotirador, que trataba de entrar en la furgoneta. Por lo visto, no había querido arriesgarse a disparar desde el interior del vehículo. Bien, ya no dispararía desde ningún otro lugar.

Max corrió con toda su alma. Necesitaba detener al conductor.

Al parecer, toda aquella charlatanería acerca de un grupo de piratas informáticos que no se arriesgarían a salir a campo abierto no era más que una falacia. Allí había dos de ellos. Poco profesionales, cierto, pero con el valor suficiente como para disparar a uno de sus mejores activos.

La furgoneta se alejaba. Max sabía que no podría darle alcance, así que se paró en medio de la calle y apuntó a las ruedas. Lo detendría costase lo que costase. Respiró una única vez y amartilló el arma.

Luego la bajó. Un grupo de niñas vestidas con el uniforme de la escuela se puso a cruzar la carretera en aquel preciso instante. Por ellas trabajaba con la SCLI. Y su causa todavía no lo había devorado hasta el punto de ponerlas en peligro.

Guardó el arma y echó un vistazo a las ventanas de alrededor. Alguien le habría visto, seguro. Las sirenas de la policía pronto inundarían el ambiente con su ruido infernal y sus luces estridentes. Ya solo quedaba regresar a casa de Toei y comprobar si seguía con vida. A partir de aquel momento, la discreción quedaba fuera de la ecuación.

Capítulo 12

Las crías parecían cortadas por el mismo patrón. Delgadas, a medio crecer, no controlaban del todo los movimientos de sus cuerpos y cruzaban como potros recién nacidos. Todavía no les había dado por maquillarse, o por ponerse tacones. O quizá era que el colegio no lo permitía. A una de ellas, incluso, fue a recogerla su padre a la escuela. Se la notaba incómoda.

El cuerpo del francotirador había caído lejos del grupo de escolares. Max no podía acercarse y ocultarlo sin llamar todavía más la atención, así que lo dejó donde estaba y confió en que no se encontrase en el camino de ninguna de las muchachas de uniforme.

Con el arma oculta, se dispuso a regresar a casa de Toei. No sabía si el chico estaba muerto. Deseaba que no. Lo último que necesitaba era que Semus perdiese los nervios justo en ese momento.

Cuando iba a cruzar la calle, sus ojos se cruzaron con los de la niña acompañada por su padre. Había algo en ellos que le llamó la atención. También en el rictus tenso de la boca. No parecía molesta o indignada con un adulto controlador, sino asustada.

Max clavó la vista en el hombre y creyó identificarlo. Su intuición no le había fallado.

El tipo, afortunadamente un aficionado, empujó a la chica en dirección a Max. Con toda probabilidad buscaba hacerlo tropezar, pero él era un profesional. Detuvo la caída de la estudiante, la levantó en volandas para ponerla detrás de él y corrió tras su objetivo. Si conseguía alcanzarlo antes de que llegara la policía, tendría la oportunidad de obtener la información que necesitaba acerca de aquella escurridiza organización.

El tipo resultó no ser un atleta. La Furia los superaba en número y en voluntad; quizá también en inteligencia, pero, desde luego, no en preparación. A los pocos metros, el hombre se sujetaba el costado con una mano y resoplaba como si fuera a echar el hígado por la boca.

Max lo atrapó sin despeinarse. No se tomó la molestia de amenazarlo. Se limitó a retorcerle el brazo en la espalda y conducirlo hasta el piso donde lo esperaban sus compañeros. El hombre no se resistió. Bajó la cabeza y caminó con pesar por el camino indicado.

La puerta de la calle se había quedado abierta, lo que no tenía por qué significar nada concreto en cuanto al estado de Toei. Seguramente, Semus había estado demasiado ocupado atendiendo a su colega como para fijarse en esas nimiedades. Por su parte, Max no tenía intención de molestarlo hasta que hubiera asegurado al prisionero. Lo empujó de malos modos hasta la cocina. En la calle lo había tratado bien porque no quería llamar la atención, pero, una vez en casa, ya iba siendo hora de que supiera lo que se le venía encima.

Sin soltarlo del brazo, le golpeó en un hombro. El tipo gimió. Max sabía que el daño que le hizo era absolutamente tolerable para una persona entrenada, así que aquel hombre no podía ser más que un simple peón.

Colocó una silla en medio de la cocina.

—Siéntate ahí y no se te ocurra moverte.

Max sacó el arma de la sobaquera y le apuntó con ella. A simple vista no localizó más que los paños del té, demasiado cortos y gruesos para atarlo con alguna seguridad.

Abrió uno de los cajones y encontró una barra de afilar. Eso tendría que servir.

—¿Te han hecho un torniquete alguna vez?

El hombre no contestó.

Max volvió a guardar la pistola en su sitio y agarró uno de los paños de cocina.

—Es muy útil cuando te estás desangrando porque detiene la hemorragia. Pero hay que tener cuidado con él, porque si se deja puesto demasiado tiempo, el miembro puede gangrenarse.

El tipo tosió. No miraba a Max. Buscaba fuerza de voluntad más allá de la ventana. Antes de empezar con su maniobra de inmovilización, Max corrió las cortinas y encendió la luz.

—Ahora voy a atarte las manos con este trapo. Al principio no te va a doler, porque es muy corto y no puedo apretar el nudo como es debido. Pero luego voy a usar esto. —Mostró la barra de afilar al prisionero—. Y entonces puede que te duela un poco.

A medida que explicaba sus intenciones, Max las llevaba a cabo. No habían pasado dos minutos cuando los dedos del hombre se pusieron blancos. Este resoplaba y de vez en cuando soltaba un quejido. Por lo visto tenía ganas de hacerse el duro.

Semus entró por la puerta y dio un pequeño gemido, mitad de sorpresa y mitad de espanto.

—Le vas a destrozar las manos —dijo con voz temblorosa.

—Eso dependerá de si colabora con nosotros o no —contestó Max—. ¿Y tu amigo? ¿Está bien, o tenemos que vengarnos además de obtener información?

Max hizo un gesto a Semus mientras hablaba. Con la barbilla, le indicó que se colocara delante del hombre. Así podría ver su gesto de horror. Eso ayudaría a ablandarlo.

—Está bien. Solo le han alcanzado en el hombro.

—Parece que has tenido suerte —dijo Max dirigiéndose al prisionero—. Ahora veremos si quieres conservarla o no. ¿Cómo te llamas?

—No es asunto tuyo —contestó él. Pero lo hizo demasiado rápido. Como si lo hubiese estado ensayando. Además, era una frase demasiado manida. Nadie hablaba así excepto en las malas películas. Un profesional habría dado un nombre falso o no habría dicho nada. Lo sabía por experiencia. Max dedujo que solo aparentaba y que destrozaría su voluntad a poco que se lo propusiera.

—Verás, tío duro. Puedes decirme tu nombre voluntariamente o puedo sacártelo por las malas. En el último año he obligado a un grupo de cirujanos a extirparle la polla a alguien que no quería hablar conmigo, he golpeado, roto mandíbulas, clavículas, tobillos… Pero hoy no tengo ganas de hacer nada de eso.

Hizo una pausa, pero el otro no se decidía a soltar prenda.

—No —continuó—. Hoy tengo la paciencia bajo mínimos porque has puesto en peligro a una cría inocente después de intentar matar a un colega. Así que, si no me contestas, asumiré que no tienes nada que decir. Entonces colocaré mi pulgar en tu nuez de Adán y presionaré a la derecha. Eso te matará. Morirás asfixiado y sin poder gritar.

Con los ojos desencajados, tal como Max esperó que hiciera, Semus se llevó las manos a la garganta y buscó el punto débil que se había mencionado. El prisionero alzó la cabeza. Miraba a Semus a los ojos. Tragó saliva. Estaba claro que ambos pertenecían al mismo mundo.

—Efectivamente —añadió—. No es un farol. Se puede matar así y no sería la primera vez que lo hago.

—Me llamo Robert Silver.

—Encantado, Robert Silver. Mi nombre, si no te importa, vamos a dejarlo para otro momento. Ahora hablaremos de lo que de verdad importa.

Max detestaba ponerse en plan barriobajero, pero el tal Robert parecía reaccionar mejor a ese tipo de registro. Así que no tenía muchas más opciones. Al menos no si quería terminar rápido con todo aquello. Seguía esperando que la policía llegase en cualquier momento.

Capítulo 13

—Sí, pertenezco a La Furia. No tienes ni idea de lo que hemos pasado. Mi padre fue víctima de la estafa de 2008, ¿lo sabías? Lo perdió todo. Todo. Jamás hizo nada ilegal, jamás estafó a nadie… Se suponía que de esa manera uno prosperaba, pero a él lo hundieron porque quiso cumplir con las leyes. Con todas.

Max se colocó al lado de Robert. Hacer el papel de matón de barrio era una cosa, pero aquel hombre estaba hablando de su familia. Le debía al menos la dignidad de mirarlo a la cara mientras lo hacía.

—No se suicidó —continuó Robert—. Ni mi madre tampoco, pero más les valdría haberlo hecho.

Max se fijó en el aspecto del hombre. Le había parecido más mayor. Posiblemente debido al tono amarillento de la piel. Además, estaba perdiendo pelo y tenía la frente surcada de arrugas. Pero en realidad era mucho más joven de lo que aparentaba.

Max sacudió la cabeza a modo de negación. Su obligación era extraer información útil del hombre, no compadecerse de lo mal que lo había tratado el tiempo. Decidió emplear una técnica ligeramente rastrera pero efectiva. Lo humillaría.

—¿En serio? ¿Cuál es vuestro problema? Tengo la impresión de que llamaros La Furia os queda un poco grande. Seguís a un tipo llorica que lamenta la muerte de su padre. Y todos vosotros sois el mismo tipo de llorones que no saben enfrentarse a la vida. Despierta, Robert. Las cosas son así. Y poner en peligro vidas inocentes no va a hacer que tu padre se comporte como un hombre de verdad. Esto es absurdo.

—Se ve que nunca te ha pasado nada grave. Se ve que no tienes la menor idea de lo que significa para un hombre con valores que la sociedad lo defraude, que el Gobierno lo defraude, que el mundo se le venga abajo a pesar de cumplir con todas las normas. Pero no hace falta que me creas a mí, ¿sabes? Ya hay estudios que muestran lo que esa estafa ha causado a nivel global. ¿Quieres leerlos?

El tipo se había venido arriba, no cabía duda. Max lo dejó continuar.

—Cuando quieras te pasó un par de cientos de enlaces que demuestran las consecuencias sicológicas de eso que tú llamas crisis y los míos llamamos estafa. Y sí, claro que nos llamamos La Furia. Porque no nos conformamos con conocer esas consecuencias, y vivirlas, cosa que tú no has hecho. Vamos a hacer que sean los poderosos como tú los que las sufran. Vamos a despojaros de todos vuestros privilegios.

Max siguió en silencio. De todo el discurso de Robert solo una frase había hecho mella en él. Reconocía todo lo demás como lo que era: una mezcla inextricable de medias verdades e ideología sin deglutir. Pero lo que le corroía las entrañas era precisamente aquello que más falso resultaba de todo el discurso y que el interrogado tenía por cierto: que a él no le había pasado nada grave, que él no sabía lo que significaba perderlo todo.

Detestaba que los recuerdos de Arcángel lo golpearan de aquella manera sin avisar. Lo único que podía hacer era lidiar con ellos sin dejar que se translucieran. Y eso hizo. Alzó una ceja para imprimir a su gesto un aire irónico y dejó que la tristeza de la pérdida y la frustración por no haber hallado todavía al culpable de la muerte de su mentor se disolvieran por sí mismos.

—¿Es eso lo que te da miedo? ¿Perder tus privilegios? —aventuró Robert.

—Hace mucho tiempo que dejé atrás mis ideales patrióticos, Robert Silver. Fue en el momento en el que me di cuenta de que la patria, la sociedad y el Gobierno no me darían nada que no se hubiesen cobrado previamente y por duplicado. Siento mucho que tu padre no se diera cuenta a tiempo de cómo funcionan las cosas. Quizá te guste saber que mi único privilegio sea trabajar para quien yo elijo. Haga tu pequeña panda de hombres furiosos lo que haga, a mí no me afectará. Yo no funciono mediante la venganza, ni por avaricia… A mí me mueve la ética. Aunque puede que esa palabra no exista para ti y los tuyos.

Semus dio un paso adelante. Eso le acercaba demasiado a Robert. No parecía que fuese a intentar nada, pero Max no quería correr riesgos, así que extendió un brazo y le impidió avanzar. Le venía bien que alguien quisiera realizar el papel de poli bueno, así que le dejó hablar.

—Hola, Robert. Soy… —Semus echó un vistazo rápido a Max y se interrumpió. Lo que dio pie a que el otro le lanzara una pulla.

—Eres el esbirro de ese.

—Mira, me da igual lo que pienses de mí. Si eso es lo que crees, estás en tu derecho.

Max se sorprendió del tono de voz que su compañero había adoptado. Sonaba a maestro de escuela o a catequista. Un modo de hablar tan paternalista que Robert se sentiría incluso más humillado que con sus bravuconadas. Había que concederle a Semus que aquello empezaba a dársele bien. Además, su aspecto nervioso, inocente, era capaz de sacar de quicio a cualquiera.

—De verdad, tío, me das asco —dijo Robert. Semus se encogió de hombros.

—A mí no me da asco casi nadie, pero si tuviera que elegir a quién despreciar, empezaría por aquellos que, en el nombre de una causa supuestamente noble, están dispuestos a asesinar a gente de su propia clase. Eso sí, a distancia, para que la sangre no los salpique. Eso es cobarde, rastrero e inútil. Cualquier revolución que se base en el asesinato de civiles perjudica a la clase obrera. Así que, ya me contarás qué tipo de revolución es esa que pretende dejar intacto el sistema y que además atenta contra la integridad, la seguridad y la libertad de aquellos a quienes dice defender. No sé muy bien cómo manejas todo eso dentro de tu cabeza, pero en la mía suena a que os están tomando el pelo. O a que nos lo queréis tomar a nosotros.

Max observó cómo Robert se debatía en silencio. Había apartado la mirada de Semus. Debió de encontrar algo del aplomo ficticio que había mostrado hasta hacía un momento y retomó el contacto visual con Semus.

—¿Y qué es exactamente lo que quieres que te diga? Porque he oído muchas amenazas, pero ninguna pregunta concreta.

—No sé —dijo Max, retomando la voz cantante—. Échale imaginación. ¿Qué crees que podemos querer de ti?

Mientras hacía la pregunta, Max se pasó el dedo pulgar por la nuez de Adán de manera casual, como si el gesto no significase nada. Pero Robert entendió a la perfección lo que quería decir.

—¿No vas a soltarme las manos? Antes no las sentía, pero ahora me duelen.

—Creí que ya habíamos hablado de eso. Tú dame algo que merezca la pena y yo veré si permito que conserves esas manos que tanto te preocupan. Imagino que las necesitas para seguir prestando servicios a tus colegas de revolución. Me pregunto qué pasaría si volvieras sin dedos con los que apretar teclas.

Robert tragó saliva y se pasó la lengua, blanquecina, por los labios resecos. Se estaba poniendo realmente nervioso.

—Ya sabes cómo funciona esto —dijo con un quejido lastimero. Se dirigía a Semus, que negó con la cabeza.

—En realidad no. Por eso te lo estamos preguntando.

—Recibimos órdenes mediante redes cerradas de comunicación. La ruta cambia, el intervalo de recepción de comunicados varía. Todo es tan aleatorio que ni siquiera nosotros mismos podríamos rastrearnos.

—Vamos a afinar un poco la pregunta —interrumpió Max— porque veo que no vas a llevarnos a donde queremos ir. Y tenemos un poco de prisa. Recuerda que tus amigos nos han dado un plazo muy ajustado o, si no, se pondrán a volar centros de ciudades.

—Yo no…

—No, claro que tú no. Tú, que me acusas de haberme vendido a los poderosos o no sé qué idioteces, te limitas a seguir órdenes aleatorias, ¿verdad?

Max había acercado su rostro al de Robert tanto que podía olerle el aliento. Para evitar cualquier tipo de ataque se había puesto sobre sus pies. Los talones de Max sobre las punteras de los zapatos baratos de Robert. Así no intentaría nada.

—Las envía Randall Grove. Es lo único que sabemos.

—Eso también lo sabemos nosotros —gruñó Max—. Danos algo nuevo o dile adiós a tus manos. Ahora.

—Nadie sabe dónde está. Nadie lo ha visto en meses. Él mismo borró sus datos de Internet. Ha desaparecido. ¿Le buscáis a él? Pues podéis llamar a una médium, porque es un fantasma.

—No me toques los huevos, Robert. No estoy para bromas.

—No lo encontraréis. A todos los efectos, es como si no existiera.

Capítulo 14

—No sabe nada —susurró Max.

Habían dejado a Robert solo, con las manos todavía atadas a la espalda, y se dirigieron a la habitación de Toei, que les indicó dónde guardaba su madre la cinta adhesiva. Así pudieron taparle la boca para evitar que gritara. Aunque si la policía no había llegado ya, no parecía probable que ningún vecino fuera a llamarla.

—¿Estás seguro? —preguntó Semus.

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