Hacker

Hacker


Portada

Página 4 de 9

—Completamente. Este tipo no es un profesional. Después de tu discurso acerca de las revoluciones, ni siquiera creo que siga creyendo en su causa. Nos lo habría dicho todo, pero no tiene nada que decir. Y tú, ¿cómo estás? —le preguntó a Toei.

—Me duele el hombro, pero ni siquiera ha sido un impacto real. Solo un roce. A ver, estoy en shock. Eso por supuesto, pero saldré de esta. Me habría gustado estar ahí con vosotros. Ese imbécil… ¡Casi me matan!

Max sonrió por dentro. El chaval lo llevaba mejor de lo que él había esperado, pero se movía entre la verborrea y el miedo a la muerte como un péndulo descontrolado. La verdad era que había tenido buena suerte. Si los miembros de La Furia que los atacaron hubiesen sido profesionales, no estaría allí para contarlo.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Semus.

—En realidad estamos igual que antes. Ya sabíamos que Grove era ilocalizable. Si el resto de La Furia tampoco tiene esa información, habrá que idear algún plan de contingencia. Ahora mismo, no tengo ni idea de qué hacer, lo confieso.

—Nos lleva mucha delantera, es verdad —dijo Toei.

—Lo que no entiendo —intervino Max— es por qué se ha tomado tantas molestias en borrar esos datos. Todo el mundo conoce su cara. Hay archivos de sus lugares de trabajo, certificados de nacimiento… La dificultad de encontrarlo no estriba en saber quién es, sino en localizarlo.

Toei, desde su parapeto de almohadones, en la cama, negó con la cabeza. Había cierta petulancia en su gesto, pero Max no le dio importancia. Hacía rato que había decidido no dársela a nada que pudiera distraerlo de la misión.

—El problema —comenzó el más joven de los dos hackers— es que todos esos archivos, toda esa información, está o estaba digitalizada. Es posible que ahora mismo alguien conserve alguna fotografía impresa de Grove, pero, al borrar los archivos originales, la verdad es que podría convertirse en cualquier persona.

Semus tomó la palabra antes de que Max pudiese oponer un argumento obvio.

—Toei no quiere decir que pueda cambiar de rostro. Eso ya lo podía hacer antes y no habría tenido que borrar nada. Lo que puede hacer es que cualquiera se haga pasar por él.

—Pero existen expedientes físicos.

—La gente cambia mucho en unos pocos meses, Max.

Max asintió. Se había sentado en una especie de puf flexible que se adaptaba a su cuerpo cada vez que se movía. Cruzó los brazos sobre el pecho y se permitió un pequeño recuerdo. ¿Cómo era él antes de comenzar su entrenamiento en el Averno? Sin duda, ya poseía un cuerpo atlético; su altura tampoco había cambiado. Pero su rostro nunca volvió a ser el mismo después de pasar por aquella experiencia. Recordó el sentimiento de pérdida y vértigo que lo embargó al salir de la ducha y mirarse en el espejo el día que por fin pudo abandonar las instalaciones. Se sentía diez años mayor, y eso se notaba en un gesto más maduro y, por qué no decirlo, también más amargado. Randall Grove no había pasado por una experiencia parecida, ni mucho menos, pero su experiencia vital también lo habría cambiado. Eliminar todos sus registros supondría, por tanto, lo mismo que haber eliminado a su yo del pasado. Una buena jugada, estaba claro.

—Sea como sea, no podemos hacer nada contra ello. Y el tipo de la cocina no miente.

—He oído lo que ha pasado —dijo Toei—. Estas paredes no son precisamente las de una fortaleza y la puerta estaba abierta, así que, bueno, no sé. ¿Qué vas a hacer con él? ¿Vas a matarlo con un pulgar?

Max se revolvió en su puf y, cansado de no encontrar una postura cómoda, se levantó. Eso asustó a Toei, que se apretó contra los almohadones de su espalda. Hasta entonces había parecido relajado, pero en ese momento su piel adquirió el tono de la cera.

—¿Por qué creéis que voy a solucionarlo todo sembrando el mundo de cadáveres?

Max susurraba con exasperación. No iba a matar a nadie, pero no le convenía que el prisionero se sintiese demasiado a salvo.

—No sé si tenéis una idea clara de lo que ha pasado aquí —continuó—, pero ese tipo nos ha disparado, ha aterrorizado a una chiquilla y ha confesado formar parte de una organización terrorista; ¿se os ha ocurrido que podríamos llamar a la policía y que se lo llevarían sin el menor problema?

—Por cierto, fuera hubo disparos. Además del que ha alcanzado a Toei.

Max no lo había dicho y no le apetecía hacerlo precisamente en ese momento, pero lo cierto era que en la calle había un cadáver, y aquello era culpa suya.

—Sí. También hay un cuerpo fuera. Parece que nadie lo ha descubierto.

Toei hizo un gesto que bien podía interpretarse como alguna versión discreta de «te lo dije» y se apretó todavía más contra las almohadas, en un intento de alejarse de Max tanto como le fuera posible.

—Te estaba defendiendo, chaval. Y, por cierto, ¿a nadie le parece extraño que no haya venido la policía?

Semus negó con un gesto apesadumbrado e hincó la barbilla en el pecho. Era la viva estampa de la desolación. Max le dio un momento antes de pedirle que se explicara.

—En fin —comenzó Semus—. No hace tanto que hemos tenido ese pequeño percance con los semáforos. Tal y como están las cosas, no me extrañaría que hubieran controlado los teléfonos.

Max no daba crédito a lo que estaba oyendo. El mundo entero llevaba años elucubrando acerca del poder ilimitado de la CIA y del coladero de información en que se habían convertido las redes sociales. Pero resultaba que era un grupo terrorista compuesto en su mayor parte por aficionados los que se habían hecho con el control de las comunicaciones.

—¿Estamos hablando de teléfonos fijos y móviles? —preguntó para asegurarse.

—Manipular las líneas fijas no es difícil. Al fin y al cabo es una cuestión de cables. Manipular un satélite tiene algo más de dificultad, así que supongo que habrán interceptado los repetidores. Es complejo, requiere muchos recursos, pero…

—No es imposible. —Toei terminó la frase de su colega. Había cierto deje de admiración en su tono. Como si le hubiera gustado participar en algo así.

Max sacó su teléfono del bolsillo interior de la chaqueta. Tenía cobertura y tenía batería. Llamó a su portero, pero colgó en cuanto oyó la señal.

—Mi teléfono funciona.

—¿De verdad has llamado?

Toei parecía sinceramente horrorizado, como si una simple llamada fuese más espantosa que la posibilidad de que Max matase al prisionero de la cocina.

—He llamado, he escuchado el tono y he colgado. No sé qué es más ofensivo, si que creas que soy un asesino a sangre fría o que pienses que soy tan estúpido como para dejar que me localicen.

—No pueden localizarte si no te han pinchado —comenzó a decir Toei. Pero dejó de hablar cuando Max le lanzó una mirada helada.

—Lo peor de todo el asunto es que el hombre me da pena. No hace falta darle muchas vueltas para entender que, en el fondo, no les falta cierta parte de razón.

Semus y Toei se miraron de reojo. Fue un gesto rápido, pero a Max no le pasó desapercibido. ¿Qué se pensaban, que de pronto había cambiado de bando? De todos modos continuó hablando.

—Lo que es verdaderamente raro, dado el estado actual del mundo en general, es que las calles no estén llenas de gente reclamando lo que les pertenece.

En cuanto terminó la frase, el resto de lo que estaba a punto de decir se le murió en los labios. No hacía tanto que había pasado unos días no especialmente idílicos en una capital europea. Madrid se había convertido en un polvorín, las calles se llenaron de manifestantes y de vándalos; y qué había hecho el Gobierno español, pues sacar al Ejército a pasear. Las cargas policiales resultaron más perjudiciales que la propia crisis económica y el corralito. Por no hablar de quién había sido el verdadero culpable de todo el asunto.

—Mirad, da igual —continuó al fin—. En el momento en el que estoy dispuesto a ponerme de su parte, me demuestran que no merece la pena. No importa la justicia de la causa cuando los medios que emplean para defenderla son los mismos que los de cualquier grupo terrorista. ¡Por amor de Dios! Han controlado las comunicaciones de, ¿qué?, ¿todo un barrio de Londres? ¿Un distrito entero?

—¿Pero qué vas a hacer con él? —insistió Toei. Si no se relajaba pronto, el rasguño que le hizo la bala de La Furia iba a convertirse en el menor de sus problemas. Estaba tan tenso que sus huesos parecían a punto de crujir.

—Ahora mismo hay cosas más importantes en las que pensar. —Max subió la voz, intencionalmente, para asustar al prisionero—. Ya me ocuparé de ese tipo dentro de un rato. Cuando oscurezca, quizá.

Por supuesto, la pantomima también asustó a Toei. Semus, por su parte, estaba serio, pero mucho más calmado. Al menos con él sí se podía contar.

Capítulo 15

—A lo mejor no es el momento, pero…

En contra de todo pronóstico, no fue Semus quien comenzó a hablar, sino el propio Toei.

—Adelante.

Max volvió a susurrar. No quería cerrar la puerta de la habitación y aislar al prisionero. No parecía capaz de soltarse, pero no estaba dispuesto a dejar nada al azar.

—Espera un momento —interrumpió Semus—. ¿Tu madre no tiene una especie de taller de manualidades?

—No entiendo a qué vine eso ahora, la verdad —protestó el muchacho.

—Era una habitación pequeña, ¿verdad? ¿No había remodelado la despensa?

—Sí. Primero puso una máquina de coser y no sé qué más, y luego lo quitó todo y puso una colchoneta de yoga. Pero ahora lo hace fuera de casa porque dice que no puede concentrarse con el olor a cocina. Así que está vacía.

Max ya entendía por dónde iba Semus, que de nuevo parecía leerle la mente. Ahora, sin embargo, estaba seguro de que no se trataba de ningún truco de mentalismo, sino de una muestra de sentido común.

—¿Y dices que está junto a la cocina? —preguntó el propio Max.

—No lo he dicho, pero se deduce, sí. Es donde están las despensas: al lado de la cocina, ¿no?

El gesto y tono de fastidio del chico hacían evidente que ya había empezado a relajarse.

—Vuelvo en un momento.

Max se quitó la chaqueta, dejando ver el arma que portaba en la sobaquera. Como ya se había dado la vuelta para salir, no vio que la aparente tranquilidad de Toei desapareció en un instante.

***

No tardó más de dos minutos en apartar la mesa del centro, abrir la puerta de la despensa reconvertida en sala de yoga y arrastrar hasta el interior la silla a la que había atado al prisionero.

—Vas a quedarte aquí quieto y calladito un momento —dijo—. Ya veremos luego lo que hacemos contigo. Si te portas bien, igual tienes suerte.

Pronunciar ese tipo de frases le parecía de matón barato, pero no estaba allí por el glamur, sino para llevar a cabo una misión con la mayor efectividad. Y, de momento, no tenía ni la menor idea de cómo conseguirlo.

***

Cuando volvió a la habitación del convaleciente, algo había cambiado. Los dos informáticos no habían dispuesto de mucho tiempo para hablar, pero, desde luego, lo hicieron. Toei hacía una especie de ejercicio de respiración. Semus esperaba sentado en una orilla de la cama; los dos mostraban las manos, como si quisieran que Max supiera que no ocultaban nada. Entonces se dio cuenta.

—Siento que hayáis visto la pistola —dijo—. No la usaré contra vosotros. De hecho, nunca la uso a no ser que sea estrictamente necesario.

Se puso la chaqueta de nuevo, para ocultar aquello que los ponía tan nerviosos.

—Toei, estabas a punto de decir algo. Dilo, cuéntanos lo que sea, lo vamos a necesitar. No tenemos nada, no sabemos por dónde empezar. Y os aseguro que esto no es algo a lo que esté acostumbrado. Somos un equipo, así que será mejor que empecemos a portarnos como tal.

—Fue hace un par de años —empezó Toei—. Yo era joven y un poco estúpido.

Max hizo un esfuerzo para que su rostro no transluciera lo que estaba pensando.

—Ya sé que sigo siendo joven y que seguramente piensas que soy idiota —añadió Toei—, pero por aquel entonces lo era más. Y además, estaba radicalizado. No entraremos en qué sentido, porque no tiene relevancia. La cuestión es que necesitaba hacer la revolución. Quería que cambiasen las cosas. Mi madre trabaja como una burra. Y sus amigas también. En este barrio la gente se cree que tiene vida, pero no. Trabajan para pagar unos pisos que se creen que son suyos, pero son del banco. Llegan a casa agotados, todos ellos, y no pueden disfrutar del tiempo libre que les queda. No sé, yo a mi madre la respeto mucho y la quiero.

Max asentía, pero aquel discurso empezaba a hacérsele un poco pesado; ¿a dónde quería llegar el crío?

—Lo que quiero decir es que necesitaba formar parte de algo, hacer que todo estallase por los aires para que los de abajo tuviésemos acceso a nuestra parte del pastel.

—Todos hemos querido eso alguna vez. Algunos todavía lo queremos —dijo Semus.

—Bueno, en aquel entonces una organización contactó conmigo a través de la Deep Web. Me sentí halagado. Eso quería decir que había llamado la atención de gente peligrosa e importante.

—¿Trataron de reclutarte unos informáticos radicales y te sentiste orgulloso?

—Lo dices como si no tuviera sentido, pero lo tenía. Tú te alistaste en dos Ejércitos. No sé quién es más imbécil de los dos.

Max se sorprendió sonriendo ante el atrevimiento del muchacho. Por lo visto, le había herido en el amor propio y, en lugar de arriesgarse y tratar de desaparecer debajo del edredón como llevaba haciendo todo el tiempo, saltó. Y no solo se defendió, sino que había atacado.

—En eso tengo que darte la razón.

Toei se relajó de inmediato.

—Te cuento esto porque, bueno, creo que tienes razón, que La Furia no quiere cambiar el sistema, quiere hacerse con él. Esta gente a la que estuve a punto de unirme, eran iguales. Para empezar, allí todos nos identificábamos con alias y nombres en clave. La mayoría de los suyos eran neutros, pero algunos no lo eran tanto. Que si Ario, que si Doktor, que si Propagandhi. Y no había mujeres, ninguna.

—¿Cómo sabes eso si solo usabais alias?

—Ninguno de los alias era femenino, todos hablábamos en género masculino para referirnos a nosotros mismos. Y lo que pensé fue que aquel no era lugar para mí. No tengo aspecto oriental, pero mi padre era de Corea. Aunque me preocupaba más lo de las mujeres, la verdad.

Max alzó una ceja.

—Yo no soy feminista ni nada, no creas. Pero no me cabía en la cabeza que un grupo revolucionario fuera excluyente. O sea, ¿qué mierda de revolución vas a hacer si te dejas a la mitad de la población mundial fuera? Estos querían un cambio de poder, no un cambio de sistema. Y algo me dice que La Furia también.

—Perdona que te sea tan sincero, Toei, pero no sé en qué puede ayudarnos esa experiencia tuya.

En realidad Max estaba impresionado. Había tomado al chaval por un postadolescente egoísta, pero el chico no solo tenía conciencia, sino que también poseía una notable capacidad de análisis y autocrítica.

—En realidad —intervino Semus— Toei y yo nos conocimos en ese entorno. Había algunas mujeres, pocas, ocultas tras seudónimos masculinos.

—La mejor experta en ordenadores y comunicaciones, y lo que se os ocurra, que conozco es una mujer —dijo Max pensando en Mei.

—La cuestión es que Toei, yo y un pequeño grupo de personas salimos muy decepcionados de aquella experiencia. Cada uno por su cuenta, investigamos a los supuestos grupos anarquistas que se esconden en las redes.

—¿Existen grupos anarquistas en el siglo XXI?

—Supongo que para la mayor parte de la gente el anarquismo murió en el siglo XX, con el fracaso del comunismo y del resto de movimientos de izquierda, pero los grupos siguen existiendo —contestó Semus. Toei se limitaba a asentir—. Ahora, en una cosa tengo que darte la razón: no son anarquistas. Los anarquistas verdaderos desean acabar con el sistema opresor que impide el desarrollo individual real. Como dice Toei, no buscan un cambio real de paradigma, sino quieren controlar los medios de producción, los de información y los Ejércitos.

Los dos hackers callaron y esperaron. Con las manos aún visibles, uno sobre las rodillas y el otro sobre el edredón, miraban a Max. Estaba claro que deseaban que se posicionase. Como no sabía qué otra cosa hacer y, de todos modos, ambos conocían a la perfección hasta el último detalle registrado de su vida, Max les dio lo que, sin palabras, le pedían.

—Yo también he sido joven y muy estúpido. Mucho más de lo que podría parecer. De hecho, hubo un tiempo en el que no se me había ocurrido siquiera que las naciones, los mercados, los Estados, y todo en general, forma parte de un sistema que está diseñado para funcionar de manera indefinida. Incluso los seres humanos, desde nuestra infancia y hasta la muerte, somos programados para formar parte de una rueda gigante que nos engulle para que hagamos que gire redondo. Por mi parte, estaba encantado con la rueda.

A medida que hablaba, Max se daba cuenta de que ni siquiera necesitaba mentir. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que verbalizara todo aquello, pero, en lo más íntimo de sí, seguía sintiéndolo como cierto. Programación y desprogramación: el cerebro humano no era más que una máquina con la que cualquiera, bien entrenado, podía jugar. Siguió hablando.

—Ya sabéis que me alisté en dos Ejércitos. Y lo hice convencido, no os voy a engañar. Yo quería salvar el mundo, quería poner orden, quería hacer grande mi país. Ya sabéis todo lo que he hecho. Tenéis los datos. Sabéis que adquirí el grado de teniente, sabéis que fui reclutado por —Max tragó saliva. Le costaba pronunciar el nombre de su mentor— Arcángel, y que a partir de ahí mi actividad cambió. No tengo, pues, motivo para ocultaros eso.

Semus y Toei asentían. Los dos hombres y el muchacho pertenecían a mundos diferentes, provenían de hogares muy distintos e ideologías casi completamente antagónicas, pero en aquella habitación se estaba creando un vínculo real. Tal vez no fuese a durar más de lo que lo hiciese la misión. Pero en ese tiempo sería sólido como el acero.

—Lo que no sabéis —continuó— es lo que pasó dentro de mi cabeza. Pero, bueno, os lo acabo de decir: al principio quería salvar el mundo. Arcángel me mostró que el mundo, tal y como lo conocemos, no merece ser salvado. Habría que cambiarlo de arriba abajo.

»He decidido que no es asunto mío salvar el mundo. La mayor parte de las personas no merecen que realice el esfuerzo. Pero tampoco merecen que las engañen. Así que, sí, hasta cierto punto me parezco a vosotros y hasta cierto punto también hay un poco de Randall Grove en mí. O lo hubo. No porque él quiera hacer grande a su país. Sino en el sentido de que pretende darle orden al mundo. El orden que le parece correcto a él, por supuesto, pero orden, al fin y al cabo.

No tenía ni idea de si su discurso iba a funcionar o no. Ni de qué pasaría si funcionaba. Pero había dicho la verdad y, para ser honesto consigo mismo, tenía que admitir que le sentó bien hacerlo.

—Nosotros hemos estado siempre en retaguardia, es verdad —dijo Semus.

—La retaguardia es importante. Sin una buena infraestructura de soporte, los soldados no tendrían cómo regresar. Ni, probablemente, a dónde regresar.

—Lo que hemos estado haciendo —intervino Toei— es una labor de vigilancia global. Creo que se puede llamar así.

El chico se incorporó un poco en la cama. Usó ambos brazos sin querer y debió de sentir algo en el hombro en el que le habían alcanzado, porque hizo un pequeño gesto de dolor, pero eso no le impidió seguir hablando.

—Formamos una red de comunicaciones, ya sabes: Internet, sobre todo. Solo que no es Internet. Explicarlo es complejo, pero el hecho es que nadie puede detectarnos. Trabajamos más allá de la Internet pública y un poco más allá que la Deep Web.

—Lo hemos estado pensando —dijo Semus—, y es probable que nuestro sistema se parezca mucho al de La Furia. Ellos son muchos más, seguramente cuentan con equipos más potentes y todo eso, pero a nivel técnico usamos algo muy parecido.

Max paseaba por la habitación. Si es que a los dos pasos que alcanzaba a dar en cada sentido se le podía llamar pasear. En realidad, tras la confesión y el momento de intensidad se sentía un poco incómodo, necesitaba hacer algo.

—¿Y en qué va a ayudarnos eso? ¿No se supone que La Furia controla las comunicaciones?

—Podemos contraatacar, en realidad. Podemos examinar los servidores por los que han pasado y ver lo que han hecho exactamente.

—No puedes organizar un contraataque si no sabes quién es tu enemigo o dónde está, me temo —contestó Max, frustrado.

Toei suspiró con impaciencia.

—A ver, Semus te lo acaba de decir. Nuestra red no es detectable. Podemos hackear exactamente los mismos sistemas atacados por La Furia. Así, desde dentro, sabremos qué han hecho y desde dónde han llegado. De una forma totalmente segura. Luego solo tendremos que rastrearlos. Y ahí es donde entras tú.

—No quiero ser un aguafiestas —insistió Max—, pero me extraña que la SCLI no haya intentado hacer eso que proponéis.

Toei hizo un nuevo gesto de prepotencia, pero Semus se le adelantó.

—Lo pensarían, claro que sí. Y luego decidirían no hacerlo. Si han sido víctimas de un ataque informático es porque están bajo la vigilancia de La Furia. Lo que les conviene no es abrir sus sistemas, sino cerrarse en banda, como si dijéramos. Protegerse, blindarse. Para espiar a los demás hay que abrir al menos una pequeña puerta, hay que exponerse hasta cierto punto.

Eso sí tenía sentido para Max. Cuando querías salir con vida de un tiroteo, solo cabían dos posibilidades: ponerte a cubierto y dejar que pasara, o exponerte a un balazo y disparar a matar. La SCLI había optado por ponerse a cubierto.

—No sé qué hay que hacer. A estas alturas no tiene sentido que pretenda que soy el experto. Mis enemigos son tangibles. Si decís que vuestro sistema funcionará, al menos habrá que probarlo.

Capítulo 16

En ese momento se abrió la puerta de la calle. No hubo golpes ni estruendo. Nadie la había forzado.

Max se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio. Se agachó y abrió la puerta de la habitación con sigilo. El pequeño corredor que conducía a la cocina no le dejaba ver nada, así que se puso en pie, se pegó a la pared y avanzó. Fuera quien fuera el intruso, no se molestaba en disimular su presencia.

—¡Qué diablos!

La voz que lanzó esa exclamación pertenecía a una mujer. A juzgar por el sonido, ya había dejado atrás la juventud, aunque no sonaba a anciana.

—¡Toei!, ¡Toei! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí ahora mismo! ¿Se puede saber qué le ha pasado a mi cocina? Si yo no toco tus cosas, tú no puedes tocar las mías.

Max abortó el gesto de sacar la pistola de la funda. Tenía que hacer notar su presencia, pero no quería asustar a la madre del chico. Afortunadamente, Semus se le adelantó.

—¿Señora Blackwell? No le riña, esta vez no ha sido culpa suya. Estamos aquí, con un amigo.

Max volvió sobre sus pasos y se sentó en el maldito puf. Eso le daría la oportunidad de saludar a la señora cuando entrase.

—¡Me da igual de quién sea la culpa, Riordan! Esa cocina está hecha un desastre. Y tenéis que explicarme por qué diablos hay un hombre maniatado en mi salón de yoga.

Max abrió los ojos como platos y preguntó a sus compañeros con la mirada. Toei había cerrado los ojos en señal de resignación. Semus se encogió de hombros y le mostró las palmas de las manos. Así que la señora Blackwell tenía los nervios de acero y un carácter peculiar. Justo lo que necesitaba una misión que se había vuelto caótica en apenas unas horas.

Cuando llegó a la habitación, mucho después de lo que correspondía a los pocos metros que debía recorrer, Max comprobó que el carácter de la madre de Toei no se hacía evidente únicamente en su voz y en el modo en el que se tomaba que su casa albergase un cuarto de interrogatorios improvisado. Se trataba de una mujer fibrosa y muy alta. A simple vista no se parecía en nada a su hijo. Vestía por completo de negro, con un jersey de cuello vuelto poco apropiado para la temperatura exterior, tejanos y botas de amazona. Llevaba unas gafas de pasta de montura, también negra, que hacían que sus ojos pareciesen mucho más grandes de lo que eran en realidad.

—¿Se puede saber qué haces en la cama con dos hombres que podrían ser tus padres?

Max no estaba en la cama, pero se levantó de todos modos. Semus ni se inmutó. Por el contrario, sonrió levemente y sacudió la pierna de Toei, que terminó por abrir los ojos y saludar.

—No hagas eso, mamá. Semus te conoce, pero Max se va a llevar una impresión equivocada.

—Semus me conoce y yo lo conozco a él, así que ese tal Max —lo dijo sin mirarle— es el que ha atado a ese hombre y el que me ha desordenado la cocina.

—Mis disculpas, señora Blackwell. Hemos tenido un pequeño problema.

La madre de Toei se volvió al fin. Max la había visto un momento, cuando cruzó la puerta de la habitación, pero entonces pudo contemplarla en todo su esplendor. Tenía todo el aspecto de una profesora estricta y hasta un poco cruel. Las gafas ocultaban las arrugas de sus ojos, pero no las que se le formaban alrededor de la boca ni las que se proyectaban entre la nariz y los labios. No podía tener menos de sesenta y cinco años.

—No sé en qué momento le he dado la impresión de que puede tomarme el pelo, pero no puede. Conozco a este y conozco a mi hijo. No se ha metido en un problema pequeño en toda su vida. Eso sí, ninguno de sus asuntos ha terminado con un hombre atado y amordazado en ninguna de mis habitaciones.

—Mamá…

—Tiene usted toda la razón. Alguien que acompañaba a ese hombre ha disparado y herido a su hijo.

La madre de Toei perdió el porte de institutriz tan pronto como oyó lo sucedido. Descruzó los brazos, que había acomodado bajo el pecho, y quitó a Semus del lugar que ocupaba sobre la cama.

—¿Estás bien? ¿Dónde te han herido? ¿Por qué no estás en el hospital?

Lanzó la andanada de preguntas sin dar tiempo para contestar a su hijo, que parecía mucho más afligido que dolorido, en realidad.

—Está bien, no ha sido más que un rasguño —contestó Semus—. Y no podemos ir al hospital, porque, en realidad, no hace falta.

—¿Seguro que está bien, Riordan? Dime que está bien y que quien sea que haya hecho esto no va a repetirlo.

—Siento inmiscuirme, señora Blackwell, pero me temo que no podemos garantizar que no vuelvan. Antes de que llegara usted estaba a punto de sugerir que nos fuéramos. Para evitar un segundo «accidente».

—No podemos irnos —dijo Toei.

—Irse, ¿a dónde? —preguntó la madre.

—Tenemos que irnos —insistió Max—. Si todo lo que hemos estado hablando es cierto, volverán. Y lo más sensato es, por supuesto, que no nos encuentren aquí. Antes han fallado, pero lo mismo encuentran a alguien con mejor puntería.

Max no pretendía asustarlos. De hecho, no le convenía en absoluto que se asustaran, pero lo que decía era cierto. Tenían que andarse con ojo.

—Iremos a donde estén vuestros servidores.

La madre de Toei se levantó de la cama. Por lo visto, no había tardado en convencerse de que su hijo se encontraba bien.

—¿Trabaja usted para el Gobierno o en su contra? Porque le advierto que mi hijo ya ha pagado su deuda.

—Trabajo con su hijo.

—¿Toei? —El tono de la señora Blackwell no admitía réplica.

—Trabajamos juntos, mamá. Para una organización supranacional.

Max no podía creer que el muchacho estuviera diciendo aquello; ¿qué pasaba con la seguridad, la prudencia o la confidencialidad?

—¿Supranacional?

—En realidad es paranacional.

—De acuerdo —afirmó la madre de Toei—. Así que has vuelto a meterte en un lío del que no puedes salir solo. Pensaba que ya habíamos hablado de esto.

—Mamá, no ha sido culpa mía.

Si hasta ese momento Toei había alternado entre una actitud de adolescente impertinente y crío asustadizo, ahora parecía un niño pequeño al que pillan en falta. Aquella escena superaba a Max por completo. Afortunadamente, Semus estaba ahí para poner orden.

—En realidad el chico tiene razón. No ha hecho nada. Hemos venido a buscarlo porque lo necesitamos. Se trata de un asunto que afecta a la seguridad internacional.

—Y él tiene veinte años.

—Con veinte ya puede tomar sus propias decisiones —dijo Semus.

—¿Y a ti te parece que está en condiciones de decidir nada?

Semus no se rindió.

—Lo está cuando no se presenta gritando y atemorizándolo. Su hijo es inteligente y sabe perfectamente lo que hace.

La señora Blackwell enrojeció de ira hasta la raíz del pelo.

—¡No vas a venir a mi casa, Semus Riordan, a decirme que no sé educar a mi hijo! Soy una buena madre.

—Nadie dice lo contrario, pero ahora mismo no esta siendo razonable.

—¡Es que no podemos irnos! —dijo Toei.

—Mi hijo dice que no puede irse, Semus. Así que ya lo habéis oído. Tú y el hombre atractivo del traje, que no sé para quién trabaja, pero no me gusta un pelo.

Semus ignoró a la madre de su amigo. Max estaba abrumado por aquel drama familiar. Posiblemente, la última cosa que había esperado presenciar ese día.

—¿Por qué no podemos irnos, Toei?

—Ya lo sabes —dijo el chico—. Todo el equipo está abajo, en el sótano.

—¿Toda vuestra red supersecreta está en el sótano? —preguntó Max, incrédulo.

Semus no le contestó. Seguía centrado en Toei.

—Acordamos que lo sacarías de aquí. Te has estado exponiendo sin necesidad, Toei.

—En realidad no, no han podido detectarla porque robo electricidad a todos los vecinos. El consumo se reparte en el barrio y es imposible que nadie se dé cuenta.

—Esa no es la cuestión, chaval. Todos creen que los servidores están en lugar seguro.

—Y lo están.

En ese momento Max sí se sentía capacitado para intervenir.

—Tu sótano no es un lugar seguro. Para empezar, tienes una casa de dos plantas en un edificio de seis, lo que quiere decir que al sótano tienen acceso tus vecinos.

—Hace siglos que creen que la puerta no funciona y que hay ratas. Nadie baja.

Max no podía creerlo. El chico de verdad pensaba que lo tenía todo bajo control.

Iba a ser muy claro con él cuando su madre volvió a tomar la palabra.

—¿Has estado robando a nuestros vecinos?

Aquello, desde la perspectiva de Max, y desde la de cualquier ser humano normal, empezaba a ser demasiado absurdo.

—Mamá, no ha sido casi nada.

—Me mato a trabajar por ti, Toei Park, ¿y me lo pagas avergonzándome así? No sé qué son exactamente esos servidores, pero los vas a sacar de mi sótano y los vas a llevar lejos de aquí. Tan lejos como puedas. Estoy segura de que tus amigos te ayudarán.

—Mamá, eso no se puede desmontar así como así, yo…

—Tú eres un crío maleducado, desagradecido y muy inteligente. Encontrarás la manera.

Max se fijó en que Semus estaba manipulando su reloj de pulsera.

—No te preocupes por la red —dijo—. Eso está solucionado. Ahora levántate de ahí y haz caso a tu madre. Hay que desmontar todo eso y trasladarlo.

—Me han disparado en el hombro —rezongó el chico—. No puedo hacer esfuerzos.

—¡Eso sí que no te lo consiento! —dijo la madre—. Yo no te he criado para que fueras un ladrón ni un mentiroso. Y mucho menos un vago. Levántate de la cama, coge la llave del sótano y haz lo que tengas que hacer.

Capítulo 17

Los tres bajaron las escaleras que conducían al sótano. Felizmente eran anchas y estaban limpias. Por su parte, la señora Blackwell dijo que cerraría la puerta de la despensa, que se pondría ropa de estar en casa y actuaría como si no estuvieran allí. Tuvo la delicadeza de prestarles la furgoneta que usaba para moverse de la ciudad, pero dejó en sus manos la tarea de vaciarla de sus herramientas.

En la parte de atrás del vehículo había todo tipo de objetos estrafalarios. Desde utensilios de jardinería hasta tazas de té y libros de segunda mano.

—Mi madre colabora con varias asociaciones de vecinos, organizaciones de caridad como la Red Nose, y cosas así.

—Mientras tú te dedicas a robarles electricidad a tus vecinos. No me extraña que la hayas cabreado. —Max, ahora que las cosas se habían normalizado y ya tenían un plan de acción, sentía la necesidad de meterse con el chico.

Toei no respondió. Sacó un llavero del bolsillo y las llaves tintinearon mientras buscaba la adecuada para abrir la puerta del sótano.

Cuando por fin la encontró, una bofetada de aire frío les golpeó en el rostro. Aquello era un infierno helado y oscuro en el que parpadeaban docenas de lucecitas amarillas y rojas.

—¿Cuántos aparatos hay aquí? —preguntó Max.

—Muchos —contestó Semus—. Más de los que vi la última vez. Lo que quiere decir que has estado trabajando y ampliando la red.

—Sí.

El chico parecía orgulloso. Semus parecía incluso más preocupado que al enterarse de que el chico no había trasladado los servidores.

—No pasa nada, Semus, de verdad. No hay ni una sola brecha de seguridad. Me he asegurado. Todas las ampliaciones son internas, sin contacto con el exterior. Solo he conseguido que la velocidad de respuesta de nuestras unidades aumente. Ahora funcionamos mejor, somos más eficientes, eso es todo.

Después de unos pocos segundos, además del frío y de la oscuridad, se percibía también un zumbido.

—No es la seguridad lo que me preocupa. Es el orden. ¿Has etiquetado los cables? ¿Has documentado la estructura?

Toei calló.

—No lo has hecho, ¿verdad?

—Lo siento, yo…

El chico parecía verdaderamente contrito, y a Max le pareció que Semus debía de ser un ogro cuando se enfadaba. Le admiró por su capacidad de controlar sus emociones. Se notaba que quería gritar, pero su sentido práctico le decía que lo mejor era empezar con el trabajo.

—Ahora no puedes ayudarnos, Max. Tenemos que organizar esto antes de moverlo o no seremos capaces de volver a montarlo en la nueva ubicación.

Max no replicó. Sabía que allí abajo no sería más que un estorbo. Además, había concebido un plan que involucraba al rehén y a la señora Blackwell.

***

Cuando se lo contó, a ella no le pareció mal.

—Descríbame a la niña otra vez, por favor.

—Siento no ser más específico, pero la verdad es que, con el uniforme de la escuela, todas me parecían iguales. Creo que no debe de tener muchas amigas, porque nuestro querido amigo Robert la sorprendió sola. También creo que es inteligente, porque supo comunicarme lo que pasaba con una mirada. Tenía los ojos oscuros, el pelo corto y ondulado.

—Podría ser Trisha. Es tímida, es lista y nunca se alisa el pelo porque su madre no se lo permite. Vive aquí al lado y de vez en cuando me trae cosas para las tiendas de segunda mano. La llamaré. Le dije que le guardaría un disco que lleva un tiempo buscando.

—No creo que sea buena idea llamar por teléfono.

La señora Blackwell, vestida ahora como una jubilada común y corriente, había recuperado el porte rígido y la expresión adusta.

—Pues iré a su casa y la traeré aquí.

—Antes necesito su ayuda para otra cosa.

—Usted dirá.

—Cuando he salido corriendo, después de que disparasen a su hijo, he herido a alguien. Creí que estaba muerto, pero quizá no. No lo comprobé porque la calle se llenó de niñas. Esperaba que la policía llegase en cualquier momento, pero no lo han hecho.

Max no necesitaba que la mirada de la señora Blackwell se llenase de sarcasmo para darse cuenta de que se había comportado como un maldito aficionado. Pero allí estaba: las cejas enarcadas y una sonrisa de suficiencia.

—No había ningún cadáver en la calle cuando he llegado.

—De todas formas, me gustaría que lo comprobase. Yo no saldré de aquí hasta que nos vayamos. Si nos están vigilando, cuantos menos datos de nuestros movimientos tengan, mejor.

—Se lo he dicho, jovencito. Puede que Semus y Toei se asusten de su pistola y de sus modales de matón. Hasta ese pobre hombre amordazado parece aterrorizado. Pero yo no me asusto con facilidad. He aparcado encima de una mancha oscura. He pensado que a alguien se le habría abierto la bolsa de la carnicería. A veces pasa. Richard, mi vecino, es muy descuidado cuando duerme mal, y anoche pusieron You Got Talent en la tele. Pero, por lo que me contó, la mancha no era de sangre de cerdo. Al menos, no de cerdo de cuatro patas.

Max suspiró. Se acercó a la ventana de la cocina. Allí era donde hablaba con la madre de Toei, con un vaso de té negro entre las manos. Corrió la cortina unos centímetros, lo necesario para echar un vistazo.

—Es de color verde, Volkswagen. Si hubiera salido a echar una mano a los chicos, lo sabría.

—No he salido a echar una mano a los chicos porque quiero que los malos piensen que no estoy aquí.

—Eso no tiene sentido. Lo verán cuando se lleven los trastos de mi hijo. Además, ellos han estado fuera. Podría haberles preguntado. No han visto la mancha, pero sí han visto que no hay un cadáver.

Max pensó en los motivos que le habían llevado a no poner a los dos hackers en la tesitura de buscar un cuerpo muerto allí fuera.

—Creo que los dos sabemos que Semus y su hijo no son esa clase de persona.

—¿Qué clase de persona? ¿Y yo sí lo soy?

La señora Blackwell había tratado la presencia de un hombre amordazado en su despensa como si se tratase de un periódico arrugado o una taza fuera de sitio. Sí, ella sí podía buscar un cadáver en la calle.

—No parece, y usted misma lo ha dicho, que se asuste con facilidad.

—Los muertos no pueden hacerme daño. Ni a usted. Los heridos de bala que desaparecen en el callejón de enfrente, ya son otra cosa.

—¿Sabe dónde se esconde el hombre al que disparé?

La madre de Toei se colocó las gafas de pasta sobre la nariz.

—Hay un restregón en la mancha que indica que lo que se hubiera caído tomó esa dirección. Y algunas gotas de sangre que manchan la acera. Yo diría que, si no está en el callejón, su cadáver no era un cadáver y ha huido por ahí. Ahora estará lejos.

Aquella situación, a medias dramática y a medias comedia televisiva, estaba mermando sus facultades. No solo estaba dejando que una anciana lo humillara, sino que se le había escapado un hombre potencialmente peligroso.

—Tengo que salir —dijo Max.

—Espere, voy con usted.

—Ni hablar.

—No se preocupe, no tengo intención de seguirle. El experto en ponerse en peligro es mi hijo. Yo voy a casa de Trisha. Usted haga sus cosas en el callejón. Lo verán, por cierto. Esos a los que decía hace un momento que quería ocultar su presencia.

—Hay prioridades —dijo Max.

La madre de Toei no se lo discutió. Tampoco hacía falta. Estaba más que claro que no lo entendía y que Max le parecía el tipo de hombre imprudente del que su hijo haría bien en mantenerse alejado.

Ambos salieron juntos de la casa. La señora Blackwell giró la esquina del edificio y se perdió en lo que a priori era una zona segura. Max se dirigió hacia el escenario del tiroteo.

Capítulo 18

La pequeña pero coqueta Volkswagen verde de la señora Blackwell estaba aparcada justo en el lugar en el que Max había visto caer el cuerpo. Toei y Semus debían de haber visto la mancha que oscurecía el asfalto, pero no le dijeron nada. Tampoco le contradijeron cuando dijo que se quedaría en casa, que no podía ayudarles a trasladar las pertenencias de la señora Blackwell del vehículo. Se fiaba de ellos, pero necesitaba ponerse en contacto con Dylan para encontrar un piso franco.

Los hackers debían de creer que eran los únicos con una red de comunicaciones oculta, pero Mei era una de esas mujeres para las que la informática carecía de secretos. Su equipo, el real, aquel con quien Max no podía contar en esa misión, también podía comunicarse. De una forma un tanto rudimentaria y, desde luego, muy limitada, pero podía. Así que eso fue lo que hizo cuando se quedó a solas en la casa.

Tal como la señora Blackwell había descrito, la mancha se extendía hacia la izquierda, como si algo se hubiera arrastrado sobre ella. El herido no había podido ocultar la dirección de su huida, lo que quería decir, o bien que se encontraba grave, o bien que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Dados los acontecimientos, Max creía que se trataba de lo segundo. Aunque nunca estaba de más actuar con cierta prudencia.

La boca del callejón no quedaba lejos y el único rastro que llevaba hasta allí eran unas pocas gotas tan oscuras como la gran mancha bajo la furgoneta. Una cada pocos pasos. Si sangraba tan poco, no debía de encontrarse tan mal.

La calle en la que se encontraba, Max tomó nota ahora que disponía de tiempo para hacerlo, era relativamente ancha y estaba limpia. Había vehículos aparcados frente a ambas aceras y bicicletas encadenadas en las verjas que protegían las viviendas de los semisótanos. Los números de los portales se veían a la perfección, en negro sobre blanco, y ningún grafiti ensuciaba las paredes de ladrillo visto, ennegrecidas por el tiempo. Lo que no había eran comercios y, por tanto, tampoco montones de cajas apiladas que sirvieran de escondrijo, o contenedores de basura de tamaño industrial en los que nadie pudiera meterse.

Si el herido no se había marchado, lo que habría resultado lo más inteligente, tenía que estar en el callejón. Pero ¿por qué no se habría ido? ¿Por qué quedarse en el lugar de los hechos y no pedir ayuda?

Max se preparó para una emboscada, aunque la sola idea le pareciera absurda. Se pegó a la pared y, cuando estuvo cerca de la esquina, se tendió sobre su estómago. Asomó la cabeza lo justo para poder ver en el interior. El callejón parecía vacío.

Volvió sobre sus pasos y ensayó un truco tonto y viejo. Se estiró la chaqueta y pasó por delante de la calleja, como un transeúnte cualquiera.

Tampoco vio nada extraño.

Allí había menos luz y las ventanas de los edificios comenzaban un par de metros sobre su cabeza. Posiblemente correspondieran a los cuartos de baño, porque eran más pequeñas. En el fondo se distinguía la puerta de un garaje y una salida de emergencia. Si se acercaba, corría el riesgo de encontrarse en una situación desagradable, pero ya había llegado hasta allí, así que, qué más daba.

El calor de los últimos días había secado los charcos que, de otro modo, habrían salpicado el suelo irregular, y Max no encontró ningún obstáculo para llegar a la puerta del garaje. Todo parecía desierto. El silencio resultaba casi tan abrumador como los olores. Junto a las ventanas de los aseos se encontraban las rejillas extractoras, lo que resultaba en una mezcolanza de olor a verduras hervidas, pollo asado y residuos humanos en absoluto agradable.

Max arrugó la nariz. Ya estaba a punto de darse la vuelta cuando lo vio. Un bulto encogido sobre sí mismo en la esquina más oscura de una salida de emergencia. Su atuendo era de un color tan parecido al de la pared del edificio que habría pasado completamente desapercibido si no hubiera lanzado un gemido ahogado.

Max se acercó, despacio. No parecía que el hombre fuese capaz de defenderse. Un segundo gemido le convenció de que su estado no le permitiría atacar, así que Max se apresuró. Le sorprendió una vez más no encontrar sangre en el suelo.

Ir a la siguiente página

Report Page