Hacker

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—Hemos hecho todo lo posible —comenzó a decir—. Hemos llegado tan lejos como hemos podido. Nuestro primer objetivo fue la SCLI, buscábamos la huella de Grove. Pero su compañera, esa Mei de la que tanto hablan, ha hecho un trabajo excelente. No ha sido posible replicar el ataque de La Furia.

Max sintió una punzada de orgullo y vio que Dylan sonreía. Aunque eso no tenía nada que ver con esos dos, sino que el buen trabajo de Mei obstaculizaba el suyo.

—Luego hemos apuntado a las mayores compañías telefónicas y a Tráfico. Hemos visto la huella. De hecho, habría sido imposible no verla. Parecía como si Grove quisiera que lo encontrásemos.

—¿Una trampa? —preguntó Max. Sonaba a eso, aunque para él el entorno informático no pasaba de ser algo abstracto e incorpóreo.

—Podría serlo. Pero para descubrirlo tendríamos que exponernos. Algo que debemos evitar. Si ellos nos encuentran antes que nosotros a ellos, nuestra ventaja desaparecerá.

—¿Pero es que tenemos alguna ventaja? —preguntó Max—. Porque mi sensación es que llevamos todo el día dando palos de ciego. Y muy pocos palos en mi opinión. Estamos como al principio, pero el tiempo corre en nuestra contra. Si no averiguamos algo pronto, empezarán a morir inocentes.

—Toei y yo somos conscientes. Pero no sabemos qué más hacer.

—Has dicho que la única manera de saber si nos tendían una trampa era exponernos, ¿verdad?

—Sí, pero eso significa darles acceso a una red que nos ha costado mucho construir. No es buena idea... O sea... Si en el futuro necesitásemos escondernos... Mostrarnos sería como quemar todos los puentes, Max.

Max miraba a Semus. Veía sus dudas, su azoramiento. Comprendía que le estaba pidiendo mucho. Posiblemente, lo que había montado en aquel búnker fuese el resultado del trabajo de toda una vida. Pero si no lo usaban, si usaban una táctica conservadora, lo perderían igualmente. Junto con un montón de vidas.

—Si no somos capaces de encontrarlos, tendrán que encontrarnos ellos a nosotros.

Semus se vino abajo. No sabía lo que Max quería decir, pero sí que sería peligroso. Y no solo para la red, sino para todos ellos.

Capítulo 22

El conductor, cuyo rostro quedaba oculto por unas gafas de sol y un sombrero de ala ancha, vio el coche que los seguía. Hasta el momento lo había descubierto en un semáforo, siguiéndolos con discreción en Pall Mall y, por fin, reflejado en el escaparate de un comercio. No formaba parte del plan conducir fuera de la ciudad, pero debía deshacerse de quien fuera que llevaba pegado a los zapatos, y eso no podía hacerse en el centro de Londres, así que tomó la carretera hasta el aeropuerto de Stansted. A esa hora no había demasiado tráfico y el riesgo, por tanto, era mínimo.

Al contrario que en días anteriores, esa noche había llovido. El asfalto estaba mojado. Por suerte, la furgoneta que conducían era prácticamente nueva y el dibujo de la rueda ofrecía una adherencia casi completa. Esperaba que sus perseguidores condujeran un vehículo peor.

El copiloto procuraba no mirar atrás para no delatarse. Sus facciones también estaban ocultas. Su poblada barba rubia y unas enormes gafas de sol le convertían en un personaje completamente anónimo. Igual que su compañero, deseaba llegar cuanto antes a algún lugar donde poder deshacerse del coche que los seguía.

Por fin pudieron hacerlo en una rotonda. El conductor se aseguró de que no hubiera más riesgo del que se derivase de su impericia; es decir, ningún riesgo. Él era un conductor excelente. Aceleró al máximo antes de meterse en la rotonda y comprobó, por el retrovisor, que el otro coche hacía lo mismo. En plena curva, pisó a fondo. Aquello parecía un hipódromo. Los dos vehículos daban vueltas por el carril interno. Si aparecía un tercer vehículo, más le valía emplear el exterior o se vería inmerso en un asunto nada recomendable.

Los neumáticos chirriaban, la fricción con el asfalto estaba destrozando la goma, que desprendía un olor amargo y penetrante al quemarse. El conductor aguantaría al menos tres vueltas más. Solo faltaba saber si el otro también lo haría.

Pero no. El otro coche, en cuanto se dio cuenta de que se había metido en una trampa, tomó la primera salida. El conductor lo siguió. Ahora, el cazador se convirtió en la presa y, con la prisa, tomó la salida a una carretera secundaria. Ya era suyo.

Aceleró y la furgoneta sobrepasó con creces el límite de velocidad. Los árboles volaban a los lados. El césped parecía una superficie de verde sólido. El copiloto no era capaz de leer las señales.

No tardaron en dar alcance al otro coche.

—Sujétate, compañero. Allá vamos —dijo el conductor.

Y embistió al vehículo que los había perseguido y que ahora huía de ellos.

El otro coche aceleró, pero, efectivamente, era más antiguo y menos potente que la furgoneta. El conductor de las gafas de sol y el sombrero se puso en paralelo y trató de echarlo de la carretera.

El otro coche aguantó la embestida, pero sus ocupantes decidieron bajar la velocidad. Ahora solo quedaba saber quién sería más rápido cuerpo a cuerpo.

Piloto y copiloto frenaron y bajaron de la furgoneta. Las dos personas que viajaban en el otro vehículo los imitaron. Por lo demás, la carretera permanecía desierta.

Sin previo aviso, los cazadores convertidos en presas echaron a correr campo a través.

—¡Joder! —exclamó el copiloto—. ¿Están de broma?

El conductor no contestó. Corrió tan rápido como le permitieron las piernas hasta dar alcance al que más se había alejado de ellos. No le costó demasiado. El hombre no estaba en forma y corría espoleado por el miedo, sin disciplina, sin cuidar la respiración, sin dosificar las fuerzas. Lo empujó por la espalda y cayó al suelo. Una vez allí, no tuvo ningún problema en inmovilizarlo con unas cuerdas.

El copiloto había hecho lo mismo con el que le correspondía y, ambos, encerraron a los prisioneros en la parte de atrás de la furgoneta negra. Luego la aparcaron en lugar apartado y regresaron al vehículo de cuyos ocupantes se habían desecho.

—¿Y qué es lo que nos preocupa tanto si esta gente es incapaz de dar un puñetazo? —preguntó el copiloto, que no era otro que Dylan.

—Su fuerza es otra —contestó Max, el conductor—. Han conseguido sacarnos de la ciudad. No son luchadores, pero son listos, tienen una causa y un plan.

—¿Crees que nos han descubierto?

—No lo sé. Diría que no.

—¿Dirías que no? —Dylan no daba crédito—. ¿Podemos fiarnos de Semus o no?

—Podemos fiarnos de él. Es un hombre competente. Anoche le obligamos a ponerse al descubierto y lo descubrieron. Posiblemente nos vigilen desde anoche. Solo podemos confiar en que no nos hayan reconocido. No lo sé. Hay que volver al punto de encuentro.

Dylan echó un vistazo a la pantalla de un dispositivo electrónico de los que no se encuentran en los grandes almacenes ni en las tiendas especializadas.

—Su señal no se dirige al punto de encuentro, Max. No tengo ni idea de a dónde va, pero esta no es la dirección que nos dieron anoche.

—Pues habrá que seguir al localizador, entonces.

Dylan no se sentía cómodo. Max no acostumbraba a fiarse de nadie que no formase parte de su equipo habitual. Ellos cuatro eran como una familia. Y, sin embargo, allí estaba. Dejándose llevar por un completo desconocido.

—Lo que tú digas, jefe. Pero no me gusta un pelo.

—Lo entiendo, Dylan. Pero tú mismo acabas de decirlo: no hay de qué preocuparse. No saben pelear.

—Ya, Max. Pero tú me has contestado que su fuerza es otra. No me gustaría verme rodeado por diez de estos tipos. Los números también ganan batallas.

—No esta vez. Hay que seguir a Semus. Es mejor que estemos cerca de él si pasa algo. No estaba tranquilo. Y necesitamos que lo esté.

Capítulo 23

Semus no estaba tranquilo en absoluto. Cuando Max había dicho la noche anterior que tenían que dejarse encontrar, todo su mundo se volvió del revés. Su estrategia y su método de supervivencia se basaban en pasar desapercibido, en actuar desde las sombras. Y allí estaba, en el asiento de atrás de un coche que olía a chicles de fresa, gominolas y refresco de cola.

Max le caía bien. Al menos empezó a caerle bien en casa de Toei, cuando por fin dejó caer la máscara de tipo infalible. A Semus le gustaban las personas que dejaban ver sus puntos débiles. No porque así pudiera atacarlos, sino porque eso los convertía en seres humanos reales.

Pero, por muy bien que le cayera, empezaba a pensar que fiarse del instinto de alguien que no conocía ese mundo ni parecía respetarlo, había sido un error.

Para empezar, el coche no le recogió en el punto de encuentro. De hecho, dos tipos lo habían arrastrado hasta el interior mientras esperaba a cruzar en un semáforo. No le permitieron llegar al puente de Hammersmith y ahora no iban en esa dirección. Lo que quería decir que Max y Dylan lo esperarían en vano. Tragó saliva. Tenía que tranquilizarse.

—¿Todo bien ahí atrás? —preguntó uno de los secuestradores.

Semus no contestó. Sentía la boca como un estropajo y no quería parecer nervioso. No quería que pensaran que era alguien diferente a lo que debían creer.

—Perdona por las formas, tío. No podemos fiarnos de nadie. Pero Randall está impresionado contigo, de verdad. No te preocupes. Te compensará por el paseo accidentado.

Semus volvió a tragar saliva. Por lo visto, su ausencia de respuesta fue interpretada como enfado. Buena cosa. Si aquellos dos descubrían lo aterrorizado que estaba, la misión terminaría allí mismo y en ese momento. La noche anterior todo había parecido mucho más fácil.

***

—Te caracterizaremos. No te reconocerán.

—Tendrán escáner de retinas al otro lado, y un sistema de reconocimiento de voz. No sé cuántas veces tengo que repetir que Grove no es un aficionado —se quejó Semus. Pasaban las dos de la mañana y Dylan y Max estaban eufóricos, pero él seguía sin verlo claro. De todos modos, ellos siguieron adelante.

Dylan salió y regresó una hora más tarde con una prótesis facial de última generación. No tardaron ni un cuarto de hora en colocársela a Semus junto con las lentillas y el distorsionador de voz.

Se habría vuelto a quejar, pero aquellos no eran disfraces baratos, sino nanotecnología. Una auténtica delicia para alguien como él.

***

Se llevó la mano al cuello de la camisa. La noche anterior no se le hubiera ocurrido que le iba a costar tanto respirar. Pero en el asiento de atrás de aquel coche no le llegaba el aire al cuello. Lo estiró para mirarse en el retrovisor y apenas alcanzó a ver un mechón de peluca rizada. Así, de refilón, parecía auténtica. Pero no podía estar seguro de haber engañado a aquellos dos.

—No hagas eso, tío, por favor. Nada de movimientos raros. No queremos llamar la atención. Ya sabes cómo es esto.

Sí, Semus lo sabía, y no le gustaba en absoluto. En su cabeza, repasó la conversación que había tenido con el mismísimo Randall Grove la noche anterior. La recordaba palabra por palabra. Posiblemente porque jamás habría esperado dar con alguien como él. Lo perseguía, sí, pero ¿cómo no admirarle? Equivocado o no, había reunido a su alrededor una fuerza de miles de hombres anónimos y desmantelado, o casi, los sistemas de seguridad más potentes del mundo. Era una lástima que su causa se hubiera visto contaminada por unos métodos tan equivocados.

A través de la videoconferencia encriptada de la noche anterior, Grove le pareció un buen tipo. La clase de persona con la que habría querido trabajar en otras circunstancias.

—Nos has impresionado, Rashid —había dicho Randall.

Rashid era el alias escogido por Semus.

—Nadie hasta ahora se había colado en nuestra red.

Semus/Rashid no se dejó engañar y no cedió a los halagos. Le dijo lo mismo que le explicó a Max, pero en un tono ligeramente distinto.

—No me trates como si fuera tonto, Grove. Yo te respeto, así que espero lo mismo de ti. Dejaste una autopista de datos. Querías que te encontraran.

Al otro lado de la pantalla, una voz metálica emitió un sonido parecido a una risa.

—La verdad es que sí. Esperaba que cualquier persona capaz de hackear los mismos sistemas que nosotros quisiera unirse a nuestra causa.

—Por eso me muestro ante ti. A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría enfrentarse a un ejército completo de piratas anónimos.

En ese momento la voz de Randall había hecho una pausa. Y esa pausa era lo que volvía loco a Semus; ¿se había equivocado al decir «piratas»? ¿Habían descubierto el doble cortafuegos y, por tanto, su ubicación real? La conversación siguió como si tal cosa, pero la pausa estaba allí. Y ahora Semus, disfrazado de Rashid, estaba en el asiento trasero de un vendedor de golosinas. Y si aquel coche no se detenía pronto, él se tiraría de este en plena marcha.

***

De pronto, Semus, que llevaba un rato obsesionado con sus propios pensamientos, se dio cuenta de que el coche se había detenido y los dos hombres que lo obligaron a subir hablaban en voz lo bastante alta como para que les oyera.

—Son ellos —dijo el conductor.

—No puede ser. Tendrían que estar a kilómetros de aquí. Nos lo aseguraron desde la central.

—Tampoco es la primera vez que meten la pata. Y esta gente es profesional. Ya viste lo que pasó ayer.

El más nervioso era el conductor. Semus miró por la ventanilla para ver a qué se referían. Estaban parados en un semáforo, junto a la acera. Y al otro lado había parado otro coche. Semus vio que tenía un golpe en el costado, pero no pudo distinguir quién conducía. Empezó a sudar todavía más.

—Es su coche —insistió el conductor—. Y está hecho polvo.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Salir corriendo? No podemos arriesgarnos. Tenemos que llevar a este a la central. Y no podemos llamar la atención.

En ese momento, algo golpeó la ventanilla del copiloto. Unos nudillos blancos. Eran del conductor del otro coche, quería preguntarles algo.

El copiloto echó un vistazo a Semus en el asiento de atrás y bajó su ventanilla para contestar.

—¿Te puedo ayudar en algo?

El otro hombre soltó una carcajada.

—¿Desde cuándo os meten palos de escoba por el culo a los de Londres? Venimos a escoltaros. Lo nuestro ya está finiquitado y vosotros lleváis un paquete que no se puede perder. Solo os avisamos. Para que no os pongáis nerviosos cuando veáis que os sigue un coche.

—Y vosotros qué, ¿os ponéis nerviosos?

El copiloto echó una mirada muy significativa a la enorme abolladura en el lateral del coche.

—Nosotros no, pero hemos tenido que ponernos serios con esos dos. Aunque ya no hay nada de qué preocuparse.

Semus se agarró a la tapicería como si temiese que pudiera salir volando. El tipo que hablaba desde el otro coche era Max. No podía verlo, pero estaba seguro. Y eso solo podía querer decir que alguien los había perseguido e interceptado. No pudieron con ellos, claro. Pero sabían que Semus no estaba solo.

—¿Y vosotros cómo sabéis quiénes somos y a dónde vamos? La base de Londres es secreta.

—Si de verdad lo fuera, tú acabarías de decirme que existe. Pero no es secreta, o al menos tú no eres el único que la conoce. Siento decepcionarte, pero ese tipo de errores son los que nos hacen necesarios.

El copiloto resopló. A Semus, incluso al borde de un ataque de nervios, le pareció que el conductor se reía de él. Aquello no podía acabar bien.

—Bueno, seguidnos. Pero no llaméis la atención. Necesitamos mantener un perfil bajo.

En ese momento el semáforo cambió a verde y, al contrario que la mañana anterior, ningún caos provocó que todos los coches se pusieran en marcha a la vez. El vehículo en el que Semus viajaba siguió recto y el que conducía Max se colocó justo detrás.

—Mira, Jim...

—Tío, que no digas mi nombre —contestó el conductor—. ¿Te gustaría que yo te llamase Dick delante de este?

El tal Jim se dio cuenta de que había metido la pata incluso antes de terminar de hablar.

—Mira, da igual. Llama a la central y pregunta por esos dos, ¿los has visto?

—Los he visto —dijo Dick—. Bueno, todo lo que me permitían las gafas, el sombrero y todo lo demás. La verdad es que son algo más que sospechosos.

Semus entró en pánico. Si los descubrían, se quedaría solo. Y si el coche ya le parecía un lugar claustrofóbico, no quería ni imaginarse qué pasaría en el cuartel general de La Furia.

Se obligó a respirar con calma y a recordar las instrucciones de Dylan. Había sido él quien le había ayudado a colocarse la peluca, la prótesis y a activar el modulador de la voz. También le habló de un inhibidor de frecuencia. La idea era usarlo dentro de la base, para impedirles funcionar. Así, Max y el propio Dylan podrían colarse mientras él estuviera dentro.

Para activarlo solo tenía que extraerlo del envoltorio de goma que llevaba pegado en el paladar. Era sencillo. O lo habría sido si no tuviera la lengua tan condenadamente seca.

Dick estaba llamando por teléfono. Un smartphone evidentemente manipulado. Tenía que darse prisa.

Hurgó con la lengua en la parte superior de su boca, pero aquello estaba bien pegado. Necesitaba segregar algo de saliva.

—¿Tenéis un poco de agua? —pidió en un susurro.

—Un segundo, por favor. Estoy hablando —contestó Dick.

—No seas borde —intervino Jim—. Dale un botellín de la guantera. Todavía queda un rato hasta que lleguemos.

Semus no terminaba de comprender la relación de esos dos, pero el conductor parecía tener cierta ascendencia sobre el otro, quien, a regañadientes, rebuscó en la guantera y le tendió a Semus un botellín de agua.

Estaba caliente y parecía que llevara allí meses, pero no le importó. Lo único que necesitaba era humedecerse la boca para desprender el inhibidor. Así que dio un trago, que le ayudó a suavizar la garganta, y con el segundo se enjuagó la boca. Ni siquiera se dio cuenta de que el dispositivo se había desprendido. No hasta que estuvo a punto de tragárselo y se puso a toser escandalosamente.

—Joder, ¿pero qué te pasa? ¿Es que no sabes beber? —preguntó Dick.

En el último momento, Semus se tapó la boca con las manos y escupió el envoltorio, parecido a un chicle, en la palma. De inmediato se lo metió en la boca de nuevo.

—Perdón —contestó—. Se me ha ido por otro lado.

En cuanto Dick devolvió su atención al smartphone, Semus mordió el inhibidor y esperó a ver qué sucedía. Las consecuencias no se hicieron esperar.

—Esto no va, Jim —dijo Dick. A Semus le pareció que estaba nervioso.

—¿Cómo que no va? Lo he preparado yo mismo. Claro que va. Tiene que ir.

—Te digo que no. Se enciende, pero no hay señal.

—¿Cómo que no hay señal? Es un móvil, no un teléfono de rueda antiguo.

—Me refiero a cuando llamo. No da señal, tío. Nada. Ha tenido que pasar algo.

—No ha pasado nada. Nadie sabe dónde está la central.

Dick echó un vistazo por el retrovisor, pero no reparó en Semus ni en su evidente tensión. Miraba más allá, al coche que los seguía.

—Eso dices tú, tío. Pero esos dos saben dónde está. Sabían que íbamos.

—Calla, anda —contestó Jim. Mantenía la vista fija en la carretera y quería aparentar serenidad, pero el tono de su voz lo delataba.

—No me mandes callar, tío, ahora no. Esto no nos había pasado antes. Se supone que somos los putos amos de esto, se supone que nosotros sembramos el caos, no que somos sus víctimas.

Como si se tratase de magia, el nerviosismo de sus secuestradores le devolvió a Semus parte de la calma perdida. Al fin y al cabo, incluso acosado por su propio miedo, había sido capaz de reaccionar y ahora aquellos dos no sabían qué hacer. Solo esperaba que llegasen pronto a destino. Si Dick no dejaba en paz a Jim, había algunas posibilidades de que este estrellase el coche en cualquier curva.

Capítulo 24

Salieron de la ciudad. Max conducía con calma. Los tipos que llevaban a Semus no parecían muy peligrosos. Sin embargo, no sabía lo que se encontraría en el lugar al que se dirigían.

—Me pica toda la cara —dijo Dylan.

—A mí no me mires. Ya te dije que era demasiado. Tú ni siquiera estás en su punto de mira. No te conocen, no saben quién eres ni que tienes ningún tipo de conexión conmigo.

—Ya, pero me parecía divertido.

—A veces...

Max no terminó la frase. Por una parte, era cierto que en ocasiones algunos miembros de su equipo se portaban como si su trabajo fuese algún tipo de espectáculo. Mei era la peor, con sus bromas dialécticas, que obligaban a Max a aguantar a través de los dispositivos de escucha. Pero Dylan no se quedaba atrás. Tenía predilección por las armas grandes y extravagantes. Y cuando no conseguía convencerlo de que trabajara con una de ellas, procuraba hacer alguna otra extravagancia. Por ejemplo, disfrazarse con una enorme barba postiza que, por lo visto, le estaba provocando algún tipo de reacción alérgica.

—Venga, dilo. Soy como un crío —le retó Dylan.

—Yo no he dicho nada.

Max levantó ocho dedos del volante, con lo que se quedó sujetándolo solo con los pulgares.

—En serio, Max. No podemos tomarnos esto en serio.

—No creo que las familias de los doce muertos de Estocolmo estén de acuerdo con esto.

El rostro de Dylan se ensombreció. Max sabía que había sido un golpe bajo. Dylan no se refería a la misión, sino a la falta de profesionalidad de sus enemigos. Aquella salida solo significaba que Max estaba tenso. Y nada funcionaba como era debido si Max trabajaba bajo tensión.

—Perdona, Dylan.

—No hay problema —contestó su amigo. Se rascaba las mejillas mientras miraba por la ventana.

—¿Tienes alguna idea de dónde estamos?

—Vamos al sur, eso seguro. Acabamos de pasar Edenbridge. Estamos en lo más profundo de la campiña, así que lo más probable es que nos metamos por alguna carretera secundaria y nos paremos en la entrada de alguna finca privada.

—¿Conoces la zona? —preguntó Max. ¿Has visto el pub que acabamos de pasar? ¿En el cruce?

Max se refería a una casona de ladrillo anaranjado con flores en las ventanas blancas y aspecto de haber visto mejores tiempos.

—¿Ponía Queens Arms? —preguntó Dylan.

—Hace unos años venía a menudo. Un poco más adelante hay una residencia de ancianos. Una de mis abuelas murió allí. Mis padres la visitaban casi cada fin de semana. Yo me escapaba y me venía aquí. La dueña era tan vieja como los ancianos de la residencia, pero me trataba bien y no me daba miedo. Había una monja, la hermana Teresa. Una mujer muy vivaz que me llevaba de excursión.

—Eres una caja de sorpresas.

Max se encogió de hombros. Todos aquellos recuerdos parecían pertenecer a alguien muy lejano en vez de a él mismo.

—Mira, jefe. Acaban de girar.

Max no se había confundido en sus predicciones. El coche que llevaba a Semus tomó un camino de tierra y se detuvo al final, junto a una verja tras la que esperaban dos hombres con aspecto de guardaespaldas profesionales.

Cada uno bajó de sus respectivos vehículos. Primero Jim y Dick y después Semus, que no lo hizo hasta que oyó el crujido de las piedrecillas bajo los zapatos de Dylan y Max.

Desde el primer momento resultó evidente que algo no iba bien. En cuanto los vieron, los gorilas tensaron los músculos. No debían de llevar armas, o las habrían mostrado de inmediato.

—Parece que estos sí saben lo que se hace, jefe —susurró Dylan.

—Eso parece, sí. Prepara tu pistola por si se tuercen las cosas—contestó Max también en voz muy baja.

—Vosotros dos no deberíais estar aquí —anunció uno de los vigilantes. Ambos vestían como granjeros, pero saltaba a la vista que los bíceps ocultos bajo las camisas de franela no habían surgido de llevar un tractor, sino de trabajarlos a conciencia en el gimnasio. Lo mismo que sus cuellos de toro. Las gafas de sol de ambos, además, eran demasiado caras. Ningún agricultor llevaría algo así para trabajar el campo.

—¿Quién lo dice? —contestó Dylan.

—Lo decimos nosotros.

Max hizo una valoración rápida de la situación. Los secuestradores de Semus se habían adelantado, así que el hombre estaría a salvo si empezaba una pelea, y todo apuntaba a que la habría. Dylan y él se los quitarían de encima en un momento. La clave estaba en no permitir que a los dos profesionales les diera tiempo de abrir la verja. Si conseguían eso, las cosas estarían igualadas, lamentablemente, Semus tenía su propia idea acerca de cómo debían suceder las cosas y, para sorpresa de todos, se lanzó a hablar.

—¡Qué demonios pasa aquí! Se supone que soy un invitado de honor, ¿sabéis?

Mientras hablaba se dirigía hacia Dick, que sujetaba un teléfono móvil como quien se agarra a una escalera de mano en un incendio.

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