Hacker

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—Es un riesgo —contestó Semus—. Están equipados con cámaras.

Max frunció el ceño antes de responder.

—Lo sé. Pero es más arriesgado perder el tiempo. No me quito el atentado de Estocolmo de la cabeza. Esta gente no conoce el alcance de lo que está a punto de provocar; ¿recordáis a las mil personas de Edenbridge?, ¿los de la fábrica? No razonaban. Parecían autómatas. Han perdido la perspectiva y cumplirán su amenaza. De hecho, creo que no saben lo que Randall tiene preparado en realidad.

—Tiene sentido, claro. Cuanto antes lleguemos, mejor.

—Hay una parada aquí cerca.

Tuvieron suerte. Una de las líneas que se dirigía a la misma zona residencial a la que ellos iban paraba justo allí. Max apartó de su cabeza la idea de que la suerte en los pequeños detalles se convertía en mala suerte para los grandes acontecimientos.

Pagaron los billetes con dólares que Adam les había proporcionado y se sentaron juntos.

Tres paradas más tarde subió una mujer cargada con bolsas llenas de comida preparada. Max dedujo que trabajaría en un restaurante de comida rápida y llevaba la cena a casa. Una vida dura pero honesta. Personas como ella se convertirían en víctimas si ellos no lo evitaban. Semus debió de tener la misma idea, y cometió la estupidez de decirlo en voz alta.

—La pobre —comentó— no tiene ni idea de que hay bombas por todas partes. Incluso podríamos estar sentados sobre una.

Max lo fulminó con los ojos y trató de lanzar una mirada tranquilizadora a la nueva pasajera. Pero las lentillas oscuras que camuflaban sus ojos verdes le habían provocado una irritación y tenía los globos oculares enrojecidos. El maquillaje oscuro tampoco ayudaba. La mujer se cambió de asiento y sacó su teléfono móvil.

—Ahora mismo esa mujer está informando a su grupo de WhatsApp de que hay tres tipos raros hablando de bombas en el autobús. Y esperemos que solo sea eso.

Max no quería asustar más a la mujer, pero no podía dejar de mirarla cada pocos segundos. Hasta que ella se levantó de su asiento y los apuntó con el teléfono.

—¡Terroristas! —gritó. Y, de inmediato, el autobús frenó en seco. Los pocos pasajeros con quienes lo compartían los miraron como si fuesen armados con ametralladoras. Max se levantó también, para poner orden, pero ya era tarde. Aquello se había convertido en un caos. Así de simple resultaba sembrar el terror.

—¡No se me acerque! —gritó la mujer. Tenía un tono de voz agudo y desagradable, pero al menos no se guardaba la información—. ¡He llamado a la policía y los están esperando en la próxima parada! ¡Terroristas!

—Hay que bajar de aquí —dijo Max—. Y rápido.

Mientras hablaba sacó el arma. Una Glock 19 de fácil ocultación. No era la mejor manera de convencer a nadie de que no eran terroristas, pero sí la más rápida de salir de allí. Y aquel se había convertido en su objetivo principal.

—Por favor —se dirigió al conductor—. Abra la puerta y nadie saldrá herido.

Max casi rezó para que el hombre no fuera uno de aquellos hombres que, de vez en cuando, encabezaban los titulares de los periódicos. Los típicos héroes que tomaban decisiones incorrectas en medio de un atraco, cuando lo más sensato siempre era hacer caso a los que llevaban las armas y mantener un perfil bajo.

Hubo un momento de tensión.

La mujer del teléfono no dejaba de insultarles.

Un hombre, sentado en los asientos posteriores, animaba al conductor para que no abriera y siguiera hacia delante, donde los esperaba la policía.

Dylan tomó la iniciativa. Se acercó al caballero que pedía a gritos un poco de acción y le agarró de las barbas. Inmediatamente, el autobús se sumió en el más absoluto silencio.

—Creo que sería buena idea que nos dejara ir —pidió Max otra vez—. No queremos hacer daño a nadie.

En su fuero interno le habría encantado poder decirles que, en realidad, estaba allí para salvarlos.

Al hombre de la barba larga se le saltaban las lágrimas de dolor y suplicaba para que lo soltaran. Parecía mentira lo mucho que podía cambiar el discurso de una persona con un pequeño detalle.

Hacía un momento, aquel señor agitaba un periódico sensacionalista y gritaba consignas de buen ciudadano. Ahora lloraba y balbuceaba como un niño bajo la luz mortecina del autobús. En momentos como aquel, Max recordaba que sus creencias más arraigadas tenían un sentido: la mayoría de los seres humanos no merecían ser salvados. Y ese hombre era un claro ejemplo de ello.

Pero lo que importaba era que el conductor abriese la puerta, y la abrió. La mujer que había dado la voz de alarma los vio marchar con los ojos abiertos como platos y una mueca de horror y disgusto en la boca. El mecanismo hidráulico que los dejó salir aisló al resto de los pasajeros en el interior. Los tres corrieron a ocultarse entre las sombras, pero Max tuvo tiempo de ver que, dentro del vehículo, los pasajeros increpaban al conductor. Todos menos el hombre de la barba, que se había pegado a la ventanilla y escrutaba el exterior. Sin duda, temía que aquellos vándalos volvieran a por ellos.

—A partir de ahora, Semus —dijo Max—, nada de bombas, nada de peligro, nada de nada.

Semus no contestó. La regañina era innecesaria, puesto que el hombre ya sentía la vergüenza suficiente.

—Tenemos un largo camino por delante, jefe. Creo que ahorrar fuerzas no estaría de más —dijo Dylan. Solo pretendía recuperar la normalidad para el grupo.

Capítulo 29

Max inspeccionó los alrededores de la casa en cuanto llegaron. Solo, para no llamar la atención. Por las explicaciones de Adam, no le sorprendió hallar que la única vigilancia presente correspondía al habitual circuito cerrado de televisión. Podría estar hackeado, pero lo más probable era que no. A los ocupantes de esa vivienda en particular les interesaba que los vecinos y la empresa de seguridad privada que hubieran contratado no sospechasen nada acerca de la actividad que se desarrollaba en su interior.

Regresó al punto de encuentro y contó lo que había visto; es decir, nada.

—Así que nos acercamos y llamamos a la puerta, ¿y ya está? —preguntó Dylan, echando otro vistazo al chalet.

Se trataba de un edificio amplio, de dos plantas, con garaje cubierto, piscina en el jardín y hasta un invernadero. No se filtraba luz por ninguna ventana. En otras palabras, no había ningún indicio de que allí dentro se estuviera gestando el fin del mundo.

—Si Adam dice que es aquí, es aquí, Dylan. No será la primera vez que acierta contra todo pronóstico.

—Ya sé que mi última intervención no ha sido muy acertada, pero detecto un gran consumo eléctrico. Mayor que el de las viviendas circundantes. Eso sí, ahí dentro no vamos a encontrar nada parecido a lo que vimos en Edenbridge. Con estos datos, yo calculo unas veinte personas conectadas, como mucho.

—En realidad da igual —dijo Max—. Lo que diga tu reloj importa más bien poco a estas alturas. Tenemos un par de horas para hacer esto. Si Grove no está aquí, habremos perdido.

Con el peso de esas palabras sobre los hombros, se dirigieron a la entrada y llamaron al timbre de la puerta exterior, la del jardín, repitiendo una secuencia concreta que Adam les hizo memorizar. Esperaban que alguien comprobase su identidad mediante una cámara, pero no fue así. La Furia consideraba que una contraseña de patio de colegio sería suficiente para proteger su sede central. Aquello no tenía buena pinta.

Subieron las escaleras que daban al porche, apenas cuatro peldaños limpios como para una visita del presidente. La secuencia de golpes con los nudillos sobre la madera era diferente y también la conocían.

Max abría la comitiva. Dylan iba detrás de él y Semus al final de la fila, por si había algún percance.

—Venimos a buscar a Randall —dijo Max sin más preámbulos.

—¿Es que no sabes cómo va esto? ¿Quién te ha dado las contraseñas?

Un tipo con aspecto de profesional había abierto la puerta y otro lo seguía de cerca. Max no les dio tiempo de reaccionar. Empujó al primero con la fuerza suficiente como para derribar al segundo empleando la inercia de la caída. Dio una voltereta para evitar que lo retuvieran en el suelo y los encaró de nuevo. La sorpresa no pilló a Dylan fuera de juego. Al contrario, extrajo su arma y apuntó al más cercano, que trataba de alcanzar la suya.

—Saca eso que llevas en el bolsillo de la chaqueta, amigo. Muy despacio. Y date la vuelta. Os quiero a los dos boca abajo y con las manos sobre la nuca. Que no me parezca que vais a hacer nada raro.

Los matones obedecieron. Max tenía la sensación de estar reviviendo el mismo momento una y otra vez. Localizaban un lugar, entraban sin encontrar apenas resistencia y Grove se les escapaba entre los dedos. Aquello no podía pasar otra vez. No ahora que todo dependía de lo que pasara en dos horas. Solo dos horas.

Aunque la luz del interior no se filtraba a través de las ventanas, lo cierto era que la iluminación no carecía de potencia. Lo que ocurría era que unas gruesas contraventanas herméticas mantenían la casa sellada. Nadie sabía lo que pasaba dentro y los pobres diablos que trabajaban en el salón no tenían la menor idea de lo que sucedía en el exterior.

Pero existía una diferencia entre aquellos y los drogados de Inglaterra. Aquellas dieciocho o veinte personas eran dueños de sus conciencias y dejaron de teclear cuando vieron que Max entraba en la habitación empuñando un arma. Por otra parte, allí tampoco había bolsas de patatas fritas ni envoltorios de chocolatinas cubriendo el suelo. La ventilación también era mucho mejor que la de la fábrica al sur de Londres.

La mayor parte de los informáticos se limitó a levantar las manos del teclado y colocarlas a la altura de la cabeza, pero uno de ellos, de más edad, el pelo cano y expresión inteligente se levantó y les habló como si fueran invitados en lugar de haber irrumpido a mano armada.

—¿En qué puedo ayudarles?

—Buscamos a Randall Grove —dijo Max.

Mientras los dos hablaban, Dylan se dedicó a arrancar los cables que conectaban pantallas con teclados y ratones. Semus le indicó que no tocara nada más. Max solo tenía ojos para el anciano.

—Yo soy Randall Grove —contestó.

—No tengo tiempo para pamplinas y no me queda paciencia.

—Lo entiendo —dijo el hombre con total tranquilidad—. Sabíamos que llegarían. Confiábamos en que tardasen un poco más, pero ya es demasiado tarde, de todos modos.

—¿Dónde está Grove? —repitió Max.

—Cualquiera de nosotros responde a ese nombre ahora.

—Ya le he dicho…

—Por favor, no se altere. Va a morir mucha gente esta noche, y mañana serán más porque sus Gobiernos no se han adherido a nuestras peticiones. Pedíamos las vidas de los culpables y ustedes sacrifican las de centenares de inocentes, quizá miles.

Max conocía ese tipo de discurso. Todos los tiranos lo empleaban para culpabilizar a las víctimas. Pero él no era una víctima cualquiera. De hecho, no era una víctima en absoluto.

—Semus —llamó en un tono seco, cortante. Y el informático acudió como si hubiese estado esperando la llamada—. Siéntate en ese ordenador y dime qué está pasando.

—Que se siente si quiere. —Mientras el hombre hablaba, Semus ya había ocupado su asiento—. Pero yo puedo contárselo todo. Les hemos entretenido el tiempo suficiente para dar a sus Gobiernos la oportunidad de tomar la decisión correcta, pero no lo han hecho. Han estado buscando a Randall Grove, pero Randall murió hace meses.

—Mientes —casi gritó Max.

—No, no miento, señor Cornell. Usted sabe cuándo las personas son sinceras y cuándo no. Le adiestraron para percibir ese tipo de cosas.

Max examinó los microgestos de sus labios y de sus ojos. Algo completamente imposible de controlar excepto para agentes muy especializados, como Adam o él mismo. Ni siquiera Dylan, que seguía con su labor de maniatar a los piratas informáticos, podía hacerlo.

—Veo que me cree. Quizá ahora quiera bajar el arma.

—Y también puede que no quiera. Diga lo que tenga que decir.

—Randall Grove estaba muy enfermo, mucho. Era un genio, pero la enfermedad de Huntington lo sorprendió en lo mejor de la vida. Esperábamos que pudiera contemplar el culmen de su obra, pero no pudo ser. Nosotros solo estamos aquí para asegurarnos de que se cumple su voluntad. Somos, por así decirlo, los garantes de su legado.

—Estáis aquí para asesinar inocentes. Pero a distancia, para que no os salpique la sangre. Sois un hatajo de cobardes y merecéis que os ejecute a todos.

—Sin embargo, no lo hará, señor Cornell.

Semus levantó la vista del teclado.

—Max, es un virus. Solo es un virus.

—¿Solo un virus?

El anciano se volvió, más ofendido que si lo hubieran acusado de cometer algún crimen abyecto.

—No es «solo un virus». Randall llevó a cabo una operación compleja a gran escala en un entorno real y también en un entorno virtual. Fuera de esas puertas, en el mundo que conocen, nos captó uno a uno. Nos hablaba como si nos conociera de toda la vida. Y nos conocía, porque sentía nuestro mismo dolor. Quienes no se aliaron con Randall se posicionaron en su contra y ahora pagarán las consecuencias. Él mismo era un virus. O, mejor dicho, una vacuna.

—¿Se da cuenta de cómo suena lo que está diciendo? ¿Se da cuenta de que sus palabras no son más que los delirios de un loco? —replicó Max—. ¿Qué pasa con todas las personas con las que jamás contactó? Hay un montón de gente ahí fuera que ni siquiera conoce su existencia. ¿Ellos también son el enemigo?

—No es culpa mía que funcione así, pero así es. No todos podemos salvarnos. Igual que ocurrirá cuando la réplica informática de Randall se extienda por Internet dentro de un rato. Ya no falta mucho.

—¿La qué?

—Ya le he dicho que no es solo un virus, señor Cornell. Es el virus que destruirá mercados, bancos y Gobiernos. Es el virus que nos dará vía libre para reestructurar el mundo. Randall Grove ha muerto y el mismo Randall Grove resucitará esta noche.

—Dylan, amordaza a este hombre y sácalo de mi vista o no respondo de mí.

Dylan hizo lo que Max le pedía.

—¿Semus? Tienes una hora como máximo.

—No puedo detener esto en una hora. Lleva semanas gestándose. No es una contraseña, ni una secuencia…

La tensión podía cortarse con un cuchillo cuando sonó el teléfono de Max.

—¿Jefe? ¿Habéis sido vosotros? Te localizo en Seattle. ¿Está Grove ahí?

—No, Mei. Grove está muerto.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio.

—Vale. —La voz de Mei tranquilizó a Max, aunque en realidad la situación seguía siendo igualmente desesperada—. Vale, escucha, no sé qué habéis hecho, pero el proceso se ha detenido. En fin, no del todo, pero ahora va más despacio. Imagino que tienes ahí a alguien que sabe lo que hace. Pásamelo. Pon el manos libres si quieres. Necesito hablar con ella.

—Con él, Mei. Se llama Semus.

—¡Vaya, jefe! ¿Me has cambiado por un hombre? No hace falta que contestes, ya sé que no tenemos tiempo para esto. Tú ponme con él. Si es lo bastante bueno para ti, será lo bastante bueno para mí.

Capítulo 30

Semus veía el código en la pantalla y, en alguna parte de su cerebro, sabía lo que debía hacer para detener el desastre, pero no podía mover los dedos. Había contemplado, con los ojos cerrados, lo que pasaría si fallaba. Si las consecuencias para la libertad individual habían sido desastrosas después del 11S, la destrucción total de Internet y los atentados en racimo que La Furia planeaba empeorarían las cosas todavía más.

No tenía ni la menor idea de cómo aquella gente había llegado a pensar que sus acciones resultarían positivas en algún aspecto. Lo que estaba a punto de suceder era una auténtica pesadilla.

Semus no había viajado mucho. No había salido de casa más que lo justo para que no lo considerasen un bicho demasiado raro. Pero eso no quería decir que no soñase con París, con Roma, con Laos o Moscú. El mundo estaba lleno de cosas que ver, de sabores que disfrutar. Y la posibilidad de que no desaparecieran estaba en aquellas manos que se negaban a moverse.

—¡Semus, joder! ¿Qué te pasa?

Notó que alguien le sacudía por los hombros. Se hizo daño en el cuello, pero no se quejó. Necesitaba la sacudida. Necesitaba, a decir verdad, un bofetón que lo sacara de aquella anestesia.

—No puedo…

—Pues vas a tener que poder. Te dejo aquí el teléfono. Mei, saluda a Semus. Parece que tiene un ataque de pánico.

—¿Semus?

La voz de Mei le llegó desde muy lejos, desde un sueño o una película que se reprodujera con el volumen muy bajo.

—Mira, Semus, no sé qué te pasa, pero necesitamos que deje de pasarte.

—No puedo…

—¡Y una mierda que no puedes! Mira la pantalla.

Semus miró. La misma secuencia interminable de código que significaba que el mundo tal y como lo conocía estaba a punto de cambiar se escribía sola ante sus ojos.

—¿Ves eso?

—Claro que lo veo, pero…

Entonces la imagen cambió. Los caracteres alfanuméricos dieron paso a una imagen clara. Era la fachada de su antiguo colegio. Se trataba de una fotografía vieja, una digitalización torpe que mostraba los defectos del original.

—¿Qué…?

Le siguió otra fotografía, del parque al que solía sacar a pasear a su gato. La gente se reía de él porque los gatos no se paseaban como los perros, pero a Semus siempre le había dado igual lo que pasara.

—¿Vas a volver a matarlo?

—Yo no…

—Tú no lo defendiste. Dejaste que lo apedrearan y corriste a casa —dijo la voz de Mei—. Si no me equivoco, no has salido mucho desde entonces. No eres el único capaz de rebuscar basura en la web, Semus, pero sí eres el único que está en el lugar desde el que se puede detener lo que está a punto de pasar, así que despierta o vas a soñar con un gato destripado por toda la eternidad.

—Sería una eternidad muy corta —dijo Semus.

—Vale, veo que has vuelto con nosotros. Apúntame esta, jefe.

Max, que conocía la mayor parte de las habilidades de su especialista en telecomunicaciones, tenía que hacer un esfuerzo por mantener la boca cerrada. Aquello había sido una muestra exprés de crueldad efectiva con el sello de calidad del Averno. En aquello los habían convertido.

Por una parte, compadecía a Semus, por la otra, agradecía a su amiga y compañera que hubiese sido tan rápida. Ahora los dos trabajaban mano a mano. La conversación se convirtió en una sucesión de palabras que Max no terminaba de comprender, intercaladas con tacos que sí entendía.

En la habitación no había un reloj que hiciera tictac, ni una luz roja que parpadease, ni una alarma de desagradable pitido. Pero la tensión podía cortarse con un pitido.

Semus sudaba a mares y el hombre mayor que les había hablado de Grove como quien narraba la vida de un mártir moderno parecía horrorizado, lo que quería decir que las cosas marchaban bien.

Max echó un vistazo en busca de Dylan, y lo encontró a su espalda, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, como si fuese él quien estuviera realizando el esfuerzo.

—¡Joder!

El grito de Mei al otro lado del teléfono sonó a fracaso. Pero no pudo decir nada más. Todas las luces se apagaron y se cortaron las comunicaciones.

—¡¿Semus?! —gritó —. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé, casi lo teníamos. Casi…

Max abandonó la casa, corrió por el pasillo y casi se cae cuando llegó al porche exterior. Toda la ciudad de Seattle se había convertido en un gigantesco agujero negro. No se veían las luces de los chalets colindantes, ni las de las farolas, ni los semáforos. Nada.

Habían perdido. Ya solo quedaba esperar las detonaciones de las bombas.

Perdió la razón. Hacía mucho que no le sucedía, que había aprendido a controlarse, pero en esa ocasión decidió no hacerlo. Tuvo la oportunidad de fracasar en docenas de misiones, pero las había superado con éxito. Y tenía que llegar tarde precisamente en la que involucraba a la totalidad del planeta.

Aquello no estaba bien, pero, aunque no sirviera de nada, castigaría a los culpables. Al menos a los que estaban en aquella casa. Asesinaría con sus propias manos a los sicópatas que decidieron creer en los delirios de un loco.

Con la misma ira irrefrenable con la que salió, volvió a entrar. Se tropezó con los muebles, pero no hizo caso del dolor. Buscaba carne, un cuello que retorcer. Dio con uno y lo agarró con ambas manos. Apretó tan fuerte que resoplaba. La persona a la que estaba a punto de asesinar manoteaba, le golpeaba débilmente en los brazos.

¿Un momento? ¿Le golpeaba? Los informáticos estaban maniatados, Dylan se había encargado de eso.

Soltó a quien fuera, horrorizado.

Entonces regresó la luz. Semus yacía casi inconsciente a sus pies. Había dejado caer el teléfono, del que salía la voz de Mei, alegre como en una celebración del Año Nuevo.

—¡Lo hemos hecho, jefe! ¡Lo hemos detenido!

En dondequiera que estuvieran, a Nefilim y a Mei les faltaba poco para ponerse a bailar de la alegría. En Seattle, en cambio, el ambiente era muy distinto.

Dylan se encargó de levantar a Semus del suelo mientras Max se miraba las manos sucias del maquillaje de la caracterización de su compañero.

—No te preocupes, Max, respira.

—¿Quién respira? —preguntó Mei a kilómetros de distancia.

—Tenemos que colgar —fue Dylan quien contestó. Luego dejó a Semus en una hamaca del jardín e hizo una llamada telefónica.

—Vámonos, Max. Lo encontrarán, contará lo que ha pasado y no habrá consecuencias. Podría haberle pasado a cualquiera.

—Pero me ha pasado a mí. Otra vez. Estaba seguro de que habíamos perdido y… quería matar al responsable.

—También yo.

Max miró a su amigo. Si había una cualidad que admirase en Dylan, era la sinceridad.

Salieron de allí antes de que llegara el equipo de limpieza. Por supuesto, Dylan no había llamado a un hospital.

Capítulo 31

Por la mañana, Semus estaba recuperado, pero nadie sabía si se podía decir lo mismo de Max.

Se encontraron en el aeropuerto. Ambos volverían a Inglaterra en vuelos regulares, aunque Max todavía tardaría algunos días en tomar el suyo.

—Yo habría hecho lo mismo, Max.

—No quiero ofenderte, pero lo dudo.

—Te empeñas en seguir creyendo que no, pero la verdad es que tú y yo somos mucho más parecidos de lo que piensas.

—Estuve a punto de estrangularte.

Semus tragó saliva.

—¿Ves? Te estremeces al recordarlo. Y no es para menos. Podría haber acabado contigo en un instante. Si no lo hice fue por pura suerte. Por casualidad.

—Mira, Max. —El Aeropuerto de Seattle estaba lleno de gente y Semus no quería pifiarla de nuevo, como había sucedido en el autobús, así que bajó la voz—. Piensa un momento: ¿Dónde me encontraste? Tendría que haber estado sentado en mi puesto, ¿no? Allí me dejaste. Pero estaba de pie, junto a las otras mesas.

Max hizo memoria. Semus tenía razón. No había tardado tanto en salir a comprobar que la ciudad entera estaba a oscuras y en volver a entrar. Apenas unos segundos. Pero Semus no estaba en su sitio.

—Me levanté a buscarle. Al viejo. Al loco que dijo aquellas estupideces sobre el legado de Grove.

—¿Te levantaste a buscarle? —preguntó Max como si no lo hubiera oído a la perfección.

—¡Oh, sí! Y lo encontré. O al menos encontré a alguien. Si no le rompí la tráquea fue porque Dylan me lo impidió. Y luego entraste tú y… bueno, pasó lo que pasó.

—Me tomas el pelo —dijo Max. Pero sabía que Semus no mentía. Estaba adiestrado para distinguir los engaños y no había traza de mentira en el lenguaje corporal de su compañero.

—Pues sí que nos parecemos más de lo que creía.

—Los dos trabajamos en la oscuridad y nuestros mejores resultados significan que todo el mundo puede seguir con su vida, como siempre. No hay tanta diferencia.

Max asintió. Hacía tiempo que no recibía una de esas lecciones de vida, y siempre las agradecía.

—¿Vuelves a casa? —preguntó—. Tu avión ya está embarcando.

—Solo para hacer el equipaje. Ya he pasado mucho tiempo encerrado.

—¿Vacaciones?

—Digamos que sí.

Max rio, pero no preguntó nada más. Semus era un hombre leal y de palabra. Si había algo sobre lo que no podía hablar, no sería él quien lo presionara.

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