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UNA AVENTURA DE ACCIÓN Y SUSPENSE DE MAX CORNELL

ADRIÁN Y MIGUELARAGÓN

Copyright © 2019 Adrián Aragón

Todos los derechos reservados.

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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, instituciones, lugares, eventos e incidentes son producto de la imaginación del autor o usados de una manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o fallecidas, o eventos actuales, es pura coincidencia.

Consultores de publicación y marketing

Lama Jabr y José Higa

Sídney, Australia

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Contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Nota de los autores

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Capítulo 1

Desde su puesto de trabajo en la cámara acorazada de la sucursal del Lloyds Bank de Paternoster Square, a pocos metros de la catedral de Saint Paul y del Temple Bar Memorial, Arthur Fitz no veía la lluvia incesante que cubría la ciudad.

Eso estaba bien. Mejor que permanecer en la puerta durante horas, a merced de las ráfagas de viento que le congelaban hasta los huesos cada vez que entraba un cliente. Sustituía a Charles. Un compañero ausente debido a una enfermedad incomprensible para él, que jamás había cogido una baja a pesar de estar expuesto constantemente a las inclemencias del tiempo, del aire acondicionado en verano y de la calefacción en invierno. Charles solía quejarse de que nunca veía la luz del sol, pero a Arthur eso le daba lo mismo. En aquel endiablado país el sol no salía nunca.

Se levantó de la silla de madera en la que ya llevaba veinte minutos sentado. Había programado un temporizador. Así sabía cuándo debía estirar las piernas. Además, ayudaba a ahuyentar el sueño. Lo cierto era que allí abajo no tenía muchas distracciones. En eso la posición junto a la puerta salía ganando. Algunas personas incluso lo saludaban de vez en cuando, quizá sintiéndose culpables por no cerrar la puerta y permitir así que el frío se cebase en él. En el sótano, en cambio, solo podía dedicarse a contar las baldosas. Ya lo había hecho. Eran cincuenta y dos filas de tres enormes losas en el pasillo.

Fuera como fuera, no le apetecía que nadie lo sorprendiera echándose una cabezada. Echó un vistazo al fondo del pasillo, como si cupiera alguna posibilidad de que alguien apareciera por allí. Luego miró hacia arriba, a la cámara de seguridad cuyo piloto rojo, encendido tal y como correspondía, indicaba que sus compañeros de la sala de seguridad eran los únicos que podían ver a qué se dedicaba mientras las horas pasaban allí abajo.

El problema, que Arthur no conocía precisamente por encontrarse varios pisos por debajo de la acera donde la vida londinense transcurría con la mayor normalidad, era que sus compañeros, en realidad, llevaban un rato sin poder verlo.

***

El caos en la sala de control amenazaba con alcanzar proporciones épicas. Nunca, desde que el encargado empezó a trabajar allí, había pasado nada parecido. Las cámaras, el circuito completo, se revisaban una vez a la semana. La última, si el parte no mentía, había sido dos días antes. Y, a decir verdad, a Robert, el supervisor, no le cabía ninguna duda de que el informe no mentía porque él había llevado a cabo todas las comprobaciones personalmente. Lo realizaba con escrupulosa puntualidad por varias razones. La primera, que le encantaba su trabajo y quería conservarlo. La segunda, que su sucursal estaba a la cabeza de la competición ese año. Hasta hacía un momento estaba seguro de ganar el viaje a Cancún que la empresa ofrecía a los miembros del equipo que presentaban menos incidencias. Pero esa certeza se esfumó cuando la cámara de la bóveda dejó de emitir las idas y venidas de Arthur para mostrarles un paisaje de estática que no había desaparecido por mucho que los operarios hubieran reiniciado los monitores.

—Hay que hacer algo. Ahí abajo hay más dinero de lo que valen todas nuestras vidas juntas. Smith, llama a Fitz y que te confirme que todo va bien.

En realidad se trataba de una comprobación absurda. Para llegar hasta la cámara acorazada había que pasar por al menos tres puntos de control. Nadie poseía las tarjetas de apertura de los tres excepto el director, de modo que era necesario contar con al menos un cómplice para realizar el trayecto completo. Pero la seguridad no terminaba ahí. Un vigilante cualificado se encargaba de custodiar la puerta. Aunque, bien mirado, Fitz era experto en control de accesos, no en situaciones de emergencia.

—No puedo hablar con él, jefe.

—¿Ese patán se ha dormido? No me lo puedo creer. —El supervisor se peinó el pelo hacia atrás con los dedos, lo que reveló unas entradas más que pronunciadas—. Si se ha dormido, te aseguro que ya puede ir buscándose un trabajo en un McDonald’s. No va a haber empresa de seguridad que lo contrate.

—No, jefe… Es decir, no lo sé.

—Hable claro, Smith, haga el favor. No estamos para perder el tiempo.

—No he podido establecer contacto. Solo oigo estática, como en el monitor.

—Déjeme eso.

Robert Whalley era un hombre enérgico, sobre todo en situaciones de estrés. Así que prácticamente empujó a su subordinado y casi lo hizo caer de su asiento. Una vez frente a los controles, activó el altavoz y pulsó el interruptor que debía devolverles ruido. Eso fue precisamente lo que oyó.

—Fitz, soy Robert Whalley, conteste, cambio.

Al otro lado el sonido del trasmisor no varió. Smith lo había descrito como estática. Pero a él no le parecía más que el sonido normal de cuando los aparatos permanecían inactivos.

—Se ha dormido.

—Señor, ese no es el sonido habitual —se atrevió a contestar Smith.

—Me da igual. Hay que bajar y ver qué ha pasado. Porque si no tendremos que llamar a la central, y estoy seguro de que ninguno de nosotros quiere que eso suceda.

Smith y su compañera, que hasta el momento había permanecido en silencio y prácticamente inmóvil, negaron a la vez con la cabeza. Parecían una pareja de perritos de los que los horteras usaban para decorar las lunas traseras de los coches.

El supervisor los entendía. Tampoco él quería informar de la incidencia. Para empezar porque lo primero que se pondría en tela de juicio sería su profesionalidad. En segundo lugar porque sabía que allí nadie había metido la pata en absoluto. Conocía a su equipo y confiaba en él. Incluso en el pesado de Fitz, que no hacía más que quejarse del mal tiempo y que ahora le estaba amargando la mañana porque se había quedado dormido justo en el momento en que una cámara decidía estropearse. Pero el motivo real de que no quisiera dar parte era que sabía cómo actuaba la empresa. Él quizá salvase el puesto de trabajo, pero a sus subordinados los despedirían. Sobraban los perfiles poco cualificados de gente joven dispuesta a hacer dobles turnos por el salario mínimo. Él no podía luchar contra el sistema, pero al menos podía evitar que la gran rueda se pusiera en marcha.

—Voy a bajar yo mismo a hablar con Fitz. Vosotros reiniciad el monitor en cuanto esa puerta se cierre a mi espalda. Seguro que la imagen ha vuelto antes de que yo llegue ahí abajo. Smith, voy a necesitar tu tarjeta.

—Señor, eso va contra…

—Sí, Smith. Va contra el protocolo de seguridad. Pero es una orden directa de tu superior, así que no te preocupes, es responsabilidad mía.

Whalley se dijo a sí mismo que no pasaba nada, que nadie sabría nunca que había bajado porque no iban a tener que informar de nada. Fitz estaba dormido, lo despertaría de una patada en el culo y listo.

—¿Cooper?

—Sí, señor —contestó la mujer—. Estás al mando. No va a pasar nada, pero si crees que hay que llamar a la central, llama. En cinco minutos estaré de vuelta.

—O puedo llamarle al móvil, jefe.

—En realidad no, porque los móviles están prohibidos en el trabajo y el tuyo está en la taquilla, ¿verdad?

La chica enrojeció de vergüenza antes de contestar en apenas un murmullo.

—Claro, jefe, perdone. No sé en qué estaba pensando.

Whalley sí lo sabía. Pensaba en lo mismo que todo el mundo. Porque todos se pasaban las reglas por el forro. Solo esperaba que de verdad no ocurriese nada, pues la lista de irregularidades que descubrirían sus superiores, si allí había una inspección, iba a ser larga.

Smith sacó su tarjeta de acceso del protector de plástico en que la llevaba colgada.

—Gracias, Smith.

No la usó para salir de la sala de control. No quería que el movimiento constara en su hoja de registro. Pasó la suya propia por el lector. La luz roja parpadeó, pero la verde no se encendió.

—¡No me jodas! —dijo entre dientes.

Volvió a intentarlo, pero obtuvo el mismo resultado.

—No puede ser, ¡joder!

—¿Algún problema, jefe?

Cooper dio una patada a su compañero, pero el supervisor no vio el gesto. Volvió a peinarse el pelo con los dedos y volvió a dejar al descubierto las entradas.

—No podemos salir. Vamos a tener que llamar, después de todo.

Sin embargo no lo hizo inmediatamente. Necesitaba calmarse. Si le cogían el teléfono y descubrían que había perdido el control, todo lo que podía ir mal iría mal. Además, lo primero que le preguntarían era qué había pasado. Y no tenía ni la menor idea.

Capítulo 2

Lo que había pasado hacía unos pocos minutos, justo en el momento en el que Arthur Fitz se levantó a estirar las piernas, era que otro empleado anodino, en otro lugar de la sucursal, se había levantado de su silla con respaldo ergonómico. También él, como Amanda Cooper y el propio supervisor Whalley, llevaba el móvil encima y encendido. Como ellos, contravenía las directrices de seguridad del banco, pero nadie le reconvino por ello. Porque nadie tenía la menor idea de lo que estaba a punto de pasar. Al fin y al cabo, este empleado, cuyo nombre solo conocía el sistema informático del control de accesos, pasaba completamente desapercibido. No llegaba tarde, pero tampoco demasiado pronto. Tomaba un sándwich de huevo en su descanso y lo acompañaba de un té negro muy fuerte. Siempre enjuagaba su taza, blanca, sin distintivos. Iba al baño siempre a la misma hora, tardaba unos pocos minutos y regresaba a su puesto sin haberse comunicado con nadie. Vestía camisa blanca de manga larga tanto en verano como en invierno, así que ninguna persona conocía la mancha de nacimiento que habría podido ayudar a identificarle en caso de necesitar una identificación.

El día de los hechos se levantó de su asiento casi a la misma hora de todos los días. Quizá un minuto antes o un minuto después. Lo hizo como respuesta a la vibración del móvil en el bolsillo. Una vibración que se correspondía con la recepción de un mensaje muy concreto. Le sudaban las manos al abandonar el escritorio, pero no olvidó la taza del té. Siempre la llevaba consigo para enjuagarla, y no podía permitirse que alguien sospechara que ese día era diferente del resto. Tampoco era que ninguno de los otros empleados le prestase la menor atención. Unos pocos trabajaban en sus tablas de Excel llenas de cifras. Otros pocos se habían conectado a Internet y revisaban sus correos electrónicos personales. Como en cualquier empresa.

Así que se dirigió al baño como cada día. Como cada día lavó la taza de té y la dejó junto a uno de los lavabos. Sacó el móvil del bolsillo y leyó el mensaje. Efectivamente, era el que esperaba. Se había preparado a conciencia para lo que sucedería a continuación. Solo tenía que entrar en el cubículo adecuado.

Lo hizo. Alguien había dejado allí un paquete. Parecía demasiado pequeño para contener lo que él necesitaba, pero lo abrió de todos modos. Pensó que, desde los atentados del 11S y el ataque al metro de Londres en 2005, nadie se arriesgaba ya a abrir paquetes ajenos. Pero aquel no era un paquete ajeno en realidad, sino una herramienta para que él pudiera cumplir su misión. Dejaría un legado. Pocos lo comprenderían, sabía eso. Pero no le importaba.

Doblado por manos expertas, de la caja de cartón sin distintivos salió un mono de trabajo azul. Lo acompañaban un chaleco y una gorra con un logotipo bordado. A sus ojos parecían auténticos. Se vistió, tal como le habían indicado en su entrenamiento, y salió del baño. En el bolsillo del mono había dos tarjetas magnéticas. Debían servirle para pasar los tres controles de acceso dobles hasta llegar a la cámara acorazada.

Si los empleados de la compañía de seguridad no hubieran estado tan ocupados en decidir si llamarían a la central, por quién preguntarían y qué dirían exactamente, se habrían dado cuenta de que la cámara de la bóveda no era la única que devolvía imágenes de estática. Pero tenían muchas preocupaciones para fijarse en eso, así que el empleado desconocido llegó hasta el pasillo perpendicular a aquel en el que se encontraba Arthur Fitz. Se detuvo a una distancia prudencial de la esquina y esperó.

***

Arthur había hecho todo lo posible para evitarlo, pero los párpados le pesaban tanto que se le cerraban. Era por la falta de estímulos, estaba seguro. Quería conservar aquel puesto. Allí hacía calor y nadie lo molestaba. Pero para lograrlo debía ser capaz de mantenerse despierto.

Había pensado en echar una cabezadita aprovechando el único ángulo ciego de la cámara. Charles le había dicho, más o menos, dónde estaba. Él lo usaba para leer una página o dos en su lector digital. Se trataba de un dispositivo muy fino que cabía en el bolsillo interior de la chaqueta. Así las mañanas se le hacían más amenas.

A Arthur no le gustaba especialmente leer, pero algo tendría que hacer. Allí había menos movimiento que en una funeraria tras la hora del cierre. Pensaba precisamente en que los suelos de las funerarias solían estar tan bien pulidos como aquel cuando le pareció oír algo. Habría jurado que alguien caminaba con pasos quedos más allá de la esquina, al fondo del corredor.

Se alegró de la novedad. Bien podía ser que estuviera perdiendo la cabeza. O que Whalley, el supervisor, lo estuviera probando. Arthur sabía que no confiaba en él. Si lo mandó a la cámara acorazada era porque no había nadie más disponible. Era el de mayor antigüedad, así que no le había quedado más remedio. Pero si hubiera sido por el encargado, Fitz seguiría chupando corrientes de aire en la puerta. Así que se puso muy derecho dentro de su uniforme barato de vigilante. Casi pareció que se cuadrase. Echó a andar y, por una vez, no contó las cincuenta y dos baldosas que lo separaban de la pared del fondo.

Entonces se fue la luz.

—¡Mierda! —dijo en voz alta. Y las paredes le devolvieron la reverberación de su propia voz repetida un millón de veces.

Si había alguien escondido tras la esquina, este sería el momento perfecto para atacarlo. Estuvo a punto de llamarse imbécil en voz alta por pensar esas cosas, pero no lo hizo. Necesitaba que el lugar permaneciese en silencio. Si alguien se movía en aquella oscuridad y en silencio, él lo sabría. Por fin podría demostrar que sí tenía los sentidos agudizados gracias a su trabajo de vigilante.

Contuvo la respiración y le pareció que su corazón latía demasiado fuerte, pero de todos modos lo oyó. Un sonido de pisadas. Se pasó la lengua, seca de repente, por los labios y sintió como si se los acariciase con una lija gruesa. Casi de inmediato vio la luz. Un haz de luz blanca e intensa. Se parecía sospechosamente a la de su propio móvil.

—¡Alto! —dijo—. Está prohibido usar teléfonos móviles en todo el recinto del banco.

Si hace un momento se había sentido estúpido, en ese instante le pareció que no podía haber nadie más ridículo sobre la faz de la Tierra. ¿De verdad acababa de darle el alto a alguien por llevar encendida la linterna del móvil? ¡Lo grave era que alguien hubiera llegado hasta ahí él solo!

Contra todo pronóstico, la luz que se había dirigido hacia él se detuvo.

—Mi nombre es Martin Stewart, de mantenimiento. Por lo visto la cámara de aquí abajo no funciona. Debe de ser un fallo masivo, porque acaba de irse la luz.

Arthur se dio cuenta de que podía haber dormido un buen rato sin que nadie se percatase, y se lamentó por no haber aprovechado la oportunidad.

—No me han avisado —contestó Arthur. Y sacó su propio teléfono móvil del bolsillo interior de la chaqueta. Suponía que le caería una bronca por haberlo llevado cuando se redactara el informe, pero si el de mantenimiento podía llevarlo, ¿por qué él no? Se apresuró a activar la aplicación de la linterna.

—Me lo imagino. Por lo visto se han cortado todas las comunicaciones internas. Ahí arriba están como locos. No tienen ni idea de qué ha podido pasar.

—Ajá —dijo Arthur como toda respuesta. No se le ocurrió comprobar si su walkie funcionaba.

—Hablando de pasar… ¿Crees que puedo acercarme y hacer mi trabajo? La cámara está al fondo, ¿no? Junto al cofre del tesoro.

Arthur no quería sonreír, pero la verdad era que la ocurrencia tenía gracia. Se mirase por donde se mirase, aquello era un cofre del tesoro en toda regla. Él ni siquiera sabía cuánto dinero había dentro.

—Voy a necesitar tu identificación. Ya me acerco yo a donde tú estás. Se supone que es una zona restringida. Y, por cierto, también se supone que no puedes bajar solo. ¿No tienes un compañero? Los accesos funcionan con dos tarjetas.

—Se ha puesto enfermo, pero me ha dejado su pase. Si tú no lo cuentas, yo me callaré lo de tu móvil.

El tío era gracioso, sí, pero aquel último comentario no le gustó especialmente a Arthur.

—Pero identificación sí tienes, ¿no?

Capítulo 3

Estaba ya lo bastante cerca de él para poder enzarzarse en una pelea física si hacía falta. Sospechaba que no saldría muy bien parado si se daba el caso. A aquella distancia vio que el rostro del tal Martin Stewart se iluminaba por un momento. Casi inmediatamente él apagó la linterna y la luz regresó. Arthur tuvo que entrecerrar los ojos para que se le acostumbrasen las pupilas.

—No tengo mucho tiempo —insistió Martin—. Me obligan a confirmar que aquí no ha pasado nada y luego me esperan en otra sucursal. Lo siento.

Mientras hablaba, se llevó la mano al pecho. De allí colgaba una tarjeta magnética con una fotografía que mostraba la cara de Stewart, aunque muy poco favorecida.

—Pasa.

Arthur se hizo a un lado y el tipo pasó con una determinación que su voz no había dejado adivinar. No llevaba caja de herramientas ni escalera. Arthur supuso que, para arreglar lo que fuera allí abajo, bastaría con algunas órdenes a través del teléfono.

Stewart no prestó la menor atención a la cámara de seguridad estropeada y eso fue lo primero que puso a Arthur sobre aviso. Algo no iba del todo bien, aunque no supo identificar con exactitud de qué se trataba. El supuesto empleado de mantenimiento se dirigió directamente al sistema de control de la cámara acorazada. Extrajo una consola que Arthur no tenía la menor idea de que existía y tecleó varias secuencias de código. La puerta, muy pesada, se abrió con un clic casi ridículo.

Más tarde, Fitz se lamentaría por no haber reaccionado de inmediato, pero la verdad es que le pudo la curiosidad. Charles, el compañero al que sustituía, nunca había visto el interior de la cámara. Y eso que llevaba años trabajando allí. Pero él iba a tener esa suerte en su primer día. La imaginaba llena de pilas de billetes de cincuenta libras.

El contenido de la cámara lo decepcionó, pues aquello no era más que una habitación cuadrada, bien iluminada pero un poco sórdida. Dos de las paredes estaban cubiertas de puertecillas que probablemente daban acceso a cajas de seguridad privadas de clientes. En el centro había una mesa vacía. Nada de fajos de billetes que se pudieran llevar de allí en bolsas de deporte.

Pensar en un hipotético robo le recordó que con él estaba un tipo altamente sospechoso que no se comportaba en absoluto como un encargado de mantenimiento. De hecho, seguía sin hacer ni caso al circuito cerrado de televisión. Había extraído otra consola de una de aquellas cajas de seguridad y tecleaba con rapidez. Como si le faltase el tiempo.

Arthur maldijo a Charles por haberse enfermado precisamente ese día. Ahora él tenía que detener al tipo o dar aviso. Optó por la segunda opción y descolgó el transmisor de su cinturón. Giró el botón superior hasta la posición de encendido y se dirigió a sus compañeros.

—Aquí hay un empleado de mantenimiento, chicos, ¿lo habéis enviado vosotros? Cambio.

Tal como el propio Stewart había dicho unos minutos antes, no le fue posible establecer comunicación. Que el empleado lo supiera, por algún motivo, le pareció más raro de lo debido. Si las comunicaciones fallaban, ¿por qué ninguno de los demás vigilantes había acompañado al desconocido? No tenía sentido. Nada de lo que pasó desde que se fue la luz respondía a ninguna lógica. Ni a ninguno de los protocolos y las directrices que le habían obligado a leer antes de dejarlo bajar.

Mientras Arthur dudaba sin llegar a tomar ninguna decisión, Martin envió un mensaje. Le vio pulsar las letras de su pantalla táctil y dar a la flecha correspondiente. Aquello sí que no tenía nada que ver con solucionar un problema del banco. Ya no le cabía ninguna duda.

—Acabo de avisar a mi central de que esto no pinta bien. Los sistemas de la caja funcionan. He comprobado los circuitos exteriores e interiores y esto va bien. Así que la incidencia va a ser culpa vuestra.

—¿Disculpa?

—No tuya, claro. No creo que tú hayas hecho nada personalmente para cargarte el circuito, pero alguien tiene que responder y el problema es externo.

La pantalla del móvil se iluminó. El tipo acababa de recibir otro mensaje.

—Perdona, tengo que contestar.

—No creo que…

—Es mi jefe, de verdad que tengo que contestar.

Ante la mirada atónita de Arthur, Martin leyó el mensaje que le había enviado su jefe y le contestó. De repente le parecía que la calefacción del sótano era excesiva.

Volvió a probar el transmisor, pero del aparato solo salía ruido de estática. Estaba solo. Llevaba meses deseando que lo cambiaran de puesto. Meses buscando la soledad. Y en ese momento la cambiaría por otros cinco años de viento helado junto a la puerta de la sucursal.

El tal Stewart seguía enviando mensajes como loco. Arthur solo podía hacer una cosa. Entró en la cámara acorazada en la que todavía no había puesto un pie y amonestó al intruso.

—Mira, no sé si eres de mantenimiento o no, pero todo esto es muy raro. Aquí no se puede usar el móvil, así que entrégamelo, por favor. Y ahora me acompañas y salimos los dos de aquí, que esto está por encima de mi competencia, joder.

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