Gypsy

Gypsy


Capítulo 2

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Capítulo 2

 

–No quiero cambiar el coche, Cillian. –Giró en la calle de su padre y a lo lejos lo vio llegando a casa. Todos los días salía a correr con Russell, el precioso golden retriever que le habían regalado unos clientes y que era la locura de los niños, y se imaginó que faltaba poco para la cena. Miró la hora y comprobó que ya eran las seis de la tarde–. Mira, no me vas a convencer, me gusta mi cacharro y pienso seguir invirtiendo en él.

–Estás loco, primo, tengo un Hummer perfecto para ti.

–¿Y para qué quiero yo un coche que no se puede llevar por la ciudad? Vivo en St. Stephens,

¿recuerdas?

–Porque mola muchísimo y serás el terror de las nenas.

–Ya. –Se echó a reír–. No me interesa y ahora te dejo, me entra otra llamada y, además, me esperan a cenar en casa de mi padre.

–Vale, Paddy, tú mismo, adiós.

–Adiós. –Dio a la tecla de retener llamada, aparcó el jeep y respondió ya con el coche detenido–.

Hola, preciosidad.

–¿Preciosidad? Serás hijo de puta, Paddy.

–Oye, no te metas con mi madre –bromeó, pensando en el acento de Britanny, esa norteamericana tan pija que lo seguía acosando desde Nueva York. No le gustaba un pelo, le resultaba muy molesto y suspiró decidido a colgar–. ¿Qué tal estás?

–Pues jodida. –Se echó a llorar–. Te echo mucho de menos, puedo ir a Dublín esta misma noche, pero si no me lo pides, no pienso mover un puto dedo por ti.

–No te lo voy a pedir, así que no te molestes.

–Eres un cabrón.

–Pero un cabrón sincero. Ahora debo dejarte, adiós.

–¡Patrick! –gritó, pero no le hizo caso, colgó y subió el volumen de la radio, estaba sonando Galway Girl de Steve Early y se quedó quieto disfrutando de la música.

Se había pasado más de dos años en Estados Unidos. En cuanto acabó sus estudios de Educación Física en la Universidad de Dublín, la mujer de su padre, Manuela, lo convenció para que buscara becas o posibilidades fuera de Irlanda, «tienes que ver mundo», decía ella, continuamente preocupada por su afición al boxeo sin guantes, la juerga y el rosario de novias que no lo dejaban respirar. Se había pasado de los dieciocho a los veinticuatro años esquivando compromisos, ofertas de matrimonio y presiones de todas las féminas con las que salía. En realidad estaba bastante agobiado, así que en cuanto consiguió una beca deportiva en la Universidad de Miami, agarró el petate y se largó a Florida a disfrutar del buen tiempo, las chicas latinas y el deporte.

Llegó al campus para estudiar un postgrado en Educación Física y a cambio jugaba al rugby (que no al fútbol americano), boxeaba en el equipo de la uni y entrenaba a dos equipos de fútbol europeo, uno masculino de niños adolescentes y otro femenino universitario. Una verdadera locura.

Siempre recordaría aquellos años como una sucesión de mujeres, una tras otra, sin compromiso ni rollos raros, nada de comidas de cocos o exigencias. Me gustas, aquí te pillo, aquí te mato y si te he visto no me acuerdo. La mayoría de las chicas estadounidenses que conoció allí eran directas y liberales, nada estrechas y con muchas ganas de juerga, así que vivió en el paraíso del desenfreno diez meses, hasta que acabó el curso y decidió probar suerte en la Gran Manzana, donde su padre y Manuela empezaban con el proyecto La Marquise Nueva York. Una extensión de su exitoso restaurante de lujo, que ya tenía sede en Londres, Sídney y Dublín, y que en los Estados Unidos estaba a cargo de sus primos Diego y Grace, los cuales acababan de mudarse a Manhattan y lo recibieron con los brazos abiertos.

En Nueva York la cosa cambió un poco, se dedicó a trabajar con la familia, para ayudar a levantar el negocio, se involucró en el restaurante, aunque no le iba nada la hostelería, y empezó a salir con mujeres más mayores o de su edad, pero bastante más serias: altas ejecutivas, modelos, actrices o pintoras, que lo colmaban de atenciones, entre ellas Laura, una treintañera cañón recién divorciada, muy apasionada, y una de las mejores amigas de su madrastra (Manuela era tan solo ocho años mayor que él) con la que se lo pasó genial y disfrutó especialmente en Manhattan.

Aquel cambio de vida fue estupendo, era bueno conocer otro tipo de personas y de estilos de vida, pero pronto empezó a echar seriamente de menos Dublín. Aunque estando en los Estados Unidos viajaba bastante a casa para cumplir con las fechas señaladas, no era lo mismo que estar allí, cerca de sus hermanos pequeños, de sus abuelos, de todos los primos, de la familia en general, así que dieciséis meses después de dejar Eire regresó definitivamente a casa, al menos por una larga temporada, y retomó su trabajo en las empresas de la familia, el boxeo sin guantes y decidió sacarse el carnet oficial como entrenador de fútbol, después de conseguir el de rugby. Una vida muy ocupada que lo colocaba a los veintisiete años en un momento estupendo y pausado de su existencia. Estaba a gusto en Irlanda, con los suyos, muy cerca de los enanos de su padre, a los que adoraba e intentaba dedicar todo el tiempo libre del que disponía. Era una gozada tener a esos pequeñajos siempre detrás mirándolo con cara de admiración y tanto Manuela como su padre le permitían intervenir mucho en sus vidas, así que no se podía quejar.

Paddy O’Keefe Jr. era esencialmente un tío familiar, reconocía, un hombre de familia que soñaba, como no, con encontrar el amor verdadero, la compañera ideal y formar un hogar sereno y estable lleno de hijos, pero de momento la vida lo llevaba por otros derroteros. Había hecho intentos, claro, en medio de sus continuas aventuras amorosas, de asentar relaciones, la última precisamente con Brittany Hamilton, esa neoyorkina preciosa y divertida a la que se había aventurado a llevar con él a Dublín para vivir juntos, pero lamentablemente todo había salido fatal, un desastre y ella había acabado por convertir su vida en un infierno.

Desde América, Irlanda era vista como un sueño, como un país mágico, lleno de música, Leprechauns, hadas y fiesta continua, sin embargo, la realidad era bien diferente y Brittany jamás la asimiló. Ella, exmodelo, bloguera, It girl de moda y juerguista concienzuda no toleró su vida ordenada en Dublín, sus largas jornadas de trabajo, sus compromisos, su estrecha y peculiar relación familiar. Los O’Keefe eran una piña, compartían el mismo barrio, el trabajo, las comidas de los domingos y las continuas celebraciones familiares, y ella no lo soportó, y cuando empezó a discutir con la gente o a ignorarlos ostensiblemente, su relación empezó a empeorar.

Según ella sus relaciones eran enfermizas e inmaduras, insultaba por lo bajo a sus parientes menos afortunados o más ignorantes y un buen día su padre le dijo que «esa mujer» tenía prohibida la entrada en su casa.

–No la quiero cerca de mis hijos –fue lo único que le dijo, de sopetón y directamente, como era su costumbre.

–¿Por qué?, ¿ha pasado algo?

–Esa mujer, Paddy, además de tener graves problemas alimenticios, sicológicos y de comportamiento, es una drogadicta. Me parece estupendo que estés loco por ella, pero la quiero lejos de mi casa, de Manuela y de tus hermanos.

Y así fue, dejó de ir a ver a los niños todos los días y ella empezó a empeorar, porque era cierto, tenía problemas con la alimentación y se metía cocaína de vez en cuando, fumaba como un cosaco y acabó por irse a la cama todos los días borracha para poder soportar la «mierda» de vida que él la obligaba a llevar.

Tan solo dos meses después de su llegada triunfal a Dublín rompió con ella, le compró un billete de vuelta a Nueva York y la despachó con viento fresco. Había sido una verdadera tortura esa ruptura, llena de insultos, reproches, odios y tensiones, cosas de las que normalmente solía huir, así que cuando al fin la dejó en el aeropuerto y ella, para herirlo más, le dijo que había hecho varios intentos por tirarse a su padre, que era más hombre, tenía más pasta y estaba más bueno que él, la observó de arriba abajo, le dio la espalda y no volvió a mirar atrás.

Desde entonces, hacía ya seis meses, ella seguía insistiendo, le rogaba que volviera a los Estados Unidos, donde habían sido y volverían a ser felices, y amenazaba con suicidarse, pero le daba igual.

No la quería y aunque jamás, nunca, su padre le dijo nada sobre los coqueteos de Brittany con él, sabía que era verdad, no tenía la menor duda, y aquello no lo podría perdonar.

Galway girl acabó, salió de sus ensoñaciones y se bajó del coche. Saludó a algún vecino con la cabeza y llegó a la casa de su padre caminando tan tranquilo, bordeó el jardín delantero y se encaminó a la parte trasera, sacó la llave y tocó el timbre antes de abrir y encontrarse con la cocina en plena ebullición: los enanos en pijama y poniendo la mesa de puntillas mientras Manuela parecía estar acabando la cena. Él sonrió y miró a los dos pequeñajos que tenía enfrente mientras ellos corrían para hablarle como si llevara allí todo el día.

–Paddy, ¿has visto el video juego que nos trajo papá de París?

–No, no lo he visto.

–Al menos decid hola a vuestro hermano –regañó Manuela sacando una fuente enorme del horno–, se dice: Hola, Paddy ¿cómo estás?

–Hola, Paddy, ¿cómo estás?

–Hola, muy bien, gracias, ¿y vosotros?, ¿dónde está Michael?

–Hablando con papá.

–Vale, os ayudo con la mesa. –Se acordó de que era la noche elegida para contarle a Manuela lo del último incidente en el rugby y se lamentó por Michael, al que le esperaba un tremendo rapapolvo, otro, después del que seguramente le estaría echando su padre en privado.

–Hola, Paddy. –Levantó los ojos y vio a su padre, recién duchado y poniéndose una camiseta, llegando a la cocina. Le hizo una venia y miró de reojo como se apoyaba en la encimera para observar a su mujer de cerca–. Spanish Lady…

–¿Qué pasa, cariño? Cinco minutos y cenamos.

–No pasa nada… –se acercó y le besó el cuello–, ¿necesitas ayuda?

–No, ya está todo. Liam y Aidan, muchas gracias, la mesa ha quedado preciosa, ya os podéis sentar.

¿Quieres tomar algo, Paddy?

–Sí, me cojo una cerveza.

–Vale, estupendo. ¿Y Michael?

–Aquí estoy, mamá. –El niño apareció seguido de cerca por Russell y se sentó a la mesa mirándolo a los ojos–. Hola, Paddy.

–Hola, enano, ¿has visto el partido de Eire contra Canadá?

–No.

–Lo podemos ver después de la cena –apuntó su padre y se acercó para sentar a Aidan en su sillita.

–El video juego es de fantasmas –le dijo Liam, que a sus cinco años se volvía loco por los video juegos que Michael apenas le dejaba tocar–. ¿Quieres jugar?

–No me lo perdería por nada del mundo.

–Es muy chuli.

–Es de pequeños –opinó Michael moviendo la cabeza.

–Ah, claro… –sonrió y levantó las cejas mirando a Aidan–, ¿y quién cumple dos años el sábado?

–¡Yo! –dijo él levantando la mano.

–¿Y qué quieres para tu cumple, enano?

–Un balón.

–Ah, es cierto, un balón… –miró a Manuela y le guiñó un ojo–, a ver si tienes suerte.

–Seguro que sí. –Su madre se acercó, le besó la cabeza y luego se sentó junto a la fuente de lasaña recién sacada del horno–. Muy bien, a cenar antes de que se enfríe.

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