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Rebelión y fuga

Si entonces hubiera oído a los perros del trineo anunciando el inicio de la patrulla, creo que me habría sentido físicamente enfermo. Corrimos unos metros hasta la valla exterior … probablemente hacíamos poco ruido, pero me parecía que la conmoción era ensordecedora … Enloquecidos, trepamos de un salto y caímos sobre el último tramo de la alambrada al pie de la valla exterior, nos repusimos; jadeantes, nos preguntamos si todo iba bien, y de común acuerdo, comenzamos a correr.

SLAVOMIR RAWICZ, La larga marcha[1]

Entre los numerosos mitos que existen sobre el Gulag, el mito de la imposibilidad de escapar es el más imponente. Evadirse de los campos de Stalin, escribió Solzhenitsin, era «una empresa de gigantes, pero de gigantes condenados».[2] Shalámov, con su característico pesimismo, escribió: «Los condenados que trataban de escapar eran casi siempre recién llegados, que estaban en su primer año, hombres cuya libertad y vanidad no habían sido aniquiladas».[3] Nikolái Abákumov, el antiguo jefe suplente de la guarnición de Norilsk, desdeñaba la idea de una fuga exitosa: «Algunas personas huyen de los campos, pero ninguna logra llegar a “tierra firme”», es decir, a la Rusia central.[4]

Gustav Herling narra la historia de un compañero recluso que trató de escapar y fracasó: después de meses de minuciosa planificación, una huida exitosa, y siete días de hambriento vagabundeo por el bosque, se encontró a unos trece kilómetros del campo y consumido por el hambre; voluntariamente, se entregó.

Los campos, por supuesto, estaban construidos para impedir las fugas: en última instancia, para eso estaban los muros, la alambrada, las atalayas y la tierra de nadie cuidadosamente rastrillada. Pero en muchos campos, las alambradas no necesariamente eran lo que mantenía a los prisioneros confinados. El clima conspiraba contra la fuga (diez meses al año la temperatura estaba por debajo de cero), al igual que la geografía, un hecho imposible de apreciar hasta que uno no ha visto realmente la ubicación de algunos de los campos más lejanos por sí mismo.

Por ejemplo, es exacto decir que Vorkutá, la ciudad que surgió junto a las minas de carbón de Vorkutlag, no solo está aislada, sino que es virtualmente inaccesible. No hay camino que lleve a Vorkutá, pues está ubicada por encima del Círculo Polar Ártico: la ciudad y sus minas solo son accesibles en tren o en avión. En invierno, cualquier cosa que se mueva por la vasta tundra sin árboles, sería un blanco móvil. En verano el mismo paisaje se convierte en una ciénaga vasta e impenetrable.

Por si esto no bastara, había centinelas por todas partes: la región entera de Kolimá, cientos de kilómetros cuadrados de taiga, era una inmensa prisión, como lo eran la República de Komi, las extensas franjas del desierto de Kazajstán y el norte de Siberia. En estas zonas había pocas aldeas y pocos habitantes normales. Cualquiera que caminara solo sin los correspondientes documentos de identidad sería identificado de inmediato como un fugitivo, y podía ser tiroteado o golpeado para luego ser devuelto al campo.

No era probable que el prisionero fugitivo encontrara mucha ayuda de los lugareños que no eran guardias, ni tampoco de prisioneros, aun en el caso de que encontrara alguno. En la Siberia zarista había habido una tradición de compasión por el recluso o siervo fugitivo, para los cuales se dejaban tazones de leche y pan en las puertas por la noche.

En la Unión Soviética de Stalin, el clima era diferente. La inmensa mayoría habría optado por entregar al «enemigo» fugitivo, y aún con más satisfacción por entregar a un delincuente «reincidente». Y no solo porque creyeran del todo o a medias la propaganda sobre los prisioneros, sino porque si no lo hacían se arriesgaban a ser condenados a una larga pena ellos mismos.[5] Tampoco sus temores tenían que ser específicos, dada la atmósfera paranoica de la vida cotidiana:

Respecto a los lugareños, ninguno nos salvaría ni nos rescataría, en la forma que otros salvaron y ocultaron a los que escapaban de los campos de concentración alemanes. Se debía a que durante años habían vivido en el temor y la sospecha constantes, esperando de un momento a otro una nueva desgracia, temerosos uno del otro.[6]

En el caso de que la ideología y el miedo no compelieran a los lugareños a entregar a los prisioneros prófugos, la codicia sí lo hacía. Con razón o sin ella, muchos autores de memorias creían que los miembros de las tribus locales (los esquimales del norte polar, los kazajos del sur) eran cazadores que buscaban prisioneros a cambio de un kilo de pan o de un saco de trigo.[7] En Kolimá, un lugareño que trajera la mano derecha de un prófugo (o según algunos relatos, la cabeza) recibía un premio de 250 rublos, y las recompensas parecen haber sido similares en otras partes.[8] En un caso documentado, un lugareño reconoció a un prisionero que se hacía pasar por hombre libre, e informó de su presencia a la policía. Recibió 250 rublos. Su hijo, que había ido a la comisaría, recibió 150 rublos. En otro caso, un hombre que delató el paradero de un prófugo al jefe del campo recibió la bonita suma de 300 rublos.[9]

Los evadidos que eran capturados recibían castigos muy severos. Muchos eran fusilados al instante. Los cuerpos de los fugitivos muertos tenían un uso propagandístico:

Cuando llegábamos al portón, por un momento pensé que vivía una pesadilla: un cuerpo desnudo estaba suspendido en el puesto de entrada. Tenía las manos y los pies atados con alambre, la cabeza estaba inclinada hacia un lado, los ojos fijos estaban entrecerrados. Sobre la cabeza había una inscripción: «Este es el destino de los que intentan escapar de Norilsk».[10]

Zhigulin recuerda que los cadáveres de los hombres que habían intentado escapar eran colocados en el centro del lagpunkt de Kolimá, a veces durante un mes.[11] La práctica era antigua, se remontaba a Solovki. En 1940 era casi universal.[12]

Y sin embargo, los prisioneros trataban de escapar. En efecto, a juzgar por las estadísticas oficiales, y por la airada correspondencia que se conserva en los archivos del Gulag, tanto las fugas fallidas como las exitosas eran más comunes de lo que conceden los autores de memorias. Por ejemplo, hay documentos sobre los castigos aplicados después de las fugas exitosas. En 1945, después de varias fugas colectivas de los campos que rodeaban la «Zona de construcción 500 del NKVD», un ferrocarril a través de Siberia occidental, los oficiales de la Guardia Interior de la República fueron sentenciados de cinco a diez días de prisión, con el salario reducido en 50% por cada día pasado tras las rejas.[13]

También existen documentos sobre los guardias que frustraron las fugas. Una recompensa de 300 rublos se otorgó al guardia que hizo sonar la alarma cuando los prisioneros fugitivos habían asfixiado al centinela nocturno. Su jefe recibió 200 rublos, al igual que otro jefe de prisiones, y los soldados que participaron recibieron 100 rublos cada uno.[14]

Ningún campo era completamente seguro. Solovki, con su emplazamiento remoto, era considerado inexpugnable. Pero un par de guardias blancos, S. A. Malsagov y Yuri Bessonov, escaparon de uno de los campos continentales de SLON en mayo de 1925. Después de reducir a los guardias, caminaron durante treinta y cinco días hasta la frontera finlandesa. Ambos escribieron libros sobre su experiencia, que estuvieron entre los primeros textos que aparecieron sobre Solovki en Occidente.[15] En 1934 se produjeron dos fugas especialmente espectaculares, también de Solovki. En una participaron cuatro «espías», y en la otra «un espía y dos bandidos». En los dos casos los prófugos lograron apoderarse de unas lanchas, y se evadieron por vía fluvial, presumiblemente a Finlandia. Por consiguiente, el jefe del campo fue cesado y sus subordinados fueron amonestados.[16]

Cuando los campos de SLON se expandieron a la tierra firme de Carelia a finales de los años veinte, las oportunidades para escapar se multiplicaron, y Vladimir Chernavin las aprovechó. Chernavin era un experto en pesca que había tratado valientemente de infundir algún realismo al plan quinquenal del Consorcio Pesquero de Múrmansk. Su crítica al proyecto le reportó una condena de cinco años por «obstrucción». Fue enviado a Solovki. SLON finalmente lo puso a trabajar como experto prisionero en el norte de Carelia, donde debía planear nuevas empresas pesqueras.

Chernavin aguardó el momento oportuno. Durante meses fue ganando la confianza de sus superiores, quienes dieron permiso a su esposa y a su hijo de quince años, Andréi, para visitarlo. Un día durante su visita, en el verano de 1933, la familia se fue de picnic a la bahía cercana. Cuando llegaron al extremo occidental, Chernavin y su esposa le dijeron a Andréi que abandonaban la URSS a pie. «Sin brújula ni mapa, caminamos por las montañas vírgenes, por los bosques y las ciénagas, hasta Finlandia y la libertad», escribió Chernavin.[17]

La experiencia de Chernavin no sería la única; en efecto, el período de expansión del Gulag fue quizá la época dorada de la evasión. El número de prisioneros se multiplicaba, el número de guardias era insuficiente, los campos estaban relativamente cerca de Finlandia, y los castigos drásticos para los prófugos todavía no eran obligatorios. En 1930, 1174 presos huidos fueron capturados en la frontera finlandesa. Hacia 1932, 7202 fueron recapturados, y puede ser que el número de los que lograron escapar hubiera aumentado en proporción.[18] Según las estadísticas del Gulag, que no son del todo fiables, en 1933, 45 744 personas huyeron de los campos, de las cuales solo algo más de la mitad fueron capturadas (28 370).[19] Se informó de que la población local estaba siendo aterrorizada por un gran número de reclusos evadidos, y los jefes del campo enviaron constantes peticiones de refuerzos, al igual que los guardias de fronteras y el NKVD local.[20]

En respuesta, la OGPU estableció un control más estricto. En esa época se impuso la participación activa de la población local: una orden de la OGPU implantó la creación de un cinturón de 25 a 30 kilómetros alrededor de cada campo, dentro del cual la población local podría actuar activamente contra los prófugos. Las nuevas leyes dictaron penas de prisión adicionales para los prófugos. Los guardias sabían que si disparaban contra un prisionero en el curso de una fuga, podrían incluso recibir una recompensa.[21]

Sin embargo, el número de fugas no disminuyó tan rápidamente. En los años treinta, la evasión en grupo era más común en Kolimá que posteriormente. Los delincuentes fugitivos, acampados en los bosques, se organizaban en bandas, robaban armas, e incluso atacaban a los lugareños, a las expediciones geológicas y las aldeas locales. Después de al menos veintidós de estos incidentes, en 1936 se estableció una división especial para 1500 «elementos especialmente peligrosos» (prisioneros con probabilidades de escapar).[22]

En los primeros días de la Segunda Guerra Mundial, el número de prófugos volvió a aumentar abruptamente, gracias a las oportunidades creadas por la evacuación de los campos en la zona occidental del país, y al caos generalizado.[23] La cifra comenzó a disminuir con posterioridad en el curso de la guerra, pero no desapareció por completo. En 1947, cuando las fugas alcanzaron el nivel más alto de la posguerra, 10 440 prisioneros intentaron evadirse, solo 2894 fueron capturados.[24] Este es quizá un pequeño porcentaje de los millones que entonces estaban en los campos, pero sugiere que la evasión no era imposible, como algunos recuerdan. Y quizá su frecuencia contribuya a explicar el endurecimiento del régimen de los campos y el mayor grado de seguridad, que caracterizaron la vida en el Gulag durante el primer lustro de su existencia.

Por lo común, las memorias coinciden en que la abrumadora mayoría de futuros fugitivos eran delincuentes profesionales. La jerga del hampa lo refleja. Al referirse a la llegada de la primavera, se menciona la llegada del «fiscal verde» (como en «Vasya fue liberado por el fiscal verde»), ya que en la primavera se pensaba en las fugas del verano: «Un viaje a través de la taiga solo es posible durante el verano, cuando es posible comer hierba, bayas, raíces, o tortitas hechas de harina de musgo, y atrapar ratones de campo, ardillas, conejos…».[25] En el extremo norte más lejano, el tiempo óptimo para escapar era el invierno, al cual los delincuentes llamaban el «fiscal blanco»: solo entonces las ciénagas y el barro de la tundra eran practicables.[26]

De hecho, los delincuentes profesionales tenían más éxito en evadirse porque una vez que habían salido «de la alambrada» tenían una mayor posibilidad de sobrevivir. Si lograban llegar a una ciudad importante, podían mezclarse con el hampa local, falsificar documentos y encontrar lugares para esconderse. Con unas pocas aspiraciones de regresar al mundo «libre», los delincuentes también escapaban por diversión, para estar «fuera» una temporada. Si eran capturados, y lograban sobrevivir, ¿qué era una nueva sentencia de diez años para alguien que ya tenía dos sentencias de veinticinco años o más? Un antiguo zek recuerda que una delincuente huyó para acudir a una cita con un hombre. Regresó «rebosante de placer», aunque de inmediato fue enviada a la celda de castigo.[27]

Los prisioneros políticos escapaban con menor frecuencia. No solo les faltaba la red de contactos y la experiencia, sino que también eran perseguidos con más ahínco. Chernavin, que pensó mucho en estos temas antes de escapar él mismo, explicó la diferencia:

Los guardias no tomaban muy en serio la evasión de los delincuentes y no dedicaban mucho esfuerzo a perseguirlos: serían capturados cuando llegaran al ferrocarril o al pueblo. Pero para perseguir a los presos políticos, se organizaban partidas de inmediato: a veces se movilizaba a todas las aldeas vecinas y se llamaba a los guardias de la frontera para que colaborasen. El preso político siempre trataba de escapar al extranjero; en su patria no tenía refugio.[28]

Los intentos de fuga con frecuencia se iniciaban desde los campos de trabajo menos vigilados, pero no siempre era así. Si tomamos al azar el mes de septiembre de 1945, el 51% de los intentos de fuga documentados tuvieron lugar en las zonas de trabajo, el 27% en las zonas de alojamiento, y el 11% durante el traslado.[29] Edward Buca planeó fugarse con un grupo de jóvenes ucranianos de un tren de prisioneros con destino a Siberia:

Con la hoja de mi sierra tratamos de cortar cuatro o cinco tablones trabajando durante la noche y ocultando las marcas con una mezcla de pan y excremento de caballo del suelo del vagón. Cuando la abertura estuviera lista esperaríamos hasta que el tren se detuviera en el bosque y entonces empujaríamos los tablones y saltaríamos del vagón todos los que pudiéramos y nos dispersaríamos en todas direcciones para confundir a la guardia. A algunos nos dispararían, pero la mayoría podría escapar.[30]

Tuvieron que desistir del plan cuando se comenzó a sospechar del intento de fuga. Sin embargo, otros trataron de escapar de los trenes: en junio de 1940, dos delincuentes prisioneros consiguieron huir a través de una brecha del vagón.[31]

Algunos, como Chernavin, utilizaron su posición especial en el campo para organizar la huida. Los archivos documentan la historia de un prisionero que provocó un accidente en un tren de mercancías y escapó en medio de la confusión.[32] En otro caso, los prisioneros que habían sido destinados a enterrar cadáveres en el cementerio del campo le dispararon al guardia del convoy y lo pusieron en la fosa común, de modo que su cadáver no fuera reconocido de inmediato.[33] La evasión era más fácil para los prisioneros «no custodiados» que tenían pases que les permitían desplazarse de un campo a otro.

También se utilizó el disfraz. Shalámov cuenta la historia de un prisionero que escapó y logró vivir dos años en libertad, vagando por Siberia, simulando ser un geólogo. En cierto momento, las autoridades locales, orgullosas de tener a tal experto entre ellos, le pidieron muy respetuosamente que les diera una conferencia. «Krivoshei sonrió, citó a Shakespeare, esbozó un esquema en la pizarra y pronunció una decena de nombres extranjeros». Fue atrapado porque envió dinero a su esposa.[34] Su historia posiblemente es apócrifa, pero los archivos guardan casos similares. En cierta ocasión, un prisionero de Kolimá robó unos documentos, se coló en un avión y viajó a Yakutsk, donde fue descubierto cómodamente instalado en un hotel, con 200 gramos de oro en el bolsillo.[35]

No todas las evasiones implicaban ingeniosos proyectos imaginarios. Probablemente muchas o la mayoría de las fugas de los delincuentes implicaban violencia. Los fugitivos atacaban a los guardias militarizados, les disparaban o los estrangulaban, así como a los trabajadores libres y a los moradores.[36] Tampoco perdonaban a sus compañeros de reclusión. Uno de los métodos de evasión utilizados por los delincuentes implicaba la práctica del canibalismo. Un par de delincuentes acordaba fugarse previamente, junto con un tercer hombre (la «carne») que estaba destinado a convertirse en el sustento de los otros dos durante el viaje. Buca también cuenta el juicio de un asesino y ladrón profesional, que, junto con un colega, escapó con el cocinero del campo, su «suministro andante»:

No eran los primeros en tener esta idea. Cuando una gran colectividad de personas no sueña sino en escapar, es inevitable que se debatan todos los posibles medios de evasión. Un «suministro andante» es, en realidad, un prisionero gordo. Si uno tiene que hacerlo, puede matarlo y comérselo. Y hasta que uno lo necesite, él mismo está llevando la «comida».

Los dos hombres llevaron a cabo el plan, mataron al cocinero y se lo comieron, pero no habían contado con la duración del viaje. Comenzaron a sentir el aguijón del hambre:

Ambos sabían en el fondo de su corazón que el primero que se durmiera sería asesinado por el otro. De modo que ambos fingieron no estar cansados y pasaban la noche contando cuentos, vigilándose el uno al otro con atención. Su antigua amistad hacía imposible que uno atacara de improviso al otro, o confesarse mutuamente sus sospechas.

Finalmente, uno cayó dormido. El otro le cortó la garganta. Fue capturado, según afirma Buca, dos días después con trozos de carne cruda todavía en un saco.[37]

Aunque no hay manera de saber con qué frecuencia ocurría este tipo de evasión, hay suficientes historias similares, contadas por una gama bastante amplia de prisioneros, de los campos de comienzos de los años treinta y finales de los cuarenta, para estar seguro de que tuvieron lugar al menos de vez en cuando.[38] También se pueden encontrar en la tradición oral del Gulag algunas historias de fugas y fugitivos realmente extraordinarias, muchas de las cuales son igualmente apócrifas.

Finalmente tenemos el curioso caso de Slavomir Rawicz, cuyas memorias, La larga marcha, contienen la descripción más conmovedora y espectacular de la literatura del Gulag. Según su relato, Rawicz fue capturado después de la invasión soviética de Polonia, y deportado a un campo en el norte de Siberia. Afirma haberse escapado con la connivencia de la esposa del jefe del campo, en compañía de otros seis prisioneros, uno de ellos estadounidense. Con una joven polaca, una deportada que encontraron por el camino, lograron salir juntos de la Unión Soviética.

En su viaje (que de haber tenido lugar realmente habría sido extraordinario), rodearon a pie el lago Baikal, en la frontera de Mongolia, cruzaron el desierto de Gobi, atravesaron el Himalaya y el Tíbet, y llegaron a la India. Por el camino murieron cuatro prisioneros, el resto sufrió privaciones extremas. Desafortunadamente, los intentos de verificar la historia, que es casi idéntica al relato «El hombre que pudo reinar» de Rudyard Kipling, no han arrojado ningún resultado.[39] La larga marcha es una narración espléndida, aun en el caso de que nunca haya ocurrido. Su convincente realismo puede servir muy bien de lección para todos los que tratamos de escribir una historia objetiva de las fugas del Gulag.

Pues, de hecho, la fantasía de huir desempeñaba un papel importante en la vida de muchos prisioneros; incluso para miles de ellos que nunca lo intentarían, el sueño de escapar seguía siendo un apoyo importante. Los hombres jóvenes en especial especulaban, conversaban y discutían sobre los mejores métodos de evasión. Para algunos, esta conversación era una manera de combatir la sensación de impotencia, tal como escribe Gustav Herling:

Nos encontrábamos muchas veces en uno de los barracones, un grupo de amigos polacos, para hablar de los detalles del plan; recogíamos restos de metal en el trabajo, cajas viejas y trozos de vidrio, con los que nos imaginábamos que haríamos una brújula, reuníamos información sobre el campo circundante, y las distancias, las condiciones climáticas, y las peculiaridades geográficas del norte…

En esta tierra de pesadilla donde habíamos sido traídos de Occidente en cientos de trenes de mercancías, cada sondeo de nuestro ensueño privado nos daba nueva vida. Después de todo, si la participación en una organización terrorista inexistente puede ser un crimen castigado con diez años en un campo de trabajo, entonces, ¿por qué un clavo puntiagudo no podía ser una aguja de la brújula, un trozo de madera, un esquí, y un pedazo de papel lleno de puntos y líneas, un mapa?

Herling sospecha que todos los que participaban en estas conversaciones creían, en el fondo, que los preparativos eran inútiles. Sin embargo, el ejercicio tenía un propósito:

Recuerdo a un joven oficial de la caballería polaca que, durante los peores momentos de hambruna en el campo, tuvo la suficiente fuerza de voluntad para cortar una delgada rebanada de pan de su ración diaria, secarla al fuego y guardar este trozo en un saco que escondía en un misterioso escondrijo en el barracón. Años después, nos encontramos de nuevo en el desierto iraquí, y cuando bebiendo vodka recordábamos los días de prisión en una tienda de campaña, me burlé de su plan de fuga. Pero me respondió con seriedad: «No deberías reírte. Yo sobreviví al campo gracias a la esperanza de huir, y sobreviví al depósito de cadáveres gracias al pan que guardé. Un hombre no puede vivir si no sabe para qué está viviendo».[40]

Si la evasión del campo era algo imposible en la memoria colectiva de los supervivientes, la rebelión era impensable. La caricatura del zek oprimido, derrotado y deshumanizado, desesperado por colaborar con los mandos, incapaz de pensar mal del régimen soviético (por no hablar de organizarse contra él), aparece en muchas memorias, en especial en las de dos de las figuras literarias más célebres de la comunidad rusa de supervivientes, Solzhenitsin y Shalámov. Y puede ser que durante la mayor parte de la historia del Gulag, esta imagen no estuviera lejos de la verdad. El sistema de espionaje interno y de delación inspiraba en los prisioneros una mutua desconfianza. La demoledora fatalidad del trabajo y el dominio de los «mafiosos» hacía difícil que los prisioneros pensaran en organizar una oposición.

Sin embargo, una vez más los archivos aportan una perspectiva diferente, revelando la existencia de numerosas protestas y paros laborales de menor envergadura en el campo. Al parecer los cabecillas del hampa llevaron a cabo huelgas apolíticas cortas y frecuentes en la zona de trabajo cuando deseaban algo de los mandos del campo, quienes consideraban estos incidentes como una mera molestia. A finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta, la privilegiada posición de los criminales profesionales hacía que sintieran poco temor del castigo y les habría dado más oportunidades de organizar estas pequeñas revueltas.[41]

Las protestas de los delincuentes también ocurrieron muchas veces en los largos viajes en tren hacia el este, cuando no había agua ni comida, excepto arenques salados. Para obligar a los guardias a darles agua, los delincuentes presos se ponían de acuerdo en «gritar y clamar todos juntos», haciendo un ruido que los guardias detestaban, como recordaba un prisionero: «Una vez, las legiones romanas lloraron con el sonido del alarido de los antiguos germanos, tan aterrador era. El mismo terror sentían los sádicos del Gulag…».[42] Esta tradición duró hasta los años ochenta, cuando, como recuerda la poetisa disidente Irina Ratushinskaya, los prisioneros durante el transporte, si estaban insatisfechos con el trato, llevaban la protesta un poco más allá:

—¡Ea, compañeros! ¡Comienza la movida! —gritaba un hombre.

Los prisioneros comenzaban a sacudir el vagón con el cuerpo. Todos a la vez, iban primero hacia un lado y después hacia el opuesto. El vagón estaba tan lleno que los resultados podían apreciarse de inmediato. De esta manera, se podía sacar el vagón de la vía, descarrilando todo el tren.[43]

El hacinamiento y el alimento deficiente podían provocar protestas que podríamos definir como estallidos de histeria semiorganizados. Un testigo describe una escena de este tipo protagonizada por un grupo de mujeres delincuentes:

Unas doscientas mujeres, como obedeciendo una orden, de pronto se quitaron las ropas y comenzaron a correr completamente desnudas. Con poses groseras se agolpaban alrededor de los guardias y gritaban, se rascaban, reían y juraban, se desplomaban en aterradoras convulsiones, se arañaban el rostro hasta sangrar, caían de nuevo al suelo y de nuevo se levantaban para correr hasta la entrada, todas lanzando alaridos.[44]

Además de estos momentos de locura y espontaneidad, había otra tradición de protesta más antigua cuyos fines y métodos eran el legado directo de los primeros presos políticos (que a su vez la habían heredado de la Rusia prerrevolucionaria): los socialdemócratas, los anarquistas y los mencheviques que fueron encarcelados a comienzos de los años veinte. Este grupo de prisioneros mantuvo la tradición de las huelgas de hambre después de que fueron enviados en 1925 a las prisiones aisladas en la costa de Solovki.[45]

Pero incluso después de que fueron trasladados de la prisión de regreso a los campos otra vez, algunos trataron de mantener la tradición. A mediados de los años treinta, los trotskistas se unieron con los socialistas en una huelga de hambre. En octubre de 1936, cientos de trotskistas, anarquistas y otros prisioneros políticos del lagpunkt de Vorkutá comenzaron una huelga de hambre que duraría, según los documentos, 132 días. Sin duda que el propósito era político: los huelguistas exigieron que se los separara de los presos comunes, que la jornada se limitara a ocho horas, que fueran alimentados sin tener en cuenta el trabajo, y que sus sentencias fueran revocadas. En otro lagpunkt de Vorkutá, una gran huelga (a la que se unieron unos cuantos delincuentes profesionales) duró 115 días. En marzo de 1937, la dirección del Gulag decretó que se aceptaran las reivindicaciones de los huelguistas. A finales de 1938, no obstante, la mayoría había muerto en las ejecuciones masivas de ese año.[46]

Más o menos por la misma época, otro grupo de trotskistas se declaró en huelga en el campo de tránsito de Vladivostok, mientras esperaban pasar a Kolimá. Tenían reuniones para organizarse y eligieron un jefe que exigió el derecho a examinar el barco en que serían llevados. La petición fue rechazada. Cuando subían a la embarcación, cantaron canciones revolucionarias e incluso (si damos fe a lo que relataban los informantes del NKVD), desplegaron pancartas con lemas como: «¡Viva Trotski, el genio revolucionario!» y «¡Abajo Stalin!». Cuando el vapor llegó a Kolimá, los prisioneros volvieron a plantear sus reivindicaciones: cada uno debía trabajar en su especialidad, debía ser retribuido por ello, los cónyuges no debían ser separados, todos los prisioneros tenían derecho a enviar y recibir correo sin restricciones. A su debido tiempo, convocaron una serie de huelgas de hambre, una de las cuales duró cien días. Un testigo coetáneo escribió: «La dirección de los trotskistas prisioneros ha entrado en un mundo de fantasía y desconoce las relaciones reales de poder».[47]

Quizá en respuesta a estos amagos de rebelión, el NKVD comenzó a tratar las huelgas de hambre y las huelgas laborales con más seriedad. Desde finales de los años treinta, a los promotores de tales desórdenes se les impondrían castigos adicionales, e incluso la pena de muerte. Las huelgas laborales eran consideradas con más severidad que las huelgas de hambre: vulneraban la esencia del campo. El prisionero que no trabajaba no solo planteaba un problema disciplinario, también constituía un grave obstáculo para las metas económicas del campo.

Mas ni siquiera la perspectiva de un castigo seguro —y la conciencia de una muerte segura— podía eliminar por completo el impulso de todo prisionero a rebelarse. Después, a la muerte de Stalin, algunos lo harían masivamente. Pero aun en vida de este, aun durante los años más duros y difíciles de la guerra, el espíritu de rebelión siguió vivo, como lo demuestra la notable historia de la revuelta de Ust-Usa de enero de 1942.

Hasta donde sabemos, la rebelión de Ust-Usa fue única en los anales del Gulag. Si hubo otras rebeliones masivas en vida de Stalin, todavía no tenemos conocimiento de ellas. Sobre Ust-Usa sabemos bastante: las versiones de la historia han sido largo tiempo parte de la historia oral del Gulag, y los últimos años ha sido documentada con minuciosidad.[48]

Curiosamente esta rebelión no fue dirigida por un prisionero, sino por un trabajador libre. Mark Retyunin, en aquel tiempo, era el jefe del lagpunkt Lesoreid, un pequeño campo forestal dentro del complejo de Vorkutlag. El lagpunkt tenía cerca de 200 prisioneros, más de la mitad de los cuales eran presos políticos. Retyunin había tenido mucha experiencia del sistema de campos hacia 1942: como muchos jefes de campos pequeños, era un antiguo prisionero que había sido condenado a diez años por presunto robo a un banco. Sin embargo, los mandos del campo tenían confianza en él. Uno de ellos lo describía como un hombre «dispuesto a sacrificar la vida por los intereses productivos del campo». Otros lo recuerdan como un bebedor o un jugador de naipes, prueba quizá de su pasado delictivo.

Los motivos precisos de Retyunin no se han aclarado. Parece que se sintió escandalizado cuando, después del estallido de la guerra en junio de 1941, el NKVD aprobó un edicto prohibiendo que los presos políticos salieran de los campos, aunque hubieran cumplido su sentencia. Afanasi Yashkin, el único de los conspiradores originarios que sobrevivió a la rebelión, confesó a los interrogadores del NKVD que Retyunin había creído que todos los habitantes del lagpunkt, prisioneros y no prisioneros por igual, serían ejecutados cuando los alemanes comenzaran a penetrar en la Unión Soviética. «¿Qué tenemos que perder, si nos matan? —les habría exhortado—. ¿Cuál es la diferencia?: caemos muertos mañana, o morimos hoy como rebeldes».

No se conocen más detalles de los preparativos. No es extraño que Retyunin no dejara más documentación. Sin embargo, queda claro, a partir de los acontecimientos, que la rebelión fue cuidadosamente planeada. Los rebeldes hicieron su primer movimiento en la tarde del 24 de enero de 1942, un sábado, el día en que la Guardia Interior planeaba utilizar los baños del campo. Debidamente entraron en fila. El auxiliar del baño, un recluso chino llamado Lu Fa, que estaba involucrado en la conspiración, rápidamente cerró la puerta tras ellos. De inmediato, los conspiradores desarmaron al resto de los guardias, que se habían quedado vigilando en la vajta.

A continuación, un grupo de rebeldes abrió los almacenes y comenzó a distribuir ropa y botas de buena calidad a los prisioneros. Habían sido especialmente guardados por Retyunin, que llamó a los prisioneros a unirse a la rebelión. No todos lo hicieron, algunos tenían miedo, otros consideraban que era una situación sin salida, e incluso hubo quienes trataron de convencer a los rebeldes de que depusieran su actitud completamente. Otros se mostraron de acuerdo. Casi a las cinco de la tarde, más o menos una hora después de que la rebelión comenzara, un grupo de cien hombres marchaban en formación hacia Ust-Usa, el pueblo vecino.

Primero, los moradores, confundidos por el aspecto bien trajeado de los prisioneros, no entendieron lo que sucedía. Después los rebeldes, divididos en dos grupos, atacaron la estafeta de Correos y la cárcel del pueblo con éxito total. Abrieron las celdas de la cárcel y doce prisioneros más se unieron a sus filas. En la estafeta, cortaron las comunicaciones con el exterior. Ust-Usa había caído bajo el control de los prisioneros.

En ese momento, la gente del pueblo comenzó a resistir. Una batalla campal se produjo en el centro de Ust-Usa. Los rebeldes desarmaron a algunos policías del pueblo, y consiguieron más armas. Sin embargo, no lograron reducir a los animosos defensores del cuartel de la milicia. La batalla prosiguió durante toda la noche, y en la madrugada las bajas de los rebeldes eran graves: nueve muertos, un herido, cuarenta prisioneros. Los que quedaban resolvieron adoptar una nueva táctica: dejar Ust-Usa, y dirigirse a otro pueblo, Kozhva. Pero no sabían que las autoridades de Ust-Usa habían pedido ayuda, utilizando una emisora oculta en el bosque. Todos los caminos en todas las direcciones iban llenándose poco a poco de milicianos armados.

Tuvieron suerte al comienzo. Casi inmediatamente los rebeldes llegaron a un pueblo donde no encontraron una resistencia real. En la estafeta escucharon una transmisión en abierto y se dieron cuenta de que la milicia se dirigía hacia ellos. Dejaron la ruta principal, y se internaron en la tundra, ocultándose primero en una granja de caribúes, donde fueron descubiertos en la mañana del 28 de enero: se inició otra batalla con numerosas bajas para ambos bandos. Al anochecer, sin embargo, los rebeldes habían escapado (unos treinta quedaban vivos) y se escondieron dentro un refugio de cazadores en la montaña cercana. Unos decidieron permanecer allí y luchar. Otros salieron a los bosques donde, en la crudeza del invierno, a campo abierto, no tendrían ninguna oportunidad.

El desenlace tuvo lugar el 31 de mayo y duró un día y una noche. Cuando la milicia se acercaba, algunos rebeldes se dispararon un tiro, incluido Retyunin. El NKVD dio caza a los restantes en los bosques, capturándolos uno por uno. La milicia amontonó los cadáveres, y en un frenesí de odio, los mutiló y los fotografió. Las fotografías conservadas en los archivos regionales muestran cuerpos torturados, retorcidos, cubiertos de nieve y sangre. No hay documentación sobre dónde fueron enterrados. La leyenda del lugar dice que los milicianos los quemaron en el mismo sitio.

Finalmente, los rebeldes capturados fueron enviados por avión a Siktivkar, la capital de la región, e inmediatamente sometidos a una investigación. Después de más de seis meses de interrogatorios y torturas, diecinueve fueron condenados a los campos nuevamente, y cuarenta y nueve ejecutados en agosto de 1942.

La mortandad entre los defensores del orden soviético fue alta. Pero no era solo la pérdida de unas decenas de guardias y civiles lo que preocupaba al NKVD. Según el testimonio preservado, Yashkin también «confesó» que el objetivo final de Retyunin era deponer a las autoridades regionales, imponer un régimen fascista y, naturalmente, aliarse con la Alemania nazi. Sabiendo lo que sabemos de los métodos de interrogación soviéticos, podemos desestimar estos motivos.

La rebelión fue algo más que una revuelta criminal. Es obvio que tuvo una motivación política y abiertamente antisoviética. Tampoco los participantes encajan en el perfil del fugitivo delincuente habitual: la mayoría eran presos políticos. El NKVD sabía que los rumores de la rebelión se propagarían rápidamente por los campos cercanos, que tenían un inusitado número de presos políticos en los años de la guerra. Entonces y después, algunos sospechaban que los alemanes conocían la existencia de los campos de Vorkutá, y que planeaban utilizarlos como quinta columna, si su avance en Rusia penetraba hasta allí. Los rumores de que los espías alemanes solían descender en paracaídas en la región persisten hasta hoy.

Moscú temía una nueva acción de este tipo y tomó medidas. El 20 de agosto de 1942, todos los jefes de los campos del sistema recibieron un memorándum: «Sobre el aumento de actividades contrarrevolucionarias en los campos correccionales de trabajo del NKVD». En él se exigía que se eliminara al «elemento contrarrevolucionario y antisoviético». Las investigaciones ulteriores realizadas en toda la Unión Soviética «pusieron al descubierto» un número masivo de presuntas conspiraciones, desde el Comité de Liberación del Pueblo en Vorkutá hasta la Sociedad Rusa por la Venganza contra los Bolcheviques en Omsk. En un informe publicado en 1944, declaraba que se habían descubierto 603 grupos insurgentes que operaban dentro de los campos en los años 1941-1943 con un total de 4640 miembros.[49]

Sin duda, la gran mayoría de estos grupos eran ficticios. Fueron creados para probar que las redes de delatores en el interior de los campos estaban realmente haciendo algo. No obstante, los mandos estaban en lo correcto al preocuparse: la rebelión de Ust-Usa resultaría en verdad ser un presagio del futuro. Aunque fue derrotada, no fue olvidada ni lo fueron los sufrimientos de los socialistas y trotskistas ejecutados. Una década después, una nueva generación de prisioneros volvería a planear la huelga política, tomando el testigo de los rebeldes y los huelguistas de hambre, adaptando su táctica para una nueva época.

Sin embargo, hablando con propiedad, su historia pertenece a los capítulos siguientes. No son parte de la historia de la vida en los campos en el apogeo del régimen del Gulag, sino parte de una historia posterior: la de cómo el Gulag llegó a su fin.

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