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III - El auge y la caída del compelajo industrial de campos, 1940-1986 » 27 - Los años ochenta: la demolición de estatuas

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Los años ochenta: la demolición de estatuas

Al derruir el pedestal hendido de la estatua

el acero de los taladros envía al cielo un aullido.

La mezcla más dura de cemento

fue calculada para resistir milenios…

Todo lo que la mano creó en el mundo en que vivimos

puede ser reducido a escombros por la mano de los hombres.

Pero lo fundamental es esto:

en su esencia la piedra

no es buena ni mala.

ALEKSANDR TVARDOVSKI,

«El pedestal hendido de la estatua»

[1]

Para cuando Yuri Andrópov asumió el cargo de secretario general del Partido Comunista soviético en 1982, su «campaña» contra los elementos antisociales en la Unión Soviética estaba muy avanzada. A diferencia de algunos de sus predecesores, Andrópov siempre había pensado que los disidentes, pese a su pequeño número, debían ser tratados como una seria amenaza al poder soviético. Había sido embajador soviético en Budapest en 1956, y había visto cuán rápidamente un movimiento intelectual podía convertirse en una revolución popular. También pensaba que los muchos problemas de la Unión Soviética (políticos, económicos, sociales) podían resolverse aplicando una mayor disciplina: campos y prisiones más estrictos, vigilancia más rigurosa y más hostigamiento.[2]

Estos eran los métodos que Andrópov había defendido cuando dirigía el KGB, desde 1970 en adelante, y continuó promoviéndolos durante su breve liderazgo de la Unión Soviética. Gracias a él, la primera mitad de la década de 1980 se recuerda como la época más represiva de la historia soviética postestalinista. Fue como si la presión del sistema estuviera por alcanzar un punto de ebullición, poco antes de desintegrarse por completo.

Por supuesto, desde finales de los años setenta, el KGB de Andrópov había hecho numerosos arrestos y segundos arrestos: bajo su dirección, los activistas recalcitrantes con frecuencia fueron condenados de nuevo al terminar sus primeras condenas, tal como había pasado en la época de Stalin. El ser parte de uno de los grupos de Helsinki —organizaciones disidentes que trataban de supervisar la adhesión de la Unión Soviética al tratado de Helsinki— se convirtió en una vía segura a la prisión. Veintitrés miembros del grupo de Moscú fueron arrestados entre 1977 y 1979, y siete fueron expulsados del país. Yuri Orlov, jefe del grupo de Helsinki de Moscú, siguió en prisión durante la primera mitad de los años ochenta.[3]

El arresto no era la única arma de Andrópov. Como su objetivo era ante todo disuadir a las personas de unirse al movimiento disidente, el alcance de la represión se amplió mucho más. Aquellos que fueran mínimamente sospechosos de simpatizar con los derechos humanos, o con los movimientos nacionalistas o religiosos eran candidatos a perderlo todo. Ellos y sus cónyuges podían ser privados no solo de su empleo, sino de su estatus profesional y sus acreditaciones; a sus hijos se les negaba el derecho a estudiar en la universidad. Se los podía dejar sin teléfono, se les podía revocar el permiso de residencia y restringir los viajes.[4]

A finales de los años setenta, las múltiples «medidas disciplinarias» de Andrópov habían logrado dividir al movimiento disidente y sus seguidores en el exterior en pequeños y rígidos grupos de interés, que a veces desconfiaban unos de los otros. Había activistas en pro de los derechos humanos (cuyo destino era atentamente supervisado por grupos como Amnistía Internacional); disidentes baptistas (apoyados por la Iglesia baptista internacional); disidentes nacionalistas (ucranianos, letones, georgianos, etc., apoyados por sus compatriotas exiliados).

En Occidente, el grupo más destacado de nacionalistas eran los refuseniks, judíos soviéticos a los que se había negado el derecho a emigrar a Israel. Su importancia fue producto de la enmienda Jackson-Vanik del Congreso de Estados Unidos en 1975, que había vinculado el comercio entre Estados Unidos y la Unión Soviética al tema de la emigración; los refuseniks siguieron siendo una cuestión central para Washington hasta el fin de la Unión Soviética. En otoño de 1986, en una reunión con Gorbachov en Reikiavik, el presidente Reagan presentó al dirigente soviético una lista de 1200 judíos soviéticos que querían emigrar.[5]

Ahora claramente separados de los delincuentes, todos estos grupos estaban bien representados en los campos y prisiones soviéticos, donde se organizaron como los presos políticos de pasadas épocas, en pro de causas comunes.[6]

Para entonces, podría decirse que los campos servían como una especie de establecimiento para hacer contactos, casi como una escuela de disidencia, donde los presos políticos podían encontrar a otros con ideas parecidas. A veces, celebraban las fiestas nacionales de los demás, lituanos y letones, georgianos y armenios, y discutían un poco sobre qué país sería el primero en independizarse de la Unión Soviética.[7] Había contactos entre varias generaciones: los bálticos y ucranianos tuvieron la oportunidad de conocer a la primera generación de nacionalistas, los guerrilleros antisoviéticos condenados a veinticinco y treinta y cinco años que nunca fueron puestos en libertad. De estos últimos, Bukovski escribió que como «sus vidas se habían detenido cuando tenían veinte años», los campos los habían preservado de alguna manera: «Los domingos de verano salían despacio al sol con sus acordeones a tocar baladas hacía mucho olvidadas en sus comarcas nativas. Verdaderamente era como entrar en un país de ultratumba».[8]

A la generación anterior no le resultaba fácil comprender a sus compatriotas más jóvenes. Los hombres y las mujeres que habían luchado con armas en el bosque no podían entender a los disidentes que luchaban con trozos de papel.[9] Mas los viejos todavía podían inspirar a los jóvenes con su ejemplo. Tales encuentros ayudaron a formar personas que organizarían, avanzada la década, los movimientos nacionalistas que en última instancia contribuirían a destruir la propia Unión Soviética. Al considerar la experiencia pasada, David Berdzenizhvili, un activista georgiano, me dijo que estaba contento de haber pasado dos años en la década de 1980 en un campo de trabajo antes que dos años en el ejército soviético.

Si los vínculos personales se consolidaban, también los vínculos con el mundo externo. Una edición de la Crónica publicada en 1979 ilustra esto a la perfección, pues contiene, entre otros, un relato día a día de la vida en el pabellón de castigo de Perm-36:

1 de septiembre: Zhukaukas encontró un gusano blanco en la sopa.

26 de septiembre: Encontró un insecto negro de 1,5 cm en su escudilla. Informó del descubrimiento de inmediato al capitán Nelipovich.

27 de septiembre: En la celda de castigo n.º 6 la temperatura oficial era de 12 ºC.

2 de octubre: Se puso un calefactor en la celda n.º 6 (Zhukaukas, Gluzman, Marmus). La temperatura por la mañana y por la noche era de 12 grados. Se pidió a Zhukaukas que firmara un documento en que decía que su rendimiento era diez veces menor de lo que era. Se negó…

10 de octubre: Baljanov rehusó asistir voluntariamente a una reunión de la comisión de educación del campo. Por orden de Nikomarov fue llevado a la fuerza.

Y así sucesivamente.

Las autoridades parecían impotentes para impedir que circulara este tipo de información, o que apareciera al instante en las emisoras de radio occidentales que emitían en la URSS. El arresto de Berdzenishvili fue anunciado en la BBC dos horas después de haber ocurrido.[10] La poetisa Irina Ratushinskaya, activista por los derechos humanos, y sus compañeras de barracón en el campo de Mordovia enviaron a Reagan un mensaje de felicitación cuando ganó las elecciones en Estados Unidos. En dos días lo había recibido. El KGB, escribió jubilosa, estaba «fuera de sí».[11]

A los analistas exteriores más sensatos que observaban el extraño mundo de la Unión Soviética, esta valentía les parecía un poco fuera de lugar. Andrópov parecía haber ganado la partida. Una década de hostigamiento, reclusión y exilio forzado había dejado al movimiento reducido y débil.[12] La mayoría de los disidentes más famosos habían sido silenciados: a mediados de los años ochenta, Solzhenitsin se exilió en el extranjero, y Sajárov quedó en un exilio interior en la ciudad de Gorki. Había policías del KGB sentados en la puerta de Roy Medvedev vigilando todos sus movimientos. Nadie en la URSS parecía percatarse de su lucha. Peter Reddaway, quizá el principal especialista occidental en la disidencia soviética de la época, escribió en 1983 que los grupos disidentes «han hecho poco o ningún avance entre el gran público en el interior de Rusia».[13]

Los guardias y celadores, los médicos y la policía secreta, todos parecían seguros y firmes en sus profesiones. Pero la tierra se estaba moviendo bajo sus pies. Resultó que la rotunda negativa de Andrópov a tolerar la disensión no duraría. Cuando murió en 1984, esa política moriría con él.

Nombrado secretario general del Partido Comunista soviético en marzo de 1985, el carácter del nuevo dirigente soviético, Mijaíl Gorbachov, resultaba enigmático a los extranjeros y a sus compatriotas por igual. Era sinuoso y afable como otros burócratas soviéticos. Pocos sabían entonces que Gorbachov provenía de una familia de «enemigos». Uno de sus abuelos, un campesino, había sido detenido y enviado a un campo de trabajo en 1933. Su otro abuelo había sido arrestado en 1938 y torturado en prisión por un agente que le rompió los dos brazos. El impacto de esto en el joven Mijaíl fue enorme, tal como escribió en sus memorias: «Nuestros vecinos comenzaron a evitar nuestra casa como si hubiera la peste. Solo en la noche algún pariente se aventuraba a pasar. Incluso los niños del vecindario me evitaban … todo esto fue un gran golpe para mí y ha quedado grabado en mi memoria desde entonces».[14]

Sin embargo, los primeros meses de la época de Gorbachov fueron decepcionantes. Inició una campaña contra el alcohol, que irritó a la población; destruyó antiguos viñedos en Georgia y Moldavia, y pudo ser la causa del hundimiento económico que vino algunos años después: algunos creen que la caída de las ventas de vodka destruyó para siempre el delicado equilibrio financiero del país. Solo en abril de 1986, después de la explosión de la central nuclear de Chernobil en Ucrania, estuvo Gorbachov preparado para hacer cambios genuinos. Convencido de que la Unión Soviética necesitaba hablar abiertamente de sus problemas, planteó una propuesta de reforma: glasnost o transparencia.

Al parecer, Gorbachov esperaba que el debate abierto de la crisis económica, ecológica y social muy patente de la Unión Soviética llevaría a resoluciones rápidas, a la reestructuración (la perestroika) de la que había comenzado a hablar en sus discursos. En un período increíblemente breve, sin embargo, la glasnost comenzó a centrarse en la historia soviética.

En efecto, cuando se cuenta lo que pasó en el debate público en la Unión Soviética a finales de los años ochenta, uno siempre está tentado de usar metáforas referentes a una inundación: era como si se hubiera roto un dique, o un dique hubiera estallado, o un mar se hubiera desbordado. En enero de 1987, Gorbachov dijo a un grupo curioso de periodistas que los «vacíos» de la historia de la Unión Soviética debían ser subsanados. Hacia noviembre, tanto había cambiado que Gorbachov se convirtió en el segundo dirigente en la historia soviética en hablar abiertamente de los «vacíos» en un discurso:

… la carencia de una adecuada democratización de la sociedad soviética fue precisamente lo que hizo posible tanto el culto de la personalidad como la violación de la ley, la arbitrariedad y la represión de los años treinta; para decirlo claramente: delitos basados en el abuso del poder. Muchos miles de miembros del partido, y no miembros, fueron sometidos a una represión masiva. Esa, camaradas, es la amarga verdad.[15]

Gorbachov era realmente menos elocuente de lo que había sido Jruschov, pero su impacto en el gran público soviético fue probablemente mayor. El discurso de Jruschov, después de todo, había sido pronunciado en una reunión a puerta cerrada. Gorbachov había hablado en la televisión nacional.

Gorbachov también continuó su discurso con mucho más entusiasmo del que Jruschov había mostrado. A consecuencia del mismo, nuevas «revelaciones» comenzaron a aparecer cada semana en la prensa soviética. Finalmente, el público soviético tenía la oportunidad de leer a Mandelstam y a Brodski, el Réquiem de Anna Ajmátova, Doctor Zhivago de Boris Pasternak, e incluso Lolita de Vladimir Nabokov. Después de una lucha, Novyi Mir, ahora con un nuevo consejo editor, comenzó a publicar por entregas el Archipiélago Gulag de Solzhenitsin.[16] Un día en la vida de Iván Denísovich pronto vendería millones de ejemplares, y autores cuyas obras solo habían circulado en la samizdat (en el mejor de los casos), vendían cientos de miles de ejemplares de sus memorias del Gulag: Lev Razgon, Anatoli Zhigulin, Varlam Shalámov, Dmitri Lijachev y Anna Larina.

El proceso de rehabilitación también volvió al primer plano. Entre 1964 y 1987, solo veinticuatro personas habían sido rehabilitadas. Ahora, en parte en respuesta a las espontáneas revelaciones de la prensa, el proceso comenzó de nuevo. Esta vez, aquellos que habían sido olvidados en el pasado fueron incluidos: Bujarin, junto con diecinueve dirigentes bolcheviques condenados en los procesos de la purga de 1938, estuvo entre los primeros. «Los hechos habían sido falsificados», anunció solemnemente el portavoz del gobierno.[17]

La nueva literatura fue concomitante a las nuevas revelaciones de los archivos soviéticos, que provenían de historiadores soviéticos que (según afirmaban) habían tomado conciencia de la verdad, así como de la Sociedad Memoria, fundada por un grupo de jóvenes historiadores, algunos de los cuales habían estado compilando relatos orales de los supervivientes de los campos durante muchos años. Entre ellos estaba Arseni Roginski, fundador de la revista Pamiat (Memoria), que primero comenzó a aparecer en la samizdat y después en la emigración, ya en los años setenta. El grupo formado en torno a Roginski había comenzado a crear una base de datos de los reprimidos. Después, Memoria iniciaría la lucha para la identificación de los cuerpos enterrados en las fosas comunes de los alrededores de Moscú y Leningrado, y la erección de monumentos y memorias de la época estalinista. Después de un intento breve y fallido de convertirse en un movimiento político, Memoria surgiría finalmente en los años noventa como un centro importante para el estudio de la historia soviética, así como de los derechos humanos, en la federación rusa. Roginski siguió siendo el líder, y uno de sus historiadores estrella. Las publicaciones históricas de Memoria fueron pronto conocidas por los estudiosos de la Unión Soviética en todo el mundo por su precisión, su fidelidad a los hechos y su trabajo cuidadoso y juicioso en los archivos.[18]

Pero aunque el cambio en la calidad del debate público se había producido con una rapidez apabullante, Gorbachov seguía siendo, como Jruschov, un creyente fiel en el régimen soviético. Nunca intentó desafiar los principios básicos del marxismo soviético, o los logros de Lenin. Su intención fue siempre reformar y modernizar la Unión Soviética, no destruirla. Quizá debido a su propia experiencia familiar, había comenzado a creer que era importante decir la verdad sobre el pasado. Aunque primero, al comienzo, no parecía ver el vínculo entre el pasado y el presente.

Por esa razón, la publicación de una andanada de artículos sobre los campos, prisiones y asesinatos masivos estalinistas del pasado no estuvo acompañada de la puesta en libertad masiva de los disidentes aún presos. A finales de 1986, aunque Gorbachov se preparaba para hablar de los «vacíos»; aunque Memoria había comenzado a promover abiertamente la construcción de un monumento a la represión, aunque el resto del mundo comenzaba a hablar con entusiasmo sobre la nueva cúpula de la URSS, Amnistía Internacional conocía los nombres de 600 prisioneros de conciencia todavía recluidos en los campos soviéticos, y sospechaba de la existencia de muchos más.[19]

Uno de ellos era Anatoli Marchenko, que murió durante una huelga de hambre en Jristopol en diciembre de ese año.[20] Cuando su esposa, Larisa Bogoraz, llegó a la prisión, encontró a tres soldados vigilando el cuerpo, que había sido llevado aparte para la autopsia. No se le permitió ver a nadie en la prisión —ni médicos, ni prisioneros ni funcionarios—, excepto al oficial político, Churbanov, que la trató con rudeza. Rehusó decirle cómo había muerto Marchenko, y no le daría el certificado de defunción, ni el de inhumación, ni el historial médico ni siquiera las cartas y diarios de Marchenko.[21]

Aunque las autoridades crearon una nebulosa de misterio en torno a la muerte de Marchenko, Borogaz dijo después que no podían ocultar que «Anatoli Marchenko murió luchando. Su lucha había durado veinticinco años, y nunca había enarbolado la bandera blanca de la rendición».[2]

Pero su trágica muerte no fue en vano. Posiblemente en reacción a la oleada de mala prensa en torno a su muerte (las declaraciones de Bogoraz fueron difundidas en todo el mundo), a finales de 1986, Gorbachov decidió conceder el perdón general a todos los presos políticos soviéticos.

Hubo muchas cosas raras en la amnistía que clausuró las prisiones políticas de la Unión Soviética para siempre. Nada era más extraño, sin embargo, que la escasa atención que suscitó. Después de todo, era el fin del Gulag, del sistema de campos por el que habían pasado millones de personas. Era el triunfo del movimiento por los derechos humanos, que había sido el centro de la atención diplomática durante las dos décadas anteriores. Era un verdadero momento de transformación histórica, pero casi nadie lo advirtió.

Los mejores de entre los muchos escritores y periodistas de talento que vivían en Moscú a finales de los años ochenta estaban demasiado preocupados por los acontecimientos del momento: los intentos de reforma económica, las primeras elecciones libres, la transformación de la política exterior, el fin del imperio soviético en Europa oriental, el fin de la propia Unión Soviética.[23]

Distraídos por esas mismas cuestiones, los rusos no lo advirtieron. Los disidentes cuyos nombres habían sido famosos en la clandestinidad volvieron y descubrieron que ya no lo eran. Eran ancianos en su mayoría y estaban fuera de sintonía con los tiempos. Según Paul Hofheinz, un periodista occidental que estaba en Rusia en aquel momento, «habían hecho carrera en privado, escribiendo peticiones en sus dachas en antiguas máquinas de escribir, desafiando a las autoridades mientras tomaban sorbos de un té absurdamente dulce, con el albornoz puesto. No estaban hechos para las batallas en el Parlamento o en la televisión, y parecían profundamente confundidos por cuán dramáticamente había cambiado el país mientras ellos estuvieron alejados».[24]

La mayoría de los antiguos disidentes que siguieron en la vida pública no estuvieron centrados solo en el destino de los restantes campos de concentración de la Unión Soviética. Andréi Sajárov, liberado del exilio interior, en diciembre de 1986, y elegido diputado para el Congreso del Pueblo en 1989, rápidamente comenzó a promover la reforma de la propiedad.[25] Dos años después de su liberación, el prisionero armenio Levon Ter-Petrossian fue elegido presidente de su país. Una multitud de ucranianos y bálticos pasaron directamente de los campos en Perm y Mordovia a las formaciones políticas de sus respectivos países, promoviendo abiertamente la independencia.[26]

El KGB observó que sus prisiones políticas se cerraban, por supuesto, pero parecía incapaz de comprender su significado. Leyendo los pocos documentos oficiales disponibles de la segunda mitad de los años ochenta, sorprende cuán poco había cambiado el lenguaje de la seguridad del Estado. En 1986, Viktor Chebrikov, entonces jefe del KGB, envió un informe al comité central hablando de la continua lucha de su organización contra las «actividades de los organismos de espionaje imperialistas, y de los elementos enemigos soviéticos que estaban vinculados a ellas». También alardeaba de que el KGB había «paralizado» las actividades de varios grupos, entre ellos los comités supervisores de Helsinki, y que había obligado, en el período de 1982 a 1986, a «más de 100 personas a renunciar a su actividad ilegal y volver a la senda de la justicia». Sin embargo, unos párrafos después, Chebrikov reconocía que las cosas podían haber cambiado. Uno tiene que leer con atención para comprender cuán espectacular era el cambio: «Las condiciones presentes de la democratización de todos los aspectos de la sociedad, y el fortalecimiento del partido y la sociedad, hacen posible una nueva evaluación de la cuestión de la amnistía».[27]

En una declaración separada agregaba, casi como una idea adicional, que, según los cálculos del KGB, 96 personas estaban recluidas innecesariamente en hospitales psiquiátricos especiales. Sugería que aquellos que «no representen un peligro para la sociedad» deberían ser puestos en libertad.[28] El comité central aceptó, y en febrero de 1987 perdonó a doscientos prisioneros condenados según el artículo 70 o el 190-1. Unos meses después fueron liberados otros más para señalar el Milenio de la Cristiandad Rusa. Más de dos mil (muchos más que los 96) serían liberados de los hospitales psiquiátricos en los dos años siguientes.[29]

Sin embargo, quizá por hábito o porque veía que su poder se desvanecía junto con la población carcelaria, el KGB parecía extrañamente reluctante a dejar en libertad a los presos políticos. Como fueron formalmente perdonados, no amnistiados, a los presos políticos liberados en 1986 y 1987 se les pidió que firmaran un documento desvinculándose de toda actividad antisoviética. La mayoría pudieron inventar sus propias fórmulas, eludiendo las disculpas: «Debido a mi mala salud, no intervendré en más actividades antisoviéticas», o «Nunca fui antisoviético, fui anticomunista y no hay leyes que prohíban el anticomunismo».[30]

No obstante, a otros se les exigió una vez más abandonar sus creencias, y se les ordenó emigrar.[31] Un disidente georgiano permaneció durante seis meses más, simplemente porque rehusó escribir cualquier fórmula que el KGB pudiera idear.[32] Otro rehusó solicitar formalmente el perdón «pretextando que no había cometido ningún delito».[33]

Sin embargo, a trancas y barrancas, con avances y retrocesos, el régimen represivo llegaba a su fin, como todo el sistema. En efecto, en el momento en que los campos de presos políticos en Perm fueron clausurados para siempre en febrero de 1992, la propia Unión Soviética había dejado de existir. Las antiguas repúblicas soviéticas se habían convertido en países independientes. Algunas de ellas (Armenia, Ucrania, Lituania) eran dirigidas por antiguos prisioneros; otras por antiguos comunistas cuyas creencias se desmoronaron en los años ochenta, cuando vieron por primera vez las pruebas del terror pasado.[34] El KGB y el MVD, aunque no fueron desmantelados, fueron reemplazados por otras organizaciones diferentes. Los agentes de la policía secreta comenzaron a buscar nuevos trabajos en el sector privado. Los celadores de las prisiones vieron la luz, y discretamente se trasladaron al gobierno local. El nuevo Parlamento ruso aprobó, en noviembre de 1991, una «Declaración de los derechos y las libertades del individuo», garantizando, entre otras, la libertad de viajar, de religión y de estar en desacuerdo con el gobierno.[35] Lamentablemente, la nueva Rusia no estaba destinada a convertirse en un modelo de tolerancia étnica, religiosa o política, pero esa es una historia diferente.

Los cambios tuvieron lugar a una velocidad abrumadora, y nadie parecía más confuso que el hombre que había desatado la desintegración de la Unión Soviética. Pues este fue, finalmente, el punto más débil de Gorbachov: tanto Jruschov como Brézhnev lo sabían, pero Gorbachov, nieto de «enemigos» y autor de la glasnost, no se percató de que un debate honesto y general del pasado soviético en última instancia socavaría la legitimidad del régimen soviético. Gorbachov no se dio cuenta de que una vez que se hubiera dicho la verdad sobre el pasado estalinista, el mito de la grandeza soviética se desvanecería. Había habido demasiada crueldad, demasiada sangre derramada, y demasiadas mentiras en esa grandeza.

Pero si Gorbachov no comprendió su propio país, muchos otros sí lo hicieron. Veinte años antes, el editor de Solzhenitsin, Aleksandr Tvardovski había percibido el poder del pasado oculto, había sabido lo que los recuerdos resucitados podían hacer en el sistema soviético y expuso sus sentimientos en este poema:

Se equivocan al pensar que la memoria

no tiene un valor creciente,

o que la maleza del tiempo crecerá cubriendo

cualquier hecho o dolor verdadero del pasado.

Que el planeta sigue girando

los días y los años pasan…

No. El deber ordena ahora que todo lo que

no haya sido dicho sea dicho totalmente…[36]

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