Gulag

Gulag


Introducción

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Introducción

Y el destino los hizo a todos iguales

al ponerlos fuera de la ley

fuese hijo de kulak o de comandante rojo

fuese hijo de pope o de comisario.

Aquí todas las clases se igualaban,

todos los hombres eran hermanos,

todos, compañeros del campo,

cada uno marcado por traidor…

ALEKSANDR TVARDOVSKI,

«Por el derecho del recuerdo»[1]

Esta es una historia del Gulag, es decir, una historia de la amplia red de campos de trabajo que en su día estuvieron desperdigados a lo largo y ancho de la Unión Soviética: desde las islas del mar Blanco hasta las orillas del mar Negro, desde el Círculo Polar Ártico hasta las planicies de Asia central, desde Múrmansk y Vorkutá hasta Kazajstán, desde el centro de Moscú hasta los suburbios de Leningrado. Literalmente Gulag es el acrónimo de Glávnoe Upravlenie Lagueréi, o Dirección General de los Campos. Con el tiempo, la palabra «Gulag» ha llegado a designar no solo la dirección de los campos de concentración, sino también el propio sistema soviético de trabajo esclavo en todas sus formas y variedades: campos de trabajo, campos de castigo, campos para delincuentes comunes y para presos políticos, campos para mujeres, campos para niños, campos de tránsito. Aún con más amplitud, Gulag ha acabado por designar el propio sistema represivo soviético, el conjunto de procedimientos que los prisioneros solían llamar la «trituradora de carne»: los arrestos, los interrogatorios, el traslado en vagones de ganado sin calefacción, el trabajo forzado, la destrucción de las familias, los años pasados en el destierro, las muertes prematuras e innecesarias.

El Gulag tenía antecedentes en la Rusia zarista, en las brigadas de trabajadores forzados que operaban en Siberia desde el siglo XVII hasta el inicio del XX. Casi inmediatamente después de concluida la revolución rusa adoptó su forma más moderna y conocida, convirtiéndose en una parte integral del sistema soviético. El terror masivo contra los opositores reales y presuntos fue una parte integral de la revolución desde el comienzo; en el verano de 1918, Lenin, el líder de la revolución, había exigido que los «elementos inseguros» fueran confinados en campos de concentración en las afueras de las principales ciudades.[2] Aristócratas, comerciantes y otras personas definidas como «enemigos» potenciales fueron debidamente encarcelados. Hacia 1921 ya había ochenta y cuatro campos en cuarenta y tres provincias, la mayoría concebidos para «rehabilitar» a estos primeros enemigos del pueblo.

A partir de 1929 los campos adquirieron una renovada importancia. Ese año, Stalin decidió utilizar el trabajo forzado tanto para acelerar la industrialización como para explotar los recursos naturales en el extremo norte, una región casi inhabitable de la Unión Soviética. Aquel año, la policía secreta soviética comenzó a asumir el control del sistema penal soviético, sustrayendo lentamente los campos y prisiones de todo el país al poder judicial. Con el aporte de las detenciones masivas de 1937-1938, los campos entraron en un período de rápida expansión. A finales de la década de 1930 era posible encontrarlos en cada una de las doce zonas horarias de la Unión Soviética.

En contra de lo que generalmente se cree, el Gulag no cesó de crecer en la década de 1930, sino que continuó expandiéndose durante la Segunda Guerra Mundial y en los años cuarenta, alcanzando su auge a comienzos de la década de 1950. En esa época los campos habían llegado a desempeñar un papel central en la economía soviética. Producían un tercio del oro del país, buena parte del carbón y la madera, y una gran porción de casi todos los demás productos. En el curso de la existencia de la Unión Soviética surgieron por lo menos 476 complejos de campos, que comprendían miles de campos individuales, en cada uno de los cuales podía haber de unos cuantos cientos a muchos miles personas.[3] Los prisioneros trabajaban en casi todas las industrias imaginables (explotación forestal, minería, construcción, manufactura, agricultura, aeronáutica y armamento) y vivían, efectivamente, casi en una civilización separada, como en un país dentro de otro país. El Gulag tenía sus propias leyes, sus propias costumbres, e incluso su propia jerga. Generaba su propia literatura, sus villanos y sus héroes, y dejó una huella en todos los que estuvieron allí, como prisioneros o como guardias. Años después de haber sido liberados, los habitantes del Gulag podían reconocer a los antiguos prisioneros en la calle simplemente por «la mirada».

Tales encuentros eran frecuentes, pues los campos tenían un gran movimiento. Aunque los arrestos eran constantes, también lo eran las liberaciones. Los prisioneros eran puestos en libertad por diferentes motivos: porque cumplían su sentencia, porque ingresaban en el Ejército Rojo, porque eran inválidos, porque se trataba de mujeres con niños pequeños, o porque habían sido ascendidos a guardias. Por consiguiente, el número total de prisioneros en los campos generalmente rondaba los dos millones, pero el número total de ciudadanos soviéticos que habían tenido alguna experiencia en los campos, como presos políticos o comunes, era bastante más elevado. Desde 1929, cuando comenzó la gran expansión del Gulag, hasta 1953, año en que murió Stalin, las estimaciones más precisas indican que unos 18 000 000 de personas pasaron por este sistema masivo. Cerca de 6 000 000 fueron enviadas al exilio, deportadas a los desiertos de Kasaj o a los bosques siberianos. Legalmente obligados a permanecer en los pueblos de destierro, también eran trabajadores forzados, aunque no vivían dentro del cerco de una alambrada.[4]

Como sistema de trabajo forzado masivo que involucraba a millones de personas, los campos desaparecieron cuando Stalin murió. Aunque toda su vida había creído que el Gulag era esencial para el crecimiento económico soviético, sus herederos políticos sabían bien que los campos eran, en realidad, una fuente de atraso y una forma de inversión mixtificada. Días antes de su muerte, los sucesores de Stalin comenzaron a desmantelarlos. Tres importantes rebeliones, además de numerosos incidentes menores pero no menos peligrosos, contribuyeron a acelerar el proceso.

Sin embargo, los campos no desaparecieron por completo, sino que evolucionaron. Durante la década de 1970 y comienzos de la de 1980, unos cuantos fueron reestructurados y puestos a funcionar como prisiones para recluir a una nueva generación de activistas democráticos, nacionalistas antisoviéticos y delincuentes. Gracias a la red de la disidencia soviética y al movimiento internacional en pro de los derechos humanos, las noticias de estos campos postestalinistas aparecían con regularidad en Occidente. Gradualmente, comenzaron a desempeñar un papel en la diplomacia de la guerra fría. En la década de 1980, el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, y su colega soviético Mijaíl Gorbachov, hablaron de los campos soviéticos. Solo en 1987, Gorbachov (nieto él mismo de prisioneros del Gulag) comenzó a desmantelar todos los campos para presos políticos.

Sin embargo, aunque duraron tanto como la Unión Soviética, y aunque muchos millones de personas pasaron por ellos, la verdadera historia de los campos de concentración de la Unión Soviética todavía se desconoce. Los hechos que acabo de exponer, aunque son conocidos por la mayoría de los estudiosos occidentales de la historia soviética, no han penetrado en la conciencia colectiva occidental. El historiador francés del comunismo Pierre Rigoulot decía que el conocimiento humano no se acumula como los ladrillos que forman una pared, que va creciendo regularmente según el trabajo del albañil, sino que su desarrollo, su estancamiento o retroceso, dependen del marco social, cultural y político.[5] Se podría decir que hasta ahora, el marco social, cultural y político para conocer el Gulag no estaba preparado.

Tomé conciencia del problema por primera vez hace varios años, cuando caminaba por el puente de Carlos, una atracción turística de primer orden en la que entonces era la recientemente democrática Praga. Había músicos callejeros y prostitutas a lo largo del puente, y cada cincuenta metros más o menos alguien vendía precisamente aquello que se ha de vender en un lugar como ese, digno de una postal. Se exhibían pinturas de calles bonitas de buena factura, junto con bisutería y llaveros de Praga. Entre las curiosidades, uno podía adquirir objetos militares soviéticos: boinas, insignias, hebillas y prendedores, las imágenes de latón de Lenin y Brézhnev que los escolares soviéticos otrora solían llevar en el uniforme.

El espectáculo me causó extrañeza. La mayoría de las personas que compraban la parafernalia soviética eran estadounidenses y europeos occidentales. Se habrían sentido incómodos al pensar en llevar una esvástica. Sin embargo, ninguno tenía inconveniente en llevar la hoz y el martillo prendida en la camiseta o en la gorra. Era una observación sin importancia, pero, a veces, ese tipo de observaciones permiten percibir mejor un estado de ánimo cultural. La lección no podría haber sido más elocuente: mientras que el símbolo de un asesinato masivo nos llena de horror, el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír.

Que haya falta de sensibilidad en torno el estalinismo entre los turistas de Praga se explica parcialmente por la escasez de imágenes en la cultura popular occidental. Con la guerra fría llegaron James Bond y los thrillers, y rusos caricaturizados como los que aparecen en las películas de Rambo, pero no realizaciones tan ambiciosas como La lista de Schindler o La decisión de Sofía. Steven Spielberg, probablemente el director más prestigioso de Hollywood (nos guste o no), ha optado por realizar películas sobre los campos de concentración japoneses (El imperio del sol) y los nazis, pero no sobre los estalinistas. Estos últimos no han captado el interés de Hollywood de la misma manera.

La cultura intelectual no ha sido mucho más receptiva. La reputación del filósofo alemán Martin Heidegger se ha visto profundamente afectada por su breve y abierto apoyo al nazismo, un entusiasmo que se desarrolló antes de que Hitler hubiera cometido sus principales atrocidades. Por otra parte, la reputación del filósofo francés Jean-Paul Sartre no ha sufrido en lo más mínimo por su agresivo apoyo al estalinismo durante los años de la posguerra, cuando había pruebas abundantes de las atrocidades de Stalin al alcance de cualquier interesado. Una vez Sartre escribió que no era nuestro deber escribir sobre los campos de trabajo soviéticos; que éramos libres de permanecer alejados de las disputas sobre el carácter del sistema, siempre que no ocurriera ningún episodio de importancia sociológica.[6] En otra ocasión, le dijo a Camus que, al igual que él, consideraba que los campos eran intolerables, pero igualmente intolerable era el uso que de ellos hacía cada día la prensa burguesa.[7]

Algunas cosas han cambiado desde el hundimiento del régimen soviético. En 2002, el novelista británico Martin Amis se sintió lo suficientemente conmovido por el tema de Stalin y el estalinismo como para dedicarle un libro. Su obra permitió que otros escritores se preguntaran por qué tan pocos miembros de la izquierda política y literaria habían mencionado el tema.[8] Por otra parte, algunas cosas no han cambiado. Todavía es posible que un académico estadounidense publique un libro sugiriendo que las purgas de la década de 1930 fueron útiles porque promovieron cierta movilidad ascendente y, por lo tanto, pusieron los cimientos para la perestroika.[9] Todavía es posible que un editor literario británico rechace un artículo porque es «demasiado antisoviético».[10] Mucho más común, no obstante, es la reacción de tedio o indiferencia ante el terror estalinista. La reseña de un libro que escribí sobre las repúblicas occidentales de la antigua Unión Soviética en la década de 1990 incluía las siguientes frases: «Aquí ocurrió la aterradora hambruna de la década de 1930, en que Stalin mató más ucranianos que judíos asesinó Hitler. Sin embargo, ¿cuántos en Occidente lo recuerdan? Después de todo, la matanza fue aburrida, si no aburridísima, y evidentemente muy poco dramática».[11]

Se trata de pequeñas cosas: la compra de un objeto, la reputación de un filósofo, la presencia o ausencia en las películas de Hollywood. Pero ponedlas juntas y conformarán un relato. Intelectualmente, los estadounidenses y los europeos occidentales saben lo que ocurrió en la Unión Soviética. La aclamada novela de Aleksandr Solzhenitsin sobre la vida en los campos, Un día en la vida de Iván Denísovich, fue publicada en Occidente en varias lenguas en 1962-1963. Su relato oral de los campos, Archipiélago Gulag, suscitó muchos comentarios cuando apareció en muchas lenguas en 1973. En efecto, este libro provocó una pequeña revolución intelectual en algunos países, y muy notoriamente en Francia amplios sectores de la izquierda francesa adoptaron una postura antisoviética. Se hicieron muchas más revelaciones sobre el Gulag durante los años ochenta, los años de la Glasnost, y también recibieron la debida publicidad en el extranjero.

Sin embargo, para muchas personas los crímenes de Stalin no inspiran la misma reacción visceral que los crímenes de Hitler. Ken Livingstone, un antiguo miembro del Parlamento británico, ahora alcalde de Londres, se esforzó una vez en explicarme la diferencia. Sí, los nazis eran «malvados», dijo; pero la Unión Soviética estaba «deformada». Esta opinión refleja el sentir de muchas personas, incluso de aquellas que no son de izquierdas a la antigua usanza: la Unión Soviética, simplemente, de alguna manera se pervirtió, pero no estaba fundamentalmente equivocada, del mismo modo en que la Alemania de Hitler se equivocaba.

Hasta hace poco era posible explicar esta falta de sensibilidad general hacia la tragedia del comunismo europeo como el resultado lógico de una serie concreta de circunstancias. El paso del tiempo es una de ellas: los regímenes comunistas se volvieron menos censurables a medida que pasaban los años. Nadie temía demasiado al general Jaruzelski, ni siquiera a Brézhnev, aunque ambos fueron responsables de la devastación. La falta de información fehaciente, respaldada por la investigación de archivo, era otra circunstancia. La escasez de trabajos académicos sobre este tema se debía principalmente a la escasez de fuentes. El acceso a los emplazamientos de los campos estaba prohibido. Ninguna cámara de televisión ha filmado nunca los campos soviéticos ni a las víctimas, como se hizo en Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial. Así pues, la carencia de imágenes significa menor comprensión.

Pero también la ideología distorsionó las formas en que comprendíamos la historia soviética y europea oriental.[12] Un pequeño sector de la izquierda occidental luchó por explicar, y a veces disculpar, los campos y el terror que los creó a partir de 1930. En 1936, cuando millones de campesinos soviéticos trabajaban en los campos o vivían en el destierro, los socialistas británicos Sidney y Beatrice Webb publicaron un amplio texto general sobre la Unión Soviética, que explicaba, entre otras cosas, que el campesino ruso oprimido estaba adquiriendo gradualmente un sentido de la libertad política.[13] Durante los procesos de Moscú, mientras Stalin condenaba arbitrariamente a miles de inocentes miembros del partido a los campos, el dramaturgo Bertolt Brecht le decía al filósofo Sidney Hook: «Cuanto más inocentes son, más merecen morir».[14]

Pero en la década de 1980 todavía había académicos que continuaban hablando de las virtudes del sistema sanitario de la Alemania oriental o de las iniciativas polacas en favor de la paz; todavía había activistas que se sentían avergonzados del escándalo suscitado en torno a los disidentes de los campos de prisioneros de Europa oriental. Quizá esto se debía a que Marx y Engels, los filósofos fundadores de la izquierda occidental, eran los inspiradores de la Unión Soviética. Compartían algunos términos del lenguaje: las masas, la lucha, el proletariado, los explotados y los explotadores, la propiedad de los medios de producción. Condenar a la Unión Soviética hubiera representado condenar una parte de lo que algunos en la izquierda occidental habían considerado estimable.

Pero no solo en la extrema izquierda, ni solo entre los comunistas occidentales, se sucumbió a la tentación de excusar los crímenes de Stalin de un modo que nunca habrían hecho con Hitler. Los ideales comunistas, la justicia social, la igualdad, resultaban mucho más atractivos en Occidente que la defensa nazi del racismo y la idea del triunfo del fuerte sobre el débil. Aunque la ideología comunista significara algo muy diferente en la práctica, a los vástagos intelectuales de las revoluciones americana y francesa les resultaba difícil condenar un sistema que sonaba muy similar al suyo. Quizá esto permita explicar por qué desde el comienzo los informes de los testigos presenciales del Gulag fueron rechazados e infravalorados por las mismas personas que nunca habrían puesto en cuestión la validez del testimonio sobre el Holocausto escrito por Primo Levi o Eli Wiesel. Después de la revolución rusa, la información oficial sobre los campos soviéticos estaba disponible para cualquiera que la deseara: el relato soviético más famoso sobre uno de los primeros campos, el canal del mar Blanco, estaba incluso publicado en inglés. La mera ignorancia no puede explicar por qué los intelectuales occidentales optaron por eludir el tema.

Por otra parte, la derecha occidental luchó por condenar los crímenes soviéticos, pero utilizó unos métodos que perjudicaron su propia causa. Es probable que el hombre que hizo más daño a la causa del anticomunismo fuera el senador de Estados Unidos Joe McCarthy. Los documentos desclasificados que muestran que algunas de sus acusaciones eran correctas, no cambian el impacto de su fanática persecución anticomunista en la vida pública de Estados Unidos: en última instancia, los «procesos» públicos de los simpatizantes comunistas mancharon la causa del anticomunismo con tintes de chovinismo e intolerancia.[15] Al final, sus acciones no fueron más útiles a la causa de la investigación histórica neutral que las de sus opositores.

No obstante, no todas nuestras actitudes hacia el pasado soviético están vinculadas a la ideología política. Muchas son en realidad un resultado de nuestros recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Hoy tenemos la convicción de que la Segunda Guerra Mundial fue una guerra justa, y pocos desean que esa convicción vacile. Recordamos el día D, la liberación de los campos de concentración nazis, a los niños recibiendo a los soldados estadounidenses con vivas en las calles. Nadie desea oír decir que había otro aspecto (más tenebroso) de la victoria aliada, o que los campos de Stalin, nuestro aliado, se expandían exactamente cuando los campos de Hitler, nuestro enemigo, eran desmantelados. Admitir que los aliados occidentales podrían haber contribuido a que otros cometieran crímenes contra la humanidad, al enviar miles de rusos a la muerte repatriándolos forzosamente después de la guerra, o al encomendar millones de personas al régimen soviético en Yalta, socavaría la pureza moral de nuestros recuerdos de esa época. Nadie quiere pensar que derrotamos a un asesino de masas con la ayuda de otro. Nadie quiere recordar sus buenas relaciones con los estadistas occidentales. «Stalin realmente me agrada —le dijo el secretario de Asuntos Exteriores británico, Anthony Eden, a un amigo—, nunca ha quebrantado su palabra.»[16] Hay muchísimas fotografías de Stalin, Churchill y Roosevelt sonriendo juntos.

Por último, la propaganda soviética ejercía su influencia. La iniciativa soviética de arrojar dudas sobre los escritos de Solzhenitsin, por ejemplo, de describirlo como un loco o un antisemita, o un borracho, tuvieron cierto eco.[17] Y la presión soviética sobre académicos y periodistas occidentales contribuyó a sesgar sus trabajos. Cuando en los años ochenta estudiaba historia rusa en Estados Unidos, algunos conocidos me dijeron que no me molestara en proseguir con el tema en el doctorado, ya que había demasiadas dificultades: en esos días, aquellos que escribían «favorablemente» sobre la Unión Soviética tenían más acceso a los archivos y a la información oficial, y visados más largos para permanecer en el país. Aquellos que no, se arriesgaban a ser expulsados y, por consiguiente, a tener dificultades profesionales. No es necesario decir, por supuesto, que no se permitía a ningún extraño acceder a los materiales sobre los campos de Stalin o sobre el sistema penitenciario postestalinista. El tema simplemente no existía, y aquellos que hicieran más indagaciones perdían su derecho a permanecer en el país.

En suma, todas estas explicaciones tenían sentido. Cuando comencé a pensar seriamente en el tema, mientras el comunismo se derrumbaba, en 1989, yo misma percibí cierta lógica en ellas: parecía natural, obvio, que yo supiera muy poco de la Unión Soviética de Stalin, cuya historia secreta la hacía aún más enigmática. Una década después pensaba de un modo muy diferente. La Segunda Guerra Mundial pertenece ahora a una generación anterior. La guerra fría también ha terminado, y las alianzas y las rupturas internacionales que generó se han modificado para siempre. La izquierda occidental y la derecha occidental rivalizan ahora sobre cuestiones diferentes. Al mismo tiempo, el surgimiento de nuevas amenazas terroristas para la civilización occidental hace el estudio de las amenazas comunistas a la civilización occidental mucho más relevante.

En otras palabras, el «marco social, cultural y político» ha cambiado; al igual que nuestro acceso a la información sobre los campos. A finales de la década de 1980, un aluvión de documentos sobre el Gulag comenzó a aparecer en la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov. Se publicaron por primera vez relatos de la vida en los campos de concentración soviéticos. Las nuevas revelaciones hacían que las revistas se agotaran. Resurgieron los viejos debates sobre las cifras —cuántos muertos, cuántos prisioneros—. Los historiadores rusos y las sociedades históricas, dirigidos por la pionera Sociedad Memoria, de Moscú, comenzaron a publicar monografías, historias de campos individuales y de personas, estimaciones de víctimas, listas de nombres de fallecidos. Sus esfuerzos fueron reflejados y amplificados por los historiadores en las antiguas repúblicas soviéticas y en los países que habían pertenecido al Pacto de Varsovia, y posteriormente, por los historiadores occidentales.

A pesar de las dificultades, la investigación rusa del pasado soviético continúa hoy en día. Es cierto que la primera década del siglo XXI es muy diferente de las décadas finales del siglo XX, y el examen de la historia ya no forma parte del discurso político ruso ni resulta tan sensacional como había parecido en otro tiempo. En buena medida, el trabajo que realizan los estudiosos rusos y de otros países es en verdad monótono, implica pasar por la criba miles de documentos, permanecer horas en archivos fríos expuestos a las corrientes de aire, y días enteros en busca de hechos y cifras. Pero está comenzando a dar fruto. Paciente y lentamente, la Sociedad Memoria no solo ha reunido la primera guía de nombres y ubicaciones de todos los campos registrados, sino que también ha publicado una serie de libros históricos novedosos, y ha compilado un enorme archivo de relatos orales y escritos de los supervivientes. Junto con otros organismos —el Instituto Sajárov y la casa editorial Vozvrashchenie (que quiere decir «regreso»)— han puesto algunas de estas memorias en circulación. Las revistas académicas rusas y las editoriales institucionales han comenzado a imprimir monografías basadas en nuevos documentos, así como colecciones de documentos. Un trabajo similar se lleva a cabo en otras instituciones, sobre todo a cargo de la Sociedad Karta, de Polonia, de los museos históricos de Lituania, Letonia, Estonia, Rumanía y Hungría, y de un puñado de estudiosos estadounidenses y europeos occidentales que han dispuesto del tiempo y la energía para trabajar en los archivos soviéticos.

Durante mi investigación tuve acceso a sus obras, así como a otro tipo de fuentes que no estaban disponibles diez años antes. El primero es el alud de nuevas memorias que comenzaron a publicarse en los años ochenta en Rusia, América, Israel, Europa oriental y otras partes. Al escribir este libro he hecho un amplio uso de ellas, una práctica que no es del todo ortodoxa. En el pasado, algunos estudiosos de la Unión Soviética se mostraron reacios a utilizar el material de las memorias del Gulag.

Sostenían que los escritores soviéticos tenían razones políticas para distorsionar sus relatos, que la mayoría de ellos escribieron muchos años después de ser puestos en libertad, y que muchos utilizaban relatos ajenos cuando su propia memoria les fallaba. Sin embargo, después de leer varios cientos de memorias de los campos, y entrevistar a unas dos decenas de supervivientes, consideré que era posible tamizar aquellas que parecían poco verosímiles, plagiadas o politizadas. También percibí que, aunque las memorias no son admisibles para nombres, fechas y cifras, no obstante son fuentes inestimables de otro tipo de información. Sin ellas no sería posible describir ciertos aspectos cruciales de la vida en los campos: la relación que los prisioneros tenían entre sí, la que tenían con los guardias y con el sistema del campo. Conscientemente he hecho un uso intensivo de un solo escritor —Varlam Shalámov— que escribió una versión novelada de su vida en los campos, y por ello se sabe que sus relatos se basan en hechos reales.

Hasta donde ha sido posible, también he verificado la información de las memorias con otras fuentes de archivo, que, paradójicamente, no a todos les gusta utilizar. Como se pondrá de manifiesto a lo largo de este libro, el poder de la propaganda en la Unión Soviética era tal que frecuentemente alteraba la percepción de la realidad. Por esa razón, en el pasado los historiadores acertaban al no confiar en los documentos soviéticos oficialmente publicados, que a menudo habían sido pensados para ocultar la verdad. Pero los documentos secretos (preservados actualmente en los archivos) tenían un papel muy diferente. Para hacer funcionar los campos, la administración del Gulag necesitaba guardar cierto tipo de datos. Moscú necesitaba saber lo que estaba pasando en las provincias, las provincias tenían que recibir instrucciones de la administración central, tenían que hacerse estadísticas. Esto no significa que estos archivos sean del todo fiables —los burócratas tenían sus propias razones para tergiversar incluso los hechos más triviales—, pero si se utilizan con criterio, pueden explicar algunas facetas de la vida del campo que las memorias no esclarecen. Sobre todo, sirven para explicar por qué fueron construidos los campos, o al menos lo que el régimen estalinista creía que iba a lograr con ello.

Es verdad igualmente que los archivos son mucho más variados de lo previsible, y que ofrecen diversas perspectivas de la historia de los campos. Por ejemplo, en el archivo de la dirección del Gulag tuve acceso a informes de inspectores, documentos financieros, cartas de los jefes de campo a los supervisores en Moscú, relatos de intentos de fuga y listas de obras musicales presentadas en los teatros del campo, que se conserva en el Archivo Estatal Ruso en Moscú. También consulté las actas de las reuniones del partido y los documentos que fueron compilados como parte de la colección osobaya papka de Stalin, su archivo especial. Con la ayuda de otros historiadores rusos pude consultar algunos documentos de los archivos militares soviéticos, y los archivos de los guardias de los convoyes, que contenían documentos tales como las listas de lo que los detenidos podían y no podían llevar consigo. Fuera de Moscú, también tuve acceso a algunos archivos locales —en Petrozavodsk, Arjánguelsk, Siktivkar, Vorkutá y las islas de Solovki—, donde se documentaban las actividades cotidianas de la vida del campo, así como a los archivos de Dmitlag, el campo que sirvió para la construcción del canal Moscú-Volga, que se guardan en Moscú. Todos contienen documentos sobre la vida cotidiana en los campos, formularios, fichas de prisioneros. En cierto momento, me ofrecieron una parte del archivo de Kedrovy Shor, una pequeña sección de Inta, un campo minero al norte del Círculo Polar Ártico, y me preguntaron cortésmente si deseaba comprarlo.

En su conjunto, estas fuentes permiten escribir sobre los campos de un modo nuevo. En este libro ya no es necesario confrontar las «reivindicaciones» de un puñado de disidentes con las del gobierno soviético. No tengo que buscar un punto medio entre los relatos de los refugiados soviéticos y los relatos de los funcionarios soviéticos. Antes bien, para contar lo que pasó, he podido utilizar el lenguaje de una gran variedad de personas: de guardias, de policías, de prisioneros de diferentes clases que cumplieron diversas sentencias en momentos diferentes. Las emociones y la política que desde hace mucho rodean la historiografía de los campos de concentración soviéticos no forman el núcleo de este libro. Ese espacio se reserva en cambio para la experiencia de las víctimas.

Esta es una historia del Gulag, es decir, una historia de los campos de concentración soviéticos: sus orígenes en la revolución bolchevique, su conversión en una parte principal de la economía soviética, su desmantelamiento después de la muerte de Stalin. Es también un libro sobre el legado del Gulag: sin duda, los regímenes y rituales encontrados en los campos de prisioneros comunes y políticos en los años setenta y ochenta proceden directamente de aquellos creados en la época previa, y por eso creo que forman parte de un mismo libro.

Al mismo tiempo, este es un libro sobre la vida en el Gulag y por esa razón trata la historia de los campos de dos modos. La primera y la tercera parte de este libro son cronológicas; describen la evolución de los campos y su gestión de un modo narrativo. La parte central explica la vida en los campos y lo hace de manera temática. Aunque la mayoría de los casos y las citas de esta sección central se refieren a los años cuarenta, la década en que los campos alcanzaron su apogeo, también me he referido a otras épocas, antes y después (ahistóricamente). Algunos aspectos de la vida en los campos evolucionaron con el tiempo, y creo que es importante explicar cómo ocurrió.

Habiendo dicho lo que este libro es, me gustaría también decir lo que no es: no es una historia de la URSS, ni de las purgas o de la represión en general. No es una historia del reinado de Stalin, ni de su Politburó ni de su policía secreta, cuya compleja historia administrativa he tratado de simplificar en todo lo posible. Aunque he utilizado los escritos de los disidentes soviéticos, con frecuencia realizados bajo gran presión y con gran valentía, este libro no contiene una historia completa del movimiento soviético por los derechos humanos. Tampoco se hace plena justicia a la historia de determinados países ni a categorías de prisioneros (entre ellos soldados polacos, bálticos, ucranianos, checos, alemanes y japoneses), que padecieron el régimen soviético, tanto fuera como dentro de los campos. No indaga de modo exhaustivo en los asesinatos masivos de 1937-1938, que tuvieron lugar en su mayor parte fuera de los campos, ni en la masacre de miles de oficiales polacos en Katín y otras partes. Como este libro se dirige al lector medio, y no presume ningún conocimiento especializado de la historia soviética, solo se hará mención de estos hechos y fenómenos. Sin embargo, habría sido imposible hacerles justicia a todos en un único volumen.

Quizá lo más importante es que este libro no hace justicia a la historia de los «desterrados especiales», los millones de personas que fueron arrestadas muchas veces al mismo tiempo y por las mismas razones que los prisioneros del Gulag, pero que no fueron enviadas a los campos, sino desterradas en remotos pueblos donde muchas murieron de hambre, frío y exceso de trabajo. En los años treinta, algunos fueron desterrados por razones políticas, entre ellos los kulaks o campesinos ricos. En los años cuarenta, otros fueron desterrados por su origen étnico, entre ellos los polacos, bálticos, ucranianos, alemanes del Volga y chechenos. Sus destinos fueron tan diversos (en Kazajstán, Asia central y Siberia) que no es posible abarcarlos en un único estudio del sistema de los campos. He optado por mencionarlos de manera idiosincrásica, cuando sus experiencias parecían especialmente cercanas o relevantes para las experiencias de los prisioneros del Gulag, pues, aunque su historia está estrechamente vinculada a la historia del Gulag, contarla en su totalidad requeriría otro libro de la misma extensión. Espero que alguien lo escriba pronto.

Aunque este es un libro sobre los campos de concentración soviéticos, no es posible considerarlos como un fenómeno aislado. El Gulag surgió y se desarrolló en un momento y en un lugar determinados, en conjunción con otros episodios y en tres contextos definidos. Hablando con propiedad, el Gulag pertenece a la historia de la Unión Soviética; a la historia universal y a la historia rusa de las prisiones y el destierro; y al peculiar clima intelectual de la Europa continental de mediados del siglo XX, que también creó los campos de concentración nazis en Alemania.

Al decir «pertenece a la historia de la Unión Soviética», quiero decir algo muy específico: el Gulag no surgió ya formado de la nada, sino que, por el contrario, reflejó el nivel general de la sociedad que lo rodeaba. Si los campos eran mugrientos; los guardias, brutales; los equipos de trabajo, negligentes, era en parte porque la mugre, la brutalidad y la desidia abundaban en otras esferas de la vida soviética. Si la vida en los campos era horrible, insoportable, inhumana; si la tasa de mortalidad era alta, eso tampoco era sorprendente. En ciertos períodos, la vida en la Unión Soviética fue horrible, insoportable, inhumana, y la tasa de mortalidad era tan alta fuera de los campos como en su interior.

Ni es ciertamente una coincidencia que los primeros campos soviéticos fueran instaurados inmediatamente después de la sangre, la violencia y el caos de la revolución rusa. Durante la revolución, el terror subsiguiente y la posterior guerra civil, a muchos en Rusia les parecía como si la civilización hubiera sufrido una fractura permanente. «La pena de muerte se aplicaba arbitrariamente —ha escrito el historiador Richard Pipes—, se fusilaba a las personas sin ninguna razón y se las ponía en libertad también caprichosamente.»[18] A partir de 1917, el sistema de valores de la sociedad experimentó una mutación: la riqueza y la experiencia acumuladas durante una vida eran un lastre, el robo recibió el nombre de «nacionalización», el asesinato se convirtió en una parte aceptada de la lucha por la dictadura del proletariado. En esta atmósfera, el encarcelamiento inicial de miles de personas ordenado por Lenin, simplemente debido a su antigua riqueza o sus títulos nobiliarios, apenas parecía extraño o fuera de lugar.

De igual modo, la alta tasa de mortalidad en los campos en ciertos años era también, en parte, un reflejo de hechos que tenían lugar en todo el país. La tasa de mortalidad aumentó en los campos a comienzos de la década de 1930 cuando el hambre sitiaba al país entero. Subió otra vez durante la Segunda Guerra Mundial; la invasión alemana de la Unión Soviética causó no solo millones de muertos en combate, sino también epidemias de disentería y tifus, así como una nueva hambruna que afectó tanto a los que estaban fuera de los campos como en su interior. En el invierno de 1941-1942, cuando una cuarta parte de la población del Gulag murió de inanición, es probable que asimismo un millón de habitantes de la ciudad de Leningrado ya hubiera muerto de hambre atrapado por el bloqueo alemán.[19] Lidia Guinzburg, que escribió una crónica del bloqueo, recuerda que el hambre de esa época era «un estado permanente … estaba presente constantemente y siempre hacía sentir su presencia … lo más desesperante y torturador de todo al comer era que la comida se acababa con una atroz rapidez sin dejarnos saciados».[20] Tal como descubrirá el lector, sus palabras evocan extrañamente las utilizadas por los antiguos prisioneros.

Es cierto, por supuesto, que los leningradenses murieron en su tierra, mientras que el Gulag desgarraba vidas, destruía familias, separaba a los hijos de los padres y condenaba a millones a vivir en remotos eriales a miles de kilómetros de sus seres queridos. Sin embargo, las horrorosas experiencias de los prisioneros pueden compararse legítimamente con las de los ciudadanos soviéticos «libres» tales como Elena Kozhina, que fue evacuada de Leningrado en febrero de 1942. Durante el viaje, vio morir de hambre a su hermano, a su hermana y a su abuela. Cuando los alemanes se aproximaban, ella y su madre, al cruzar a pie la estepa, encontraron «escenas de caos y de una desenfrenada desbandada». «El mundo se partía en mil pedazos. El humo y un horrible olor a quemado impregnaba todas las cosas; la estepa se hacía estrecha y sofocante, como si por dentro la apretara un puño ardiente y ceniciento». Aunque nunca estuvo en los campos, Kozhina conoció el frío aterrador, el hambre y el miedo antes de cumplir diez años, y esos recuerdos la atormentaron el resto de su vida. «Nada —escribió— podría borrar de mis recuerdos el cuerpo de Vadik cuando se lo llevaban cubierto con una manta, ni a Tania atragantándose al agonizar; tampoco puedo olvidar cómo mi madre y yo, las últimas, caminamos penosamente entre el humo y el fragor de la estepa ardiendo.»[21]

La población del Gulag y la población del resto de la URSS compartían muchas cosas además del sufrimiento. Tanto en los campos como fuera de ellos era posible encontrar la misma negligencia en las prácticas laborales, la misma burocracia criminal y absurda, la misma corrupción y el mismo hosco desprecio por la vida humana. Cuando escribía este libro, le expliqué a un amigo polaco el sistema de tufta (trampear con el nivel de trabajo requerido) que los prisioneros soviéticos habían creado, descrito más adelante en este libro. Muerto de risa dijo: «¿Crees que los prisioneros inventaron eso? Todo el bloque soviético practicaba tufta». En la Unión Soviética de Stalin, las diferencias entre vivir fuera y vivir dentro de la alambrada no eran fundamentales, sino más bien una cuestión de grado. Quizá por esa razón el Gulag ha sido descrito como la quintaesencia del sistema soviético. Incluso en la jerga del campo de prisioneros, el mundo fuera de la alambrada no era llamado «libertad», sino bolshaya zona, la «zona de la gran prisión», más grande y menos mortífera que la «pequeña zona» del campo, pero no más humana ni verdaderamente más benévola.

Sin embargo, si el Gulag no puede ser considerado de modo aislado, desvinculado de la vida en el resto de la Unión Soviética, tampoco la historia de los campos soviéticos puede ser aislada, desvinculada de la historia multinacional y transcultural de las prisiones, los exilios, los campos de detención y de concentración. El destierro de prisioneros a un lugar lejano, donde pudieran «pagar su deuda con la sociedad», hacerse útiles y no contaminar a otros con sus ideas o sus actos criminales, es una práctica tan antigua como la propia civilización. Los gobernantes de las antiguas Grecia y Roma enviaban a los disidentes a colonias distantes. Sócrates escogió la muerte antes que el tormento del destierro de Atenas. El poeta Ovidio fue exiliado a un fétido puerto del mar Negro. La Inglaterra del rey Jorge enviaba a los carteristas y ladrones a Australia. La Francia del siglo XIX enviaba a los criminales convictos a Guayana. Portugal enviaba a los indeseables a Mozambique. Dinamarca transportaba a los presos a Groenlandia.[22]

En 1917, la nueva cúpula de la Unión Soviética no tenía que buscar un precedente en Groenlandia. Desde el siglo XVII Rusia tenía su propio sistema de destierro: el destierro se mencionó por primera vez en la ley rusa en 1649. Entonces era considerado como una forma nueva más benévola de castigo al delincuente, muy preferible a la pena de muerte o a la mutilación y el hierro de marcar, y fue aplicado a una amplia gama de delitos grandes y pequeños, desde el consumo de rapé y la adivinación hasta el asesinato.[23] Una larga serie de intelectuales y escritores rusos, Dostoievski y Pushkin entre ellos, sufrieron alguna forma de destierro, mientras que la posibilidad del destierro atormentó a otros: en la cima de su fama literaria en 1890, Antón Chéjov sorprendió a cuantos lo conocían y partió a visitar y describir las colonias penales de la isla de Sajalín, en la costa del Pacífico. Antes de partir escribió a su desconcertado editor, explicándole sus motivos:

Hemos permitido que millones de personas se pudran en las prisiones, que se pudran sin ningún fin, sin ninguna consideración, y de una forma bárbara; hemos llevado personas por miles de verstas entre el frío esposadas, las hemos infectado de sífilis, las hemos pervertido y aumentado el número de criminales… pero nada de esto tiene que ver con nosotros, simplemente no es interesante…[24]

Retrospectivamente, es fácil encontrar en la historia del sistema de prisiones zarista muchos ecos de las prácticas aplicadas posteriormente en el Gulag soviético. Por ejemplo, como el Gulag, el destierro siberiano nunca estuvo dirigido exclusivamente a los delincuentes. Una ley de 1736 establecía que si los habitantes de una aldea decidían que alguno de ellos era una mala influencia para los demás, los ancianos de la aldea podían repartir la propiedad del infortunado y ordenarle que se fuera a otra parte. Si no lograba encontrar otra morada, el Estado podía enviarlo al destierro.[25] Precisamente esta ley fue citada por Jruschov en 1948, como parte de su (exitosa) argumentación para desterrar a los agricultores de las granjas colectivas que fueran considerados poco entusiastas y laboriosos.[26]

La práctica de desterrar a las personas que sencillamente no se adaptaban a la norma continuó durante el siglo XIX. En su libro Siberia and the Exile System, George Kennan —tío del estadista estadounidense—[a] describió el sistema del «proceso administrativo» que observó en Rusia en 1891:

La persona indeseable puede no ser culpable de un crimen… pero si, en opinión de las autoridades locales, su presencia en un determinado lugar es «perjudicial para el orden público» o «incompatible con la paz pública», puede ser arrestada sin orden judicial, puede ser detenida de dos semanas a dos años en la cárcel, y puede ser trasladada forzosamente a cualquier otro lugar dentro de las fronteras del imperio y puesta allí bajo custodia policial durante un período de uno a diez años.[27]

El destierro administrativo —que no requería un proceso judicial ni una condena— era una pena ideal no solo para los alborotadores, sino también para los opositores políticos del régimen. En los primeros tiempos, muchos de ellos eran nobles polacos que se resistían a la ocupación rusa en sus propiedades y territorios. Después se incluyó a los objetores religiosos, así como a los miembros de los grupos «revolucionarios» y de las sociedades secretas, incluidos los bolcheviques. Aunque no eran desterrados administrativos (habían sido juzgados y sentenciados), los más célebres de los «colonos forzados» de Siberia en el siglo XIX fueron también presos políticos: se trataba de los decembristas, un grupo de aristócratas de alto rango que organizaron una débil rebelión contra el zar Nicolás I en 1825. Con un afán vengativo que consternó a toda la Europa de su tiempo, el zar condenó a muerte a cinco de los decembristas. A los demás los privó de su rango y los envió encadenados a Siberia, adonde algunos fueron acompañados por sus esposas, mujeres de valentía extraordinaria. Solo unos pocos vivieron lo suficiente para ser indultados por el sucesor de Nicolás I, Alejandro II, treinta años después, y para volver a San Petersburgo ya viejos y exhaustos.[28] Fiódor Dostoievski, condenado en 1849 a cuatro años de servidumbre penal, fue otro preso político famoso. Después de volver de su destierro siberiano, escribió Recuerdos de la casa de los muertos, el relato más leído sobre la vida en el sistema de prisiones zarista.

Como el Gulag, el sistema de destierro de los zares no fue creado exclusivamente como una forma de castigo. Los gobernantes de Rusia también deseaban que los desterrados, tanto comunes como políticos, resolvieran un problema económico que los había mortificado durante siglos: la falta de población del extremo oriente y el norte boreal de territorio ruso, y el consiguiente fracaso del imperio ruso en explotar sus recursos naturales. Con esto en mente, el Estado ruso comenzó ya en el siglo XVIII a condenar a algunos de sus prisioneros a trabajos forzados —una forma de pena que comenzó a llamarse la katorga (de la palabra griega kateirgon, forzar). La katorga tiene una larga tradición rusa. A comienzos del siglo XVIII, Pedro I había empleado convictos y siervos para construir caminos, fortificaciones, fábricas, embarcaciones y la propia ciudad de San Petersburgo. En 1722 dio una directriz que enviaba al destierro a los delincuentes, junto con sus esposas e hijos, a las cercanías de las minas de Daurya, en Siberia oriental.[29]

En su tiempo, el empleo de trabajo forzado hecho por Pedro el Grande fue considerado un gran éxito político y económico. En efecto, la historia de los cientos de miles de siervos que consumieron sus vidas edificando San Petersburgo tuvo un impacto enorme en las generaciones venideras. Muchos murieron durante la construcción, pero la ciudad se convirtió en un símbolo de progreso y europeización. Los métodos fueron crueles; no obstante, la nación se benefició. El ejemplo de Pedro I probablemente contribuya a explicar la pronta adopción de la katorga por sus sucesores. Sin duda, Stalin fue también un gran admirador de los métodos constructivos de este rey.

Pese a esto, en el siglo XIX, la katorga siguió siendo una forma de pena relativamente rara. En 1906 solo alrededor de 6000 reos de katorga estaban cumpliendo condena; en 1916, en vísperas de la revolución, eran solo 28 600.[30] De mucha mayor importancia económica era otra categoría de prisionero: los colonos forzados, que fueron sentenciados al destierro perpetuo, pero no en prisión, sino en las regiones poco pobladas del país, escogidas por su potencial económico. Solo de 1824 a 1889, unos 720 000 colonos fueron enviados a Siberia. Muchos fueron acompañados por sus familias. Fueron ellos, no los reos convictos que trabajaban encadenados, los que poblaron gradualmente los desiertos ricos en minerales de Rusia.[31]

La condena no era necesariamente ligera, y algunos de los colonos consideraban su destino peor que el de los condenados a la katorga. Asignados a distritos remotos, con tierras pobres y pocos vecinos, muchos murieron de hambre durante los largos inviernos o bebieron por puro aburrimiento hasta morir. Había muy pocas mujeres (su número nunca superó el 15%), pocos libros, ninguna diversión.[32]

En su viaje por Siberia hasta Sajalín, Antón Chéjov también encontró y describió a los colonos desterrados: «La mayoría de ellos son pobres, no tienen fuerzas ni educación, y no tienen nada sino su capacidad para escribir, que con frecuencia no tiene la menor utilidad para nadie. Algunos comienzan por vender una por una sus camisas de holanda, sus sábanas, sus bufandas y pañuelos, y terminan por morir al cabo de dos o tres años en una miseria atroz…».[33]

Pero no todos los desterrados eran pobres o degenerados. Siberia estaba muy lejos de la Rusia europea, y en el este la oficialidad era más indulgente, la aristocracia menos enraizada. Los desterrados más ricos y los antiguos presos consiguieron a veces hacerse con grandes propiedades. Los más educados se convirtieron en doctores y abogados, o dirigieron escuelas.[34] La princesa Maria Volkonskaya, esposa del decembrista Serguéi Volkonski, patrocinó la edificación de un teatro y sala de conciertos en Irkutsk; aunque, como su esposo, había sido despojada de su título, las invitaciones a sus veladas y cenas privadas eran muy apreciadas, y se hablaba de ellas hasta en Moscú y San Petersburgo.[35]

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