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I - Los orígenes del Gulag, 1917-1939 » 1 - Los inicios bolcheviques

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Los inicios bolcheviques

Uno de mis objetivos es destruir el mito de que la época más cruel de la represión comenzó en 1936-1937. Pienso que en el futuro, las estadísticas mostrarán que la oleada de arrestos, condenas y destierros ya había comenzado a principios de 1918, incluso antes de la proclamación oficial, en ese otoño, del «terror rojo». A partir de ese momento la ola simplemente se hizo cada vez más grande, hasta la muerte de Stalin…

DMITRI LIJACHEV, Vospominania[1]

En el año 1917, dos oleadas revolucionarias asolaron Rusia, barriendo la sociedad imperial como si se tratara de un castillo de naipes. Tras la abdicación de Nicolás II en febrero, los acontecimientos tomaron un rumbo que difícilmente se podía detener o controlar. Posteriormente, Aleksandr Kerenski, el jefe del primer gobierno provisional posrevolucionario, escribiría que, en el vacío que siguió al hundimiento del antiguo régimen, «todos los programas políticos y tácticos, pese a su audacia y buena concepción, parecían estar suspendidos en el aire sin objeto y sin utilidad».[2]

Mas aunque el gobierno provisional era débil, aunque el descontento del pueblo era total y aunque persistía la ira suscitada por la carnicería causada por la Primera Guerra Mundial, pocos esperaban que el poder recayera en manos de los bolcheviques, uno de los diversos partidos socialistas radicales que propugnaban un cambio mucho más rápido. En el exterior, los bolcheviques apenas eran conocidos.

Si los bolcheviques eran un misterio, su jefe Vladímir Ilich Uliánov —el hombre a quien el mundo acabaría conociendo por su seudónimo revolucionario, Lenin— lo era aún más. Durante sus muchos años como emigrado revolucionario, Lenin había sido reconocido por su brillantez, pero también había sido rechazado por su falta de moderación y su espíritu faccioso.

En los primeros meses que siguieron a la revolución de febrero, Lenin distaba mucho de ocupar una posición de autoridad indiscutida, ni siquiera dentro de su propio partido. A mediados de octubre de 1917, un puñado de líderes bolcheviques continuaba oponiéndose a su plan de dar un golpe de Estado contra el gobierno provisional, sosteniendo que el partido no estaba preparado para tomar el poder y que no contaba aún con el apoyo popular. Sin embargo, Lenin ganó el debate, y el 25 de octubre tuvo lugar el golpe. Bajo la influencia de Lenin, una turba asaltó el Palacio de Invierno. Los bolcheviques arrestaron a los ministros del gobierno provisional. En cuestión de horas, Lenin se convirtió en el jefe del país llamado ahora Rusia Soviética.

Pero aunque había logrado tomar el poder, los críticos bolcheviques de Lenin no estaban del todo equivocados. Su respaldo popular era en efecto débil, y casi de inmediato iniciaron una sangrienta guerra civil sencillamente para mantenerse en el poder. A partir de 1918, en que el Ejército Blanco del antiguo régimen se reagrupó para combatir contra el nuevo Ejército Rojo, comandado por Trotski, una de las luchas más feroces jamás vistas en Europa estremeció el campo ruso. No toda la violencia ocurrió en el campo de batalla. Los bolcheviques sofocaron la oposición intelectual y política cualquiera que fuese la forma que adoptara, atacando no solo a los representantes del antiguo régimen, sino también a otros socialistas: mencheviques, anarquistas, social revolucionarios (eseristas). El nuevo Estado soviético no conocería una paz relativa hasta 1921.[3]

En este trasfondo de imprevisión y violencia surgieron los primeros campos de trabajo soviéticos. La concepción de Lenin de estos campos de trabajo como una forma especial de castigo para un tipo particular de «enemigo» burgués se conjugaba bien con sus nociones sobre el crimen y los criminales. Por una parte, el primer dirigente soviético era ambivalente con respecto a la reclusión y el castigo de los delincuentes comunes (ladrones, carteristas, asesinos), a quienes percibía como aliados potenciales. En su opinión, la causa básica del «exceso social» (es decir, el crimen) era la «explotación de las masas». La desaparición de la causa, pensaba, «llevará a la decadencia del exceso». Por tanto, no era necesario un castigo especial para disuadir a los criminales: a su tiempo la revolución misma encontraría la manera de eliminarlos.

Por otra parte, Lenin (como los juristas bolcheviques que siguieron su huella) también preveía que la creación del Estado soviético crearía un nuevo tipo de criminal: el «enemigo de clase»; es decir, aquel que se oponía a la revolución y trabajaba abiertamente, o más a menudo en secreto, para destruirla. El enemigo de clase era más difícil de identificar que el delincuente común, y mucho más difícil de regenerar. Requería una pena más dura que un asesino vulgar o un ladrón. Por consiguiente, en mayo de 1918, el primer decreto bolchevique sobre el soborno declaraba: «Si una persona culpable de percibir u ofrecer sobornos pertenece a las clases propietarias y usa el soborno para conservar o adquirir privilegios vinculados a los derechos de propiedad, deberá ser sentenciada al trabajo forzado más desagradable y duro y todas sus propiedades deberán ser confiscadas».[4]

Lamentablemente, nunca se proporcionó una descripción clara de qué era con exactitud un «enemigo de clase». Por consiguiente, se incrementaron drásticamente los arrestos de todo tipo a raíz del golpe bolchevique. De un modo arbitrario se impuso la pena de cárcel, de trabajos forzados e incluso de muerte a banqueros, a esposas de comerciantes, a «especuladores» (esto es, personas dedicadas a una actividad económica autónoma), a antiguos celadores de las cárceles zaristas y a cualquier persona que resultara sospechosa.[5]

La definición de quién era un «enemigo» y quién no lo era también variaba de un lugar a otro; a veces se superponía a la de «prisionero de guerra». Al ocupar una ciudad, el Ejército Rojo de Trotski solía tomar de rehenes a los burgueses, a los que podía dar muerte en caso de que regresara el Ejército Blanco, como ocurrió muchas veces en las fluctuantes líneas del frente. Entretanto se los podía obligar a realizar trabajos forzados, que casi siempre consistían en cavar trincheras y levantar barricadas.[6] La distinción entre presos políticos y presos comunes era igualmente arbitraria. Los individuos poco educados que integraban las comisiones temporales y los tribunales revolucionarios podían, por ejemplo, decidir repentinamente que un hombre sorprendido en un tranvía sin llevar el billete había atentado contra la sociedad y condenarlo por un crimen político.[7] Al final, muchas de estas decisiones fueron dejadas a cargo de los policías o soldados que realizaban los arrestos. Félix Dzerzhinski, fundador de la Checa (la policía secreta de Lenin, precursora del KGB), guardaba un cuadernillo negro donde personalmente anotaba los nombres y direcciones de «enemigos» que encontró por casualidad al realizar su trabajo.[8]

Estas distinciones se mantendrían indefinidas hasta el momento del hundimiento de la Unión Soviética, ochenta años después. Sin embargo, la existencia de dos categorías de presos: políticos y comunes, tuvo un efecto profundo en la formación del sistema penal soviético. La división surgió de manera espontánea, en reacción al caos del sistema penitenciario existente. En los primeros días de la revolución, todos los prisioneros estaban confinados bajo la jurisdicción de los ministerios judiciales «tradicionales», primero el Comisariado de Justicia, después el Comisariado del Interior, y ubicados en el sistema penal «ordinario». Esto es, arrojados a las sucias y sombrías prisiones de piedra, reliquias del sistema zarista, que por lo general ocupaban un lugar céntrico en toda ciudad importante.

Cuando los bolcheviques se hicieron cargo de ellas, las pocas prisiones que quedaban en funcionamiento eran inadecuadas y estaban atestadas. Solo semanas después de la revolución, el propio Lenin exigió «medidas extremas para la mejora inmediata de la provisión de alimentos de las cárceles de Petrogrado».[9] Unos meses después, un miembro de la Checa de Moscú visitó la prisión de Taganskaya en la ciudad e informó del «terrible frío y la mugre», del tifus y del hambre. La mayoría de los presos no podían cumplir la sentencia de trabajos forzados porque carecían de ropa. Un periódico denunciaba que la Guardia Roja «arrestaba cientos de personas todos los días sin método alguno y después no sabían qué hacer con ellas».[10]

El hacinamiento llevó a soluciones «creativas». A falta de algo mejor, las nuevas autoridades encerraron a los presos en sótanos, áticos, palacios vacíos y antiguas iglesias. En diciembre de 1917, una comisión de la Checa debatió el destino de 56 prisioneros de todo tipo («ladrones, borrachos y varios “políticos”») que estaban en el sótano del Instituto Smolni, el cuartel general de Lenin en Petrogrado.[11]

No todos sufrieron estas caóticas condiciones. Robert Bruce Lockhart, un diplomático británico acusado de espionaje (lo cual era exacto, por cierto) estuvo preso en 1918 en un salón del Kremlin. Pasaba el tiempo haciendo solitarios y leyendo a Tucídides y a Carlyle. De vez en cuando un antiguo funcionario imperial le llevaba té caliente y los periódicos.[12]

Pero incluso en las últimas prisiones tradicionales, el régimen carcelario era errático y los directores de la prisión no tenían experiencia. Un coronel del Ejército Blanco recordaba que en la prisión de Petrogrado, en diciembre de 1917, los presos entraban y salían cuando querían, y que algunas personas sin hogar dormían en las celdas por la noche. Al recordar esa época, otro oficial soviético mencionaba que «las únicas personas que no escapaban eran aquellas que eran demasiado perezosas».[13]

El desorden obligó a la Checa a buscar nuevas soluciones: los bolcheviques difícilmente podían permitir que sus enemigos «verdaderos» ingresaran en el sistema penitenciario común. Las cárceles caóticas y los guardias negligentes podían servir para los carteristas y los delincuentes juveniles, pero no para los saboteadores, parásitos, especuladores, oficiales del Ejército Blanco, sacerdotes, capitalistas y otros enemigos que ocupaban la imaginación de los bolcheviques; eran necesarias soluciones más creativas.

Ya el 4 de junio de 1918, Trotski exigió que un grupo insubordinado de prisioneros de guerra checos fuera sometido, desarmado y encerrado en un kontslager: un campo de concentración. En agosto, Lenin utilizó también el término. En un telegrama a los comisarios de Penza, centro de un alzamiento antibolchevique, exigió «un terror masivo contra los kulaks [campesinos ricos], sacerdotes y guardias blancos», y que los «elementos poco fiables» fueran «encerrados en un campo de concentración fuera de la ciudad».[14] Los locales estaban ya preparados. Durante el verano de 1918 (tras el tratado de Brest-Litovsk que dio fin a la participación rusa en la Primera Guerra Mundial) el régimen liberó a dos millones de prisioneros de guerra. Los campos vacíos fueron de inmediato entregados a la Checa.[15]

En ese momento, la Checa debía de parecer el órgano idóneo para asumir la tarea de encarcelar a los «enemigos» en campos de «destino especial». Como organización completamente nueva, la Checa fue concebida para ser la «espada y el escudo» del Partido Comunista, y no estaba vinculada al gobierno oficial soviético ni a ninguno de sus departamentos. No tenía tradiciones de legalidad, ni obligación alguna de obedecer la ley, ni necesidad de consultar con la policía o los tribunales, ni con el comisario de Justicia. Su propio nombre proclamaba su carácter especial: la Comisión Extraordinaria de lucha contra la contrarrevolución y el sabotaje, o Ch-K, siglas rusas para «Comisión extraordinaria». Era extraordinaria precisamente porque existía fuera de la legalidad «ordinaria».

En septiembre de 1918 se ordenó a Dzerzhinski que implementara la política leninista del terror rojo. Lanzada a raíz de un atentado contra la vida de Lenin, esta oleada de terror (arrestos, detenciones, asesinatos), más organizada que el terror arbitrario de los meses anteriores, era en realidad un ingrediente de la guerra civil dirigido a golpear a aquellos sospechosos de trabajar para destruir la revolución en el frente interno. La Krasnaya Gazeta, órgano del Ejército Rojo, la describió: «Sin piedad, sin perdón, liquidaremos a nuestros enemigos a cientos. Que sean miles, dejemos que se ahoguen en su propia sangre».[16] En la lucha de Lenin por el poder el «terror rojo» fue esencial. Los campos de concentración, llamados campos «de destino especial», fueron cruciales en esa campaña. Aunque no hay cifras fiables para el número de prisioneros, hacia finales de 1919 había 21 campos registrados en Rusia. A finales de 1920 había 107, cinco veces más.[17]

Sin embargo, en esa etapa, el propósito de los campos se mantuvo en la ambigüedad. Los prisioneros debían realizar trabajos, pero ¿con qué fin? ¿Era un objetivo del trabajo educar o humillar al prisionero? O ¿se suponía que contribuiría a construir el nuevo Estado soviético? Los diferentes dirigentes e instituciones soviéticos tenían diferentes respuestas. En febrero de 1919, Dzerzhinski pronunció un elocuente discurso promoviendo que los campos tuvieran un papel en la reeducación ideológica de la burguesía. Dijo que los nuevos campos

harían uso del trabajo de las personas detenidas; de aquellos caballeros que viven sin ninguna ocupación y de quienes son incapaces de trabajar sin ser obligados a ello … De este modo crearemos escuelas de trabajo.[18]

Cuando los primeros decretos oficiales sobre los campos de destino especial fueron publicados en la primavera de 1919 pareció que había prioridades un poco diferentes.[19] Los decretos (una relación sorprendente de normas y recomendaciones) sugerían que cada capital regional estableciera un campo para no menos de 300 personas, «en los límites de la ciudad, o en edificios cercanos tales como monasterios, haciendas, granjas, etc.». Prescribían una jornada laboral de ocho horas, con horas extras y trabajo nocturno permitidos «según el código laboral». Se prohibían los paquetes de víveres. Se autorizaban las visitas de los parientes cercanos, pero solo los domingos y los días festivos. Los prisioneros que intentaran escapar verían su sentencia multiplicada por diez. Un segundo intento sería castigado con la muerte.

Lo más importante es que los decretos dejaban claro que el trabajo de los reclusos no tenía como fin su propio provecho educativo, sino pagar el coste de mantenimiento del campo. Gracias al flujo irregular de los fondos estatales, aquellos que dirigían los campos se interesaron rápidamente en la idea de la autofinanciación.

En septiembre de 1919, un informe secreto que fue mostrado a Dzerzhinski lamentaba que las condiciones sanitarias de un campo de tránsito fueran tales que «sobraban los comentarios» e hicieran que muchas personas enfermaran hasta impedirles trabajar: «Con la humedad del otoño no serán lugares donde se pueda congregar gente para que trabajen, más bien se convertirán en semilleros de epidemias y demás enfermedades». Entre otras cosas, el autor proponía que aquellos incapaces de trabajar fueran enviados a otra parte, de modo que el campo se volviera más eficiente (una táctica que sería utilizada después por la dirección del Gulag). Aquellos responsables de los campos se preocupaban de la enfermedad y el hambre básicamente en la medida en que los prisioneros enfermos y hambrientos eran prisioneros inútiles.[20]

En la práctica, no todos los jefes estaban interesados en la reeducación o la autofinanciación. Algunos preferían castigar a los antiguos ricos humillándolos y dándoles a probar un poco de la suerte de los trabajadores. En los momentos decisivos de la guerra civil, las necesidades acuciantes del Ejército Rojo y el Estado soviético se antepusieron a toda otra consideración, tanto la reeducación como la venganza y la justicia. En octubre de 1918, el comandante del frente septentrional envió una petición a la comisión militar de Petrogrado solicitando 800 trabajadores, que eran necesarios para construir caminos y cavar trincheras. Como resultado, «… varios ciudadanos de la antigua clase mercantil fueron invitados a presentarse a la oficina central del soviet, con el pretexto de que se registraran para posibles obligaciones de trabajo en el futuro. Cuando se presentaron, estos ciudadanos fueron puestos bajo arresto y enviados a los cuarteles de Semenovsky a la espera de ser enviados al frente». Cuando incluso esta medida no aportó suficientes trabajadores, el soviet local (el consejo local de gobierno) simplemente rodeó una sección de la Perspectiva Nevski, la principal calle comercial de Petrogrado, arrestó a todo el que no tuviera el carnet del partido o un certificado que testimoniara que trabajaba para una institución gubernamental, y los llevó a los cuarteles cercanos. Después soltaron a las mujeres, pero los hombres fueron enviados al norte.

Aunque sin duda tuvo un gran impacto en los peatones así arrestados, ese incidente habría resultado menos raro para los trabajadores de Petrogrado. Pues ya en este momento inicial de la historia soviética la línea divisoria entre «trabajo forzado» y trabajo normal era borrosa. Los trabajadores estaban obligados a registrar su especialidad en las oficinas centrales de trabajo. Se aprobaban decretos especiales prohibiendo a ciertas categorías de trabajadores (los mineros, por ejemplo) dejar sus trabajos. En esa época de caos tampoco los trabajadores libres disfrutaban de condiciones de vida mucho mejores que las de los presos. Visto desde fuera, no siempre sería fácil distinguir cuál era el centro de trabajo y cuál el campo de concentración.[21]

Pero esto también era un presagio de lo que vendría: la confusión asediaría con persistencia las definiciones de «campo», «prisión» y «trabajo forzado» durante buena parte de la década siguiente. El control sobre las instituciones penitenciarias permanecería en un flujo constante. Los órganos responsables serían rebautizados y reorganizados innumerables veces mientras los diferentes burócratas y comisarios intentaban conseguir el control del sistema.[22]

Sin embargo, es obvio que desde el final de la guerra civil, se había establecido un patrón. La Unión Soviética ya había desarrollado dos sistemas penitenciarios, con reglas, tradiciones e ideologías separadas. El Comisariado de Justicia (y después el Comisariado del Interior) dirigía el sistema penitenciario «normal», que se encargaba básicamente de los que el régimen soviético denominaba «delincuentes». Estos prisioneros eran confinados en cárceles tradicionales, y los objetivos declarados de sus administradores, tal como aparecen en un memorándum interno, serían perfectamente comprensibles en los países «burgueses»: reformar a los delincuentes mediante el trabajo correccional («los presos debían trabajar para adquirir conocimientos que les permitieran llevar una vida honrada») y para evitar que los presos cometieran nuevos delitos.[23]

A la vez, la Checa —posteriormente rebautizada como GPU, OGPU, NKVD y, finalmente, KGB— controlaba otro sistema penitenciario, llamado primero el sistema de los «campos de destino especial» o «campos extraordinarios». Aunque la Checa utilizaría en ellos la misma retórica sobre la «reeducación» y la «rehabilitación», estos campos no fueron concebidos para parecerse a las instituciones penales ordinarias. Estaban fuera de la jurisdicción de otras instituciones soviéticas y eran invisibles a los ojos del público. Tenían normas especiales, penas más duras para casos de huida, regímenes más estrictos. En ellos los presos no debían ser condenados necesariamente por tribunales ordinarios (en el caso de que fueran condenados por algún tribunal). Establecidos como una medida de emergencia, finalmente se habrían de expandir y cobrar mayor importancia al ampliarse la definición de «enemigo» y al incrementarse el poder de la Checa. Y cuando los dos sistemas penales, el ordinario y el extraordinario, se unificaron, lo hicieron según las normas del último. La Checa devoraría a sus rivales.

Desde el comienzo, el sistema «especial» de prisiones fue concebido para encargarse de los presos de destino especial: los enemigos del nuevo orden. Una categoría particular de «políticos» interesaba a las autoridades más que otras. Se trataba de los militantes de los partidos políticos socialistas revolucionarios no bolcheviques, principalmente los anarquistas, los eseristas de izquierda y de derecha, los mencheviques, y otros grupos que hubieran luchado por la revolución, pero no hubieran tenido la previsión de unirse a la facción bolchevique de Lenin, ni participado plenamente en el golpe de octubre de 1917. Como antiguos aliados en la lucha revolucionaria contra el régimen zarista, merecían un tratamiento especial. El comité central del Partido Comunista debatiría repetidas veces su destino hasta finales de la década de 1930, cuando la mayoría de los que quedaban vivos fueron detenidos o fusilados.[24]

En parte, esta categoría particular de prisionero molestaba a Lenin porque, como todo jefe de una secta exclusiva, reservaba un odio más grande para los apóstatas. A uno de sus críticos socialistas, durante un típico intercambio de palabras, lo llamó «timador», «cachorro ciego», «sicofante de la burguesía» y «jaleador de chupasangres y canallas», bueno solo para la «cloaca de renegados».[25]

Mas los presos que pertenecían a esta categoría especial de «políticos» eran también mucho más difíciles de controlar. Muchos habían pasado años en las prisiones zaristas, y sabían cómo organizar huelgas de hambre, cómo presionar a sus carceleros, cómo comunicarse en las celdas para intercambiar información y cómo organizar protestas conjuntas. Aún más importante era que sabían cómo y con quién establecer contacto en el mundo exterior. La mayoría de los partidos socialistas rusos no bolcheviques todavía tenían ramas de emigrados, por lo general en Berlín y París, cuyos miembros podían hacer un gran daño a la imagen internacional de los bolcheviques. En el tercer congreso de la Internacional Comunista en 1921, los representantes de la rama emigrada de los eseristas, el partido ideológicamente afín a los bolcheviques (algunos de sus militantes trabajaron efectivamente en coalición con ellos), leyeron en voz alta una carta de sus compañeros recluidos en Rusia. La carta causó gran sensación en el congreso, sobre todo porque aseguraba que las condiciones penitenciarias en la Rusia revolucionaria eran peores que en la época zarista. «A nuestros camaradas los están dejando morir de hambre —explicaba—, muchos de ellos están encarcelados durante meses sin que se les permita ver a sus familiares, ni recibir cartas, ni hacer ejercicio.»[26]

Los socialistas emigrados podían luchar y efectivamente lo hicieron en favor de los presos, exactamente como habían hecho antes de la revolución. Inmediatamente después del golpe bolchevique, varios revolucionarios famosos, incluida Vera Figner, la autora de unas memorias de la vida en las prisiones zaristas, y Ekaterina Peshkova, esposa del escritor Máximo Gorki, ayudaron a relanzar la Cruz Roja Política, una organización de ayuda a los presos que había trabajado en la clandestinidad durante la revolución.

La Checa trató de subsanar el problema de la mala prensa enviando a los socialistas problemáticos muy lejos de sus contactos. Algunos fueron llevados, por orden administrativa, a un destierro lejano, exactamente como había hecho el régimen zarista. Sin embargo, incluso los desterrados más remotos encontraron el modo de comunicarse. Desde Narym, una comarca lejana de Siberia, un pequeño grupo de «políticos» en un diminuto campo de concentración logró enviar una carta a un periódico socialista de la emigración quejándose de que estaban «aislados de modo tan seguro del resto del mundo que solo las cartas que tratan de la salud de nuestros familiares o de nuestra propia salud pueden tener alguna esperanza de alcanzar su destino. Cualquier otro mensaje … no llega».

Tampoco un destierro remoto garantizaba la tranquilidad de los carceleros. Prácticamente por dondequiera que fueran, los presos socialistas acostumbrados al trato privilegiado antaño otorgado a los presos políticos en las cárceles zaristas, exigían periódicos, libros, paseos, derecho ilimitado de correspondencia y, sobre todo, el derecho a elegir a su propio portavoz para tratar con las autoridades.

Cuando los confundidos funcionarios de la Checa local se los negaban (sin duda, eran incapaces de percibir alguna diferencia entre un anarquista y un incendiario), los socialistas protestaban, a veces violentamente.

Los jefes de los campos se quejaban de estos prisioneros. En una carta a Dzerzhinski, uno de ellos escribía que en su campo «los guardias blancos que se consideran presos políticos» se habían organizado en un «animoso equipo» que hacía imposible que los guardias trabajaran: «Difaman a la administración, manchan su nombre … desprecian el buen nombre del trabajador soviético».[27] Algunos guardias tomaron el asunto en sus propias manos. En 1921, un grupo de presos de Petrominsk rehusó trabajar y exigió más raciones de comida. Hartos de esta insubordinación, las autoridades regionales de Arjánguelsk ordenaron que 540 de ellos fueran sentenciados a muerte. Fueron debidamente ejecutados.[28]

En otras partes, las autoridades trataron de mantener el orden adoptando el enfoque opuesto, concediendo a los socialistas todas sus demandas. Bertha Babina, militante eserista, recordaba su llegada al «ala socialista» de la prisión de Butyrka en Moscú como una alegre reunión con amigos, gente «de la clandestinidad petersburguesa, de mis años de estudiante, y de muchos diferentes pueblos y ciudades donde habíamos vivido durante nuestras peregrinaciones». A los presos se les dejó dirigir la prisión. Organizaron sesiones de gimnasia matutinas, fundaron una orquesta y un coro, crearon un «club» provisto de periódicos extranjeros y una buena biblioteca. Según la tradición, que se remontaba a los días prerrevolucionarios, todo preso dejaba sus libros cuando lo ponían en libertad. Un consejo de presos asignaba las celdas, algunas de las cuales estaban bellamente dotadas de alfombras y tapices para los suelos y las paredes. Para Babina, la vida en la prisión parecía irreal: «¿Ni siquiera pueden encerrarnos en serio?».[29]

La dirección de la Checa se preguntaba lo mismo. En un informe a Dzerzhinski, de enero de 1921, un inspector de prisiones se quejaba amargamente de que en la prisión de Butyrka «hombres y mujeres pasean juntos, de las paredes de las celdas cuelgan lemas anarquistas y contrarrevolucionarios».[30] Dzerzhinski recomendó un régimen más estricto, pero cuando este se aplicó, los prisioneros protestaron de nuevo.

El idilio de Butyrka terminó poco después. Según una carta escrita por un grupo de eseristas a las autoridades, un día de abril de 1921 «entre las tres y las cuatro de la mañana un grupo de hombres armados entró en las celdas y comenzó el ataque … a las mujeres las sacaron de las celdas arrastrándolas de los brazos y piernas y de los cabellos, a otras las golpearon». En sus propios informes posteriores, la Checa describe este «incidente» como una rebelión que se le fue de las manos, y resolvió no permitir nunca más que tantos presos políticos se agruparan en Moscú.[31] En febrero de 1922, el «ala socialista» de la prisión de Butyrka había sido disuelta.

La represión no había funcionado, las concesiones tampoco. Ni siquiera en sus campos de destino especial la Checa podía controlar a sus prisioneros de destino especial. Tampoco podía impedir que las noticias sobre ellos llegaran al mundo exterior. Resultaba evidente que era necesaria otra solución, tanto para ellos como para otros díscolos contrarrevolucionarios congregados en el sistema penitenciario especial. Hacia la primavera de 1923 se había encontrado una solución: Solovki.

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