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II - La vida y el trabajo en los campos » 7 - El arresto

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El arresto

Al conocer alguna nueva detención, jamás preguntábamos «¿Por qué le han detenido?». Pero como nosotros había pocos. La gente loca de miedo, se hacía esa pregunta con el único fin de consolarse: si eran detenidos por algo, a mí no me llevarán, no hay ningún motivo. Se ingeniaban para inventar causas y justificaciones de cada detención: «Es cierto, se dedicaba al contrabando», «Se permitía cada cosa…», «Yo mismo lo he oído decir…». Y también «Era de suponer, tiene un carácter terrible», «Siempre tuve la impresión de que no era trigo limpio», «Es una persona totalmente ajena a nosotros». Debido a eso, nosotros proscribimos la pregunta «¿Por qué lo han detenido?».

«¿Por qué?», gritaba furiosa Ajmátova cuando alguien en nuestro entorno contagiado por el estilo general, hacía esta pregunta.

«¿Cómo, por qué? Ya es hora de saber que a la gente se le detiene por nada…»

NADEZHDA MANDELSTAM,

Contra toda esperanza[1]

La poetisa Anna Ajmátova, citada en el epígrafe por la viuda de otro poeta, acertaba y se equivocaba a la vez. Por una parte, desde mediados de los años veinte, cuando el aparato del sistema represivo soviético quedó establecido, el gobierno soviético ya no sacaba a las personas de la circulación y las ponía en prisión sin una buena razón o explicación: había arrestos, investigaciones, procesos y sentencias. Por otra parte, los «delitos» por los cuales las personas eran arrestadas, procesadas y condenadas, eran disparatados, y los procedimientos de investigación a que se veían sometidas, absurdos, incluso surrealistas.

Retrospectivamente, este es uno de los aspectos específicos del sistema de campos soviético: la mayoría de las veces, los reclusos llegaron a ellos a través del sistema legal, aunque no siempre a través del sistema judicial ordinario. En su gran mayoría, los reclusos de los campos soviéticos habían sido sometidos a un interrogatorio (si bien expeditivamente), a un proceso (aunque se tratara de una farsa) y habían sido declarados culpables (aun si esto se hacía en menos de un minuto). Sin duda, la convicción de que actuaban dentro de la ley motivaba a quienes trabajaban en el servicio de seguridad, así como a los guardias y los mandos que después controlarían la vida de los presos en los campos.

Pero insisto: el hecho de que el sistema represivo fuera legal no significa que fuera lógico. Por el contrario, no era más fácil predecir con alguna certeza si quien sería arrestado en 1937 lo habría sido en 1917. Es cierto que se podía sospechar quién sería probablemente arrestado. Durante las oleadas de terror en particular, el régimen parece haber escogido a sus víctimas, a partir de su pertenencia a cualquier categoría de personas que estuviera bajo sospecha en ese momento.

Algunas de estas categorías eran relativamente específicas (los ingenieros y los especialistas a finales de los años veinte, los kulaks en 1931, los polacos o bálticos en los territorios ocupados durante la Segunda Guerra Mundial), mientras que otras eran en realidad muy vagas. Durante los años treinta y cuarenta, por ejemplo, los «extranjeros» fueron considerados sospechosos. Por «extranjeros» entiendo aquellos que eran ciudadanos de otros países o las personas que podían tener algún vínculo, imaginario o real, con un país extranjero. Sin importar lo que hicieran, eran firmes candidatos al arresto, y los extranjeros que se destacaban por alguna razón estaban especialmente expuestos. Robert Robinson, uno de los comunistas negros que se trasladaron a Moscú en los años treinta, escribió: «Todos los negros que conocí a comienzos de los años treinta desaparecieron de Moscú en siete años».[2]

Los comunistas extranjeros eran un objetivo seguro. En febrero de 1937, Stalin dijo en tono amenazador a Georgi Dmitrov, secretario general del Comintern (la Internacional Comunista, la organización dedicada a promover la revolución mundial): «Todos vosotros en el Comintern estáis haciéndole el juego al enemigo». De los 394 miembros del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista en enero de 1936, solo quedaban 171 en abril de 1938. Los demás habían sido fusilados o enviados a los campos; eran de nacionalidades muy diversas: alemanes, austríacos, yugoslavos, italianos, búlgaros, fineses, bálticos e incluso ingleses y franceses. Los judíos parecen haber sufrido desproporcionadamente. Por último, Stalin asesinó a más militantes del Politburó del Partido Comunista alemán de antes de 1933 que Hitler: de los 68 dirigentes comunistas alemanes que huyeron a la Unión Soviética después de la llegada al poder de los nazis, 41 murieron ejecutados o internados en los campos.

Pero no era necesario ser miembro de un partido comunista extranjero: Stalin también puso en la mira a los «compañeros de viaje» extranjeros, de los cuales los 25 000 «finlandeses americanos» eran los más numerosos. Los finlandeses, que habían emigrado a Estados Unidos o habían nacido allí, hablaban finés y llegaron a la Unión Soviética durante la década de 1930, los años de la gran depresión en Estados Unidos. La mayoría eran obreros fabriles y habían estado sin empleo en Estados Unidos. Animados por la propaganda soviética (los reclutadores soviéticos viajaban por las comunidades de habla finesa de Estados Unidos, divulgando las maravillosas condiciones de vida y oportunidades laborales en la URSS), se agruparon en la República de Carelia de habla finesa. Casi de inmediato causaron problemas a las autoridades, pues resultó que Carelia no era muy parecida a Estados Unidos. Muchos así lo señalaron a quienes quisieron escucharlos. Después intentaron volver, pero fueron a parar al Gulag a finales de los años treinta.[3]

Los ciudadanos soviéticos con vínculos en el extranjero no eran menos sospechosos. Los primeros eran los de las «nacionalidades de la diáspora»: los polacos, los alemanes y los finlandeses carelios (que tenían parientes y conocidos al otro lado de la frontera), así como los bálticos, griegos, iraníes, coreanos, afganos, chinos y rumanos desperdigados por toda la URSS. Según sus propios archivos, entre julio de 1937 y noviembre de 1938, el NKVD condenó a 335 513 personas en estos operativos «nacionales».[4]

Pero ni siquiera era necesario hablar en una lengua extranjera para suscitar sospechas. Cualquiera que tuviera un vínculo con el extranjero era sospechoso de espionaje: los filatelistas, los practicantes del esperanto, todo el que mantuviera correspondencia con un amigo o con parientes en el extranjero. El NKVD también arrestó a los ciudadanos soviéticos que hubieran trabajado en el Ferrocarril Oriental de China, un ramal que iba a través de Manchuria, cuyo origen se remontaba a la época de los zares, y los acusó de haber espiado para Japón. En los campos, eran llamados «jarbintsy» por la ciudad de Jarbin, donde muchos habían vivido.[5]

Y sin embargo, no todos los extranjeros fueron arrestados, ni todos los acusados de tener vínculos con el extranjero realmente los tenían. En ocasiones las personas eran detenidas por razones bastante más idiosincrásicas.[6] Como resultado, la pregunta ¿Por qué? —que tanto desagradaba a Ajmátova— suscitó una serie en verdad asombrosa de explicaciones obvias.

El esposo de Nadezhda Mandelstam, Osip Mandelstam, por ejemplo, fue detenido por haber criticado a Stalin en un poema:

Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies,

nuestras voces a diez pasos no se oyen.

Y cuando osamos hablar a medias,

al montañés del Kremlin siempre evocamos.

Sus gordos dedos son sebosos gusanos

y sus seguras palabras, pesadas pesas.

De sus mostachos se carcajean las cucarachas,

y relucen las cañas de sus botas.

Una taifa de pescozudos jefes le rodea,

con los hombrecillos juega a los favores…[7]

Aunque oficialmente se mencionaron diferentes razones, se cree que Tatiana Okunevskaya, una de las más queridas actrices de cine de la Unión Soviética, fue detenida por negarse a dormir con Viktor Abákumov, el jefe del contraespionaje soviético durante la guerra. Ella afirma que para que estuviera segura de que esa era la verdadera razón, se le mostró una orden de detención con la firma de Abákumov.[8] Los cuatro hermanos Starostin, todos jugadores de fútbol destacados, fueron arrestados en 1942. Siempre creyeron que fue debido a que su equipo, el Spartak, había tenido la desgracia de infligir una derrota decisiva al Dynamo, el equipo favorito de Laurenti Beria.[9]

Pero no era necesario ser un personaje extraordinario. Liudmila Jachatrian fue detenida por casarse con un extranjero, un soldado yugoslavo. Lev Razgon recordaba la historia de un campesino, Seryogin, quien, cuando le dijeron que alguien había matado a Kírov, replicó: «Me importa un rábano». Seryogin no conocía a Kírov, y creyó que se trataba de alguien que había muerto en una reyerta en el pueblo colindante. Por ese error, fue condenado a diez años.[10] Hacia 1939, contar un chiste o escuchar uno sobre Stalin; llegar tarde al trabajo; tener la desgracia de ser nombrado por un amigo aterrorizado o un vecino envidioso como «co-conspirador» en una trama inexistente; poseer cuatro vacas en un pueblo donde la mayoría poseía una; robar un par de zapatos; ser primo de la esposa de Stalin; todas estas cosas podían, en determinadas circunstancias, acarrear una sentencia en un campo de concentración soviético. Según una ley de 1940, los parientes de una persona que hubiese tratado de cruzar la frontera soviética eran susceptibles de ser detenidos, hubieran o no sabido del intento de fuga.[11]

Si las razones para el arresto eran muchas y variadas, también lo eran los métodos. Algunos reos recibieron numerosas advertencias. Galina Serebriakova, esposa de un alto funcionario y autora de El joven Marx, solía ser «invitada» todas las noches a la Lubianka, donde esperaba hasta las dos o tres de la mañana a ser interrogada y era puesta en libertad a las cinco de la mañana, regresando después a su apartamento. Los agentes rodeaban su domicilio y un coche negro la seguía cuando salía. Tan convencida estaba de su inminente detención que intentó suicidarse. Sin embargo, soportó durante meses este tipo de acoso antes de ser arrestada realmente.[12]

Durante las intensas oleadas de detenciones masivas, muchos sabían que llegaba su turno simplemente porque todos en su entorno estaban siendo arrestados. Elinor Lipper, una comunista holandesa que había llegado a Moscú en los años treinta, vivía en 1937 en el Hotel Lux, un hotel especial para revolucionarios extranjeros: «Cada noche desaparecían del hotel unas cuantas personas más … por la mañana, había grandes sellos rojos pegados en las puertas de unas cuantas habitaciones más».[13]

Sin embargo, a algunos el arresto los cogió totalmente desprevenidos. El escritor polaco Aleksandr Wat, que entonces vivía en la ocupada Lvov, fue invitado a una fiesta en un restaurante con un grupo de escritores. Preguntó al anfitrión qué se celebraba. Se le respondió «Ya verás». Se armó una trifulca, y fue arrestado al instante.[14] Solzhenitsin repite la historia (posiblemente apócrifa) de una mujer que fue al Teatro Bolshoi con su pretendiente, un juez instructor, que la llevó directamente del teatro a la Lubianka.[15] La superviviente Nina Gagen-Torn recuerda en sus memorias la historia de una mujer que había sido arrestada cuando descolgaba las sábanas de un tendedero en un patio de Leningrado; estaba vestida con un albornoz, y había dejado a su hijo solo en su apartamento, creyendo que estaría de vuelta a los pocos minutos. Rogó inútilmente que le permitieran recogerlo.[16]

De hecho, parece como si las autoridades deliberadamente hubieran modificado sus tácticas, arrestando a unos en casa o en la calle y a otros en el trabajo o en los trenes. Por ejemplo, un memorándum enviado por Viktor Abákumov a Stalin, fechado el 17 de julio de 1947, explicaba que la policía «sorprendía» de manera rutinaria a los presos para impedirles la fuga o la resistencia, o que advirtieran a otros implicados en la «conspiración» contrarrevolucionaria, y destruyeran las pruebas. En algunos casos, continuaba el documento, «se realiza una detención secreta en la calle».[17]

Sin embargo, la detención más común era la que tenía lugar en la casa de las personas a altas horas de la noche. En las épocas de arrestos masivos, se generalizó el miedo a la «llamada a la puerta» a medianoche. Un antiguo chiste soviético recoge la terrible ansiedad que Iván y su mujer Masha experimentaban cuando alguien llamaba a la puerta y su alivio al saber que solo era el vecino que acudía a informarles de que el edificio se estaba incendiando. Un proverbio soviético también lo dice: «Los ladrones, las prostitutas y el NKVD trabajan casi siempre de noche».[18]

Las detenciones masivas de personas de nacionalidades específicas, como las que tuvieron lugar en la antigua Polonia oriental y los estados bálticos (territorios ocupados por el Ejército Rojo en 1939-1941), solían tener un carácter aún más arbitrario. Janusz Bardach, un adolescente judío del pueblo polaco de Wlodzimierz-Wolynsju, fue obligado a actuar de «testigo» civil durante una de esas detenciones masivas. Acompañó a un grupo de matones ebrios del NKVD que iban de casa en casa la noche del 5 de diciembre de 1939, agrupando a las personas que serían arrestadas o deportadas. A veces arremetían contra los ciudadanos ricos o bien relacionados, cuyos nombres estaban marcados en una lista; a veces simplemente arrestaban a los «refugiados» (generalmente judíos que habían escapado de la Polonia occidental ocupada por los nazis hacia la Polonia oriental ocupada por los soviéticos), sin molestarse en escribir sus nombres. En una casa un grupo de refugiados trató de defenderse diciendo que habían sido miembros del Bund, el movimiento socialista judío. Sin embargo, al escuchar que venían de Lublin, en ese momento al otro lado de la frontera, Gennadi, el jefe del pelotón del NKVD comenzó a vociferar:

«¡Inmundos refugiados! ¡Espías nazis!» Los niños comenzaron a llorar, lo que irritó más a Gennadi. «¡Hacedlos callar! ¿O queréis que me encargue de ellos?»

La madre los llevó junto a ella, pero no conseguía que dejaran de llorar. Gennadi cogiendo de la mano a un niño pequeño, lo arrancó de los brazos de su madre y lo lanzó contra el suelo. «¡Que te calles, digo!» La madre gritó. El padre trató de decir algo, pero solo pudo aspirar aire. Gennadi levantó al niño y lo sostuvo un segundo mirándolo de cerca, entonces lo lanzó con fuerza contra la pared.

Los que dirigían esas operaciones eran con frecuencia miembros de la guardia de convoyes (soldados que vigilaban los trenes de deportación en mayor número que el NKVD), tenían menor preparación que la policía secreta que dirigía los arrestos «normales» de los delincuentes «normales». Oficialmente no se ordenó aplicar la violencia, pero parece ser que, ya que eran soldados soviéticos que arrestaban a los «capitalistas» del «occidente» más rico, se les condonaba la borrachera, el desorden e incluso la violación, como ocurriría después, durante la marcha del Ejército Rojo a través de Polonia y Alemania.[19]

Sin embargo, ciertos aspectos de su conducta fueron establecidos estrictamente por la superioridad. Hasta noviembre de 1940, se ordenaba a los soldados que no dijeran a los prisioneros adónde iban ni por cuánto tiempo. La fórmula aceptada era: «¿Para qué preocuparse? Solo te estamos llevando para conversar». A veces decían a los deportados que los estaban trasladando a otra área, lejos de las fronteras, «por su propia seguridad».[20] El objetivo era impedir que los detenidos se atemorizaran, resistieran o escaparan. El resultado fue privar a las personas de los instrumentos básicos que necesitarían para vivir en un clima extraño y difícil.

Aunque los campesinos polacos que experimentaban el régimen soviético por primera vez podrían ser disculpados por creer tales patrañas, las mismas fórmulas funcionaban con igual efectividad en los intelectuales de Moscú y Leningrado y en los apparatchiks, convencidos, como solían estar, de su propia inocencia. Al ser arrestada, se le dijo a Evgeniya Guinzburg, por aquel entonces trabajadora militante del partido en Kazán, que saldría en «cuarenta minutos, quizá una hora». Por ello no aprovechó la oportunidad para despedirse de sus hijos.[21]

A Sofía Alexandrova, la ex esposa del chequista Gleb Boki, la disuadieron de llevar consigo una chaqueta cuando el NKVD fue a buscarla («hace calor esta noche y regresaremos en una hora como máximo»). Su yerno, el escritor Lev Razgon, reflexionaba sobre la extraña crueldad del sistema: «¿Qué necesidad había de enviar a una mujer de mediana edad no muy saludable a prisión, sin ni siquiera la bolsita con ropa interior y objetos de aseo que siempre se ha permitido llevar consigo a toda persona detenida desde la época de los faraones?».[22]

Al menos la esposa del actor Georgui Zhenov tuvo la sensatez de comenzar a preparar su equipaje. Cuando le dijeron que él regresaría pronto, ella replicó: «Aquellos que caen en vuestras manos no regresan enseguida».[23] No se equivocaba. La mayoría de las veces cuando un detenido traspasaba las pesadas puertas de hierro de una prisión soviética, pasaban muchos años antes de que regresara a casa.

Hombre entrando por primera vez a la celda de prisión, dibujo de Thomas Sgovio, terminado después de su liberación.

Si el método soviético de arresto parece haber sido bastante caprichoso a veces, los rituales que seguían al arresto eran, hacia los años cuarenta, virtualmente inmutables. Cuando un prisionero traspasaba el umbral de la prisión local, una vez en su interior los hechos seguían un curso muy previsible. Por regla general, los prisioneros eran fichados, fotografiados y se les tomaban las huellas dactilares mucho antes de decirles por qué habían sido detenidos, o cuál sería su destino. Durante las primeras horas o a veces durante los primeros días, no encontraban a nadie de autoridad superior a la de los celadores comunes, a quienes su suerte les era por completo indiferente, ni tenían idea de sus presuntos delitos, y solían responder a sus preguntas encogiéndose de hombros con displicencia.

Muchos antiguos presos creen que las primeras horas de cautividad estaban planeadas para confundirlos, para impedirles pensar de modo coherente. Inna Shijeeva-Gaister, arrestada por ser la hija de un enemigo del pueblo, sintió que esto le ocurría al cabo de unas horas en la Lubianka.

Aquí en la Lubianka, ya no eres una persona. A tu alrededor no hay personas. Ellos te llevan por el corredor, te fotografían, te desnudan, te registran mecánicamente. Todo se efectúa de un modo del todo impersonal. Buscas una mirada humana, no digo una voz humana, solo una mirada, pero no la encuentras. Estás confundida frente al fotógrafo, procuras arreglarte la ropa de algún modo, y con el dedo se te indica dónde sentarte. Una voz inexpresiva dice «de frente» y «de perfil». ¡No te ven como a un ser humano! Te has convertido en un objeto…[24]

El registro del cuerpo que seguía era peor. En su novela El primer círculo, Aleksandr Solzhenitsin cuenta la detención de Innokentii, un diplomático soviético, a quien, a las pocas horas de llegar a la Lubianka, un vigilante le examina cada orificio del cuerpo:

Como si Innokentii fuese un caballo en venta, estirándole con las sucias manos primero una mejilla, después la otra, una órbita ocular, después la otra, y habiéndose convencido de que en ningún lugar, bajo la lengua, bajo los carrillos y dentro de los ojos había nada oculto, el vigilante con un ademán violento, echó hacia atrás la cabeza de Innokentii de forma que en las ventanillas de la nariz diese la luz, luego inspeccionó ambas orejas, tirando de los lóbulos, ordenó que abriese los dedos y se persuadió de que no había nada, seguidamente le hizo mover los brazos y se persuadió de que tampoco bajo las axilas había nada. Entonces, siempre con la misma voz mecánicamente irrefutable, ordenó: «Cójase el pene con la mano. Tire la piel hacia arriba. Más aún. Así. Basta. Levante el pene a la derecha hacia arriba. A la izquierda hacia arriba. Está bien, déjelo. Vuélvase de espaldas. Abra las piernas. Más abiertas. Inclínese adelante hasta llegar al suelo. Más abiertas las piernas. Sepárese con las manos las nalgas. Así. Esta bien. Ahora siéntese sobre los tobillos… ¡Pronto! ¡Otra vez!».

Cuando en el pasado pensaba en el arresto, Innokentii se imaginaba un furibundo duelo moral. Se sentía interiormente tenso, dispuesto a una especie de sublime defensa del propio destino y las propias convicciones. Pero nunca se había imaginado que la cosa fuera tan simple y tan sucia, tan inexorable. Los hombres que lo habían recibido en la Lubianka, subordinados, limitados, eran indiferentes a su personalidad y al acto que lo había llevado allí.[25]

El efecto de esos registros podía ser peor para las mujeres. Mientras sufría una estancia de doce meses en Aleksandrovsky Tsentral en 1941, T. P. Miliutina (quien escribió sus memorias) fue registrada repetidas veces. Las mujeres de las celdas eran llevadas a una caja de escalera sin calefacción, de cinco en cinco. Se les dijo que se desnudaran totalmente, dejaran la ropa en el suelo y levantaran los brazos. Les ponían las manos «en el pelo, las orejas, bajo la lengua, también entre las piernas», tanto cuando estaban de pie como sentadas. Después del primero de estos registros, escribió Miliutina, «muchas rompían a llorar, otras se ponían histéricas…».[26]

Después del registro, algunos presos quedaban incomunicados. «La idea destructiva de las primeras horas de cárcel —continuaba Solzhenitsin— consiste en separar al preso de los demás reclusos, de forma que no haya nadie que le infunda ánimos, de forma que parezca que solo se ejerce sobre él la presión del sistema que sostiene todo el aparato con sus mil ramificaciones…»[27]

Como ocurrió con Alexander Dolgun, un empleado de la Embajada de Estados Unidos, era bastante común ser introducido en una bokx (una celda de «unos cuatro por nueve pies. Un cajón vacío con un banco») durante las primeras horas después del arresto, y ser dejado allí varias horas o incluso varios días.[28] Liubov Bershadskaya, una superviviente que más tarde colaboró en la realización de una huelga en Vorkutá, estuvo incomunicada durante el período de instrucción del sumario. Bershadskaya pasó nueve meses sola, y escribió que realmente esperaba ser interrogada, solo para tener alguien con quien hablar.[29]

Sin embargo, para el recién llegado una prisión atestada podía ser aún más horrorosa que una solitaria. La descripción de Olga Adamova-Sliozberg de su primera celda en Butirka parece una escena del Bosco: «La celda era enorme. Las paredes arqueadas solo dejaban espacio para un angosto pasillo; los cuerpos se apretujaban en unas tarimas que servían de cama. En los cordeles tendidos sobre ellas se secaban trapos diversos. El aire estaba lleno del humo sucio de un tabaco barato y fuerte, e iba cargado de peleas, gritos y sollozos».[30]

Aino Kuusinen, la esposa finlandesa de Oleg Kuusinen, el jefe del Comintern, creía que en su primera noche había sido deliberadamente puesta donde pudiera oír a los presos sometidos a interrogatorio:

Aún hoy, después de treinta años, apenas puedo describir el horror de esa primera noche en Lefortovo. En mi celda podía escuchar todos los ruidos del exterior. Cerca, como después descubrí, está el «departamento de interrogatorios», una estructura separada que en realidad era una cámara de torturas. Toda la noche oía alaridos inhumanos y el sonido repetido del látigo. Un animal desesperado y atormentado no habría podido lanzar alaridos más terribles que los de las víctimas sometidas durante una hora a amenazas, golpes y maldiciones.[31]

Pero dondequiera que se encontrasen la primera noche bajo arresto, en una antigua prisión zarista, en el calabozo de una estación de ferrocarril, una iglesia o un monasterio reconvertido, todos los presos tenían una tarea inmediata y urgente: recobrarse de la sorpresa, adaptarse a las peculiares normas de la vida en prisión y afrontar el interrogatorio. La rapidez con que lograran hacerlo contribuiría a decidir cuán bien o mal saldrían del sistema, y por último, cómo les iría en los campos.

Las «investigaciones» realizadas por la policía secreta soviética eran únicas, si no por sus métodos, por su carácter masivo. En algunas épocas, los «casos» solían incluir a cientos de personas, que eran arrestadas por toda la Unión Soviética. Representativo de esta época es un informe archivado por el departamento regional de Orenburg del NKVD sobre «Medidas operativas para liquidación de grupos clandestinos de trotskistas y bujarinistas, así como de otros grupos contrarrevolucionarios, aplicadas desde el 1 de abril hasta el 18 de septiembre de 1937». Según el informe, el NKVD de Orenburg había detenido a 420 miembros de una conspiración «trotskista» y a 120 «derechistas», así como a más de 2000 miembros de una «organización militar derechista cosaca japonesa», además de 1500 oficiales y funcionarios zaristas exiliados de San Petersburgo en 1935, a unos 250 polacos acusados como parte del caso contra los «espías polacos», a 95 personas que habían trabajado en el ferrocarril de Harbin en China y eran consideradas como espías del Japón, a 3290 antiguos kulaks y a 1399 «elementos criminales».

En total, el NKVD de Orenburg detuvo a más de 7500 personas en un período de cinco meses, lo que no dejó mucho tiempo para llevar a cabo un minucioso examen de las pruebas. Era irrelevante, puesto que la investigación de cada una de estas conspiraciones contrarrevolucionarias se había iniciado en Moscú. Los NKVD locales cumplían meramente con su deber, al aportar las cuotas numéricas que les habían sido dictadas por sus superiores.[32]

A causa del gran número de arrestos, se utilizaron procedimientos especiales, que no siempre entrañaban una mayor crueldad. Por el contrario, el gran número de presos a veces implicaba que el NKVD reducía las investigaciones efectivas al mínimo. El reo era interrogado a toda prisa, y después condenado con igual rapidez, a veces en una audiencia sumamente breve. El general Gorbatov recordaba que su audiencia duró «cuatro o cinco minutos», y consistió en una confirmación de sus datos personales, y una pregunta: «¿Por qué no admitió usted sus delitos durante la investigación?». Posteriormente, fue condenado a quince años.[33]

A algunos no se los sometía a ningún proceso: eran sentenciados in absentia, sea por una osohoe soveshchanie, «comisión especial», o por una troika de tres oficiales, antes que por un tribunal. Otros eran condenados con muchas menos pruebas incluso, después de investigaciones aún más expeditivas. Puesto que estar bajo sospecha era considerado en sí mismo un signo de culpabilidad, los prisioneros rara vez eran liberados sin cumplir al menos una condena parcial. El judío ruso Leonid Finkelstein, arrestado a finales de los años cuarenta, tuvo la impresión de que aunque nadie había logrado formular una acusación coherente contra él, había merecido una sentencia corta en el campo solo para probar que los órganos de arresto nunca cometían un error.[34]

Por otra parte, parece que cuando el NKVD tenía más interés (y también el propio Stalin), la actitud de los investigadores hacia los detenidos durante los períodos de detenciones masivas podía pasar rápidamente de ser indiferente a ser siniestra. En ciertas circunstancias, el NKVD exigía incluso que los investigadores fraguaran pruebas en una escala masiva; como ocurrió, por ejemplo, durante la investigación de 1937 de la que Yezhov llamaba «la más poderosa y quizá la más importante red de espionaje diversionista de la inteligencia polaca en la URSS».[35] La operación masiva contra la presunta red de espionaje polaca representa el otro extremo de los interrogatorios: los sospechosos eran interrogados con el único objetivo de hacerlos confesar.

La operación comenzó con la orden 00485 del NKVD, una orden que estableció el patrón para los posteriores arrestos masivos. Esta orden relacionaba claramente el tipo de personas que debían ser arrestadas: todos los restantes prisioneros de guerra polacos de la guerra polaco-bolchevique de 1920-1921; todos los refugiados y emigrantes polacos en la Unión Soviética; todo aquel que hubiera sido miembro de un partido político polaco; todos los activistas antisoviéticos de las regiones de habla polaca de la Unión Soviética.[36] En la práctica, cualquier persona de origen polaco que viviera en la Unión Soviética (y había muchas, sobre todo en las regiones fronterizas de Ucrania y Bielorrusia) estaba bajo sospecha.

Pero los arrestos eran solo el comienzo. Puesto que no había nada que incriminara a alguien por tener un apellido polaco, la orden 00485 instaba a los jefes regionales del NKVD a «comenzar la investigación al mismo tiempo que los arrestos. El objetivo básico de la investigación debería ser terminar de desenmascarar a los organizadores y jefes del grupo diversionista, con el fin de descubrir la red diversionista…».[37]

En la práctica, esto significó (como ocurriría en muchos otros casos) que los propios detenidos se vieron obligados a proporcionar las pruebas a partir de las cuales se formaría una causa contra ellos. El sistema era sencillo. Los detenidos polacos eran interrogados primero por su participación en la red de espionaje. Después, cuando afirmaran no saber nada de eso, eran golpeados o torturados para que «recordaran». Habiendo confesado, se obligaba a los prisioneros a nombrar a otros «cómplices en la conspiración». Entonces el ciclo comenzaba de nuevo, como resultado de lo cual la «red de espionaje» iba creciendo.

Al cabo de dos años de iniciada, la llamada «línea polaca de investigación» había desencadenado el arresto de más de 140 000 personas, según algunos cálculos el 10% de todos los reprimidos durante el «gran terror». Pero la operación polaca también fue famosa por el uso indiscriminado de la tortura y las falsas confesiones. En 1939, durante el breve período de reacción contra las detenciones masivas, el propio NKVD inició una investigación sobre los «errores» que se habían cometido cuando se estaba llevando a cabo.[38]

Mas las confesiones también eran importantes para los agentes del NKVD encargados de la instrucción de sumario. Quizá el obtenerlas contribuía a que sintieran confianza en la legitimidad de sus acciones: hacía que la locura del arresto arbitrario y masivo pareciera más humana o al menos legal. El sistema político y económico soviético también estaba obsesionado con los resultados (cumplir el plan, satisfacer las cuotas fijadas), y las confesiones eran una «prueba» concreta de un interrogatorio exitoso. Como escribe Robert Conquest: «Se había llegado a establecer el principio de que una confesión era el mejor resultado que se podía conseguir. Quienes podían obtenerla debían ser considerados agentes eficaces, mientras que un agente ineficaz del NKVD tenía una corta esperanza de vida».[39]

Cualquiera que fuera el origen de la fijación del NKVD en la confesión, los agentes interrogadores de la policía usualmente la buscaban sin la indiferencia aplicada a algunos casos ni la mortífera determinación mostrada en el caso de los «espías polacos». En cambio, los prisioneros experimentaban una mezcla de ambas actitudes. Por una parte, el NKVD exigía que confesaran y se inculparan a sí mismos e inculparan a otros. Por otro lado, el NKVD parecía sentir una descuidada falta de interés por el resultado en general.

Este sistema con sus toques surrealistas estaba ya funcionando hacia la década de 1920, en los años previos al «gran terror», y siguió funcionando mucho después de que este se hubiera pasado. Ya en 1931, un agente que examinaba a Vladimir Chernavin, un científico acusado de «obstruccionismo» y sabotaje, lo amenazó de muerte si no confesaba. En otro momento, le dijo que si confesaba obtendría una sentencia más «indulgente» en el campo. Finalmente, rogó a Chernavin que hiciera una confesión falsa. «Nosotros, los examinadores, también estamos obligados muchas veces a mentir, también decimos cosas que no pueden quedar en las actas y bajo las cuales nunca pondríamos una firma», le dijo el agente en tono suplicante.[40]

Cuando el resultado les interesaba más, se empleaba la tortura. Antes de 1937, las palizas como tales parecen haber estado prohibidas. Un antiguo empleado del Gulag confirma que eran definitivamente ilegales en el primer lustro de la década de 1930.[41] Pero cuando aumentó la presión de hacer confesar a los miembros importantes del partido, la tortura física comenzó a utilizarse, probablemente en 1937, aunque cesó otra vez en 1939.

Tan difundido se hizo el uso de la tortura durante este período —y tantas veces fue cuestionado— que a comienzos de 1939, el propio Stalin envió un memorándum a los jefes regionales del NKVD, confirmando que «desde 1937 en el NKVD el uso de la tortura física [de prisioneros] fue permitido por el comité central», y explicando que se permitió

solo con respecto a enemigos declarados del pueblo tales que aprovechaban los métodos de interrogatorio humanitarios para rehusar desvergonzadamente la entrega de los conspiradores, que durante meses no daban testimonio y trataban de impedir que se desenmascarara a aquellos conspiradores que aún estaban libres.

Consideraba, a continuación, que se trataba de un «método totalmente correcto y humanitario», aunque admitía que ocasionalmente podría haber sido aplicado «a personas inocentes detenidas de modo accidental». Lo que este notable memorándum deja claro es naturalmente que Stalin sabía qué tipo de métodos habían sido utilizados durante los interrogatorios y que los había aprobado personalmente.[42]

Sin duda es cierto que durante este período muchísimos prisioneros dejaron constancia de haber sido golpeados con los puños y los pies; les daban puñetazos en la cara y les produjeron desgarramientos en los órganos. Evgeni Gnedin, el hijo del revolucionario, cuenta que fue simultáneamente golpeado por dos hombres en la cabeza, uno desde la derecha y otro desde la izquierda, y después le pegaron con una porra de caucho. En su caso, esto tuvo lugar en presencia de Beria, en su despacho privado de la prisión de Sujanovka.[43]

Uno de los relatos de tortura física más escalofriantes fue escrito por el director teatral Vsevelod Meyerhold, cuya carta formal de queja ha sido preservada en su expediente:

Los agentes comenzaron a usar la fuerza contra mí, un hombre enfermo de 65 años. Me hicieron poner boca abajo y entonces me dieron con una correa de goma en las plantas de los pies y en la columna vertebral. Me sentaron en una silla y me golpearon los pies desde arriba con mucha fuerza … Los días siguientes, cuando esas partes de mis piernas estaban cubiertas de hematomas, otra vez me golpearon los moretones con la correa y el dolor fue tan intenso que sentía como si me estuvieran echando agua hirviendo en las partes lastimadas. Aullé y lloré de dolor. Me golpearon en la espalda con la misma correa de goma y me dieron puñetazos en el rostro, impulsando los puños desde mucha distancia…

Una vez, el cuerpo me temblaba de modo tan incontrolable que el guardia que me escoltaba de regreso de ese interrogatorio me preguntó: «¿Ha contraído la malaria?». Cuando me acosté en el catre y me dormí, después de dieciocho horas de interrogatorio, y antes de regresar al cabo de una hora para continuar, me desperté con mi propio gemido agitándome como un paciente en las últimas fases de fiebre tifoidea.[44]

Sin embargo, aunque esta clase de tortura estuvo técnicamente prohibida a partir de 1939, el cambio de política no necesariamente hizo la instrucción sumarial más humanitaria. Durante las décadas de 1920, 1930 y 1940, por ejemplo, cientos de miles de presos fueron sometidos no a los golpes u otros castigos físicos, sino a la tortura psicológica. Aquellos que permanecían firmes y rehusaban confesar, podían ser lentamente privados de comodidades, primero de los paseos, después de los paquetes o libros, luego de la comida. Los podían meter en celdas de castigo riguroso, demasiado frías o demasiado calientes. Otros eran careados con «testigos», como lo fue Guinzburg, que vio cómo su amiga de la infancia Nalya «parloteaba como una cotorra» acusándola de militar en la clandestinidad trotskista.[45] Incluso otros fueron amenazados con perjudicar a los miembros de su familia, o fueron puestos, después de largos períodos de incomunicación, en celdas con informantes a los cuales se sentían felices de confiarse. Las mujeres eran violadas o amenazadas con la violación. En sus memorias, una polaca narra la historia siguiente:

De pronto, sin razón aparente, el juez instructor comenzó a mostrarse muy insinuante. Se levantó de su escritorio, y vino a sentarse junto a mí en el sofá. Me levanté y fui a beber un poco de agua. Me siguió y se puso detrás de mí. Me escabullí y volví al sofá. Allí se sentó de nuevo junto a mí. Y otra vez me levanté a beber agua. Estas maniobras duraron unas dos horas. Me sentía humillada e indefensa…[46]

Había también formas de tortura menos toscas que las palizas y fueron empleadas habitualmente a partir de los años veinte. Lo más común, sin embargo, era privar a los prisioneros del sueño: esta forma de tortura engañosamente simple, que parecía no requerir ninguna aprobación previa y podía durar muchos días e incluso semanas, era llamada por los prisioneros «ser puesto en la cinta transportadora». El método era sencillo: los prisioneros eran interrogados durante la noche, y después se les prohibía dormir de día. Eran constantemente despertados por los guardias, y amenazados con celdas de castigo o algo peor si no lograban permanecer despiertos. Uno de los mejores relatos sobre «la cinta transportadora» y sus efectos físicos fue hecho por el recluso estadounidense del Gulag, Alexander Dolgun. Durante el primer mes en Lefortovo, virtualmente privado de sueño, se le permitía dormir una hora o menos: «Al recordar parece que una hora es demasiado, pueden haber sido unos pocos minutos, no más, algunas noches». Como resultado su cerebro comenzó a jugarle malas pasadas:

Había períodos en que súbitamente me daba cuenta de que no recordaba lo que había pasado en los últimos minutos. Lagunas mentales. Cosas borradas por completo… Entonces, por supuesto, después, comencé a tratar de dormir de pie, para ver si podía aprender a mantener el cuerpo erecto. Pensé que si eso funcionaba podría evitar que lo detectaran en la celda unos pocos minutos cada vez, porque el guardia de la mirilla no pensaría que estaba dormido si estaba sentado erguido.

Y así fue, robando diez minutos aquí, una media hora allá, ocasionalmente un poco más si Sidorov se marchaba antes de las seis de la mañana y los guardias me dejaban solo hasta el toque de diana. Pero era muy poco. Demasiado tarde. Podía sentir que me iba hundiendo, que me volvía más relajado y menos disciplinado cada día. Temía volverme loco casi más —no, realmente más— que morir.

Dolgun se resistió a confesar durante largos meses, un hecho que le procuró algo de que estar orgulloso durante el resto de su prisión. Sin embargo, cuando muchos meses después fue llamado de regreso a Moscú del campo en Dzherkazgán y fue golpeado otra vez, firmó una confesión pensando: «¡Al demonio! Me tienen de todos modos. ¿Por qué no lo he hecho antes? Me habría ahorrado mucho sufrimiento».[47]

¿Por qué no, realmente? Era una pregunta que muchos se hacían dándole respuestas distintas. Parece que algunos (un alto porcentaje de escritores de memorias) se resistieron por principio o por la equivocada creencia de que con ello evitarían ser condenados. «Prefiero morir antes que rebajarme», dijo el general Gorbatov a sus interrogadores, aunque lo estaban torturando (no especifica cómo). Otros se sometieron, para evitar el dolor, o por la creencia igualmente errónea de que con ello evitarían ser condenados.

En última instancia, la importancia principal de la instrucción sumarial era la huella psicológica que dejaba en los prisioneros. Incluso antes de que fueran sometidos al largo traslado al este, y antes de que llegaran a los primeros campos, habían sido «preparados» a cierto nivel para la nueva vida de trabajadores esclavos. Ya sabían que no gozaban de los derechos humanos normales, ni tampoco del derecho a un juicio justo ni siquiera a una vista justa. Ahora sabían que el poder del NKVD era absoluto, y que el Estado podía disponer de ellos como quisiera. Si habían confesado un delito que no habían cometido, se sentían humillados. Pero, aunque no lo hubieran hecho, se los había despojado de cualquier sombra de esperanza, de cualquier pensamiento de que el error de su detención sería pronto subsanado.

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