Gulag

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II - La vida y el trabajo en los campos » 8 - La prisión

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La prisión

Una gitana leyó las cartas:

un camino,

un camino lejano y una prisión.

Quizá la vieja prisión central

otra vez me aguarda,

aguarda a un joven…

Canción tradicional de los presos rusos.

El arresto y la instrucción del sumario extenuaban a los prisioneros, los confundían hasta someterlos, perturbarlos y desorientarlos; pero el propio sistema soviético de prisiones en que los reclusos eran confinados antes de la instrucción, durante y muchas veces un largo tiempo después de la instrucción, tenía una enorme influencia en su estado mental.

Ciertas actitudes oficiales hacia las prisiones reflejan los cambios en las prioridades de quienes dirigían los campos. Por ejemplo, Yágoda dio una orden en agosto de 1935 —en el período en que las detenciones de presos políticos comenzaban a aumentar con rapidez—, dejando claro que el «punto» más importante de un arresto era satisfacer la exigencia cada vez más frenética de una confesión. La orden de Yágoda puso en manos de los agentes del NKVD que investigaban los casos no solo los «privilegios», sino también las condiciones de vida más básicas de los presos. En el supuesto de que el prisionero colaborara —lo que por lo general significaba confesar—, se le permitiría recibir cartas, paquetes de comida, periódicos y libros, tener visitas mensuales de sus familiares y hacer una hora de ejercicio diaria. Si no, podía ser privado de todas estas cosas, e incluso perder la ración de comida.[1]

En contraste, en 1942, después de que Beria hubo asumido el mando, jurando convertir el Gulag en una máquina económica eficiente, las prioridades de Moscú habían cambiado. Los campos se estaban transformando en un factor importante para la producción de la época bélica, y los jefes del campo habían comenzado a quejarse de los numerosos prisioneros que llegaban a los centros laborales de los campos totalmente incapaces de trabajar. Desnutridos, sucios y entumecidos, simplemente no podían extraer carbón ni talar árboles al ritmo requerido. Beria, por tanto, dictó nuevas disposiciones sobre la instrucción sumarial en mayo de ese año, exigiendo que los directores de prisiones observaran unas «condiciones de sanidad mínimas» y limitando el control de los agentes sobre la vida cotidiana de los prisioneros.

Según la nueva orden de Beria, los prisioneros tenían que hacer una caminata diaria «no inferior a una hora» (con la notoria excepción de aquellos que aguardaban la pena capital, cuya salud apenas si importaba para las cifras de producción del NKVD). Las autoridades de la prisión tenían que asegurarse de que hubiera un patio especialmente construido con ese propósito. «Ni un solo prisionero debe permanecer en la celda durante estos paseos … los presos débiles y ancianos deben ser ayudados por sus compañeros de celda». Se ordenó a los celadores que se aseguraran de que los reclusos (exceptuados los que estaban sometidos a la instrucción) durmiesen ocho horas, que los que sufrieran diarrea recibieran más vitaminas y una mejor alimentación, y que los parashi, los cubos que servían de letrina, fueran reparados si estaban agujereados.

Pese a estas regulaciones específicas, las prisiones continuaron siendo muy diferentes. En parte, se diferenciaban por la ubicación. Por lo general, las prisiones provinciales eran más sucias y relajadas; las de Moscú, más limpias y monótonas. Pero incluso las tres prisiones de Moscú tenían un carácter ligeramente distinto. La tristemente célebre Lubianka, que todavía domina una gran plaza en el centro de Moscú (y todavía sirve como sede del FSB, sucesor del KGB) era utilizada para la recepción y el interrogatorio de los infractores políticos más serios. Había relativamente pocas celdas (un documento de 1956 habla de 118) y 94 eran muy pequeñas, para uno o cuatro presos.[2] Antaño oficinas de una compañía de seguros, algunas celdas del edificio de la Lubianka tenían pisos de parquet que los presos debían limpiar cada día. A. M. Garaseva, un anarquista que después trabajó como secretario de Solzhenitsin, estuvo preso en Lubianka en 1926 y recordaba que la comida todavía era servida por camareras uniformadas.[3]

En contraste, Lefortovo, también utilizada para la instrucción, había sido una prisión militar del siglo XIX. Sus celdas, nunca destinadas a custodiar un gran número de presos, eran más oscuras y sucias, y estaban atestadas. Lefortovo tenía la forma de una letra k, y en el centro, recordaba en sus memorias Dmitri Panin, «un asistente de pie con una bandera dirigía el flujo de presos que entraban y salían del interrogatorio».[4] A finales de la década de 1940, Lefortovo estaba tan atestada que el NKVD abrió un anexo en el monasterio Sujanovsky, en las afueras de Moscú. Denominado oficialmente «Objeto 110» y llamado por los prisioneros «Sujanovka», el anexo adquirió una horrenda reputación debido a las torturas. El propio Beria tenía un despacho allí, y supervisaba personalmente las sesiones de tortura de los prisioneros de Sujanovka.[5]

La prisión de Butirka, la más antigua de las tres, construida en el siglo XVIII, había sido concebida como un palacio, aunque pronto se convirtió en una prisión. Generalmente se utilizaba para encerrar a los presos que habían terminado con la instrucción y estaban esperando el transporte. Butirka estaba también atestada y sucia, pero era más relajada. Garaseva recuerda que mientras que en Lubianka los guardias obligaban a los presos a «ejercitarse» caminando en un pequeño círculo, «en Butirka uno podía hacer lo que quería».[6]

Las prisiones también cambiaban según la época. A comienzos de los años treinta, un gran número de prisioneros fueron sentenciados a meses e incluso a años de aislamiento. Un prisionero ruso, Boris Cherverikov, mantuvo la cordura durante dieciséis meses que estuvo incomunicado lavando ropa, limpiando el suelo y las paredes, y cantando todas las arias y canciones que conocía.[7]

Guinzburg pasó casi dos años en el aislado Yaroslavl, en el interior de Rusia central, la mayor parte del tiempo completamente sola: «Cuando cierro los ojos aún puedo ver cada resalte y cada grieta de esas paredes, pintadas hasta la mitad con los colores habituales de las prisiones, rojo parduzco y blanco sucio la mitad superior».[8] En los años cuarenta, cuando aumentó el ritmo de las detenciones, resultó más difícil aislar a los prisioneros, aun a los nuevos detenidos, ni siquiera durante unas horas. En 1947, Leonid Finkelstein fue llevado a la prisión vokzal (literalmente «estación de ferrocarril»), una «enorme celda común donde se metía primero a los presos sin ningún tipo de servicios. Después eran distribuidos, gradualmente, enviados a los baños, y después a las celdas».[9] En realidad, la experiencia de un hacinamiento desesperante era mucho más habitual que el aislamiento solitario. No faltan ejemplos: en la prisión principal de la ciudad de Arjánguelsk, que tenía una capacidad para 740 individuos, en 1941 había entre 1661 y 2380 presos.[10]

Las prisiones en las provincias más distantes podían ser peores. En 1940, en la prisión de Stanislawlow, en la recién ocupada Polonia oriental, había 1709 personas, un número muy superior al de su capacidad de 472, y poseía apenas 150 juegos de sábanas.[11] En febrero de 1941, en las prisiones de la República de Tartarstán, con una capacidad de 2710 presos, había 6353.[12] Esta masificación tenía un efecto especialmente negativo sobre aquellos que todavía estaban siendo interrogados, cuya vida entera era sometida a un escrutinio intenso y hostil cada noche, y que pese a ello debían pasar el día en compañía de otros. Un prisionero relató sus efectos:

El proceso de desintegración de la personalidad tenía lugar ante los ojos de todo el mundo en la celda. Un hombre no podía ocultarse allí ni por un instante; incluso tenía que defecar en un retrete abierto situado en la misma sala. El que quisiera llorar, lo hacía delante de todo el mundo, y el sentimiento de vergüenza aumentaba su tormento. El que intentara el suicidio (por la noche, tratando de cortarse las venas del brazo con los dientes bajo la manta) sería rápidamente descubierto por uno de los insomnes de la celda, y no podría terminar su tarea.[13]

Quizá debido a que eran conscientes del hacinamiento, las autoridades de la prisión hicieron grandes esfuerzos para quebrar todo asomo de solidaridad entre los presos. Ya la orden de Yágoda de 1935 prohibía a los prisioneros que hablaran, gritaran, cantaran o escribieran en los muros de la celda, que dejaran marcas o signos en ninguna parte de la prisión, que se asomaran a las ventanas de la celda o que intentaran comunicarse de alguna manera con los que estuvieran en otras celdas.[14] Los detenidos en la década de 1930 mencionan con frecuencia el silencio obligado: «Nadie hablaba en voz alta y algunos se hacían comprender por signos», escribió Margarete Buber-Neumann sobre Butirka, donde «los cuerpos medio descubiertos de casi todas las mujeres habían adquirido un tinte raro, color azul grisáceo, debido al largo confinamiento sin luz ni aire».[15]

En algunas prisiones, la regla del silencio se mantuvo vigente hasta muy avanzada la década siguiente, en otras menos: un antiguo prisionero habla del «completo silencio» de Lubianka en 1949, en comparación con la cual visitar «la celda número 106 en Butirka era como ir a un bazar después de visitar una pequeña tienda».[16] Otro, preso en la ciudad de Kazán, recordaba que cuando los prisioneros comenzaban a susurrar, «la ventanilla de la comida se abría de golpe y alguien decía: ¡chitón!…».[17]

El silencio obligatorio hacía que incluso el camino a las salas de la instrucción causara nerviosismo. Alexander Dolgun recuerda que cuando caminaba por los pasillos alfombrados de Lubianka: «Lo único que escuchaba mientras avanzábamos era el sonido que hacía el guardia al chasquear la lengua … todas las puertas de metal eran grises, del color de un acorazado, y el efecto de la melancolía y el silencio y las puertas grises repitiéndose por los corredores hasta confundirse con las sombras era opresivo y desalentador».[18]

Para impedir que los prisioneros de una celda averiguaran los nombres de los de las otras celdas, los prisioneros eran llamados —para la instrucción o para el traslado— no por sus nombres, sino por una letra del alfabeto. El guardia gritaba G, por ejemplo, y todos los prisioneros cuyo apellido comenzaba con G se ponían de pie y daban sus nombres de pila y patronímicos.[19]

Se mantenía el orden, exactamente como se hacía en la mayoría de las prisiones, mediante una rígida regulación de la vida cotidiana. Zayara Vesyolaya, hija del famoso escritor y «enemigo» ruso, describe en sus memorias un día en la Lubianka. Comenzaba con opravka, una excursión al retrete:

«¡Preparaos para el retrete!», grita el guardia, y las mujeres silenciosamente forman filas, en parejas. Una vez allí, se les da unos diez minutos, no solo para hacer sus necesidades sino para asearse y lavar la ropa que pudieran. A continuación de opravka venía el desayuno: agua caliente mezclada quizá con algo parecido al té o al café, más la ración diaria de pan, junto con dos o tres terrones de azúcar. Al desayuno seguía una visita del guardia que tomaba las solicitudes para consultar al doctor, y después venía «la actividad central del día», un paseo de veinte minutos por «un pequeño patio cerrado, caminando en fila india en círculo pegadas a la pared».

Solo una vez se alteró el orden. Aunque nunca se le explicó por qué, Vesyolaya fue llevada una noche al tejado de la Lubianka, después de que los prisioneros habían recibido la orden de dormir. Como la Lubianka estaba en el centro de Moscú, pudo ver, si no la ciudad, al menos sus luces. Tuvo la impresión de pertenecer a otro país.[20]

Normalmente, sin embargo, el resto del día era monótono: comida (sopa de prisión hecha de vísceras, grano o col podrida) y lo mismo para la cena. Había otra excursión al retrete por la noche. Entre estas actividades, las prisioneras hablaban susurrando, se sentaban en sus literas, y a veces leían libros. Vesyolaya recuerda que se le permitía leer un libro a la semana, pero las normas variaban de una prisión a otra, así como la calidad de las bibliotecas que, como he dicho, a veces eran excelentes. En algunas prisiones se permitía a los reclusos comprar alimentos del economato si sus parientes les habían enviado dinero.

Pero había otras torturas además del aburrimiento y la mala comida. Se prohibía a todos los presos dormir durante el día, no solo a los que estaban sometidos a interrogatorios. Los celadores mantenían una vigilia constante, mirando por el «agujero de Judas» (la mirilla en la puerta de la celda), para asegurarse de que se cumplía esta norma. Liubov Bershadskaya recuerda que, aunque «nos despertábamos a las seis, no se nos permitía sentarnos en la cama hasta las once de la noche. Teníamos que caminar o sentarnos en los bancos sin apoyarnos en la pared».[21]

La noche no era mejor. Dormir era difícil, si no imposible: los brillantes focos de las celdas nunca se apagaban, y una norma prohibía a los presos dormir con las manos bajo la manta. Vesyolaya comenzaría tratando de obedecer: «Era incómodo … y me resultaba difícil conciliar el sueño… tan pronto como me adormecía, no obstante, instintivamente me subía la manta hasta la barbilla. La llave chirriaba en la cerradura, y el guardia sacudía mi cama: ¡las manos!».[22]

Quizá el arma más efectiva para impedir que los prisioneros estuvieran demasiado cómodos en su entorno era la presencia de delatores, que también existían en otras esferas de la vida soviética. Desempeñarían asimismo un importante papel en los campos, pero allí sería más sencillo evitarlos. En la prisión, nadie podía eludirlos tan fácilmente, y obligaban a las personas a vigilar sus palabras cuidadosamente. Buber-Neumann recordaba que, con una excepción, «nunca escuché ni una palabra de crítica al régimen soviético de labios de un preso ruso durante el tiempo que estuve en Butirka».[23]

Los presos tenían constancia de que había al menos un delator en cada celda. Cuando había dos personas en una celda, una sospechaba de la otra. En las celdas, el delator muchas veces era conocido, y los demás reclusos lo rehuían. Cuando Olga Adamova-Sliozberg llegó a Butirka, vio un espacio libre para dormir junto a la ventana. Se le dijo que podía dormir allí, «pero no tendrás la mejor de las vecinas». Resultó que la mujer que dormía aparte era una delatora que pasaba el tiempo «escribiendo declaraciones denunciando a todos en la celda, de modo que nadie le hablaba».

No todos los delatores eran identificados con facilidad, y la paranoia era tan grande que cualquier comportamiento inusual suscitaba la hostilidad. El escritor Varlam Shalámov escribía que ser trasladado de celda dentro de una prisión «no es agradable. Siempre suscita sospechas, torna precavidos a los nuevos compañeros: ¿no será un delator?».[24]

Sin duda, el sistema era rígido, inflexible e inhumano. Y sin embargo, si podían, los presos resistían el tedio, las constantes y pequeñas humillaciones, los intentos de dividirlos y atomizarlos. Más de un antiguo recluso ha escrito que la solidaridad de los prisioneros era más fuerte realmente en las cárceles que la que habría en los campos después. Una vez que los prisioneros estaban en los campos, los mandos podían dividirlos y reinar con más tranquilidad. Para separar a los reclusos, podía tentarlos con la promesa de un puesto más alto en la jerarquía del campo, con mejor comida o trabajos más fáciles.

En la prisión, en cambio, todos eran más o menos iguales. Había alicientes para colaborar, pero eran escasos. A muchos presos, los días o meses pasados en la cárcel, antes de la deportación, les habían proporcionado una especie de curso introductorio a las técnicas elementales de supervivencia, y pese a todos los esfuerzos de las autoridades, una primera experiencia de unidad contra la autoridad.

Algunos prisioneros simplemente aprendieron de sus compañeros de reclusión la forma de preservar la higiene y la dignidad. En su celda, Shijeeva-Gaister aprendió a hacer botones con trozos de pan masticado para sujetarse la ropa y a hacer agujas de espinas de pescado.[25] Dmitri Bistroletov —un antiguo espía en Occidente— aprendió también a hacer «hilo» destejiendo las medias viejas; la punta del hilo se adelgazaba con un poco de jabón. Ese hilo, al igual que las agujas que aprendieron a hacer con las cerillas, podía ser permutado en el campo por comida.[26]

Los prisioneros también preservaban cierto control sobre su existencia mediante la institución del starosta, el «síndico» de la celda. Por una parte, en las prisiones, los vagones de ferrocarril y en los barracones de los campos, el starosta era una figura autorizada, cuyas funciones eran descritas en los documentos oficiales. Por otra parte, los numerosos deberes del starosta (que iban desde hacer que la celda estuviese limpia hasta asegurar el orden de los turnos en el retrete) significaba que su autoridad tenía que ser aceptada por todos.[27] Los delatores, y otros favorecidos por los celadores de la prisión, no eran por tanto necesariamente los mejores candidatos. Aleksandr Weissberg escribió que en las celdas más grandes, donde podría haber 200 presos o más, «la vida normal no era posible sin un síndico de la celda que organizase la distribución de la comida, los turnos de ejercicio, y así sucesivamente». Sin embargo, debido a que la policía secreta rehusaba reconocer cualquier forma de organización de los presos («su lógica era simple: una organización de contrarrevolucionarios era una organización contrarrevolucionaria»), se encontró una solución clásicamente soviética: el starosta era elegido «ilegalmente» por los presos. El gobernador se enteraba a través de sus espías y entonces nombraba oficialmente al elegido por los presos.[28]

En las celdas más atestadas, la principal tarea del starosta era dar la bienvenida a los nuevos presos, y asegurarse de que todos tuvieran un lugar para dormir. Casi siempre, los nuevos prisioneros eran enviados a dormir junto a la parasha, el cubo de excrementos, avanzando progresivamente hacia la ventana en orden de antigüedad. «No se hacían excepciones —anotaba Elinor Lipper— por edad ni por enfermedad.»[29] El starosta también resolvía las peleas, y mantenía el orden en la celda, una tarea que distaba de ser sencilla.

Sin duda, los presos ponían su mayor ingenio en burlar la norma más rigurosa: la prohibición estricta de comunicación entre las celdas y con el mundo exterior. Quizá la forma más elaborada de comunicación prohibida era el código Morse de los prisioneros, que se golpeteaba en las paredes de las celdas o en las cañerías de la prisión. El código había sido ideado en la época zarista; Varlam Shalámov lo atribuye a los decembristas.[30] Elinor Olitskaya lo había aprendido de sus colegas eseritas mucho antes de ser recluida en 1924.[31] De hecho, la revolucionaria rusa Vera Figner había descrito el código en sus memorias, de donde lo aprendió Guinzburg. Cuando estuvo bajo la instrucción sumarial, recordaba lo suficiente como para utilizarlo y comunicarse con la celda contigua.[32] El código era relativamente sencillo: cada letra del alfabeto ruso se disponía en cinco series de seis letras.

Cada letra era designada por un par de golpecitos, el primero indicaba la fila y el segundo la columna.

Incluso aquellos que no habían leído sobre el código ni lo hubieran aprendido de otros, a veces lo entendían, pues había métodos uniformes de enseñarlo. Aquellos que lo conocían a veces pulsaban todo el alfabeto, una y otra vez, junto con una o dos preguntas simples, con la esperanza de que la persona invisible al otro lado del muro pudiera comprenderlo. Así fue como Alexander Dolgun aprendió el código en Lefortovo, memorizándolo con ayuda de cerillas. Cuando finalmente fue capaz de «hablar» con el hombre de la celda contigua, y comprendió que le estaba preguntando ¿quién eres?, sintió «una oleada de amor puro por el hombre que había estado preguntándome durante tres meses quién era yo».[33]

En ciertos lugares y en ciertos momentos, los métodos de los prisioneros para organizarse adoptaron formas más complejas. Shalámov describe una en especial en el relato «Los comités de pobres», que también es mencionada por otros autores.[34] Sus orígenes se deben a una norma injusta: en cierto momento, a finales de la década de 1930, las autoridades decidieron súbitamente que los prisioneros sometidos a interrogatorio no debían recibir paquetes de sus familiares; en su opinión, «con dos bollos franceses, cinco manzanas y un par de pantalones viejos se podía transmitir cualquier texto en el interior de la prisión». Solo podía enviarse dinero, y en números redondos, de manera que las sumas no pudieran utilizarse para «crear un nuevo alfabeto de señales cifradas». Pero no todas las familias de los presos tenían dinero para enviar. Algunas eran demasiado pobres, o estaban muy lejos, mientras que otras incluso habían participado en la denuncia de sus parientes. Eso significaba que, aunque algunos presos tuvieran acceso una vez por semana al economato de la prisión (para comprar mantequilla, queso, salchichón, tabaco, pan blanco, cigarrillos), otros tenían que subsistir con la pobre dieta carcelaria, y aún más importante, se sentían «excluidos de la fiesta», es decir, del día de economato.

Para resolver este problema, los presos de Butyrka retomaron una idea del período del comunismo de guerra, en los primeros años de la revolución, y organizaron «los comités de pobres». Cada preso donaba el 10% de su dinero a ese comité. A su vez, el comité compraba alimentos para los presos que no tenían dinero. Este sistema continuó durante algunos años, hasta que las autoridades decidieron eliminarlo, prometiendo a algunos prisioneros diversas compensaciones para que se negaran a que se les descontara dinero. Sin embargo, las celdas se resistieron y aislaron a los que no participaban. Y ¿quién, pregunta Shalámov, «se atrevería a enfrentarse en solitario a todo el grupo, a unos hombres que pasan las veinticuatro horas contigo, y cuando solo el sueño te salva de las miradas hostiles de tus compañeros»?

Curiosamente, este breve relato es uno de los pocos del amplio repertorio de Shalámov que termina con una nota positiva: «La masa carcelaria —cohesionada como siempre ocurre en la cárcel, a diferencia de la “calle” y de los campos—, en un espacio carente del más mínimo derecho, halla un punto de apoyo para aplicar sus energías espirituales en la afirmación del eterno derecho del hombre a vivir a su modo».[35]

Este escritor, pesimista entre los pesimistas, había encontrado en esta forma organizada de solidaridad entre los presos, un jirón de esperanza. El trauma del transporte y el horror inaudito de los primeros días en los campos pronto lo destruiría.

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