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II - La vida y el trabajo en los campos » 9 - El transporte, la llegada y la selección

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El transporte, la llegada y la selección

Recuerdo el puerto de Vanino

y el clamor del lúgubre vapor

cuando entrábamos por la pasarela

a la fría y tenebrosa bodega.

Los zeks sufrían con el vaivén del oleaje,

el mar profundo los rodeaba bramando

y ante ellos estaba Magadán,

la capital del país de Kolimá.

De cada pecho brotaba

no el llanto, sino un gemido lastimero,

pues se despedían de la Tierra Grande.

El barco se balanceaba, forcejeaba, crujía…

Canción de presos soviéticos.

En 1827, la princesa Maria Volkonskaya, esposa del rebelde decembrista Serguéi Volkonski, dejó a su familia, a su hijo y la apacible vida de San Petersburgo para unirse a su esposo en el exilio siberiano. Su biógrafo describe el viaje, que en su tiempo se consideraba de una dureza insoportable:

Días tras día, el trineo avanzaba veloz hacia el horizonte infinito. Maria experimentaba un estado de júbilo febril. El viaje infundía una sensación de irrealidad: la falta de sueño y el escaso alimento. Se detuvo solo en un relevo ocasional para tomar una taza de té con limón del indefectible samovar de cobre. La embriagadora velocidad del trineo, arrastrado por tres caballos saltarines, devoraba las extensiones vacías al galope. «¡Adelante…!, ¡adelante!», los arreaban los conductores, alcanzando una gran velocidad mientras grandes penachos de nieve se levantaban bajo los cascos de los caballos, y los cascabeles de los arreos repicaban sin cesar anunciando que el vehículo se aproximaba.[1]

Ni caballos ni trineos llevaron a los prisioneros del siglo XX con «embriagadora velocidad» surcando la nieve siberiana, tampoco hubo tazas de té caliente con limón servidos de los samovares de cobre en las estaciones de relevo. La princesa Volkonskaya quizá lloró durante su viaje, pero los prisioneros que vinieron después ni siquiera podían oír la palabra étap (término de jerga carcelaria para decir transporte), sin sentir un sobresalto de miedo o de pavor que les dejaba la boca seca. Cada viaje era un salto desgarrador a lo desconocido, un paso lejos de los habituales compañeros de celda y los tratos ya conocidos, con todas las deficiencias que pudieran tener.

Para aquellos que sufrían la ordalía por primera vez, el acontecimiento estaba cargado de simbolismo. La detención y la instrucción del sumario habían sido una iniciación al sistema, pero el viaje en tren a través de Rusia representaba una ruptura geográfica con el pasado de los prisioneros y el comienzo de una nueva vida. Las emociones eran siempre fuertes en los trenes que dejaban Moscú y Leningrado, con dirección al norte y al este. Thomas Sgovio, un estadounidense que no pudo recuperar su pasaporte, recordaba lo que pasó cuando su tren salió para Kolimá: «Nuestro tren dejó Moscú la noche del 24 de junio. Era el inicio de un viaje hacia el este que duraría un mes, nunca olvidaré ese momento. Setenta hombres … comenzaron a llorar».[2]

En la mayoría de los casos, el largo proceso de transporte tenía lugar por etapas. Si estaban en las grandes prisiones de la ciudad, los zeks eran conducidos a los trenes en camiones cuyo diseño proclamaba la obsesión por el secreto del NKVD. Desde fuera, los «cuervos negros», como se los apodaba, parecían camiones de carga. En los años treinta, solían llevar la palabra «pan» pintada en los laterales.[3]

El interior de los camiones a veces estaba dividido en dos hileras de pequeñas jaulas sin aire, tal como las describió un prisionero.[4] Los campesinos y aquellos que fueron transportados al inicio de la deportación masiva de los estados bálticos y Polonia oriental, lo pasaron mucho peor. Tal como me contó un anciano lituano, eran embutidos «como sardinas» en camiones de carga normales: el primer preso abría las piernas, el segundo se sentaba entre ellas también con las piernas abiertas y así sucesivamente hasta que el camión estuviera lleno.[5] Tal disposición era especialmente incómoda cuando había demasiadas personas que recoger, y un viaje a la estación podía durar todo un día. Durante la deportación que tuvo lugar en los antiguos territorios polacos en febrero de 1940, los niños murieron congelados antes de llegar a los trenes, y los adultos sufrieron una congelación grave de brazos y piernas de la cual nunca se recuperaron.[6]

En las ciudades de provincia, las normas de secreto eran más relajadas y los prisioneros a veces marchaban a la estación de tren por los pueblos, una experiencia que a menudo les brindaba una última visión de la vida civil; y una de las pocas imágenes que los civiles tendrían de los prisioneros. Janusz Bardach recuerda su sorpresa ante la reacción de los ciudadanos en Petropavlovsk cuando vieron a los prisioneros marchando por la calle:

La mayoría de los viandantes eran mujeres envueltas en chales y gruesos abrigos de fieltro. Para mi asombro, comenzaron a gritar a los guardias: «¡Fascistas… asesinos… Por qué no vais a pelear al frente…!». Comenzaron a tirarles bolas de nieve. Ellos lanzaron varios disparos al aire y las mujeres retrocedieron unos pasos, pero continuaron maldiciendo y siguiéndonos. Arrojaban a la columna paquetes, hogazas de pan, patatas y tocino, envueltos en tela. Una mujer se quitó el chal y el abrigo y se los dio a un hombre que no tenía nada. Yo recogí un par de mitones de lana.[7]

A pie o en camión, los prisioneros finalmente llegaban a las estaciones de tren. A veces eran estaciones convencionales, a veces especiales («un trozo de tierra rodeado de alambradas», según recuerda Leonid Finkelstein).

Desde fuera, los vagones parecían del todo normales, aunque estaban más custodiados que la mayoría. Edward Buca, que había sido arrestado en Polonia, examinó el suyo con el ojo atento de un hombre que albergaba la esperanza de evadirse. Recordaba que «cada vagón estaba rodeado de varias hileras de alambre de espino, había plataformas de madera en el exterior para los guardias, se habían instalado luces eléctricas arriba y abajo en cada vagón, y las ventanillas estaban protegidas con gruesas barras de hierro». Después, Buca inspeccionó el vagón por debajo para ver si había clavos en la base. Allí estaban.[8]

Había trenes de dos tipos. Los primeros eran los Stolypinki (o «vagones Stolypin»), así llamados irónicamente en alusión al nombre de un primer ministro zarista —uno de los más enérgicos y un gran promotor de reformas— de principios del siglo XX, quien los habría introducido. Eran vagones ordinarios que habían sido remodelados para los presos. Podían ser unidos formando un enorme vehículo o enganchados a los trenes normales uno o dos cada vez. Un antiguo pasajero los describió así:

Un Stolypinka se parece a un vagón ruso de tercera clase normal excepto en que tiene muchas más barras de hierro y rejillas. Las ventanas, por supuesto, llevan barras. Los compartimientos individuales están separados por tela metálica en lugar de paredes, como jaulas, y una larga valla de hierro separa los compartimientos del corredor. Esta disposición permite a los guardias vigilar constantemente a todos los prisioneros del vagón.[9]

En los vagones Stolypin también se hacinaban muchas personas, pero tenían otra desventaja más grave. Dentro de ellos, los guardias podían vigilar a los presos todo el tiempo, y por tanto, podían controlar lo que los prisioneros comían, oír sus conversaciones y decidir cuándo y dónde podrían hacer sus necesidades. Como resultado, en casi todas las memorias que describen los trenes se mencionan los horrores asociados con el hecho de orinar y defecar. Una o dos veces al día, en ocasiones nunca, los guardias llevaban a los pasajeros al retrete o detenían el tren para dejar salir a los prisioneros.

Para los prisioneros con problemas estomacales u otras dolencias, la situación era mucho peor tal como recordaba un testigo: «Los prisioneros incapaces de controlarse se ensuciaban los pantalones y con frecuencia también ensuciaban a los presos situados a su lado. Incluso en una comunidad de sufrimiento, a algunos presos les resultaba difícil no detestar a los infortunados que lo hacían».[10] Por esta razón, algunos prisioneros preferían la otra forma de transporte: los vagones de ganado. Tal como suena: eran vagones vacíos, no necesariamente adecuados para los seres humanos, a veces con una pequeña estufa en el centro a modo de calefacción y a veces con literas. También tenían «retretes» —agujeros en el suelo del vagón—, lo que aliviaba la necesidad de pedir y rogar a los guardias o de lo contrario pasar la vergüenza de ensuciarse encima.[11]

Pero el verdadero tormento no era el hacinamiento ni los retretes o la vergüenza, sino la falta de alimento, especialmente la falta de agua. Por lo común, la «ración seca» del prisionero consistía en pan, que podía ser distribuido en pequeños trozos de 300 gramos diarios, o en grandes cantidades (dos kilos más o menos) que debía durar los 34 días del viaje. Junto con el pan, los prisioneros recibían habitualmente pescado salado, el cual les provocaba una sed excesiva.[12] Pese a ello, rara vez se les daba más de un jarro de agua al día, incluso en verano. Tan frecuente era esta práctica que los relatos de la terrible sed experimentada por los prisioneros durante el viaje aparecen una y otra vez. «Una vez, no nos dieron agua en tres días, y en la víspera de Año Nuevo de 1939, cerca del lago Baikal, tuvimos que lamer los carámbanos ennegrecidos que colgaban de los vagones», escribió un antiguo zek.[13]

También aquellos que recibían un jarro de agua padecían. Guinzburg recordaba la atroz decisión que debían tomar los presos: o bebían toda la taza por la mañana, o trataban de conservarla. «Aquellos que iban tomando un trago de vez en cuando y lo hacían durar todo el día, no tenían un minuto de paz. Vigilaban sus jarros como águilas desde el amanecer hasta el anochecer.»[14]

Peores eran los recuerdos de Nina Gagen-Torn, que estuvo en un tren de transporte parado tres días en las afueras de Novosibirsk en plena canícula. La prisión de tránsito de la ciudad estaba llena: «Era julio. Muy caluroso. Los techos de los vagones Stolypin enrojecieron por la acción del calor, y nosotros estábamos en las literas como bollos en el horno». Las personas que iban en su vagón decidieron hacer una huelga de hambre, aunque los guardias las amenazaron con penas más largas. «No queremos morir de disentería —les respondieron a gritos las mujeres—. Hace cuatro días que estamos encima de nuestra propia mierda». Con reluctancia, los guardias finalmente les permitieron beber un poco y asearse.[15]

Los más ancianos y los más jóvenes sufrían mucho más. Barbara Armonas, una lituana casada con un estadounidense, fue deportada junto con un gran grupo de hombres, mujeres y niños lituanos. Entre ellos había una paralítica de 83 años que no podía mantenerse limpia: «Muy pronto todo apestaba a su alrededor y ella estaba cubierta de llagas». También había tres niños pequeños:

Sus padres tenían grandes problemas con los pañales, que era imposible lavarlos con regularidad. A veces cuando el tren se detenía después de un chaparrón, las madres bajaban de un salto a lavar los pañales en las acequias. Había peleas por estas acequias porque algunas querían lavar los platos, otras lavarse la cara y otras lavar los pañales sucios, todas a la vez.[16]

Se tomaron medidas especiales para los enemigos arrestados, en contraposición a los deportados, lo que no necesariamente mejoraba las cosas. Mariya Sandratskaya, arrestada cuando su hijo tenía dos meses, fue llevada en un transporte lleno de madres que amamantaban a sus hijos. Durante dieciocho días, sesenta y cinco mujeres con sus sesenta y cinco hijos viajaron en dos vagones de ganado, sin calefacción a excepción de dos estufas pequeñas que arrojaban mucho humo. No había raciones especiales ni agua caliente para bañar a los niños o lavar los pañales, que se volvieron «verdes de mugre». Dos mujeres se suicidaron cortándose la garganta con un vidrio, otra perdió la razón. Sus tres hijos fueron recogidos por otras madres. Sandratskaya «adoptó» a uno de ellos. Hasta el fin de sus días, estuvo convencida de que solo la leche materna había salvado a su propio hijo, que contrajo una pulmonía. Por supuesto, no había medicinas a mano.[17]

De vez en cuando, los trenes de transporte hacían paradas, pero estas no necesariamente ofrecían demasiado alivio. Los prisioneros eran sacados de los trenes, cargados en camiones y llevados a las prisiones de tránsito. El régimen de esos lugares era parecido a las prisiones de la instrucción sumarial, excepto en que los carceleros tenían incluso menos interés en el bienestar de los presos a su cuidado, a quienes quizá nunca volverían a ver. El régimen de la prisión de tránsito era completamente impredecible.

Probablemente las prisiones de tránsito más primitivas eran las situadas en la costa del Pacífico, donde los prisioneros permanecían antes de que los embarcaran con rumbo a Kolimá. En los años treinta, solo había una: Vtoraya Rechka, cerca de Vladivostok. Tan abarrotada estaba que se construyeron dos campos de tránsito adicionales en 1939: Bujta Najodka y Vanino. Ni siquiera entonces había suficientes barracones para los miles de reclusos que esperaban los barcos.[18] Un prisionero se encontró en Bujta Najodka a finales de julio de 1947: «A la intemperie custodiaban a 20 000 personas. Ni se mencionaba un edificio para ellos; allí se sentaban, se tumbaban y vivían, allí mismo, en la tierra».[19]

Tampoco el acceso al agua había mejorado mucho con respecto al existente en los trenes, pese al hecho de que los prisioneros todavía subsistían en buena medida gracias a una dieta de pescado salado en pleno verano. «Por todo el campo había carteles que decían “No beba agua sin hervir”. Dos epidemias, una de tifus y otra de disentería, estaban causando estragos entre nosotros. Pero los prisioneros no prestaban atención a los carteles y bebían el agua que se deslizaba aquí y allá en la tierra del complejo … cualquiera puede entender cuán desesperados estábamos por un trago de agua para aplacar nuestra sed.»[20]

Para los presos que habían estado viajando durante muchas semanas, las condiciones de los campos de tránsito en la costa del Pacífico eran casi insoportables. Los escritores de memorias informan de viajes en tren a Bujta Najodka de hasta cuarenta y siete días.[21] Uno recuerda que cuando el vehículo llegó a dicha localidad, el 70% de sus camaradas sufrían de ceguera nocturna, un efecto colateral del escorbuto, así como de diarrea.[22] Tampoco había asistencia médica disponible. Sin medicinas ni cuidados adecuados, el poeta ruso Osip Mandelstam murió paranoico y delirante en Vtorya Rechka en diciembre de 1938.[23]

Para aquellos que no estaban demasiado enfermos, era posible conseguir un poco más de pan en los campos de tránsito del Pacífico. Los prisioneros podían trasladar cubetas con cemento, descargar vagones y cavar letrinas.[24] De hecho, Bujta Najodka es recordada por algunos como el «único campo donde los prisioneros suplicaban por trabajar». Una mujer polaca recordaba: «Alimentan solo a aquellos que trabajan, pero como hay más presos que trabajo, algunos mueren de hambre … La prostitución florece como los lirios en los prados siberianos».[25]

Sin embargo, recuerda Sgovio, algunos subsistían gracias al trueque:

Hay un gran espacio abierto llamado el bazar. Los presos se reúnen allí y hacen trueque … La moneda no tiene valor. Hay mayor demanda de pan, tabaco y de trozos de papel periódico usado para fumar. Hay presos comunes que cumplen condena como encargados de los servicios y el mantenimiento. Cambian pan y tabaco por ropa con los recién llegados, después revenden nuestra ropa a los ciudadanos en el exterior por rublos, acumulando así una suma para el día en que los dejen ir al mundo soviético. El bazar era el lugar más populoso del campo durante el día. Allí, en ese antro comunista, presencié lo que era en realidad la forma más cruda de un sistema de libre empresa.[26]

No obstante, para estos prisioneros, los horrores del viaje no terminaban con los trenes ni los campos de tránsito. Debían completar el trayecto por barco. Los barcos no eran nada extraordinario. Viejos vapores de carga holandeses, suecos, ingleses y estadounidenses (que no fueron construidos para transportar pasajeros) hacían la ruta a Kolimá. Habían sido acondicionados para cumplir su nueva función, pero los cambios eran en su mayor parte superficiales. Las letras D. S. (por Dalstrói) habían sido pintadas en sus chimeneas, se habían colocado nidos de ametralladora en las cubiertas y se habían construidos toscos camarotes en la bodega, secciones de la cual estaban separadas entre sí por una rejilla de hierro. La flota más grande de Dalstrói, concebida para transportar grandes cantidades de cable, fue bautizada inicialmente con el nombre de Nikolái Yezhov. Después de que Yezhov cayera en desgracia, fue rebautizada la Félix Dzerzhinski, una modificación que exigió un costoso cambio en el registro internacional naviero.[27]

Pocas concesiones más se hicieron al cargamento humano de los barcos, cuyos elementos eran mantenidos a la fuerza bajo cubierta en la primera parte del viaje, cuando las naves pasaban cerca de la costa de Japón. Durante esos días, la escotilla que comunicaba la cubierta con la bodega permanecía cerrada a cal y canto, no fuera que un barco japonés perdido estuviera a la vista.[28] Estos viajes se consideraban tan secretos que, efectivamente, cuando el Indigirka, un barco de la Dalstrói que llevaba 1500 pasajeros (en su mayoría prisioneros de regreso al continente) chocó contra un escollo cerca de la isla japonesa de Hokkaido en 1939, la tripulación de la nave optó por dejar morir a la mayoría de los pasajeros antes que buscar auxilio. Por supuesto no había equipos de salvamento a bordo, y la tripulación, que no deseaba revelar el verdadero contenido de su «carga naval», no pidió auxilio a los barcos de la zona, aunque había muchos disponibles. Unos pescadores japoneses acudieron a auxiliar la nave por propia voluntad, pero fue en vano: más de 2000 personas murieron en el naufragio.[29]

Pero incluso cuando no había una catástrofe, los prisioneros sufrían debido al secreto que se debía guardar de su confinamiento forzado. Los guardias les arrojaban la comida a la bodega, y debían agarrarla como pudieran. Recibían el agua en cubos que les bajaban de la cubierta. La comida y el agua eran escasas, y también faltaba aire. Al bajar a la bodega, Guinzburg comenzó a sentirse mal: «Si me mantuve en pie fue solamente porque no había un lugar donde caerse». Una vez en la bodega, «era imposible moverse, nuestras piernas se adormecían, el hambre y la sed nos producían mareos, y todos nosotros sentíamos náuseas … apenas podíamos respirar; nos sentábamos o nos estirábamos en el suelo sucio una detrás de otra, abriendo las piernas para hacer sitio a la persona de delante…».[30]

Una vez pasada la costa japonesa, a veces se les permitía a los prisioneros subir a cubierta para que pudieran utilizar los escasos retretes del barco, que eran inadecuados para los miles de presos.

Un armatoste improvisado de planchas en forma de caja estaba adosado a una de las bandas del barco … era bastante complicado subir desde la cubierta del barco en movimiento por la barandilla y entrar en la caja. Los prisioneros más viejos y los que nunca habían navegado tenían miedo de entrar. Un codazo del guardia y la premura de hacer sus necesidades finalmente les obligaba a superar su reluctancia. Una larga cola se formaba en la escalerilla día y noche durante el viaje. Solo se permitía entrar en la caja a dos hombres cada vez.[31]

Sin embargo, las penurias físicas de la vida en los barcos eran superadas por los tormentos ideados por los propios presos, mejor dicho, por los delincuentes que había entre ellos. Esto era especialmente cierto a finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta, cuando la influencia de los delincuentes en los campos estaba en su apogeo y los presos políticos y los comunes estaban mezclados sin la debida discriminación. Elinor Lipper, que hizo el viaje a Kolimá a finales de los años treinta, cuenta que las políticas «yacían apretujadas en el suelo alquitranado de la bodega porque las delincuentes se habían adueñado de la tarima. Si una se atrevía a levantar la cabeza le daban la bienvenida desde arriba con una lluvia de cabezas de pescado y tripas. Cuando alguna de las delincuentes mareadas tenía náuseas, el vómito caía directamente sobre nosotras».[32]

Los prisioneros bálticos y polacos, que tenían mejores ropas y pertenencias de más valor que sus homólogos soviéticos, eran un blanco especial. En una ocasión, un grupo de presos comunes apagó las luces del barco y asaltó a un grupo de presos polacos matando a uno y robando a los restantes.[33]

La combinación de hombres y mujeres prisioneros podía tener peores consecuencias que la combinación de presos comunes y políticos. Técnicamente estaba prohibido: los hombres y las mujeres debían permanecer separados en las embarcaciones. En la práctica, los guardias eran sobornados para que permitieran a los hombres estar en la bodega de las mujeres. En todo el sistema de campos se hablaba del «tranvía de Kolimá» (las violaciones masivas a bordo). Elena Glink, una superviviente, cuenta que:

Violaban según la orden del «conductor» del tranvía … después a la orden de koncha bazar [«detened el bazar»] se separaban con esfuerzo, a regañadientes, dejando su lugar al siguiente hombre, que estaba de pie preparado … a las mujeres muertas las arrastraban por las piernas hacia la puerta, y las amontonaban en el umbral. A las que quedaban las reanimaban tirándoles agua, y la fila comenzaba otra vez. En mayo de 1951, a bordo del Minsk [famoso en todo Kolimá por su «gran tranvía»] los cadáveres de las mujeres fueron arrojados por la borda. Los guardias ni siquiera anotaron los nombres de las muertas…[34]

Hasta donde llega el conocimiento de Glink, nadie fue nunca castigado por violación a bordo de esos barcos. Janusz Bardach, un adolescente polaco que se encontró en un barco rumbo a Kolimá en 1942, lo confirma. Estaba presente cuando una banda de hampones planeó un asalto a la bodega de las mujeres, y los observó abrir un hueco en la reja de hierro que separaba a ambos sexos:

Tan pronto como las mujeres aparecieron por el hueco, los hombres les arrancaron la ropa. Varios hombres a la vez asaltaban a una mujer. Pude ver sus blancos cuerpos retorciéndose. Las mujeres los golpeaban enérgicamente con las piernas y les clavaban las uñas en la cara. Mordían, gritaban y aullaban. Los violadores les respondían a golpes … cuando se quedaron sin mujeres, algunos de los más robustos se volvieron a las literas en busca de hombres jóvenes. Estos adolescentes fueron incluidos en la carnicería, yacían boca abajo, sangrando y gritando en el suelo.

Ninguno de los prisioneros trató de detener a los violadores: «Cientos de hombres colgados de las tarimas donde dormían vieron la escena, pero ni uno solo trató de intervenir». El asalto solo terminó, escribe Bardach, cuando los guardias de la cubierta superior lanzaron un chorro de agua a la bodega. Unas cuantas mujeres muertas y heridas fueron sacadas a rastras después. No se castigó a nadie.[35]

«Alguien —escribió otro preso superviviente— que hubiera visto el infierno de Dante diría que no era nada comparado con lo que ocurrió en ese barco.»[36]

Hay muchos más relatos de los transportes, algunos tan trágicos que resulta insoportable repetirlos. Es cierto que no hay pruebas de que los guardias de los convoyes hubieran sido explícitamente instruidos para torturar a los prisioneros que trasladaban. Por el contrario, había elaboradas normas sobre cómo proteger los transportes de prisioneros, y había gran indignación oficial cuando estas normas eran desobedecidas con frecuencia. Un decreto de diciembre de 1941, «sobre la mejora de la organización del transporte de prisioneros», señalaba con vehemencia la «irresponsabilidad» y a veces la conducta «criminal» de algunos guardias del convoy y empleados del Gulag: «Esto ha provocado que los presos lleguen al lugar designado en estado de desnutrición, con el resultado de que no puedan ser puestos a trabajar durante algún tiempo».[37]

Una airada orden oficial, del 25 de febrero de 1940, se lamentaba de que no solo prisioneros enfermos e incapacitados hubiesen sido conducidos en trenes a los campos septentrionales (lo cual estaba prohibido), sino que también muchos más no hubieran recibido alimentos, ni agua, ni ropa apropiada para la estación en curso y no hubieran sido enviados con sus expedientes personales, que se habían perdido. En otras palabras, los prisioneros llegaron a los campos sin que nadie tuviera conocimiento de su delito o su sentencia. En noviembre de 1939, otros 272 prisioneros, todos ellos sin abrigos de invierno, fueron transportados en camiones descubiertos a lo largo de 500 kilómetros, como resultado de lo cual muchos cayeron enfermos y algunos murieron. Todos estos hechos fueron relatados con la indignación y la cólera pertinentes, y los guardias negligentes fueron castigados.[38]

Asimismo, los asuntos de las prisiones de tránsito eran regulados por numerosas instrucciones. El 26 de julio de 1940, por ejemplo, una orden disponía la organización de las prisiones de tránsito, exigiendo explícitamente que sus jefes construyeran baños, sistemas de desinfección contra los parásitos y cocinas que funcionaran.[39] No menos importante era la seguridad y la protección de la flota de prisiones de Dalstrói. Cuando en diciembre de 1947, hubo una explosión de dinamita en dos de los barcos atracados en el puerto de Magadán, con un saldo de 97 muertos y 224 hospitalizados, Moscú acusó a las autoridades del puerto de «negligencia criminal». Los responsables del delito fueron procesados y condenados.[40]

Pese a todas las baladronadas, el sistema de transporte cambió muy poco a lo largo del tiempo. Se despacharon órdenes, se enviaron quejas. Pero el 24 de diciembre de 1944, un convoy llegó a la estación de Komsomolsk en el lejano oriente en una condición deplorable, incluso desde el punto de vista del fiscal del sistema del Gulag. Su informe oficial sobre el destino del «destacamento SK 950», un tren compuesto de 51 vagones, permanece como ejemplo de cuán bajo se podía llegar en la espeluznante historia del transporte del Gulag:

Los presos llegaron en vagones sin calefacción que no habían sido preparados para el transporte de prisioneros. En cada vagón había entre 10 y 12 literas, con una capacidad máxima de 18 personas, pero había hasta 48 en cada vagón. Los vagones no tenían suficientes latas para el agua, con el resultado de que había interrupciones en el suministro de agua, a veces durante días y noches enteros. Se daba pan helado a los prisioneros, y durante diez días no se les dio nada. Llegaron vestidos con uniformes de verano, sucios, llenos de piojos, con evidentes síntomas de congelación … los prisioneros enfermos fueron abandonados en el suelo del vagón, sin auxilio médico, y allí habían expirado. Los cadáveres permanecieron en los vagones durante largo tiempo…

De las 1402 personas enviadas en el destacamento SK 950, 1291 llegaron, 53 murieron por el camino, 66 fueron hospitalizadas por el camino. Al llegar, otras 334 fueron hospitalizadas con congelación de tercero y cuarto grado, neumonía y otras enfermedades. Al parecer, el convoy había estado viajando 60 días, 24 de los cuales no se había movido, estacionado en vías secundarias «debido a la deficiente organización». Pero aun en este caso extremo, el jefe del destacamento —un tal camarada Jabarov— no recibió nada más que una «amonestación con advertencias».[41]

Muchos supervivientes de transportes parecidos han tratado de explicar este grotesco maltrato a los prisioneros a manos de guardias jóvenes y sin experiencia, que estaban lejos de ser los asesinos profesionales empleados en el sistema penitenciario. Nina Gagen-Torn especuló que «no era una prueba de la maldad, solo de la completa indiferencia del convoy. No nos veían como personas. Éramos carga viva».[42] Antoni Ekart, un polaco arrestado después de la invasión soviética de 1939, pensaba que

… la falta de agua no era algo deliberado para torturarnos, sino porque la escolta tenía que hacer más trabajo para traerla y no lo haría sin una orden. El jefe de la escolta no tenía ningún interés en esa cuestión y los guardias no querían escoltar a los presos varias veces al día a los pozos o fuentes de agua en las estaciones debido al riesgo de fuga.[43]

Sin embargo, algunos prisioneros hablan de algo más que indiferencia: «Por la mañana, el jefe del convoy venía al pasillo … de pie, mirando por la ventana, dándonos la espalda, gritaba insultos y maldiciones: “¡Estoy aburrido de vosotros!”».[44]

El aburrimiento, o más bien, el aburrimiento y la indignación de tener que realizar un trabajo tan denigrante, era también la explicación que Solzhenitsin daba a este fenómeno de otra manera incomprensible. Incluso trató de comprender la mentalidad de los guardias del convoy. Estaban muy ocupados y no tenían suficiente personal; y además de tener que «ir llevando agua en cubos, tiene que ser traída desde muy lejos, y es una afrenta, ¿por qué un soldado soviético tiene que cargar agua como un burro para los enemigos del pueblo?».[45]

Cualquiera que fuese su motivación (indiferencia, aburrimiento, indignación, orgullo herido), el efecto sobre los prisioneros era abrumador. Por lo general llegaban a los campos no solo desorientados y humillados por su experiencia en la prisión y la instrucción sumarial, sino físicamente agotados y listos para la siguiente etapa del viaje en el sistema del Gulag: el ingreso en el campo.

Si no estaba oscuro, la salud los acompañaba y tenían cierto interés en echar una ojeada, la primera cosa que los prisioneros veían al llegar al campo era el portón, sobre el que muchas veces había un lema. En el portón de uno de los lagpunkts de Kolimá «colgaba el panel de un arco iris con una bandera en cuyos pliegues se leía: “El trabajo en la URSS es una cuestión de honradez, gloria, valor y heroísmo”».[46] Barbara Armonas fue recibida en la colonia penal de los suburbios de Irkutsk con una banderola que decía: «Con el trabajo justo pagaré mi deuda a la patria».[47] Al llegar a Solovki en 1933 (por entonces transformada en una prisión de alta seguridad) otro prisionero vio un letrero que decía: «Con puño de hierro, llevaremos a la humanidad a la felicidad».[48] Yuri Chirkov, arrestado a la edad de catorce años, también se tropezó con un letrero en Solovki que decía: «¡Libertad! mediante el trabajo», un lema incómodamente próximo al que colgaba en la entrada de Auschwitz: Arbeit macht frei (El trabajo os hará libres).[49]

Como la llegada a la prisión, el inicio de una nueva etapa en el campo también tenía sus rituales: los reclusos de la prisión, extenuados por el traslado, ahora debían convertirse en zeks que trabajaban. Un prisionero polaco, Karol Colonna-Czosnowski, recordaba:

Al llegar al campo, pasaron mucho tiempo contándonos … Aquella noche no parecía tener fin. Tuvimos que formar un sinfín de veces en columnas de cinco en fondo y cada fila debía avanzar tres pasos que varios agentes del NKVD con cara de preocupación marcaban «odin, dva, tri…» y escribían trabajosamente cada nombre en sus tableros con sujetapapeles. Supuestamente el número de los vivos sumado al de los que habían sido fusilados en route no arrojaba el total esperado.[50]

Después del recuento, hombres y mujeres fueron llevados a los baños y rasurados por completo. Este procedimiento, realizado de acuerdo con una orden oficial por razones higiénicas[51](se suponía correctamente que los presos que llegaban de las cárceles soviéticas estarían llenos de piojos), también tenía una importancia ritual. Las mujeres lo describen con especial horror y desagrado, lo cual no es sorprendente. Con frecuencia, tenían que despojarse de sus ropas y esperar desnudas bajo la mirada de los soldados su turno para ser rasuradas. Olga Adamova-Sliozberg había sufrido la misma experiencia en una prisión de tránsito:

Nos desnudamos y entregamos nuestra ropa para la desinfección. Ya estábamos a punto de subir al baño cuando nos dimos cuenta de que la escalera estaba ocupada de arriba abajo por los guardias. Sonrojadas, bajamos la cabeza y nos apiñamos todas juntas. Después alcé la vista y mis ojos se encontraron con los del oficial que los dirigía. Me lanzó una mirada hosca. «¡Vamos, vamos! —gritó—. ¡Muévanse!»

De pronto me sentí aliviada y la situación incluso me pareció bastante cómica. Pensé: «¡Al diablo con ellos! ¡Para mí no son más hombres que Vaska, el toro que me asustaba cuando era niña!».[52]

Una vez aseados y rasurados, el segundo paso del proceso de transformar a hombres y mujeres en zeks anónimos era la distribución de ropa. Los normas cambiaban de una época a otra, y de un campo a otro, en lo que atañía a permitir que los prisioneros usaran o no su propia ropa. A veces no importaba: cuando llegaban al campo, las ropas de muchos prisioneros eran meros harapos, si es que no se las habían robado.

Los que no tenían ropa, tenían que usar los uniformes del campo, que estaban siempre viejos, rotos, mal hechos y mal cortados. A algunos, en especial a las mujeres, les parecía a veces como si la ropa que les daban eran parte de un deliberado intento de humillarlos. Anna Andreieva, esposa del escritor y espiritualista Danil Andréiev, fue primero enviada a un campo donde los prisioneros podían usar su propia ropa. Después, en 1948, la trasladaron a un campo donde no era así. Encontró el cambio realmente ofensivo: «Nos han privado de todo, de nuestros nombres, de todo lo que conforma la personalidad de un ser humano, y nos han vestido con un traje sin forma que ni siquiera puedo describir…».[53]

En términos igualmente mordaces para las modas del campo, otra prisionera escribió que les daban «abrigos cortos acolchados, medias acolchadas hasta la rodilla y zapatos de corteza de abedul. Parecemos monstruos extraños. Apenas nos han dejado nada nuestro. Todo ha sido vendido a las otras prisioneras, o más exactamente, cambiado por pan. Las medias y los pañuelos de seda suscitaban tal admiración que nos vimos obligadas a venderlas. Habría sido peligroso rehusar».[54]

Puesto que los trajes andrajosos parecían ideados para despojarlos de dignidad, muchos prisioneros harían después grandes esfuerzos para mejorarlos. Una prisionera recuerda que primero no le importaban las ropas viejísimas y harapientas que le daban. Después, sin embargo, comenzó a remendarle los agujeros, a hacerles bolsillos y a mejorarlas «tal como las otras mujeres hacían», de modo que se sintió menos degradada.[55] Varlam Shalámov comprendía muy bien la importancia de estos pequeños cambios:

En el campo hay ropa interior «individual» y «común»; tales son las perlas verbales que se encuentran en el discurso oficial. La ropa interior «individual» es más nueva y un poco mejor, está reservada para los «reclusos de confianza», los capataces convictos, y otras personas privilegiadas … la ropa interior «común» es la que usa todo el mundo. Nos la entregan después del baño a cambio de la ropa interior sucia, que es reunida y contada por separado de antemano. No hay oportunidad de seleccionar nada según la talla. La ropa interior limpia es una lotería, y sentía una extraña y terrible piedad al ver a hombres adultos llorar por la injusticia de recibir ropa interior limpia vieja a cambio de ropa interior sucia en buen estado. Nada puede sacar de la cabeza de un ser humano lo desagradable de la vida…[56]

No obstante, el trauma de ser lavado, rapado y vestido como zeks no solo era el primer paso de una larga iniciación. Inmediatamente después, los prisioneros pasaban por uno de los procedimientos más cruciales en la vida del recluso: la selección y segregación en categorías de trabajadores. El proceso de selección afectaría todo, desde el estatus del prisionero en el campo hasta el tipo de barracón en que viviría, el tipo de trabajo que se le asignaría. Todo lo cual podía a su vez determinar si viviría o moriría. A los prisioneros débiles se les otorgaba un período de «cuarentena», tanto para asegurarse de que las enfermedades que traían no se contagiaran como para permitirles «engordar», recobrar la salud después de largos meses de prisión y terribles viajes. Los jefes del campo parecen haber tomado esta práctica en serio y los prisioneros son de la misma opinión.[57]

Por ejemplo, Aleksandr Weissberg recibió una buena alimentación y se le permitió descansar antes de ser enviado a las minas.[58] Guinzburg recordaba sus primeros días en Magadán, la principal ciudad de Kolimá, como un «torbellino de dolor, pérdida de la memoria, y un oscuro abismo de inconsciencia». Como otros, había sido llevada directamente del navío soviético Dzhurma a un hospital, donde después de dos meses recuperó completamente la salud. Algunos eran escépticos. «Un cordero para el sacrificio —le dijo Liza Sheveleva, otra prisionera—. ¿Para quién te estás recobrando?, preguntó. Tan pronto como salgas de aquí, irás directo al trabajo forzado, y en una semana serás el mismo cadáver que eras a bordo del Dzhurma…»[59]

Una vez restablecidos (si se lo habían permitido) y vestidos (si les habían dado ropa nueva), comenzaba de verdad la selección y la segregación. En principio, era un proceso muy regulado. Ya en 1930, el Gulag dictó órdenes muy estrictas y complicadas sobre la clasificación de los prisioneros. En teoría, las asignaciones de trabajo de los prisioneros debían reflejar dos criterios: el «origen social» y la condena, y el estado de salud. En esos primeros días, los presos fueron colocados en tres categorías: los reclusos de la «clase proletaria» no condenados por crímenes contrarrevolucionarios, con sentencias no mayores de cinco años; los reclusos de la «clase proletaria» no condenados por crímenes contrarrevolucionarios, con sentencias superiores a cinco años, y los reclusos sentenciados por crímenes contrarrevolucionarios.

Cada una de estas tres categorías era entonces asignada a una de las tres categorías del régimen penitenciario: privilegiada, suave, y de «primer orden» o dura. Seguidamente debían ser examinados por una comisión médica, que determinaba si eran capaces de realizar trabajo pesado o ligero. Después de tomar en cuenta todos estos criterios, la dirección del campo asignaría a cada prisionero un puesto de trabajo. Según cómo cumplían las cuotas fijadas para ese puesto en particular, a cada prisionero se le asignaba uno de los cuatro niveles de ración alimenticia: básica, funcional, «reforzada» o «de castigo».[60] Todas estas categorías cambiaban muchas veces. Las órdenes de Beria de 1939, por ejemplo, dividían a los prisioneros en categorías de «hábiles para el trabajo pesado», «hábiles para el trabajo liviano» e «inhábiles» (a veces llamadas grupos A, B y C), cuyo número era regularmente controlado por la dirección central en Moscú, que criticaba con severidad a los campos que tenían demasiados prisioneros «inhábiles».[61]

El proceso distaba de ser ordenado. Tenía aspectos formales (impuestos por el jefe del campo) e informales (pues los prisioneros hacían pactos y negociaban entre sí). Para muchos la primera experiencia de clasificación en el campo era relativamente desagradable. Jerzy Gliksman describió el proceso de segregación que tuvo lugar en Kotlás, el campo de tránsito que proporcionaba prisioneros a los campos del norte de Arjánguelsk. Allí los guardias despertaban a los prisioneros en plena noche y les decían que se reunieran con todas sus pertenencias a la mañana siguiente. Cada preso estaba obligado a asistir, aunque estuviera gravemente enfermo. Después, salían del campo y se dirigían al bosque. Una hora después llegaban a un amplio claro, donde los hombres formaban en columnas de dieciséis en fondo:

Todo el día veía que agentes desconocidos, de uniforme o con ropas de civil, paseaban entre los prisioneros, a algunos les ordenaban quitarse las fufaikas [chaquetas], les palpaban los brazos y las piernas, les miraban las palmas de las manos, a otros les ordenaban que se inclinaran. A veces ordenaban a un prisionero que abriera la boca y le miraban los dientes como comerciantes de caballos en una feria comarcal … Algunos buscaban ingenieros y herreros o torneros con experiencia; otros requerían carpinteros de construcción; pero todos necesitaban hombres fuertes físicamente para trabajar en los aserraderos, en la agricultura, en las minas de carbón y en los pozos de petróleo.

Desde el comienzo, también quedó claro que las normas existían para ser quebrantadas. Nina Gagen-Torn sufrió un proceso de selección especialmente humillante en el campo de Temnikovski, que no obstante tuvo un resultado positivo. Al llegar al campo, su convoy fue enviado de inmediato a las duchas, y la ropa, enviada a las cámaras de desinfección. Fueron entonces llevadas a una sala, aún chorreando agua y desnudas: se les comunicó que había una «inspección sanitaria». Los «doctores» iban a examinarlas, y así lo hicieron junto con el jefe de producción del campo y los guardias:

El mayor pasaba revista, examinando de modo fugaz los cuerpos. Estaba escogiendo bienes: ¡para la producción!, ¡para la fábrica de confección!, ¡para la granja colectiva!, ¡para la zona!, ¡para el hospital! El jefe de producción anotaba los apellidos.

Pero cuando escuchó su apellido, el mayor la miró y le preguntó:

—¿Qué parentesco tiene con el profesor Gagen-Torn?

—Soy su hija.

—Llévenla al hospital, está con sarna, tiene marcas rojas en el estómago.

Puesto que no tenía marcas rojas en el estómago, Gagen-Torn supuso correctamente lo que después se confirmó: que el hombre había conocido y admirado a su padre, y deseaba salvarla al menos temporalmente del trabajo pesado.[62]

La conducta de los prisioneros en los primeros días de la vida en el campo, durante y después del proceso de selección, podía tener una profunda repercusión en su destino. Durante el período de tres días de descanso al llegar a Kargopollag, por ejemplo, el novelista polaco Gustav Herling evaluó su situación y «vendí mis botas de oficial por 900 gramos de pan a un urka [preso por delito común] de la brigada del ferrocarril». En recompensa, el delincuente preso usó sus contactos para conseguir a Herling un trabajo como camarero en el centro de provisión de alimentos. Era un trabajo duro (se le dijo a Herling), pero al menos podría robar alguna ración extra (como en efecto ocurrió).[63]

Había también otras formas de estos tejemanejes. Al llegar a Ujtizhemlag, Gliksman se percató de inmediato que el título de «especialista» que le habían otorgado en el campo de tránsito de Kotlás (había sido clasificado como economista experto) no tenía ninguna importancia en el campo de concentración. Entretanto, advirtió que durante los primeros días en el campo, sus conocidos rusos más avispados no se molestaban con las formalidades oficiales:

La mayoría de los «especialistas» utilizaban los tres días libres para visitar las oficinas y despachos del campo, buscando antiguos conocidos por doquiera que iban y realizaban sospechosas negociaciones con algunos de los agentes del campo. Todos estaban inquietos y preocupados. Cada uno de ellos tenía sus secretos y temía que otro le malograse la oportunidad de aferrarse al trabajo más cómodo que todos deseaban. En un santiamén la mayoría de estas personas supo adónde ir, qué puerta tocar y qué decir.

En consecuencia, un doctor polaco debidamente acreditado fue enviado a talar árboles en el bosque, mientras que un antiguo proxeneta fue encargado de un despacho como contable, «aunque no tenía la menor noción de contabilidad y era medio analfabeto».[64]

Aquellos prisioneros que de este modo lograban evitar el trabajo físico habían preparado realmente las bases de una estrategia de supervivencia. Ahora tendrían que aprender las extrañas normas que regulaban la vida cotidiana en los campos.

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