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Premios y castigos

Al que no ha estado allí le llegará su turno. El que ha estado allí no lo olvidará.

Proverbio soviético sobre la prisión[1]

SHIZO: LAS CELDAS DE CASTIGO

Muy pocos de los campos de concentración soviéticos han sobrevivido intactos hasta el presente, ni siquiera en ruinas. Sin embargo, es un hecho curioso que todavía sigan en pie ciertas shtrafnoi izolateri («celdas de castigo») o SHIZO (utilizando las inevitables siglas). Nada queda del lagpunkt n.º 7 Ujtpechlag, excepto el pabellón de castigo, que es ahora el taller de reparaciones de un mecánico de coches armenio. Ha dejado las ventanas con las rejas intactas, en espera, dice, de que «Solzhenitsin compre el edificio». Tampoco queda nada del lagpunkt agrícola de Aizherom, Lokchimlag, excepto una vez más el pabellón de castigo, ahora convertido en una vivienda habitada por varias familias. Una de las ancianas que vive allí elogia la solidez de una de las puertas. Todavía tiene un gran «agujero de Judas» en el centro, la mirilla por la que los guardias observaban a los prisioneros y les lanzaban la ración de pan.

La longevidad de los pabellones de castigo prueba la solidez de su construcción. Con frecuencia era la única edificación de ladrillo en un campo hecho de madera. El pabellón de castigo era la zona dentro de la zona. Entre sus muros regía el rezhim dentro del rezhim.

Hacia 1940, las autoridades de Moscú habían dado instrucciones minuciosas, describiendo tanto la construcción de los pabellones de castigo como las normas que se debían aplicar a los condenados a vivir en ellos. Cada lagpunkt (o conjunto de lagpunkts, en el caso de los campos más pequeños) tenía un pabellón de castigo, normalmente al lado de la zona; si se encontraba dentro de la zona, estaba «rodeado por una valla insalvable» a cierta distancia de los otros edificios del campo. Según un prisionero, este rigor no habría sido necesario, puesto que muchos prisioneros trataban de evitar la celda de castigo del lagpunkt «rodeándolo a cierta distancia, sin siquiera mirar en dirección a esas paredes de piedra grisácea, horadada por orificios que parecían exhalar un vacío frío y oscuro».[2]

Cada complejo de campos debía tener también un bloque central de castigo cerca de su sede, fuera en Magadán, Vorkutá o Norilsk. El edificio central era con frecuencia una prisión muy grande que estaba reservada para los «elementos especialmente perniciosos». Los prisioneros mantenidos en incomunicación no debían ser llevados a trabajar. Además, se les prohibía todo tipo de ejercicio, el tabaco, el papel y las cerillas, además de las restricciones «ordinarias» que se aplicaban a aquellos que estaban en las celdas colectivas: no había cartas, ni paquetes, ni visitas de familiares.[3]

Aparentemente, la existencia de celdas de castigo parece contradecir los principios económicos generales sobre los que se fundaba el Gulag. Mantener edificios especiales y centinelas adicionales era costoso y mantener prisioneros sin trabajar era un desperdicio. Sin embargo, desde el punto de vista de los mandos del campo, las celdas no eran una forma de tortura suplementaria, sino más bien parte integral del enorme esfuerzo de hacer que los prisioneros trabajaran más. Junto con las cantidades reducidas de alimento, el régimen de castigo estaba concebido para amedrentar a los otkazchiki, aquellos que rehusaban trabajar, así como para castigar a aquellos que habían sido sorprendidos cometiendo un delito en el campo, quizá un asesinato o un intento de fuga.

Como estas dos infracciones tendían a ser cometidas por diferentes categorías de prisioneros, las celdas de castigo tenían en algunos campos una atmósfera peculiar. Por una parte, estaban plenos de ladrones profesionales, quienes muy probablemente eran asesinos o fugitivos. Con el tiempo, no obstante, otra categoría de prisionero comenzó a poblar las celdas de castigo: los religiosos, así como las «monashki» («monjas»), que también rehusaban por principio trabajar para el Satán soviético. Aino Kuusinen, por ejemplo, estaba en un lagpunkt de Potma cuyo jefe construyó unos barracones de castigo especiales para unas mujeres muy religiosas que «rehusaban trabajar en los campos y pasaban el día rezando en voz alta y cantando himnos». Las mujeres no eran alimentadas con los demás prisioneros, sino que recibían raciones de castigo en sus propios barracones. Diariamente las escoltaban a las letrinas centinelas armados: «De vez en cuando el jefe visitaba sus barracones con un látigo, y la choza resonaba con los alaridos de dolor: las mujeres eran desnudadas generalmente antes de ser golpeadas, pero ninguna crueldad podía disuadirlas de sus hábitos de rezar y ayunar».[4]

Otros «renegados» crónicos se hallaron también camino de las celdas de castigo. En efecto, la misma existencia de estas celdas planteaba a los prisioneros una alternativa. Podían trabajar o sentarse unos cuantos días en la celda obteniendo raciones pequeñas, sufriendo el frío y la incomodidad, pero sin extenuarse en los bosques. Lev Razgon cuenta la historia del conde Tiszkiewicz, un aristócrata polaco que, al hallarse en un campo de explotación forestal siberiano, concluyó que no podría sobrevivir con las raciones que se le suministraban y simplemente se negó a trabajar. Calculó que de ese modo mantendría sus fuerzas, aunque solo recibiera la ración de castigo.

Cada mañana antes de que los prisioneros marcharan al campo a trabajar y la columna de zeks formara en el patio, dos celadores sacaban a Tiszkiewicz de la celda de castigo. Con una barba de varios días y la cabeza rapada, vestido con los restos de un viejo abrigo y las piernas envueltas en peales. El agente de seguridad del campo comenzaba su ejercicio educativo diario: «Bien, tú, j…o conde, estúpido j…o, ¿vas a trabajar o no?».

—No, señor, no puedo trabajar —respondía el conde con una voz firme.

—Ah, así que no puedes, cretino. —El agente le explicaba públicamente al conde lo que pensaba de él y de sus amigos íntimos y lejanos, y lo que haría con él muy pronto. Este espectáculo diario era una fuente de amplia satisfacción para los demás reclusos del campo.[5]

Pero aunque Razgon cuenta la historia con humor, había grandes riesgos en semejante estrategia, pues el régimen de castigo no estaba concebido para ser agradable.

Para la mayoría de los prisioneros, lo más desagradable del régimen de castigo no era la dureza física (el pabellón aislado, la comida deficiente), sino los tormentos adicionales debidos al capricho de la dirección local del campo. Janusz Bardach fue destinado a una celda de castigo con el suelo cubierto de agua y las paredes húmedas y mohosas:

Con el calzoncillo y la camiseta ya húmedas, temblaba y tenía los hombros contraídos y rígidos. La madera empapada estaba pudriéndose, sobre todo los bordes del banco … el banco era tan estrecho que no podía tenderme de espaldas, y cuando me ponía de costado, mis piernas colgaban. Era difícil decidir de qué lado tumbarme, por un lado la cara tropezaba con la pared mohosa; por el otro, la espalda se me humedecía.[6]

La humedad y el frío eran habituales. Aunque las normas establecían que la temperatura en las celdas de castigo no debía bajar de 16 ºC, con frecuencia se descuidaba la calefacción. Gustav Herling recordaba que en su pabellón de castigo, «las ventanas en las pequeñas celdas no tienen vidrios ni siquiera una tabla para cubrirlas, de modo que la temperatura nunca es superior a la del exterior».[7]

Los jefes del campo también podían decidir si permitían a un prisionero llevar ropa en la celda (muchos eran encerrados en paños menores), y si sería enviado a trabajar o no. Si no trabajaba, sería mantenido todo el día en el frío sin hacer ejercicio. Si trabajaba, estaría muy hambriento. Debido a estos frecuentes e inesperados giros del régimen de castigo, a los prisioneros les aterraba ser enviados a esas celdas. «Los prisioneros lloraban como niños y prometían comportarse bien solo para que los sacaran de allí», escribió Herling.[8]

Dentro de los complejos más grandes había diferentes tipos de torturas: no solo celdas de castigo, sino también barracones de castigo e incluso lagpunkts enteros de castigo. A finales de los años treinta, el lagpunkt de castigo de Dalstrói se convirtió en uno de los más famosos del Gulag: Serpantinnaya (o Serpantinka), ubicado en las colinas muy lejos, al norte de Magadán. Cuidadosamente situado para recibir muy poca luz solar, más frío y más oscuro que el resto de los campos del valle (que ya lo eran durante buena parte del año), el campo de castigo de Dalstrói estaba mucho más fortificado que los demás lagpunkts, y también sirvió como lugar de ejecución en 1937-1938. Su solo nombre solía aterrorizar a los prisioneros, que equiparaban una condena en Serpantinka a la pena de muerte.[9] En realidad, se sabe poco de Serpantinka, en gran parte porque muy poca gente salió de allí viva para contarlo. Aún menos se sabe de los lagpunkts de castigo establecidos en otros campos, como por ejemplo, Iskitim, el lagpunkt de castigo del complejo Siblag, que fue construido en torno a una cantera. Los prisioneros trabajaban allí sin maquinaria ni equipo, sacando piedra caliza con las manos. Tarde o temprano, el polvo los mataba, aquejados de enfermedades pulmonares u otras dolencias respiratorias.[10] La mayoría de los prisioneros y muertos de Iskitim han quedado en el anonimato.[11]

Sin embargo, no han sido totalmente olvidados. El sufrimiento de los prisioneros que trabajaban allí ha actuado tan poderosamente sobre el imaginario de la población local de Iskitim que, muchas décadas después, la aparición de un manantial fue considerada un milagro. Como el barranco que está bajo el manantial era el lugar donde se ejecutó en masa a prisioneros, creen que el agua es la expresión de que Dios los recuerda.

POCHTOVYI YASHCHIK: EL BUZÓN DE CORREOS

El SHIZO era el castigo máximo del sistema penitenciario. Pero el Gulag también podía ofrecer premios a sus reclusos: zanahoria así como palo. Junto con la comida, las posibilidades de dormir y el lugar de trabajo, el campo controlaba el contacto del prisionero con el mundo exterior.

Por lo general, los contactos con el exterior se fueron reduciendo con el tiempo. Las instrucciones que definieron el régimen de prisión en 1930, por ejemplo, dicen simplemente que los prisioneros pueden escribir y recibir un número ilimitado de cartas y paquetes. Las visitas de parientes están permitidas sin restricciones especiales, aunque su número (no especificado en las instrucciones) dependería de la buena conducta de los prisioneros.[12]

En 1939, sin embargo, las instrucciones eran mucho más detalladas. Decían específicamente que a aquellos prisioneros que cumplían con la cuota de producción fijada se les permitiría ver a sus parientes, pero solo una vez cada seis meses. Aquellos que superaban la cuota podían tener una visita al mes. Se limitó aún más el número de paquetes: los prisioneros solo podían recibir uno al mes, y los reos convictos de delitos contrarrevolucionarios solo podían recibir un paquete cada tres meses.[13]

En efecto, hacia 1939, el conjunto de normas que regulaban el envío y la recepción de cartas había aumentado. Los censores del campo prohibieron explícitamente a los prisioneros escribir sobre ciertos temas: no podían mencionar el número de prisioneros que había en el campo, hablar de los detalles del régimen del campo, mencionar el nombre de los guardias, ni revelar el tipo de trabajo que realizaban. Las cartas que incluían esos detalles no solo eran confiscadas, también eran cuidadosamente registradas en el expediente del prisionero, presumiblemente porque eran una prueba de «espionaje».[14]

Todos estos reglamentos cambiaban continuamente, enmendados y adaptados a las circunstancias. Durante los años de la guerra, por ejemplo, se suspendieron las limitaciones relativas al número de paquetes de alimentos: los mandos del campo quizá esperaban que los familiares ayudaran a alimentar a los prisioneros, una tarea que el NKVD consideraba muy difícil en ese momento.

Debido a que las regulaciones eran tan variadas y complicadas, y debido a que cambiaban con gran frecuencia, los contactos con el mundo exterior quedaban en realidad (una vez más) a merced del capricho de los jefes del campo. Las cartas y paquetes nunca llegaban a los prisioneros en las celdas, barracones o lagpunkts de castigo. Tampoco llegaban a los prisioneros que caían en desgracia ante los mandos del campo. Además, había campos muy remotos y, por tanto, no recibían ningún tipo de correo;[15] y otros eran tan desorganizados que nadie se molestaba en distribuir el correo. De uno de esos campos, un inspector del NKVD escribió con fastidio que «paquetes, cartas y giros no son distribuidos a los prisioneros, sino que se amontonan a millares en almacenes y en puestos de avanzada».[16] Si se perdieron o fueron robados, nadie puede decirlo. A su vez, prisioneros a quienes les estaba estrictamente prohibido recibir cartas a veces las recibían de todos modos, pese a los grandes esfuerzos de la dirección del campo.[17]

Por otra parte, algunos censores del campo no solo cumplieron con su deber y distribuyeron las cartas, incluso permitieron que algunas cartas pasaran sin ser abiertas. Dmitri Bistroletov recordaba a «una joven komsomolka», militante de la liga juvenil comunista, que entregaba a los prisioneros sus cartas sin abrir y sin censurar: «No solo arriesgaba un trozo de pan, sino la libertad: por eso, le impondrían una sentencia de diez años».[18]

Por supuesto, había otras formas de evitar la censura de las cartas y las restricciones. Anna Rozina recibió una vez una carta de su esposo que había sido horneada dentro de una tarta: cuando la recibió, él ya había sido ejecutado. El general Gorbatov cuenta que envió una carta sin pasar censura a su esposa desde un tren de transporte, utilizando un método que también ha sido mencionado por muchos otros. Primero, compró el cabo de un lápiz a uno de los presos comunes:

Le di al preso el tabaco, tomé el lápiz y mientras el tren partía escribí una carta en papel de fumar, numerando cada hoja. Después hice un sobre de la envoltura de majorka y la puse bajo pan húmedo. De ese modo mi carta no se la llevaría el viento a los bosques que estaban junto al ferrocarril. Le di peso con una corteza de pan que amarré con hilachas que saqué de mi toalla. Entre el sobre y la corteza puse un rublo y cuatro papeles de fumar cada uno con un mensaje: ¿podría por favor quien encontrara el sobre pegarle una estampilla y ponerlo en el correo? Me acerqué con sigilo a la ventana de nuestro vagón justo cuando pasábamos por una gran estación y dejé caer la carta…[19]

Poco tiempo después, su esposa la recibió.

Algunas limitaciones para escribir cartas no se mencionaban en las instrucciones. Estaba muy bien que se permitiera escribir, pero no siempre era fácil encontrar el material para hacerlo, tal como recuerda Bystroletov: «El papel en los campos era un artículo de gran valor, porque era indispensable para los prisioneros, pero imposible de conseguir: ¿qué significa la voz: ¡Día de correo!, ¡entreguen sus cartas! si no hay dónde escribir, si solo los afortunados pueden hacerlo y los demás yacen melancólicamente en sus camastros?»[20]

Un prisionero recordaba haber cambiado pan por dos páginas arrancadas del libro de Stalin La cuestión del leninismo. Escribió una carta a su familia entre las líneas.[21] Incluso los funcionarios del campo, en los lagpunkts más pequeños, tenían que imaginar soluciones ingeniosas. En Kedrovil Shor, un contable del campo utilizaba el antiguo papel pintado de las paredes para los documentos oficiales.[22]

Los reglamentos sobre los paquetes eran aún más complejos. Las instrucciones enviadas a cada uno de los jefes de campo estipulaban que los prisioneros abrieran todos los paquetes en presencia de un guardia, que podía confiscar cualquier objeto prohibido.[23] En efecto, la recepción de un paquete solía ir acompañada de todo un ceremonial. Primero, se anunciaba al prisionero su buena suerte. Después, los guardias lo escoltaban al almacén, donde los objetos personales del prisionero eran guardados bajo llave. A continuación abría el paquete, los guardias cortaban o examinaban cada producto (cada cebolla, cada salchicha para asegurarse de que no contuvieran mensajes secretos, armas potenciales o dinero). Si todos los artículos pasaban la inspección, se permitía que el prisionero cogiera algo del paquete. El resto quedaría en el almacén, para una ulterior visita autorizada. Dmitri Bystroletov estaba en un lagpunkt que carecía de almacén, y tenía que aguzar el ingenio:

Entonces trabajaba en la tundra, en la construcción de una fábrica, y vivía en los barracones de los trabajadores, donde era imposible dejar nada, y tampoco se podía llevar nada a la zona de trabajo: los soldados que vigilaban la entrada del campo confiscaban cualquier cosa que encontraban y se la comían, y todo lo que dejáramos lo robarían y lo comerían los dnevalni [los prisioneros asignados para limpiar y guardar los barracones]. Todo tenía que ser comido de una vez. Saqué un clavo de una litera del barracón, hice dos huecos en una lata de leche condensada, y debajo de la manta comencé a sorberla. Sin embargo, estaba tan exhausto que me dormí, y el precioso líquido se derramó inútilmente en el sucio colchón de paja.[24]

Puesto que no todo el mundo los recibía, se suscitaron complejas cuestiones morales en torno a los paquetes. ¿Debían ser compartidos o no? Algunos los compartían, bien por amabilidad, o bien por deseo de conciliación. Otros convidaban solo a un pequeño círculo de amigos. Y a veces, como recordaba un prisionero, «ocurría que uno comía galletas en la cama por la noche, pues era desagradable comer a la vista de todo el mundo».[25]

Durante los años más difíciles de la guerra, en los campos boreales más duros, los paquetes podían determinar la diferencia entre la vida y la muerte. En sus memorias, el actor Georgui Zhenov, asegura que fue literalmente salvado por dos paquetes. Su madre se los envió desde Leningrado en 1940, y los recibió tres años después, «en el momento más crítico, cuando, hambriento, perdida toda esperanza, moría poco a poco de escorbuto…».

En ese momento, Zhenov trabajaba en los baños del campo en un lagpunkt de Kolimá, porque estaba demasiado débil para trabajar en el bosque. Al oír que le habían llegado dos paquetes, primero no lo creyó. Después, convencido de que era cierto, pidió al jefe de los baños permiso para caminar los diez kilómetros hasta la sede administrativa central del campo donde estaba ubicado el almacén. Después de dos horas y media, regresaba: «Apenas si había caminado un kilómetro». Entonces, al ver a un grupo de jefes del campo en un trineo, «se me ocurrió una idea fantástica: ¿y si les pido que me lleven con ellos?». Dijeron que sí, y lo que ocurrió después fue «como un sueño». Zhenov subió al trineo, viajó los diez kilómetros, salió del trineo con gran dificultad, ayudado por los jefes del NKVD, entró en el almacén, reclamó los paquetes de hacía tres años y los abrió:

Todo lo que había en el paquete: azúcar, salchichas, manteca, caramelos, cebollas, ajos, galletas, dulces, cigarrillos, chocolate, junto con el papel de envolver en que cada cosa había sido empaquetada, y que me había seguido durante tres años de destino en destino, se había mezclado, como en una lavadora, tornándose finalmente en una masa dura con un dulce olor a podredumbre, moho, tabaco y el perfume de los dulces…

Fui a la mesa, cogí un cuchillo y corté un trozo, y delante de todos, casi sin masticar, lo engullí a toda prisa sin distinguir el gusto ni el olor, temiendo en suma que alguien me interrumpiera o me lo quitara…[26]

DOM SVIDANII: EL LOCAL DE ENCUENTRO

Las cartas y los paquetes no suscitaban la emoción más profunda ni el mayor sufrimiento entre los prisioneros. Mucho más desgarradoras eran las visitas de familiares, por lo común la esposa o la madre. Solo los prisioneros que habían cumplido la cuota de trabajo y acatado con obediencia las normas del campo podían recibir esas visitas: en los documentos oficiales se mencionan como un premio por «el trabajo útil, concienzudo y eficiente».[27] Y la promesa de la visita de un familiar era en realidad una motivación muy poderosa para una buena conducta.

No todos los prisioneros estaban en posición de recibir visitas, por supuesto, pues sus familiares tenían que tener un espíritu valeroso para mantener contacto con el pariente «enemigo». El viaje a Kolimá, Vorkutá, Norilsk o Kazajstán, incluso como ciudadano libre, requería una gran fortaleza física. No solo tendría que sufrir el visitante un largo viaje en tren a una ciudad remota y primitiva, también tendría que caminar o hacer un trayecto en la caja de un camión traqueteante, hasta el lagpunkt. Después de eso, el visitante quizá tuviera que esperar varios días o más, rogando a los desdeñosos jefes del campo permiso para ver al pariente preso, permiso que muy bien podía ser denegado sin explicación. Después, debía emprender el largo viaje de regreso por la misma tediosa ruta.

Dejando de lado las penalidades físicas, la tensión psicológica de estas visitas podía ser terrible. Las mujeres que llegaban a ver a sus maridos, escribió Herling, «sienten el infinito sufrimiento del prisionero, sin comprenderlo por completo, ni ser capaces de ayudar; los largos años de separación han destruido muchos de sus sentimientos hacia sus esposos … el campo, remoto y hermético para el visitante, impone su sombría amenaza sobre ellas. No son prisioneras, pero están emparentadas con estos enemigos del pueblo…».[28]

En las prisiones, y en ciertos campos también, tales visitas eran invariablemente breves, y por lo general tenían lugar en presencia de un guardia, una norma que creaba una enorme tensión. «Deseaba hablar, hablar mucho, contarle todo lo que había pasado ese año», recordaba un prisionero de la única visita que le concedieron a su madre. Y no solo era difícil encontrar las palabras; cuando «comenzabas a hablar, a describir algo, el atento guardia te interrumpía: “¡No está permitido!”».[29]

Aún más dramático es el relato de Bystroletov, a quien se le concedieron varias visitas de su esposa en 1941, y en todas estuvo presente un guardia. Ella había viajado desde Moscú para despedirse: desde su arresto, había contraído la tuberculosis y estaba a punto de morir. Al decirle adiós, ella se levantó y le rozó el cuello, un gesto que no estaba permitido, pues las visitas tenían prohibido el contacto físico con los prisioneros. El guardia le apartó con rudeza el brazo y ella se desplomó, expectorando sangre. Bistroletov escribe que «perdió la cabeza» y golpeó al guardia, quien comenzó a sangrar. Lo salvó del castigo la guerra, que estalló precisamente ese mismo día: en el caos subsiguiente, su agresión al guardia fue olvidada. Nunca más volvió a ver a su esposa.

Sin embargo, los guardias no siempre estaban presentes. En efecto, en los lagpunkts más amplios, en los campos más grandes, a veces se permitía a los prisioneros visitas de varios días, sin la presencia de los guardias. En la década de 1940, estas visitas tenían lugar usualmente en un sitio denominado «local de encuentro» —Dom Svidanii— una edificación construida con ese propósito en un extremo del campo. Herling describe una:

La casa, vista desde la carretera que conducía al campo desde el pueblo, causaba una impresión agradable.

Estaba edificada de toscos troncos de pino, los espacios rellenos de estopa, el tejado estaba hecho de buenas tejas … La puerta situada fuera de la zona, que solo podía ser utilizada por los visitantes libres, era accesible a través de unos cuantos sólidos escalones de madera; había cortinas de algodón, y largos maceteros con flores en el alféizar de las ventanas. Cada sala estaba amueblada con dos camas de buena factura, una gran mesa, dos bancos, una palangana y una jarra de agua, un guardarropa y una estufa de hierro; había incluso una pantalla para la bombilla eléctrica. ¿Qué más podía desear el prisionero, que vivía durante años en la litera común de un barracón sucio que esta modélica vivienda pequeñoburguesa? Nuestros sueños de una vida en libertad se basaban en esa habitación.[30]

Y no obstante, aquellos que habían esperado con ansia ese «sueño de libertad» se sentían mucho peor cuando el encuentro resultaba decepcionante, lo que ocurría con frecuencia. Los hombres que veían a sus mujeres por primera vez en años eran asediados por el deseo sexual, tal como Herling recuerda.

Años de trabajo pesado y de hambre habían debilitado su virilidad, y ahora, ante la perspectiva de un encuentro íntimo con una mujer casi desconocida, sentían, además de la excitación nerviosa, una rabia y una desesperación inútiles. Varias veces escuché a algunos hombres pavoneándose de sus proezas después de una visita, pero generalmente esos asuntos eran motivo de vergüenza y todos los prisioneros callaban respetuosamente.[31]

Las mujeres que los visitaban tenían sus propios problemas de que hablar. Por lo general, habían sufrido mucho a causa del confinamiento de sus maridos. No podían encontrar trabajo, ni estudiar, y a menudo tenían que ocultar su matrimonio a los vecinos curiosos. Una visita así podía ser peor que no tener ninguna. Izrail Mazus, arrestado en la década de 1950, cuenta la historia de un prisionero que cometió el error de decirles a sus compañeros de prisión que su esposa había llegado. Mientras se sometía a las formalidades rutinarias establecidas para los prisioneros que recibían visitas (ir a los baños, al barbero, al almacén a recoger ropa adecuada), los demás prisioneros le hacían guiños y le daban palmadas sin cesar, haciéndole bromas sobre la cama en el local de encuentro.[32] Pero al final, ni siquiera se le permitió estar a solas con su mujer en la misma habitación.

Los contactos con el mundo exterior siempre se complicaban con los deseos, las expectativas, la anticipación. Herling también escribe que:

Cualquiera que fuera la razón de la decepción —que la libertad vivida durante tres días no hubiera estado a la altura de la expectativa idealizada, o que hubiera sido muy corta, o que, al desvanecerse como un sueño interrumpido, dejaba un vacío nuevo en el que ya no había nada que esperar—, los prisioneros siempre se quedaban silenciosos e irritables después de las visitas, sin mencionar a aquellos para quienes la visita se había transformado en la triste formalidad de la separación y el divorcio. Krestynski … en dos ocasiones intentó colgarse después de la visita de su esposa, que le pidió el divorcio y su consentimiento para dejar a los hijos de ambos en un orfelinato municipal.

Herling, que era polaco, «nunca esperó una visita» en el local de encuentro, sin embargo apreció la importancia del lugar con más claridad que muchos escritores soviéticos: «Llegué a la conclusión de que si la esperanza puede ser el único significado que queda en la vida, entonces su realización puede a veces ser un tormento insoportable».[33]

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