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Los guardias

A los chequistas

Ilich os ha hecho responsables

de una gran tarea.

El rostro del chequista muestra

preocupaciones que nadie puede comprender.

Hay valor en el rostro del chequista,

está listo para luchar, incluso hoy,

por la felicidad común y el bienestar,

se levanta por el pueblo trabajador.

¡Temblad, temblad, enemigos!

¡Pronto, muy pronto llegará vuestro fin!

¡Tú, chequista, siempre en guardia,

en la batalla dirigirás a la multitud!

Poema de MIJAÍL PANCHENKO, inspector del sistema penal soviético, conservado en el mismo expediente personal que relata su expulsión del partido y del NKVD[1]

Aunque pueda parecer extraño, no todas las normas del campo fueron escritas por los jefes del campo. Había también normas no escritas (sobre cómo alcanzar un rango más alto o privilegios, cómo vivir un poco mejor que los demás), al igual que había una jerarquía informal. Aquellos que dominaban las normas no escritas, y aprendían cómo ascender en la jerarquía, tenían menos dificultades para sobrevivir.

En la cúspide de la jerarquía del campo estaban los jefes, los supervisores, los celadores, los carceleros y los guardias. Deliberadamente escribo «en la cúspide», y no «por encima» o «al margen» de la jerarquía del campo, porque en el Gulag los jefes y los guardias no eran una casta separada, aparte y distante de los prisioneros. A diferencia de los guardias de las SS en los campos de concentración alemanes, los soviéticos no eran considerados como inmutable y racialmente superiores a los prisioneros, cuya procedencia étnica a menudo compartían.

Los guardias y los prisioneros no vivían en esferas sociales completamente separadas. Algunos guardias y jefes tenían complejos negocios de mercado negro con los prisioneros. Muchos «cohabitaban» con los prisioneros, según el eufemismo usado en el Gulag para referirse a las relaciones sexuales.[2] Más específicamente: muchos habían sido prisioneros. A comienzos de los años treinta, se consideraba normal que los prisioneros con buena conducta se «graduaran» para el cargo de guardias del campo, y algunos incluso llegaron más alto.[3] La vida de Naftalí Frenkel representa quizá la transformación más notoria, pero hubo otras.

Por ejemplo, la trayectoria de Yakov Kuperman fue menos notable que la de Frenkel, pero más ejemplar. Kuperman —que después donó sus memorias inéditas a la Sociedad Memoria de Moscú— fue detenido en 1930 y condenado a diez años. Pasó el tiempo en Kem, la prisión de tránsito de Solovki, y después fue a trabajar en la división de planificación del canal del mar Blanco. En 1932, su caso fue revisado y su situación cambió de prisionero a desterrado. Finalmente fue puesto en libertad, y se le dio un cargo en el ferrocarril de Baikal-Amur (BAMlag), una experiencia que recordaría «con satisfacción», hasta el fin de su vida.[4] Su decisión no era extraña. En 1938, más de la mitad de los funcionarios y casi la mitad de guardias militarizados en Belbaltlag, el campo que regulaba el canal del mar Blanco, eran prisioneros y antiguos prisioneros.[5]

Este cargo podía conseguirse, pero también se podía perder. Del mismo modo que era relativamente fácil para un prisionero convertirse en carcelero, también lo era (relativamente) el proceso inverso. Entre los miles de hombres del NKVD detenidos en la purga de 1937-1938 figuraban funcionarios del Gulag y jefes de campos. En los años posteriores, guardias de rango superior y empleados del Gulag fueron regularmente arrestados debido a las sospechas de sus colegas. En los lagpunkts aislados, la murmuración y los reproches eran habituales: muchos documentos de los archivos del Gulag contienen denuncias y contradenuncias, airadas cartas sobre las deficiencias del campo, y exhortaciones para arrestar a los culpables o a las personas no gratas.[6]

Los guardias militarizados y los funcionarios eran arrestados habitualmente por deserción, embriaguez, pérdida de armas, e incluso por maltrato a los prisioneros.[7] Los documentos del campo de tránsito en el puerto de Vanino, por ejemplo, contienen datos de V. N. Sadovnikov, un guardia militarizado que asesinó a la enfermera del campo, al intentar asesinar a su esposa; de I. M. Soboléiev, que robó 300 rublos a un grupo de prisioneros, y después se embriagó y perdió su carnet del partido; de V. D. Suvorov, que organizó una borrachera y empezó una reyerta con un grupo de oficiales, así como de otros que «bebían hasta perder el sentido» o estaban tan ebrios que no podían ocupar sus puestos.[8] Tan aburrida era la vida en los puestos de avanzada más remotos que un jefe de campo se quejó en una carta a Moscú de que la falta de entretenimiento «empuja a muchos jóvenes a desertar, violar la disciplina, embriagarse y jugar a los naipes, todo lo cual termina por lo general con una sentencia penal».[9]

Incluso era posible, y por cierto bastante común, que algunos recorrieran todo el ciclo: los funcionarios del NKVD se volvían prisioneros, y después otra vez carceleros, iniciando una nueva carrera en la dirección del Gulag. En efecto, muchos antiguos prisioneros han escrito de la rapidez con que los funcionarios del NKVD caídos en desgracia se habituaban otra vez a los campos, y continuaban hasta conseguir los puestos de verdadero poder. En sus memorias, Lev Razgon recuerda un encuentro con Korabelnikov, un empleado de bajo rango del NKVD, a quien había conocido durante el viaje desde Moscú. Korabelnikov le dijo a Razgon que había sido arrestado porque «hablé con mi mejor amigo … sobre una de las mujeres de los jefes … me cayeron cinco años por “ser un elemento socialmente peligroso”, y me pusieron en un transporte con el resto». Pero no era exactamente igual. Unos meses después Razgon lo encontró de nuevo. Esta vez llevaba un uniforme del campo, limpio y bien hecho. Había conseguido un «buen» puesto, estaba a cargo del campo de castigo de Ustvimlag.[10]

La historia de Razgon refleja una realidad documentada en los archivos. Muchísimos funcionarios del Gulag tenían en verdad un archivo criminal. En efecto, parecía como si la dirección del Gulag funcionara abiertamente en el NKVD como un lugar de destierro, un último refugio para un policía secreto caído en desgracia.[11] Una vez enviados a las fronteras remotas del imperio del Gulag, rara vez se permitía a estos funcionarios volver a alguna división del NKVD, y no digamos a Moscú. Como signo de un estatus diferenciado, los empleados del Gulag llevaban un uniforme distintivo, y tenían un sistema ligeramente diferente de insignias y grados.[1] En unas conferencias del partido, los funcionarios del Gulag se quejaron de su estatus inferior. «El Gulag es visto como una dirección de la que todo se puede exigir sin dar nada a cambio —protestaba un funcionario—. Este modesto modo de pensar, de que somos los peores, es una equivocación, y permite que continúen las desigualdades en la paga, la vivienda y otras cuestiones.»[13]

En realidad, los jefes de campo habían tenido un estatus relativamente bajo desde el comienzo. En una carta enviada clandestinamente desde Solovki, a comienzos de los años veinte, un prisionero escribió que la dirección del campo estaba formada casi por entero por chequistas deshonestos que «han sido condenados por especulación, extorsión, asalto o cualquier otro delito contra el código penal ordinario».[14] En los años treinta y cuarenta, el Gulag comenzó a ser el destino final de los funcionarios del NKVD cuyas biografías no armonizaban con los requisitos: aquellos cuyos orígenes sociales no eran lo bastante proletarios, o cuya nacionalidad polaca, judía o báltica los hacía sospechosos en momentos en que esos grupos étnicos estaban siendo activamente reprimidos. El Gulag era también el último refugio de quienes eran simplemente estúpidos, incompetentes o alcohólicos. En 1937, el jefe del Gulag, Izrail Pliner se quejaba:

Conseguimos las sobras de las demás secciones, nos envían personas de acuerdo con el principio «podéis tomar lo que no necesitamos». La flor y nata son los borrachos incorregibles; una vez que un hombre se da a la bebida, lo asignan al Gulag … Desde el punto de vista del aparato del NKVD, si alguien comete un delito, el mayor castigo es enviarlo a trabajar en un campo.[15]

En 1945, Vasili Chernishev, entonces director del Gulag, envió un memorándum a todos los jefes de campo y jefes regionales del NKVD expresando su horror ante la indigna condición de los guardias militarizados de los campos, entre los que había descubierto altas tasas de «suicidio, deserción, pérdida y robo de armamento, embriaguez y otros actos amorales», así como un «frecuente quebrantamiento de las leyes revolucionarias».[16]

Los propios archivos del Gulag también confirman la creencia, delicadamente expresada por un antiguo prisionero, de que tanto los guardias como los jefes eran «las más de las veces, personas muy limitadas».[17] Por ejemplo, de los once hombres que tuvieron el cargo de «director del Gulag», el encargado de todo el sistema de campos, entre 1939 y 1960, solo cinco habían tenido algún tipo de educación superior, mientras que tres nunca pasaron de la escuela primaria.[18]

En la base de la jerarquía del NKVD, por otra parte, los expedientes personales de los empleados del servicio de prisiones desde la década de 1940 muestran que incluso los carceleros de élite (miembros del partido y los aspirantes a ingresar en él) procedían casi todos del campesinado y habían recibido una instrucción elemental. Pocos habían terminado ni siquiera cinco años de estudios, y algunos solo tres en su haber.[19]

Los guardias militarizados del campo —miembros de la voenizirovanaya ojrana (la Guardia Interior de la República) llamados generalmente, gracias a la obsesión soviética por las siglas, VOJR— tenían aún menos instrucción. Eran los hombres que recorrían el perímetro de los campos, que llevaban los prisioneros al trabajo, que conducían los trenes que los llevaban al este, muchas veces sin la menor idea de por qué lo hacían. Según un informe de Kargopollag, «parece que los guardias no saben los nombres de los miembros del Politburó ni de los jefes del partido».[20] Otro documento relaciona una serie de incidentes en que estaban implicados guardias que hicieron mal uso de sus armas. Uno de ellos hirió a tres prisioneros «por no saber cómo funcionaba su revólver».[21] Había un flujo constante de cartas de Moscú a los campos, exhortando a los jefes locales a emplear más tiempo en el «trabajo educativo-cultural» de los guardias.[22]

Sin embargo ni aun con «las sobras» y los «borrachos incorregibles» de otros departamentos del NKVD se lograba cubrir la demanda de empleados del Gulag. La mayoría de las instituciones soviéticas sufrían una falta crónica de personal, y el Gulag la sufría en mayor grado. Ni siquiera el NKVD podía generar suficientes empleados delincuentes para cubrir una ampliación de personal, que se multiplicó por dieciocho, entre 1930 y 1939, ni de las 150 000 personas que tuvieron que ser contratadas entre 1939 y 1941, o para la enorme expansión de posguerra. En 1947, contando con 157 000 personas que trabajaban solo en las brigadas de la Guardia Interior, el Gulag todavía calculaba que le faltaban 40 000 guardias.[23]

Hasta el momento en que el sistema fue desmantelado, este dilema nunca dejó de agobiar a la dirección del Gulag. Con la excepción de los trabajos de rango superior, el trabajo en los campos no era considerado atractivo ni prestigioso, y difícilmente garantizaba unas condiciones de vida razonables, en especial en los puestos más remotos y pequeños del extremo norte. La escasez general de comida hacía que los guardias y los funcionarios recibieran alimentos racionados en cantidades asignadas de acuerdo con el rango del receptor.[24] Al volver de una gira de inspección de los campos septentrionales de Vorkutá, un inspector del Gulag se quejó de las deficientes condiciones de vida de los guardias militarizados, que trabajaban de catorce a dieciséis horas diarias en las «difíciles condiciones climáticas del norte», no siempre con la ropa y el calzado adecuados y viviendo en barracones desaseados. Algunos sufrían de escorbuto, pelagra y otras enfermedades por avitaminosis, exactamente igual que los prisioneros.[25] Otro escribió que en Kargopollag, veintiséis miembros del VOJR habían recibido sentencias penales, en muchos casos por quedarse dormidos en sus puestos.

Desde la muerte de Stalin, los antiguos funcionarios de los campos solían justificar su medio de vida aludiendo a las dificultades y penalidades del trabajo. Cuando entrevisté a Olga Vasileeva, una antigua inspectora de los campos en la sección de construcción de caminos del Gulag, ella me ofreció el relato de la dura existencia de un empleado del Gulag. Durante nuestra conversación, mantenida en su inusitadamente espacioso apartamento de Moscú, regalo de un partido agradecido, Vasileeva me dijo que una vez, al visitar un campo remoto, fue invitada a dormir en la casa del jefe del campo, ocupando la cama del hijo. Por la noche sintió mucho calor y picazón. Pensando que quizá estaba enferma, encendió la luz: «La manta grisácea estaba viva, infestada de piojos. No solo los prisioneros tenían piojos, también los tenían los jefes».

Tal como lo veía Vasileeva, el trabajo de jefe de campo era muy difícil: «No era broma, uno estaba a cargo de cientos, miles de prisioneros, eran reincidentes y asesinos, reos de graves delitos; de ellos podías esperar cualquier cosa. Tenías que estar en guardia todo el tiempo». Los jefes, presionados para trabajar con la mayor eficiencia posible, se veían además obligados a resolver todo tipo de problemas:

El director de un proyecto de construcción era también el jefe del campo y pasaba al menos el 60% del tiempo no en las obras, ni tomando decisiones de ingeniería o resolviendo los problemas de construcción, sino ocupado en el campo. Uno enfermaba, podía haberse desatado una epidemia, o había ocurrido un accidente, lo que significaba que había que llevar a alguien al hospital, otro necesitaba un carro o una carreta con caballos.

En 1930, cuando todavía se consideraba al sistema como parte de la expansión económica de la época, la OGPU realizó campañas de publicidad interna, pidiendo a los entusiastas que trabajaran en los que entonces eran nuevos campos del extremo norte:

El entusiasmo y la energía de los chequistas creó y fortaleció los campos de Solovki, desempeñando un papel positivo en el desarrollo industrial y cultural en la zona europea del extremo norte de nuestro país. Los nuevos campos, como Solovki, debían desempeñar un papel en la reforma de la economía y la cultura de las regiones remotas. Para esta responsabilidad … necesitábamos especialmente chequistas fuertes, voluntarios que desearan hacer un trabajo duro…

Se ofreció a los voluntarios, entre otras cosas, hasta un 50% de paga extra, dos meses de vacaciones al año, y un bono, al cabo de tres años, de tres meses de salario y tres meses de vacaciones. Además, los funcionarios recibirían una ración mensual de paquetes gratis, y acceso a «radio, instalaciones deportivas y culturales».[26]

Después, cuando el entusiasmo genuino se desvaneció por completo (si es que había existido alguna vez), los alicientes se hicieron más sistemáticos. Los campos fueron clasificados según la distancia y la dificultad. A mayor distancia y dificultad, mayor sería la paga que recibirían los funcionarios del NKVD por trabajar en ellos. Algunos consideraron meritoria la organización de actividades deportivas y similares para sus empleados. Además, el NKVD construyó sanatorios especiales en el mar Negro, en Sochi y Kislovodsk, de modo que los altos funcionarios pudieran pasar largas vacaciones en un entorno cómodo y cálido.[27]

La dirección central también creó escuelas donde los funcionarios del Gulag pudieran mejorar su preparación y su categoría. Una, por ejemplo, establecida en Járkov, impartía cursos obligatorios de «Historia del partido» e «Historia del NKVD», y también derecho penal, políticas de campo, administración, gestión, contabilidad y temas militares.[28]

El dinero y los beneficios eran desde luego suficientes para atraer a algunos empleados de menor rango. Muchos simplemente consideraban el Gulag como la mejor entre las malas opciones posibles. En la Unión Soviética de Stalin, un país en guerra, que sufría hambruna y desnutrición, el empleo de celador o guardia de prisiones podía significar un progreso social inconmensurable. Susanna Pechora, una prisionera a comienzos de la década de 1950, recordaba haber conocido a una celadora que trabajaba en el campo porque era el único camino para escapar de la miseria atroz de la granja colectiva donde había nacido: «Alimentaba a siete hermanos y hermanas con el salario del campo».[29]

Pero ni la perspectiva de salarios elevados, largas vacaciones y mejora social eran siempre suficientes para incorporar trabajadores al sistema. Las oficinas laborales soviéticas simplemente enviaban trabajadores donde eran necesarios, sin ni siquiera decirles adónde iban. Una antigua enfermera del Gulag, Zoya Eremenko, fue enviada directamente de la escuela de enfermería a trabajar en lo que le habían dicho que sería una zona de construcción. Cuando llegó, descubrió que se trataba de un campo penitenciario, Krasnoyarsk-26. «Estábamos sorprendidas, asustadas, pero cuando llegamos a conocer el lugar, descubrimos que “allí” las personas eran las mismas y el trabajo médico era el mismo que el que nos habían enseñado en nuestros estudios», recordaba.[30]

Especialmente dramáticos fueron los casos de quienes fueron obligados a trabajar en los campos después de la Segunda Guerra Mundial. Miles de antiguos soldados del Ejército Rojo que habían penetrado en Alemania, así como los civiles que habían vivido «en el extranjero» durante la guerra en condición de deportados o refugiados, fueron arrestados al cruzar la frontera de regreso a la Unión Soviética, y confinados en «campos de control y filtrado», donde fueron interrogados a conciencia. Aquellos que no eran arrestados, fueron enviados de inmediato a trabajar en el servicio de guardia de prisiones. A comienzos de 1946 había 31 000 de estas personas, y en algunos campos constituían el 80% del servicio de guardia.[31] Tampoco podían salir fácilmente. Muchos habían sido privados de sus documentos (pasaportes, permisos de residencia, certificados de servicio militar). Sin ellos era imposible que dejaran los campos, por no hablar de buscar un nuevo empleo. Entre 300 y 400 se suicidaban cada año. Otros simplemente se corrompían. Karlo Stajner, un comunista yugoslavo prisionero en Norilsk durante y después de la guerra, recordaba que esos guardias eran «muy distintos de los que no habían luchado en la guerra»:

Se apreciaban claros signos de desmoralización. Podías ver su disponibilidad a ser sobornados por las prisioneras o a hacerse clientes de las más bonitas, o permitir que los delincuentes dejaran la brigada para meterse en algún apartamento y compartir el botín con ellos. No tenían miedo de los severos castigos que les aplicarían si sus superiores se enteraban de estas fechorías.[32]

Muy pocos protestaban. Por ejemplo, los archivos documentan el caso de un recluta reluctante, Daniliuk, que rehusó categóricamente trabajar en el servicio de la Guardia Interior de la República, dando como razón: «No deseo servir en los órganos del Ministerio del Interior». Daniliuk persistió en su actitud, pese a lo que los archivos llaman «sesiones de trámite» (sin duda largos períodos de intimidación y quizá de malos tratos). Finalmente fue relegado del servicio. Al menos en su caso, la negativa constante y persistente a trabajar para el Gulag tuvo su recompensa.[33]

En última instancia, sin embargo, el sistema premiaba a sus miembros más leales y afortunados, algunos de los cuales consiguieron más que un mero ascenso social o mejores raciones: aquellos que entregaban grandes cantidades de oro o madera al Estado gracias a sus trabajadores prisioneros recibirían finalmente su premio. Y aunque el lagpunkt maderero nunca fue un lugar agradable para vivir, ni siquiera para los que lo dirigían, las oficinas centrales de los campos más grandes con el tiempo se hicieron realmente muy confortables.

Hacia los años cuarenta, las ciudades que estaban en el centro de los complejos de campos más vastos (Magadán, Vorkutá, Norilsk, Ujtá) eran asentamientos grandes, animados, con tiendas, teatros y parques. Las oportunidades de vivir bien habían aumentado enormemente desde los primeros días del Gulag. Los jefes superiores en los campos más grandes conseguían salarios más altos, mejores casas y vacaciones más largas que aquellos que trabajaban en el mundo laboral ordinario. Tenían mejor acceso a alimentos y a bienes de consumo que eran escasos en otras partes. «La vida en Norilsk era mejor que en cualquier otra parte de la Unión Soviética», recordaba Andréi Cheburkin, un capataz en Norilsk, y después burócrata local:

En primer lugar, todos los jefes tienen criadas, prisioneras criadas. En segundo lugar, la comida era increíble. Había todo tipo de pescados. Podías ir y pescarlo en los lagos. Y si en el resto de la Unión había cartillas de racionamiento, aquí vivíamos virtualmente sin ellas. Carne, mantequilla. Si querías champán, tenías que coger cangrejo también, había tantos. Caviar … había barriles de eso por ahí. Estoy hablando de los jefes, por supuesto. No estoy hablando de los trabajadores. Pero entonces los trabajadores eran presos … La paga era buena.

El primer punto de Cheburkin, «todos los jefes tenían criadas», es clave, pues no solo se aplicaba a los jefes sino a todos. Técnicamente, el empleo de prisioneros como servidores domésticos estaba prohibido. Pero estaba muy difundido, como las autoridades sabían muy bien, y pese a los reiterados intentos de poner fin a esta práctica, continuó.[34]

Thomas Sgovio trabajó como ordenanza personal de un guardia del campo de rango superior en Kolimá, preparándole la comida y tratando de conseguirle alcohol. El hombre llegó a tenerle confianza. «Thomas, hijo —le decía—, recuerda una cosa. Cuida mi carnet del partido. Cuando esté borracho, vigila que no lo pierda. Eres mi criado, y si alguna vez lo pierdo, tendré que pegarte un tiro como a un perro … y no deseo hacer eso.»[35]

Pero para los jefes realmente importantes, los criados eran solo el comienzo. Iván Nikishov, que llegó a ser el jefe de Dalstrói en 1939, tras las purgas, y siguió en ese puesto hasta 1948, se hizo tristemente célebre por acumular riquezas en medio de una pobreza desesperante. Nikishov pertenecía a una generación diferente de la de su predecesor, Berzin; una generación bastante alejada de los años de escasez y fervor de la revolución y la guerra civil. Quizá a consecuencia de esto, Nikishov no tenía escrúpulos en utilizar su puesto para vivir bien. Se equipó de una «gran fuerza de seguridad personal, automóviles de lujo, amplias oficinas y una magnífica dacha que dominaba el océano Pacífico»,[36] y que, según los relatos de los prisioneros, estaba provista de alfombras orientales, pieles de oso y candelabros de cristal. En el lujoso comedor, él y su segunda esposa, una ambiciosa y joven jefa de campo llamada Gridasova, comían según se dice carne de oso a la brasa con vino del Cáucaso, frutas y bayas transportadas del sur en avión, así como tomates y pepinos frescos de invernaderos privados.[37]

Con frecuencia se requería que los prisioneros contribuyeran a estos caprichos. Isaac Vogelfanger, un médico del campo, se veía siempre escaso de alcohol medicinal porque el farmacéutico lo utilizaba para hacer el coñac con el que el jefe del campo agasajaba a los jerarcas invitados: «Cuanto más alcohol toman, mejor es su opinión del trabajo en Sevurllag». Vogelfanger también presenció cómo un cocinero del campo preparó un «banquete» para unos huéspedes, utilizando ingredientes que había guardado para la ocasión: «Caviar, anguilas ahumadas, panecillos calientes hechos de masa con setas, trucha del Ártico con gelatina de limón, lechón asado, ganso asado».[38]

Fue en este período, los años cuarenta, cuando jefes como Nikishov comenzaron a considerarse como algo más que meros carceleros. Algunos empezaron a competir entre sí como si se tratara de una extravagante rivalidad vecinal.

Rivalizaban por organizar los mejores grupos teatrales de prisioneros, las mejores orquestas de prisioneros, y por conseguir los mejores artistas prisioneros. Lev Kopelev estaba en Unzhlag en 1946, en un momento en que el jefe debía seleccionar directamente de la prisión a «los mejores actores, músicos y artistas, a quienes les daría los mejores trabajos de confianza, como limpiadores y enfermeros en el hospital». El campo llegó a ser conocido como un «asilo para artistas».[39] Lev Razgon cuenta también que el jefe de Ujtizhmlag «tenía una verdadera compañía de ópera Ujtá», dirigida por un afamado actor soviético. También «empleaba» a una famosa bailarina del Bolshoi, así como a cantantes y músicos famosos:

A veces el jefe de Ujtizhmlag visitaba a sus colegas vecinos. Aunque el propósito oficial era «compartir experiencias», esta simple descripción es desmentida por los elaborados preparativos y el protocolo por lo que más parecía la visita de un jefe de Estado extranjero. Los jefes estaban acompañados por un gran séquito de jefes de sección. Reservaban habitaciones de hotel especiales para ellos, planeaban el itinerario con cuidado y traían presentes … El jefe de Ujtizhmlag también traía a sus mejores artistas de modo que sus anfitriones pudieran ver que las artes allí estaban más que prosperando.[40]

Hoy en día, el antiguo teatro de Ujtizhemlag —un inmenso edificio blanco con columnas y símbolos teatrales en el frontón— es uno de edificios más importantes de la ciudad de Ujtá.

Pero no solo satisfacían sus caprichos quienes tenían gustos artísticos. Aquellos que preferían los deportes también tenían la oportunidad de fundar sus propios equipos de fútbol, que competían con encarnizamiento. Nikolái Starostin —el jugador estelar que fue arrestado porque su equipo tuvo la desgracia de ganar al de Beria— también fue enviado a Ujtá, donde lo esperaban en la misma estación de tren. Fue llevado ante el entrenador de fútbol, quien le habló con educación y le dijo que el jefe del campo había requerido especialmente su presencia: «El alma del jefe está en el fútbol. Es él quien te ha traído aquí». Starotsin debió pasar buena parte de su confinamiento dirigiendo equipos de fútbol para el NKVD, yendo de un campo a otro, según el jefe que lo quisiera como entrenador.[41]

De vez en cuando (pero solo de vez en cuando), la noticia de estos excesos hacía sonar la señal de alarma, o al menos despertaba interés en Moscú. En cierta ocasión, quizá en respuesta a las quejas, Beria encargó una investigación secreta sobre el lujoso estilo de vida de Nikishov. El informe confirma entre otras cosas que Nikishov llegó a gastar 15 000 rublos, una suma colosal en esa época, en un banquete ofrecido para celebrar la visita de la Compañía de Opereta Jabarovsk.[42] El informe también condena la atmósfera de adulación que rodeaba a Nikishov y a su esposa, Gridasova: «La influencia de Gridasova es tan grande que incluso los delegados de Nikishov testimonian que pueden permanecer en sus puestos solo durante el tiempo en que ella los mire con benevolencia».[43] Sin embargo, no se tomaron medidas y Gridasova y Nikishov continuaron reinando en paz.

En los últimos años se ha puesto de moda señalar que, contrariamente a sus protestas de posguerra, pocos alemanes fueron obligados a trabajar en los campos de concentración o en los escuadrones de la muerte. Un estudioso afirmaba no hace mucho que la mayoría lo había hecho de manera voluntaria, una opinión que ha causado cierta controversia.[44] En el caso de Rusia y los demás estados postsoviéticos, la cuestión tiene que examinarse de otro modo. Con frecuencia, los empleados del campo, como la mayoría de los ciudadanos soviéticos, tenían pocas alternativas. Un comité laboral simplemente los asignaba a un lugar de trabajo, y ellos tenían que ir. La falta de opciones formaba parte integral del sistema económico soviético.

Sin embargo, no es totalmente exacto decir que los agentes del NKVD y los guardias militarizados «no eran mejores que los prisioneros que mandaban», o que eran víctimas del propio sistema, como algunos han intentado. Pues, aunque podrían haber preferido trabajar en otra parte, una vez que estaban dentro del sistema, los empleados del Gulag tenían algunas opciones, muchas más que sus homólogos en los campos nazis, cuyo trabajo se definía de un modo mucho más rígido. Podían optar por comportarse con brutalidad o por actuar con amabilidad; por hacer trabajar a los prisioneros hasta matarlos o por mantenerlos con vida tanto como fuera posible; por compadecerlos, pues alguna vez habían compartido o podrían compartir su destino, o por limitarse a sacar provecho de su racha de buena suerte.

Nada en su pasado indicaba qué camino escogerían, pues tanto los funcionarios del Gulag como los guardias tenían una diversidad de orígenes sociales y étnicos. En efecto, al pedirles que describieran el carácter de sus custodios, los supervivientes del Gulag casi siempre decían que era muy diverso. Anna Andreieva me dijo que «había sádicos enfermos, y había gente completamente normal y buena». Andreieva también recordaba el día —poco después de la muerte de Stalin— en que el contable jefe del campo entró como una exhalación en la oficina de contabilidad donde estaban trabajando las prisioneras y alegremente las abrazó exclamando: «Quitaos los números, chicas, os van a devolver la ropa».[45]

Irena Arguinskaya también me dijo que los guardias de su campo eran no solo «diferentes tipos de personas», sino que también cambiaban con el tiempo. En especial los soldados reclutados a la fuerza se comportaban «como bestias» cuando se incorporaban al trabajo, pues venían embotados de propaganda, pero «después de un tiempo comenzaban a comprender —no todo, pero una buena parte— y a menudo cambiaban».[46]

Es cierto que las autoridades ejercían presión sobre los guardias y los funcionarios para disuadirlos de mostrar cierta amabilidad con los prisioneros. El archivo de la inspección del Gulag documenta el caso de Liven, el jefe de la división de suministros de una sección de Dmitlag en 1937, que fue investigado con tenacidad por su tolerancia.[47]

Sin embargo, esas restricciones no se implementaban con rigor. En efecto, varios jefes de alto nivel llegaron a ser famosos precisamente por su benevolencia con los prisioneros. En Let the History Judge, una denuncia del estalinismo, el historiador y publicista disidente Roy Medvedev habla de un jefe de campo, V. A. Kundush, que tomaba con seriedad las exigencias de incrementar la producción durante la época bélica. Puso a los prisioneros políticos más educados en los trabajos administrativos y se dispuso a tratar bien a los prisioneros, asegurándoles a algunos una salida anticipada. Su empresa recibió la «Bandera roja de gestión» durante la guerra. Pero cuando la guerra terminó, también él fue arrestado, quizá a causa de la misma benevolencia con que había transformado la producción.[48]

Y hubo otros. En cierto momento de su vida en los campos, Genrij Gorchakov, un judío ruso arrestado en 1945, fue asignado a un campo de inválidos en el complejo de Siblag. No hacía mucho que el campo había sido encomendado a un nuevo jefe, un antiguo oficial del frente que no pudo encontrar otro trabajo después de la guerra. Asumió con seriedad su trabajo, e hizo construir nuevos barracones, se preocupó de que los prisioneros tuvieran colchones e incluso sábanas, y reorganizó el sistema de trabajo, transformando por completo el campo.[49]

Había otras formas de obrar bondadosamente. Galina Levinson recuerda en sus memorias a un jefe del campo que habló con una prisionera sobre un aborto. «Cuando dejes el campo, estarás sola —le dijo—, piensa qué bueno será tener un hijo». Hasta el fin de sus días, esta mujer le estuvo agradecida.[50] Anatoli Zhigulin escribió sobre otro jefe de campo «honesto» que salvó a cientos de la muerte; desafiando las normas, llamaba a los reclusos «camaradas prisioneros», y ordenó al cocinero que los alimentara mejor. Obviamente, apuntaba Zhigulin, «no conocía todavía las normas». Mariya Sandratskaya, arrestada por ser la esposa de un «enemigo», también habla de un jefe de campo que prestaba especial atención a las madres que tenía bajo su custodia, asegurándose de que la guardería funcionara bien, que las mujeres que amamantaban tuvieran suficiente alimento, y que las madres no trabajaran demasiado.[51]

De hecho, la bondad era posible: en todos los niveles, siempre hubo unos pocos que rechazaban la propaganda que hacía enemigos a todos los prisioneros, unos cuantos que entendieron el verdadero estado de la cuestión. Y un número asombroso de memorias refieren alguna experiencia de benevolencia de algún guardia o algún caso de consideración. «No dudo —escribió Evgeni Gnedin— de que en el enorme ejército de funcionarios del campo había trabajadores honrados a quienes entristecía el papel de vigilantes de personas completamente inocentes.»[52] Sin embargo, al mismo tiempo la mayoría de los autores de memorias se maravillan de cuán excepcional era esa comprensión, pues a despecho de algunos ejemplos, las prisiones limpias no eran la norma, muchos campos eran letales, y la mayoría de los guardias trataban a los reclusos en el mejor de los casos con indiferencia, y en el peor con abierta crueldad.

Insisto en que en ningún campo la crueldad era un requisito. Por el contrario, la crueldad deliberada era oficialmente repudiada por la dirección central. Los guardias y funcionarios del campo que eran innecesariamente rigurosos con los prisioneros podían ser castigados, y lo fueron con frecuencia. Los archivos de Viatlag contienen informes de guardias castigados por «golpear sistemáticamente a los zeks», por robar sus pertenencias y por violar a las prisioneras.[53] Los archivos de Dmitlag documentan sentencias penales dictadas contra funcionarios del campo acusados de golpear a los prisioneros en estado de ebriedad.[54]

Pero la crueldad persistió. A veces era genuinamente sádica. Viktor Bulgakov, un prisionero de la década de 1950, recuerda que uno de sus guardias, un kazajo analfabeto, al que parecía darle placer obligar a los prisioneros a permanecer de pie, helándose poco a poco en medio de la nieve; y otro, al que le gustaba, «mostrar su fuerza y golpear a los prisioneros» sin ningún motivo en particular.[55]

Más frecuente era la crueldad no tanto motivada por el sadismo como por el interés. Los guardias que dispararan contra prisioneros fugitivos recibían premios monetarios, e incluso podían conseguir vacaciones. Por tanto hubo guardias que intentaban alentar esas «fugas». Zhigulin cuenta el resultado:

El guardia gritaba a alguien en la columna:

—¡Tú, tráeme esa plancha!

—Pero hay que cruzar la valla…

—No importa. ¡Anda!

El prisionero iba y una ráfaga de ametralladora lo seguía.[56]

Tales incidentes eran comunes, y los archivos lo muestran. En 1938, los guardias del VOJR que trabajaban en Viatlag fueron condenados por matar a dos prisioneros a quienes habían «incitado» a escapar. Después resultó que el jefe de la división y sus asistentes se habían apoderado de las pertenencias de los prisioneros.[57] El escritor Boris Diakov también menciona la práctica de provocar fugas en su memoria «prosoviética» del Gulag, publicada en la URSS en 1964.[58]

Sin embargo, en la mayoría de los casos la crueldad de los guardias de campo soviéticos era una crueldad irreflexiva, absurda y ociosa, del modo que puede ejercerse con las vacas o las ovejas. Si los guardias no eran explícitamente instruidos para maltratar a los prisioneros, en especial a los presos políticos, tampoco se les enseñaba a considerarlos como seres humanos. Por el contrario, se orquestó una campaña para cultivar el odio contra los prisioneros, a quienes se tildaba de «criminales peligrosos, espías y saboteadores, que tratan de destruir al pueblo soviético». Esta propaganda tenía un impacto enorme en las personas que estaban marcadas por la desgracia, por un trabajo no deseado y unas condiciones de vida deficientes.[59] También moldeaba las opiniones de los trabajadores libres del campo (los lugareños que trabajaban en el campo y no eran empleados del NKVD), así como de los guardias militarizados; tal como recuerda un prisionero: «Por lo común, un muro de mutua desconfianza nos separaba de los trabajadores libres… Nuestras figuras grises, el hecho de ser llevados en convoyes y a veces con perros, era probablemente algo muy desagradable, en lo cual era mejor no pensar».[60]

Esto era cierto ya en los años veinte, la época en que los guardias de Solovki obligaban a los prisioneros ateridos a saltar a los ríos al grito de «¡Delfín!». Y empeoró a finales de los años treinta con la degradación de los presos políticos a la categoría de «enemigos del pueblo», y el endurecimiento del régimen del campo.

Incluso después de que terminara el «gran terror», la propaganda nunca cesó. Durante los años cuarenta y ya en los cincuenta, se hablaba de los prisioneros habitualmente como criminales de guerra y colaboradores, traidores y espías. Los nacionalistas ucranianos que comenzaron a afluir a los campos después de la Segunda Guerra Mundial fueron llamados «perros serviles de los verdugos nazis, reptiles», los «fascistas germano ucranianos» o «agentes de los servicios de inteligencia extranjeros». Nikita Jruschov, entonces líder de Ucrania, dijo en un pleno del comité central que los nacionalistas ucranianos «se habían suicidado en su afán de complacer a su jefe, Hitler, y para conseguir una ínfima parte del botín a cambio de su servicio perruno».[61] Durante la guerra, los guardias llamaban a casi todos los presos políticos «fascistas», «hitlerianos» o «vlasovistas» (seguidores del general Vlasov, que desertó del Ejército Rojo y apoyó a Hitler).

Esto era especialmente mortificante para los judíos, para los veteranos que habían luchado valientemente contra los alemanes y para los comunistas extranjeros que habían huido del fascismo en sus propios países.[62] Margarete Buber-Neumann, una comunista alemana que fue liberada del Gulag solo para ser transferida directamente a un campo de concentración alemán, Ravensbruck, también escribió que se la llamó repetidas veces «fascista alemana».[63] Y cuando un agente del NKVD arrestado, Mijaíl Schreider, le dijo al juez instructor que como judío difícilmente podía ser acusado de colaborar con Hitler, se le contestó que él no era judío, sino más bien «un alemán disfrazado de judío».[64]

Sin embargo, estas denominaciones no eran meras prácticas triviales sin objeto. Al describirlos como «enemigos» o como «infrahumanos», los guardias se reafirmaban en la legitimidad de sus propias acciones. En efecto, la retórica de los «enemigos» no solo conformaba una parte de la ideología de los cuadros de la guardia del Gulag. La otra parte (llamémosla, la retórica de la «esclavitud estatal») insistía en la importancia del trabajo, y de las cifras de producción siempre en aumento que eran necesarias para la existencia futura de la Unión Soviética. Para decirlo sin ambages: todo podía justificarse si con ello se extraía más oro de las minas. Esta tesis fue perfectamente sintetizada por Alexéi Loginov, un director de producción jubilado y del campo de prisioneros en Norilsk, en una entrevista que concedió a un cineasta británico que filmaba documentales:

Desde el comienzo sabían perfectamente que el mundo exterior nunca dejaría en paz nuestra revolución soviética. No solo Stalin se percató de ello, todos, cada comunista de base, toda persona se daba cuenta de que teníamos no solo que construir, sino construir con el conocimiento pleno de que pronto estaríamos en guerra. De modo que en mi área, la búsqueda de todas las fuentes de materias primas, cobre, níquel, aluminio y hierro, y cosas semejantes, fue increíblemente intensa. Teníamos conocimiento de los enormes recursos en Norilsk, pero ¿cómo desarrollarlos en el Ártico? De modo que toda la empresa fue puesta en las manos del NKVD, el Ministerio del Interior. ¿Qué otro podría haberlo realizado? Usted sabe cuántas personas habían sido arrestadas, y necesitábamos decenas de miles allí…[65]

Loginov hablaba en los años noventa, casi medio siglo después de que Norilsk hubiera dejado de ser un vasto complejo penitenciario. En ese amplio contexto de lealtad a la Unión Soviética y a sus objetivos económicos, la crueldad ejercida en nombre de las cifras de producción les parecía a los ejecutores absolutamente admirable; aún más, la verdadera naturaleza de la crueldad, como la verdadera naturaleza de los campos, quedaba oculta bajo la jerga económica.

En los niveles más altos, los funcionarios solían referirse a los prisioneros como si fueran máquinas o herramientas, necesarias para realizar el trabajo y nada más. Se los consideraba abiertamente como trabajo barato y conveniente, simplemente una necesidad como el suministro de cemento o acero. También Loginov, el jefe de Norilsk, lo expresa a la perfección:

Si hubiésemos enviado civiles [a Norilsk] primero habríamos tenido que construir casas para vivir. Y ¿cómo podían los civiles vivir allí? Con los prisioneros es más fácil, todo lo que uno necesita es un barracón, un horno con chimenea, y ellos sobreviven. Y después tal vez un lugar donde comer. En suma, los prisioneros eran, en las condiciones de esa época, las únicas personas susceptibles de ser empleadas a gran escala. Si hubiéramos tenido tiempo, probablemente no lo habríamos hecho de ese modo…[66]

Asimismo, la jerga económica permitía a los mandos del campo justificar cualquier cosa, incluso la muerte. Los archivos documentan el siguiente comentario referido en una reunión de funcionarios de Viatlag en enero de 1943. Hablando en el lenguaje puramente neutral de las estadísticas, el camarada Avrustki hizo la siguiente propuesta: «Tenemos el cien por cien de nuestra fuerza de trabajo, pero no podemos cumplir con nuestro programa, puesto que el grupo B continúa creciendo. Si el alimento que damos al grupo B fuera dado a otro contingente, entonces no habría ningún grupo B en absoluto y cumpliríamos el programa…».[67] La frase «grupo B» se refería a los prisioneros más débiles, que en efecto dejarían de existir si no se les daba ningún alimento.

Si los jefes del campo se daban el lujo de tomar decisiones tan alejadas de las personas que estaban siendo afectadas realmente, la proximidad no necesariamente suscitaba en los niveles inferiores de la jerarquía más compasión. Un prisionero polaco, Kazimierz Zarod, iba en una columna de prisioneros que marchaba a un nuevo campo. Casi sin alimento, los prisioneros comenzaron a desfallecer. Finalmente, uno de ellos cayó, y era incapaz de levantarse de nuevo. El primer guardia lo apuntó con su arma. Un segundo guardia lo amenazó con disparar:

—Por amor de Dios —escuché gemir al hombre—, si me dejan descansar un momento los alcanzaré.

—Camina o eres hombre muerto —dijo el primer guardia.

Lo vi levantar el rifle y apuntar. No podía creer que dispararía. Los hombres en la columna detrás de mí se habían reagrupado en ese momento y me impedían ver lo que estaba ocurriendo, pero de pronto se oyó un disparo y luego otro más, y supe que el hombre estaba muerto.

Pero Zarod también refiere que no a todos los que caían mientras marchaban los mataban. Si eran jóvenes, los que estaban demasiado exhaustos para seguir caminando, eran lanzados a una carreta, donde «yacían como sacos hasta que se recuperaban». El razonamiento, hasta donde puedo alcanzar, era que los jóvenes se recuperarían y podrían trabajar, mientras que a los viejos no valía la pena salvarlos. Por supuesto, los hombres arrojados como fardos de ropa vieja a las carretillas de provisiones no estaban allí por ninguna razón humanitaria. Los guardias, también jóvenes, habían viajado por esta ruta antes y al parecer carecían de cualquier sentimiento de humanidad.[68]

Aunque no hay memorias que lo documenten, esta actitud seguramente influyó en quienes ocupaban cargos en la dirección del sistema de campos. En los capítulos anteriores, he citado con frecuencia informes encontrados en los archivos de la inspección del Gulag, parte del despacho de la fiscalía soviética. Estos informes, archivados con gran regularidad y precisión, son notables por su franqueza. Se refieren a las epidemias de tifus, a la escasez de comida y de ropa. Informan sobre los campos donde las tasas de mortalidad eran «demasiado altas». Acusan con acritud a ciertos jefes de campo de no proporcionar condiciones de vida apropiadas a los prisioneros. Hacen estimaciones del número de «jornadas» perdidas por enfermedad, accidentes, muertes. Al leerlos, uno no puede dudar de que los directores del Gulag en Moscú sabían, real y verdaderamente, cómo era la vida en los campos: está todo allí, en un lenguaje no menos sincero que el usado por Solzhenitsin y Shalámov.[69]

Sin embargo, aunque a veces se hicieron cambios, aunque de vez en cuando los jefes fueron sentenciados, lo que sorprende de los informes es su carácter repetitivo: traen a la mente la absurda cultura de la farsa de inspección tan perfectamente descrita por el escritor ruso decimonónico Nicolái Gogol. Se observaban las formas, se redactaban los informes, se expresaba un enojo ritual, y los efectos reales en los seres humanos no se tenían en cuenta. Los jefes de campo eran reprendidos rutinariamente por no mejorar el nivel de vida y este continuaba sin mejorar, y allí terminaba la discusión.

A fin de cuentas, nadie obligaba a los guardias a salvar a los jóvenes y asesinar a los viejos. Nadie obligaba a los jefes de campo a dejar morir a los enfermos, ni a los jefes del Gulag en Moscú a soslayar las consecuencias de los informes de los inspectores. Pero tales decisiones eran tomadas cada día abiertamente por guardias y funcionarios, convencidos al parecer de que tenían derecho a tomarlas. Tampoco la ideología de la esclavitud estatal era exclusiva de los que gobernaban el Gulag. Los prisioneros también fueron alentados a cooperar, y algunos lo hicieron.

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