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Los prisioneros

El hombre es un ser que se acostumbra a todo. Creo que esa es su mejor definición.

FIÓDOR DOSTOIEVSKI,

Recuerdos de la casa de los muertos[1]

URKI: LOS CRIMINALES

Para el prisionero político sin experiencia, un primer encuentro con los urki, la casta criminal profesional de la Unión Soviética, habría sido sorprendente, insondable y desconcertante. Evgeniya Guinzburg encontró a las primeras delincuentes cuando iba a bordo del barco hacia Kolimá:

Eran la flor y nata del hampa: asesinas, sádicas, adeptas a todo tipo de perversiones sexuales … sin perder el tiempo se dispusieron a aterrorizar e intimidar a las «damas», encantadas de descubrir que las «enemigas del pueblo» eran criaturas más despreciadas que ellas mismas…[2]

Viajando por la misma ruta, Aleksandr Gorbatov (el general Gorbatov, héroe soviético de la guerra, un hombre al que no se puede considerar un cobarde) fue despojado de sus botas mientras estaba en la bodega del barco soviético Dzhurma, cruzando el mar de Ojotsk:

Uno de ellos me golpeó con fuerza en el pecho y en la cabeza, y con una mirada maligna dijo: «¡Míralo, me vende sus botas hace unos días, se embolsa el dinero y no quiere entregármelas!». Se fueron con su botín, riéndose a carcajadas, y solo se detuvieron a golpearme otra vez cuando, por pura desesperación, los seguí y les pedí que me devolvieran las botas.[3]

En decenas de memorias se encuentran escenas similares. Los criminales profesionales se acercaban a los demás prisioneros con algo parecido a una furia demencial, los expulsaban de las literas o los trenes; les robaban lo que les quedaba de ropa; aullaban, maldecían y juraban. Para la generalidad de las personas, su aspecto y su conducta resultaba sumamente extraña. Antoni Ekart, un prisionero polaco, se quedó horrorizado ante «la absoluta falta de inhibición de los urki, que realizan abiertamente todas las funciones naturales, incluido el onanismo. Resultan asombrosamente parecidos a los monos, con quienes parecen tener más en común que con los hombres».[4] Mariya Ioffe, la esposa de un famoso bolchevique, también escribió que los ladrones tenían relaciones sexuales en público, que caminaban desnudos en torno a los barracones y carecían de sentimientos: «Solo sus cuerpos están vivos».[5]

Solo al cabo de semanas o meses en los campos los recién llegados comenzaban a comprender que el hampa no era un mundo uniforme, que tenía su propia jerarquía, su propio sistema de rangos; en efecto, había muchos tipos diferentes de ladrones. Lev Razgon explicaba: «Hay una división por castas y comunidades, cada una con su propia férrea disciplina, con muchas reglas y costumbres, y si estas eran infringidas el castigo era severo: en el mejor de los casos, el individuo era expulsado del grupo, y, en el peor, lo mataban».[6]

Karl Kolonna-Czonowski, un prisionero polaco que resultó ser el único preso político en un campo maderero en el norte destinado exclusivamente a criminales, también observó estas diferencias:

El hampa rusa era de una conciencia de clase extrema en esos días. En efecto, la clase para ellos lo era todo. En su jerarquía, los delincuentes de altos vuelos, tales como asaltantes de trenes o bancos, eran miembros de la clase superior. Grisha Tchorny, el cabecilla de la mafia del campo, era uno de ellos. En el extremo opuesto de la escala social estaban los ladrones de poca monta, como carteristas. Los peces gordos los empleaban de ayudas de cámara y mensajeros, y eran muy poco considerados. Todos los otros delitos eran atribución del grueso de la clase media, pero incluso entre ellos había distinciones.

En muchos sentidos, esta sociedad extraña era, en caricatura, una réplica del mundo «normal». En ella uno podía encontrar el equivalente de todos los matices de la virtud o el vicio humanos. Por ejemplo, uno podía rápidamente reconocer al hombre ambicioso en su ascenso, al esnob, al arribista, al estafador o al hombre honesto y generoso…[7]

En la cúspide de la jerarquía, marcando las normas para todos los demás, estaban los delincuentes profesionales. Conocidos como urki, blatnoi, o, si pertenecían a la élite más exclusiva del hampa, vori v zakone («ladrones honorables»), los delincuentes profesionales rusos que vivían ateniéndose a una serie completa de normas y costumbres anteriores al Gulag, y persistieron después de su desaparición. No tenían nada que hacer con la amplia mayoría de los reclusos del Gulag que habían sido sentenciados por delitos «comunes». Los llamados delincuentes «comunes» (personas condenadas por hurto, infracción de las normas laborales, y otros delitos no políticos) odiaban a los «ladrones honorables» con la misma pasión que detestaban a los presos políticos.

Y no es extraño: los «ladrones honorables» tenían una cultura muy diferente de la del ciudadano soviético medio. Sus orígenes se remontaban a los bajos fondos de la Rusia zarista, cuando las hermandades clandestinas de ladrones y mendigos controlaban los delitos menores.[8] Pero se había expandido mucho más en los comienzos del régimen soviético, gracias a los cientos de miles de huérfanos —víctimas directas de la revolución, la guerra civil y la colectivización—, que habían logrado sobrevivir, primero como niños de la calle, después como ladrones. A finales de los años veinte, cuando los campos comenzaron a crecer a escala masiva, los delincuentes profesionales se habían transformado en una comunidad completamente separada, que tenía un código de conducta estricto que les prohibía tener cualquier relación con el Estado soviético. Un verdadero ladrón rehusaba trabajar, se negaba a poseer un pasaporte y a cooperar con las autoridades a no ser que pudiera sacarles provecho: los «aristócratas» de la obra de Nikolái Pogodin de 1934, Aristokraty, ya son identificables como «ladrones honorables» que rehúsan, por principio, realizar cualquier trabajo.[9]

En su mayor parte, los programas de adoctrinamiento y reeducación de comienzos de los años treinta estaban dirigidos efectivamente a los «ladrones honorables» antes que a los presos políticos. Siendo los ladrones «socialmente adaptados» (sotsialno-blizki), en tanto que opuestos a los políticos, que eran «socialmente peligrosos» (sotsialno-opasnyi), se suponía que eran reformables. Pero a finales de los años treinta, al parecer las autoridades abandonaron la idea de reformar a los delincuentes profesionales. En cambio, decidieron utilizar a los «ladrones honorables» para controlar e intimidar a los demás prisioneros, en especial a los «contrarrevolucionarios», a quienes los ladrones odiaban naturalmente.[10]

Esta situación no era del todo nueva. Un siglo antes, los delincuentes presos en Siberia odiaban a los presos políticos. En Recuerdos de la casa de los muertos, sus memorias, apenas noveladas, de los cinco años que estuvo en prisión, Dostoievski refiere la observación de un compañero de prisión: «No, a ellos no les agradan los caballeros presos, especialmente los políticos; no les importaría matarlos, lo cual no es extraño; para comenzar, uno es un tipo diferente de persona, no como ellos…».[11]

En la Unión Soviética, la dirección del campo empleó abiertamente pequeños grupos de delincuentes profesionales desde más o menos 1937 hasta el fin de la guerra. Durante este período los «ladrones honorables» de mayor nivel no trabajaban, pero en cambio se aseguraban de que otros lo hicieran.[12] Como Lev Razgon dice:

No trabajaban, pero se les asignaba la ración completa; recaudaban tributo en dinero de todos los «campesinos» (los que trabajaban); se apoderaban de la mitad de los paquetes de comida y de las compras del economato del campo; y descaradamente desvalijaban a los recién llegados, quitándoles la mejor ropa. Eran, en una palabra, pandilleros, bribones, miembros de una pequeña mafia. Todos los reclusos comunes del campo, que formaban la mayoría, los detestaban intensamente.[13]

Algunos presos políticos encontraron la manera de llevarse bien con los «ladrones honorables», en especial después de la guerra. A algunos de los jefes supremos de los delincuentes les agradaba tener políticos de mascotas o adláteres. Alexander Dolgun se ganó el respeto del jefe en un campo de tránsito al apalear a un hampón de baja estofa.[14] En parte porque él también había derrotado a un delincuente en un pugilato, Marlen Korallov (un joven preso político, después miembro de la Sociedad Memoria) atrajo la atención de Nikola, el jefe del hampa del campo, quien le permitió sentarse junto a él en los barracones. La decisión alteró el estatus de Korallov en el campo, donde inmediatamente pasó a ser considerado un «protegido» de Nikola, y obtuvo un mejor lugar para dormir: «El campo comprendió: si yo era de la troika de Nikola, entonces era parte de la élite del campo … todos cambiaron de actitud conmigo instantáneamente».[15]

En la mayoría de los casos, sin embargo, el dominio de los ladrones sobre los políticos era absoluto. Su posición superior contribuye a explicar, según dice un criminólogo, por qué se sentían «en casa» en los campos; vivían mejor que los demás prisioneros y tenían un grado de poder real en los campos que no disfrutaban en el exterior.[16] Por ejemplo, Korallov explica que Nikola era el único que tenía una cama de hierro en el barracón, que estaba colocada en una rincón. Nadie más dormía en esa cama, y un grupo de adláteres de Nikola rondaban por ahí para asegurarse de que fuera así. También colgaban mantas de las camas que rodeaban la de su jefe para impedir que alguien mirase. El acceso al espacio que rodeaba al jefe estaba cuidadosamente controlado. Dichos prisioneros consideraban sus largas sentencias con un cierto orgullo machista. Korallov observaba que

había algunos tipos jóvenes que para obtener más autoridad hacían un intento de fuga, una intentona sin posibilidades, y después les caían otros veinticinco años, tal vez otros veinticinco por sabotaje. Entonces aparecían en otro campo y decían que tenían una sentencia de cien años, lo cual los hacía personas importantes según la moralidad del campo.[17]

El estatus más alto hacía que el mundo de los ladrones resultara atractivo a los jóvenes prisioneros, que a veces eran admitidos en la fraternidad mediante complejos rituales de iniciación. Según la versión compilada por los agentes de la policía secreta y funcionarios penales en la década de 1950, los nuevos miembros del clan tenían que adherirse a un juramento en que prometían ser «ladrones dignos» y aceptar las normas estrictas de la vida del ladrón. Otros ladrones recomendaban al novato, quizá alabándolo por «desafiar la disciplina del campo» y le conferían un apodo. La noticia de su «coronación» llegaba a todo el sistema de campos mediante la red de contactos de los ladrones, de modo que, aunque fuera trasladado a un nuevo lagpunkt, su posición sería mantenida.[18]

Esta era la situación que Nikolái Medvedev (sin parentesco con los intelectuales moscovitas) encontró en 1946. Siendo adolescente fue arrestado por robar grano de una granja colectiva, Medvedev fue tomado bajo la protección de uno de los principales «ladrones honorables» cuando estaba en el transporte, y gradualmente fue admitido en el mundo de los ladrones. Al llegar a Magadán, se lo puso a trabajar como a otros prisioneros —se le asignó la limpieza del comedor, una tarea difícilmente onerosa—, pero su mentor le gritó que se detuviera, «de modo que yo no trabajé, igual que los demás ladrones que no trabajaban». En cambio otros prisioneros hicieron el trabajo por él.[19]

Como explica Medvedev, la dirección del campo no estaba interesada en si ciertos prisioneros trabajaban o no. «A ellos solo les importaba una cosa: que la mina produjera oro, tanto oro como fuera posible, y que el campo estuviera en orden». Y, como escribe con cierto beneplácito, los ladrones aseguraban que prevaleciera el orden. Lo que los campos perdían en horas de trabajo de los presos, lo ganaban en disciplina. Medvedev explicaba que «si uno molestaba a otro, este iría a los capos mafiosos con sus quejas», no a los mandos del campo. Este sistema, afirmaba, mantenía bajo control el nivel de la violencia y las reyertas, que de otro modo habría sido muy alto.[20]

La narración positiva de Nikolái Medvedev sobre el reinado de los ladrones en los campos es inusitada, en parte porque describe el mundo de los ladrones desde dentro —muchos de los urki eran analfabetos y apenas escribieron memorias—, pero principalmente porque se muestra comprensiva con él. La mayoría de los cronistas «clásicos» del Gulag, testigos del terror, el robo y las violaciones que los ladrones infligían a los demás habitantes de los campos, los odiaban con vehemencia. «Los delincuentes no son humanos —escribía Shalámov sin atenuantes—, las fechorías cometidas por los delincuentes en los campos son innumerables.»[21]

Zhigulin describió gráficamente cómo imponían el orden los ladrones. Un día, mientras estaba sentado en una sala prácticamente vacía, escuchó a dos prisioneros que pugnaban por una cuchara. De pronto, Dezemiya, el suplente del «ladrón honorable» síndico del campo, gritó en la puerta:

—¿Por qué tanta bulla? ¿Por qué esta pelea? No os está permitido perturbar la paz del comedor.

—Mira, se ha agenciado mi cuchara y me la ha cambiado. Yo tenía una entera y me ha dado una rota.

—Os castigaré a ambos y os reconciliaréis. —Hizo un rápido movimiento contra los contendientes con su uñeta, rápido como un rayo les había sacado un ojo a cada uno.[22]

En efecto, la influencia de los ladrones en el campo tenía un arraigo profundo. Su jerga, tan distinta del ruso común que casi podía ser una lengua aparte, se convirtió en el más importante medio de comunicación en el campo. Aunque famosa por su amplio vocabulario de complicados tacos, la lista de palabras recopilada en los años ochenta (muchas todavía eran las mismas que se usaban en los años cuarenta), también incluye cientos de palabras de la jerga del hampa para los objetos cotidianos, ropa, partes del cuerpo y utensilios, bastante diferentes de las palabras rusas usuales. Para las cosas de interés especial (dinero, prostitutas, robos y ladrones), había literalmente decenas de sinónimos.

Aprender a hablar blatnoe slovo, «la jerga de los ladrones», era un ritual de iniciación que la mayoría de los prisioneros soportaba, aunque no necesariamente de buen grado. Algunos nunca se acostumbraron a él. Una prisionera política escribiría más tarde:

La cosa más difícil de soportar en esos campos son los constantes vituperios e insultos … las malas palabras que las delincuentes usan son tan obscenas que son inaguantables y parecen que solo son capaces de hablar entre ellas con los términos más groseros y bajos. Cuando comenzaban a maldecir y a jurar, las detestábamos tanto que solíamos decir entre nosotras: «Si estuviera muriéndose a mi lado, no le daría ni una gota de agua».[23]

De vez en cuando, la dirección del campo trató de eliminar la jerga. En 1933, el jefe de Dmitlag ordenó a sus subordinados que «adoptaran las medidas apropiadas» para que los prisioneros —así como los guardias y funcionarios del campo— dejaran de usar la jerga del hampa, que era de «uso general, incluso en cartas y discursos oficiales».[24] No hay ninguna prueba de su éxito.

Los ladrones de alto nivel no solo hablaban de un modo diferente, también tenían un aspecto distinto del de otros prisioneros. Quizá más que su jerga, su vestimenta y su curioso sentido de la moda los singularizaba como una casta identificable y separada, que afianzaba el poder de intimidación que ejercían sobre los demás prisioneros. En los años cuarenta, según Shalámov, los «ladrones honorables» usaban cruces de aluminio colgadas del cuello, sin finalidad religiosa: «Era una especie de símbolo».

Georgi Feldgun, que también estuvo en los campos en los años cuarenta, recordaba que los ladrones tenían una forma de caminar distintiva, «con pasos cortos, y las piernas un poco separadas», usaban cadenas de oro o fundas de oro en los dientes que se habían hecho poner siguiendo una especie de moda: «El vor de 1943 se paseaba normalmente con un terno azul oscuro, los pantalones metidos en la caña de las botas. La camisa bajo el chaleco, pero con los faldones por fuera. Una gorra le cubría los ojos. Por lo común llevaban tatuajes sentimentales: “No olvidaré a mi querida madre”, “No hay felicidad en la vida”…».[25]

Estos tatuajes, que muchos mencionan, también servían para distinguir a los miembros del blatnoi mir, el «mundo del hampa», de otros delincuentes presos, y para identificar el papel de cada ladrón en ese mundo. Según un historiador de los campos, había tatuajes diferentes para los homosexuales y para los adictos, para los violadores y los asesinos.[26] Solzhenitsin es más específico:

Entregaban su piel bronceada al tatuaje y de ese modo satisfacían poco a poco sus ansias artísticas, eróticas e incluso morales: en el pecho, el vientre y la espalda podían admirar mutuamente poderosas águilas posadas sobre unos arrecifes o volando en el cielo. O el gran martillo, el sol, con sus rayos disparados en todas las direcciones, o mujeres y hombres copulando, o los órganos particulares del disfrute sexual, o de pronto, junto a sus corazones Lenin o Stalin, o los dos juntos … A veces se reían al ver un fogonero echando carbón al ano de alguien o a un mono masturbándose. También se leían mutuamente los lemas, aun cuando ya los conocieran, porque les gustaba repetirlos: «… todas las mujeres en la boca…». O en el vientre de una ladrona: «Moriría por un buen…».[27]

Los ladrones también se distinguían de otros prisioneros en su manera de divertirse. Sus partidas de cartas estaban rodeadas de complejos rituales, que implicaban grandes riesgos, tanto por el juego mismo, como por las autoridades, que castigaban a quien fuera sorprendido jugando.

El ritual del juego de cartas era otro ingrediente del terror que los ladrones ejercían sobre los presos políticos. Cuando jugaban entre sí, los ladrones apostaban dinero, pan y ropa. Cuando perdían sus posesiones, apostaban el dinero, el pan y la ropa de los demás prisioneros.

Una prisionera vivía en un barracón de mujeres que había sido «perdido» en una partida de cartas. Después de escuchar la noticia, las mujeres esperaron con ansia durante días, «incrédulas», hasta que una noche fueron atacadas: «El tumulto era aterrador, las mujeres gritaban, sus gritos clamaban al cielo, hasta que los hombres llegaron a rescatarnos … al final solo robaron unos cuantos fardos de ropa y acuchillaron al starosta».[28]

Pero los naipes podían ser no menos peligrosos para los propios delincuentes profesionales. El general Gorbatov conoció a un ladrón en Kolimá que solo tenía dos dedos en la mano izquierda. Explicaba:

Estaba jugando a las cartas y perdí. No tenía dinero y empeñé un buen traje, no era mío por supuesto, era un traje que llevaba un político. Me propuse apoderarme del traje por la noche cuando el nuevo preso se lo hubiera quitado para dormir. Tenía que cogerlo antes de las ocho de la mañana, pero se llevaron al político a otro campo ese mismo día. Un consejo de veteranos se reunió para castigarme. El demandante quería todos los dedos de mi mano izquierda. Los veteranos le ofrecieron dos. Negociaron un poco y aceptaron tres. Entonces puse la mano en la mesa y el hombre que ganó agarró un palo y con cinco golpes me cercenó tres dedos…

El hombre terminó su relato casi con orgullo: «Tenemos nuestras leyes también, solo que más duras que las vuestras. Si uno perjudica a sus camaradas, tiene que responder por ello».[29]

Las autoridades conocían estos rituales y ocasionalmente trataron de intervenir, no siempre con éxito. En un incidente, en 1951, un tribunal de ladrones sentenció al ladrón llamado Yurilkin a muerte. Los mandos del campo se enteraron y trasladaron a Yurilkin, primero a otro campo, después a una prisión de tránsito, y finalmente a un tercer campo en la otra punta del país. Sin embargo, dos «ladrones honorables» le siguieron la pista hasta allí y lo asesinaron cuatro años después.[30]

Los tribunales de los ladrones podían castigar a personas ajenas a su mundo, lo que quizá explica por qué inspiraban tanto terror. Leonid Finkelstein, un preso político de comienzos de los años cincuenta, recordaba un asesinato por venganza:

… personalmente solo vi un asesinato, pero fue espectacular. ¿Sabe lo que es una gran lima de metal? Una lima así, afilada en la punta, es un arma tremendamente mortífera…

Teníamos un naryadchik, el hombre que asignaba trabajo a cada prisionero. De qué era culpable, no se lo puedo decir. Pero los «ladrones honorables» decidieron que debía morir. Pasó cuando estábamos formados para el recuento, antes de ir al trabajo. Cada brigada estaba separada de la otra. El naryadchik estaba delante. Kazajov era su nombre, era un hombre grueso con una gran panza. Uno de los ladrones salió de la fila y le hincó la lima en el estómago, en el vientre. Probablemente era un asesino profesional. El hombre fue capturado de inmediato, pero tenía una condena de veinticinco años. Por supuesto que lo procesaron de nuevo, y le impusieron otros veinticinco años. De forma que su condena fue prolongada un par de años, ¡a quién le importa…![31]

Sin embargo, era relativamente raro que los ladrones dirigieran su «justicia» hacia los que gobernaban los campos. Por lo general, si no eran exactamente leales ciudadanos soviéticos, al menos estaban satisfechos de cooperar con una tarea que las autoridades soviéticas habían fijado para ellos: es decir, estaban contentos con reinar sobre los presos políticos, ese grupo que era, citando de nuevo a Guinzburg, «aún más despreciado y marginal que ellos mismos».

KONTRIKIU Y BYTOVYE: LOS PRESOS POLÍTICOS Y LOS COMUNES

Con su jerga especial, su indumentaria distintiva y su rígida cultura, los delincuentes profesionales eran fáciles de identificar y de describir. Es bastante más arduo hacer generalizaciones sobre el resto de los prisioneros, las personas que formaban la materia prima de la fuerza de trabajo del Gulag, ya que provenían de todos los estratos de la sociedad soviética. En efecto, durante mucho tiempo, nuestra comprensión de quiénes eran exactamente la mayoría de los reclusos de los campos ha quedado sesgada por la forzosa necesidad de recurrir a las memorias, sobre todo en las publicadas fuera de la Unión Soviética. Por lo común, sus autores eran intelectuales, a menudo extranjeros, y casi siempre presos políticos.

A partir de la glasnost de Gorbachov en 1989, sin embargo, un número más amplio de memorias se ha vuelto accesible, junto con algunos datos de archivo. Según estos últimos (que deben ser tratados con gran cautela), resulta que la inmensa mayoría de los prisioneros no eran intelectuales, ni personas de la intelectualidad técnica y académica rusa, que constituía efectivamente una clase social aparte, sino trabajadores y campesinos. Algunas cifras para la década de 1930, los años en que el grueso de reclusos del Gulag eran kulaks, son reveladoras. En 1934, solo el 0,7% de la población de los campos tenía educación superior, mientras que el 39,1% solo tenía educación primaria. Al mismo tiempo, el 42,6% respondía a la descripción de «semianalfabeta», y el 12% era analfabeta. Incluso en 1938, el año en que el «gran terror» arreciaba entre los intelectuales de Moscú y Leningrado, los presos que tenían educación superior en los campos solo eran todavía el 1,1%, mientras que más de la mitad tenían educación primaria y un tercio eran semianalfabetos.[32]

Al parecer, no existen cifras comparables sobre los orígenes sociales de los prisioneros, pero vale la pena señalar que, en 1948, menos de la cuarta parte de los presos eran políticos (los sentenciados según el artículo 58 del Código Penal, por delitos «contrarrevolucionarios»). Esto obedece a un patrón más antiguo. Los presos políticos oscilaban entre el 12% y el 18% de los prisioneros en los años del terror de 1937 y 1938; aumentaron en torno al 30-40% durante la guerra, y ascendieron en 1946 a casi el 60%, a causa de la amnistía concedida a los delincuentes comunes a raíz de la victoria; después se mantuvieron estables, oscilando entre la cuarta parte y un tercio de los reclusos, durante el resto del dominio de Stalin.[33]

Teniendo en cuenta el nuevo conjunto de memorias acumulado en Rusia desde la caída de la Unión Soviética, también comenzó a verse claro que muchos de los políticos no eran realmente «presos políticos» en el sentido en que definimos el término hoy en día. En los años veinte, se recluía en los campos a militantes de los partidos antibolcheviques, a los que se llamaba «políticos». Había también, en los años treinta, unos cuantos trotskistas genuinos (personas que apoyaron a Trotski frente a Stalin). En los años cuarenta, después de las detenciones masivas en Ucrania, los estados bálticos y Polonia, una oleada de activistas y guerrilleros auténticamente antisoviéticos llegó a los campos. A comienzos de los años cincuenta, un puñado de estudiantes antiestalinistas fue arrestado.

Sin embargo, de los cientos de miles de personas a las que en los campos se llamaba presos políticos, la inmensa mayoría no eran disidentes, ni sacerdotes que dijeran la misa en secreto ni siquiera peces gordos del partido. Eran personas del común, arrastradas por las detenciones masivas, que no necesariamente tenían puntos de vista políticos definidos. Olga Adamova-Sliozberg, que había trabajado para uno de los ministros de Industria en Moscú, escribió: «Antes de mi detención, yo llevaba una vida bastante normal, propia de una profesional soviética no afiliada al partido. Trabajaba duro, pero no tenía un papel destacado en la política ni en los asuntos públicos. Mis intereses reales eran la familia y la casa».[34]

Esbozo del retrato de dos zeks, dibujo de Serguéi Reijenberg, Magadán, sin fecha.

Si los presos políticos no eran necesariamente políticos, la gran mayoría de los presos comunes no eran necesariamente hampones. Aunque había algunos delincuentes profesionales y durante los años de la guerra hubo algunos criminales de guerra y genuinos colaboradores de los nazis en los campos, la mayoría de los prisioneros habían sido condenados por los llamados delitos «comunes» o no políticos que en otras sociedades no serían considerados delitos. El padre de Aleksandr Lebed, el general y político ruso, llegó diez minutos tarde al trabajo un par de veces, por lo cual fue condenado a cinco años en el campo.[35] En el campo de Polianski, mayoritariamente destinado a los presos comunes, cerca de Krasnoyarsk-26, base de uno de los reactores nucleares de la Unión Soviética, los archivos documentan el caso de un delincuente «común» condenado a seis años por robar una bota de caucho en un mercado, otro a diez años por robar diez barras de pan, y otro —un camionero que criaba a sus dos hijos él solo— a diez años por robar tres botellas del vino que estaba repartiendo. Y otro fue condenado a cinco años por «especulación», porque había comprado cigarrillos en un lugar y los había vendido en otro.[36] En este mundo al revés del Gulag, los delincuentes presos no eran más susceptibles de ser verdaderos delincuentes que los presos políticos de ser opositores activos al régimen.

En otras palabras, los delincuentes no siempre eran personas que hubieran cometido un delito político. Los políticos estaban clasificados según la sección del artículo 58 del Código Penal que se les hubiera aplicado. Evgeniya Guinzburg anotaba que entre los presos políticos era mucho mejor haber sido sentenciado según la sección 10 del artículo 58, por «agitación antisoviética». Eran los «parlanchines»: habían contado una broma desafortunada sobre el partido, o habían dejado caer alguna crítica de Stalin o del jefe local del partido (o habían sido acusados de haberlo hecho por un vecino envidioso). Incluso las autoridades del campo reconocían que los «parlanchines» no habían cometido delito alguno, de modo que a los condenados por «AAS» a veces les resultaba más fácil conseguir una asignación a un trabajo menos pesado.

Por debajo de ellos estaban los condenados por «actividades contrarrevolucionarias» (KRD). Y les seguían los condenados por «actividad contrarrevolucionaria terrorista» (KRTD). La «T» adicional podía significar, en algunos campos, que se prescribía efectivamente a un prisionero la asignación del trabajo común más duro (tala de árboles, trabajo en las minas, construcción de carreteras), en especial si el KRTD iba acompañado de una sentencia de diez a quince años o más.[37]

Y era posible descender aún más. Por debajo del KRTD estaba todavía la categoría: KRTTD, no solo actividades terroristas, sino «actividades trotskistas terroristas». «Supe de casos —escribió Lev Razgon— en que la T adicional aparecía en los documentos del campo de un prisionero a raíz de una pelea durante el recuento general con el distribuidor del trabajo o el jefe de la distribución, que eran ambos delincuentes.»[38] Un pequeño cambio como este podía significar la diferencia entre la vida y la muerte, ya que ningún capataz asignaría a un prisionero KRTTD algo que no fuera el trabajo físico más duro.

Las sentencias oficiales por sí solas no determinaban el lugar de los políticos en la jerarquía del campo. Aunque no tenían un rígido código de conducta como los delincuentes, ni un lenguaje unificado, finalmente se separaban en distintos grupos. Estos clanes políticos se mantenían unidos por espíritu de camaradería y necesidad de protección, o porque compartían una visión del mundo común. Los clanes no eran distintos, se yuxtaponían entre sí y con los clanes de los presos no políticos, y no existían en todos los campos. Cuando los había, sin embargo, podían ser vitales para la supervivencia del prisionero.

Los clanes políticos fundamentales y en última instancia más poderosos eran los formados según la nacionalidad o el lugar de origen. Esos clanes se hicieron más poderosos e importantes durante la Segunda Guerra Mundial y con posterioridad, cuando el número de prisioneros extranjeros aumentó de manera espectacular. Su formación era bastante natural. Cuando llegaba un nuevo prisionero, de inmediato buscaba en el barracón a sus compatriotas estonios, ucranianos o, en unos poquísimos casos, compatriotas estadounidenses. Walter Warwick, uno de los estadounidenses de origen finlandés que acabó en los campos a finales de los años treinta, describió en un escrito que envió a su familia, que los presos de habla finesa se agruparon para protegerse del latrocinio y el bandidaje de los urki: «Llegamos a la conclusión de que si queríamos un poco de paz de ellos, debíamos formar una banda. De modo que organizamos la nuestra para ayudarnos mutuamente. Éramos seis: dos finlandeses de Estados Unidos, dos finlandeses de Finlandia y dos del distrito de Leningrado…».[39]

No todos los clanes nacionales tenían el mismo carácter. Por ejemplo, hay opiniones diferentes respecto a si los prisioneros judíos tenían realmente su propia red, o si se fundían con la población rusa en general. Muchos de los judíos arrestados a finales de los años treinta, durante la represión de la alta jerarquía y el ejército, parecen haberse considerado comunistas en primer lugar y judíos en segundo lugar.

Después, cuando llegaron más judíos junto con los polacos durante la guerra, parecen haber formado redes étnicas reconocibles. Ada Federolf, que escribió sus memorias, al igual que Ariadna Efron, la hija de Marina Tsvetaeva, describe un campo donde el taller de sastrería, un espacio de lujo para trabajar según los estándares del campo, era dirigido por un hombre llamado Lieberman. Cada vez que llegaba un transporte, caminaba entre la multitud gritando: «¿Judío?, ¿algún judío?». Cuando los encontraba, llegaba a acuerdos para que trabajasen con él en su taller; de ese modo, los salvaba del trabajo común en los bosques. Lieberman concibió un ingenioso plan para salvar a los rabinos, y para que pudieran efectuar sus rezos. Construyó un armario especial para un rabino, y lo ocultó en el interior de modo que nadie supiera que no estaba trabajando. También inventó el trabajo de «supervisor de calidad» para otro rabino. Esto permitía que el hombre caminara entre las mujeres que cosían durante toda la jornada, sonriéndoles y rezando en voz baja.[40]

Debido a su pequeño número, los europeos occidentales y los estadounidenses que se encontraban en los campos tenían dificultades para formar redes estables. Estaban en una difícil posición para ayudarse, a muchos los desorientaba la vida en el campo, no hablaban ruso, la comida les parecía incomible y las condiciones de vida, intolerables. Después de ver a un grupo entero de alemanas morir en la prisión de tránsito de Vladivostok, pese a que se les permitió beber agua hervida, Nina Gagen-Torn, una prisionera rusa, escribió con cierta ironía: «Los barracones están llenos de ciudadanos soviéticos, acostumbrados a la comida, que pueden tolerar el pescado salado, incluso si está malogrado. Cuando un gran transporte lleno de miembros arrestados de la Tercera Internacional llegaba, todos bajaban con una grave disentería».[41]

Pero los occidentales, un grupo que incluía polacos, checos y otros europeos orientales, también disfrutaban de unas cuantas ventajas. Eran objeto de especial fascinación e interés, y a veces les reportaba contactos, regalos de comida y un trato más amable. Flora Leipman, una mujer escocesa cuyo padrastro ruso había hablado a su familia de trasladarse a la Unión Soviética, utilizaba su «carácter escocés» para divertir a sus compañeros de prisión:

Me levantaba la falda por encima de las rodillas para que pareciera un kilt y me bajaba las medias hasta la rodilla. A la manera escocesa, me ponía la manta sobre el hombro y me colgaba el sombrero por delante como una escarcela. Mi voz se alzaba orgullosamente cantando Annie Laurie, Ye Banks and Braes o’Bonnie Doon, siempre terminando con God save the King, sin traducirlo.[42]

John Noble, un estadounidense apresado en Dresde, se convirtió en «el personaje distinguido de Vorkutá», y entretenía a sus compañeros con anécdotas de la vida en Estados Unidos que estos encontraban increíbles. «Johnny —le dijo uno de ellos—, tú podrías hacernos creer que los trabajadores de Estados Unidos conducen su propio coche.»[43]

Pero aunque ser extranjero causaba admiración, también impedía establecer los contactos más estrechos con que se sostuvieron muchos en los campos. Leipman escribió que «incluso mis nuevos “amigos” del campo me temían, porque yo era una extranjera para ellos».[44]

En una posición más delicada, se hallaban los musulmanes y otros prisioneros de Asia central y de algunas repúblicas caucásicas. Sufrían la misma desorientación de los occidentales, pero generalmente no eran capaces de divertir ni interesar a los rusos. Llamados natsmeny (derivado del término ruso para las «minorías nacionales»), se habían incorporado a la vida de los campos en los años veinte. Habían sido arrestados en gran número durante la pacificación —y sovietización— de Asia central y el Cáucaso septentrional, y enviados a trabajar en el canal del mar Blanco; a partir de 1933 muchos de ellos trabajaron en el canal Moscú-Volga. Después Gustav Herling los encontró trabajando en un campo maderero en el norte. Recordaba haberlos visto cada noche en la enfermería del campo, esperando para ver al médico:

En la sala de espera soportaban el dolor de vientre, pero en el momento en que traspasaban la puerta estallaban en un penoso quejido, y los lamentos se mezclaban confusamente con su ruso curiosamente imperfecto. No había remedio para su mal … simplemente morían de nostalgia, de anhelo por su patria, de hambre, de frío y de la monótona blancura de la nieve. Sus ojos rasgados, deshabituados al paisaje boreal, estaban siempre llorosos y sus pestañas estaban pegadas con una fina legaña amarilla. En los raros días de asueto, los uzbekos, turcomanos y kirguizos se congregaban en un rincón del barracón, vestidos con sus ropas de fiesta, túnicas largas de colores y casquetes bordados. Era imposible imaginar de qué hablaban con esa animación y emoción, gesticulando, gritando y asintiendo tristemente con la cabeza, pero estoy seguro de que no era del campo.[45]

La vida no era mucho mejor para los coreanos (generalmente ciudadanos soviéticos de origen coreano), ni para los japoneses (la sorprendente cifra de 600 000 llegó al Gulag y a los campos de prisioneros de guerra al final de la guerra). Los japoneses sufrían a causa de la alimentación, que no solo era escasa, sino extraña y virtualmente incomible. En consecuencia, ellos cazaban y comían cosas que los demás prisioneros encontraban igual de incomibles: hierbas silvestres, insectos, escarabajos, serpientes y setas que ni los rusos tocarían. De vez en cuando sus incursiones acababan mal: hay documentos sobre prisioneros japoneses que murieron a causa de la ingestión de grama venenosa o hierbas silvestres.[46]

Algunas de las nacionalidades del Lejano Oriente se adaptaron con más rapidez. En ciertas memorias se menciona la cohesionada organización de los chinos, algunos de los cuales eran chinos étnicos «soviéticos» nacidos en la URSS, entre los cuales había trabajadores invitados legalmente en los años veinte; otros eran personas sin suerte que por accidente o por azar habían cruzado la amplia frontera chino-soviética.[47]

En los campos, recuerda Dmitri Panin, uno de los compañeros de Solzhenitsin, los chinos «solo hablaban entre ellos. Para responder a cualquiera de nuestras preguntas, ponían cara de incomprensión». Karlo Stajner recuerda que eran muy buenos para procurarse trabajos: «En toda Europa, los chinos son famosos como malabaristas, pero en los campos eran empleados en la lavandería. No puedo recordar haber visto un trabajador en las lavanderías que no fuera chino en ninguno de los campos en los que estuve».[48]

Pero los grupos étnicos más importantes fueron los formados por los bálticos y los ucranianos occidentales que habían sido llevados en masse a los campos durante y después de la guerra (véase el capítulo 20). En un número menor, pero significativo, los polacos, en especial los guerrilleros anticomunistas, también aparecieron en los campos a finales de los años cuarenta, así como los chechenos, de quienes Solzhenitsin dice que eran «la única nación que no claudicaría, ni adquiriría los hábitos mentales de la sumisión», y que se distinguían de los demás caucásicos.[49] La fuerza de estos grupos étnicos específicos provenía de su número, y de su clara oposición a la Unión Soviética, cuya invasión de sus respectivos países consideraban ilegal. Los polacos, bálticos y ucranianos de la posguerra tenían experiencia en la lucha guerrillera y militar, y en algunos casos mantuvieron sus organizaciones guerrilleras en los campos. Poco después de la guerra, el ejército ucraniano rebelde, uno de los grupos que luchaban por el control de Ucrania en ese momento, publicó una declaración para todos los ucranianos que habían sido deportados o enviados a los campos: «Dondequiera que estéis, en las minas, los bosques, o los campos, permaneced siempre como habéis sido antes, verdaderos ucranianos, y continuad luchando».

En los campos, los guerrilleros se ayudaban mutuamente, y observaban a los recién llegados. Adam Galinski, un polaco que había luchado con el ejército patriota polaco, antisoviético, tanto durante como después de la guerra, escribió: «Cuidábamos especialmente de la juventud del ejército patriótico, y manteníamos la moral, la más alta en la atmósfera de decadencia moral que prevalecía entre los diferentes grupos nacionales confinados en Vorkutá».[50]

Cuando adquirieron mayor poder para influir en el funcionamiento de los campos, los polacos, bálticos y ucranianos, así como los georgianos, armenios y chechenos, formaron sus propias brigadas nacionales; dormían en barracones separados según la nación, y organizaban celebraciones de sus respectivas fiestas nacionales. A veces, estos grupos poderosos cooperaban entre sí. El escritor Aleksandr Wat escribió que los polacos y los ucranianos, enemigos encarnizados en la guerra, cuyos movimientos guerrilleros se disputaban la Ucrania occidental centímetro a centímetro, se relacionaban en las prisiones soviéticas «con reserva pero con increíble lealtad. “Somos enemigos, pero no aquí”».[51]

En otros momentos estos grupos étnicos rivalizaban, entre sí y con los rusos. Liudmila Jachatrian, arrestada por haberse enamorado de un soldado yugoslavo, recordaba que los ucranianos del campo rehusaban trabajar con los rusos.[52] Los grupos nacionales de resistencia, escribía otro testigo, «se caracterizan, por una parte, por la hostilidad al régimen, y por otra, por su hostilidad a los rusos». Edward Buca recordaba una hostilidad más generalizada: «Era infrecuente que un prisionero ayudara en modo alguno a alguien de una nacionalidad diferente».[53] Aunque Pavel Negretov, en Vorkutá al mismo tiempo que Buca, consideraba que la mayoría de las nacionalidades se llevaban bien, excepto cuando sucumbían a las «provocaciones» de la jefatura: «Trataban, mediante sus informantes … de enfrentarnos».[54]

A finales de los años cuarenta, cuando los diversos grupos étnicos asumieron el papel de policías de facto en los campos, a veces se enfrentaron por el control. Marlen Korallov recordaba que «comenzaron a luchar por el poder, y el poder significaba un gran aliciente, porque el cocinero trabajaría directamente para su amo». Según Korallov, el equilibrio entre los diversos grupos era sumamente delicado, y podía romperlo la llegada de un nuevo transporte. Cuando un grupo de chechenos llegó a su lagpunkt, entraron a los barracones y «lanzaron todo lo que había en las literas inferiores al suelo» (en ese campo las literas inferiores eran las «aristocráticas»), y «se instalaron en ellas con sus pertenencias».[55]

Leonid Sitko, un prisionero que pasó una temporada en un campo nazi para soldados rasos y que fue arrestado al regresar a Rusia, fue testigo de una batalla mucho más grave entre chechenos, rusos y ucranianos a finales de los años cuarenta. La discusión, que comenzó con una disputa personal entre los jefes de brigada, fue subiendo de tono: «Se convirtió en una guerra, una guerra declarada». Los chechenos organizaron un ataque contra los barracones rusos y hubo muchos heridos. Después, todos los cabecillas fueron recluidos en el pabellón de castigo. Aunque en las disputas se dirimía la influencia en el campo, tenían su origen en profundos sentimientos nacionales. Sitko explicaba: «Los bálticos y los ucranianos consideraban que los soviéticos y los rusos eran la misma cosa. Aunque había muchos rusos en el campo, esto no les impedía pensar en ellos como ladrones y ocupantes».

En cierta ocasión Sitko fue rodeado en plena noche por un grupo de ucranianos occidentales:

—Tu nombre es ucraniano —me dijeron—. ¿Qué eres tú, un traidor?

Les dije que había crecido en el Cáucaso septentrional, en una familia que hablaba ruso, y que no sabía por qué tenía un nombre ucraniano. Se sentaron un rato y después se fueron. Podrían haberme matado. Tenían un cuchillo.[56]

Una prisionera, que no recordaba que las diferencias nacionales fueran de «gran importancia», también bromeaba que eso era exacto excepto para los ucranianos, que simplemente «odiaban a todos los demás».[57]

Aunque parezca raro, en la mayoría de los campos no había un clan de rusos, el grupo étnico que formaba la absoluta mayoría en los campos, según las propias estadísticas del Gulag, durante toda su existencia.[58] Los rusos, es cierto, se relacionaban entre sí según la ciudad y la zona del país de donde provenían. Los moscovitas encontraban a otros moscovitas, los habitantes de Leningrado a sus paisanos, y así sucesivamente. Vladimir Petrov fue auxiliado en cierta ocasión por un médico que le preguntó:

—¿Qué era usted antes?

—Un estudiante de Leningrado.

—¡Ah!, entonces es paisano mío, muy bien —dijo el médico, dándome palmaditas en el hombro.[59]

Los moscovitas eran especialmente poderosos y organizados. Leonid Trus, arrestado cuando era un estudiante, recuerda que los moscovitas más viejos del campo formaban un estrecho círculo que lo excluía. Cuando una vez quiso tomar en préstamo un libro de la biblioteca del campo, primero tuvo que convencer al bibliotecario, un miembro de ese clan, de que se le podía confiar el libro.[60]

Las más de las veces, tales vínculos eran débiles, ofreciendo a los prisioneros poco más que unas cuantas personas que recordaban las calles donde habían vivido o que conocían el colegio donde habían estudiado. Mientras que otros grupos étnicos formaban redes de apoyo, buscaban sitio en los barracones para los recién llegados, y los ayudaban a conseguir trabajos más livianos, los rusos no lo hacían. Ariadna Efron escribió que al llegar a Turujansk, donde fue deportada con otras prisioneras al final de su sentencia en el campo, su tren fue recibido por los deportados que ya vivían allí:

Un judío llevó aparte a las judías de nuestro grupo, les dio pan, les explicó cómo comportarse, qué hacer. A continuación un grupo de georgianas fue recibido por un georgiano, y finalmente solo quedamos las rusas, quizá diez o quince. Nadie vino a recibirnos, a darnos pan ni consejo.[61]

Sin embargo, había algunas diferencias entre los reclusos rusos, diferencias basadas en la ideología más que en la etnia. Nina Gagen-Torn escribió que «la mayoría de las mujeres de los campos comprendían que su destino y su sufrimiento eran una desgracia accidental, y no trataban de encontrar explicaciones». Sin embargo, para aquellas que «averiguaban por sí mismas algún tipo de explicación de lo que pasaba, y la creían, las cosas eran más llevaderas».[62] Las primeras que tenían una explicación eran las comunistas; es decir, las prisioneras que continuaban defendiendo su inocencia, que continuaban siendo leales a la Unión Soviética, y continuaban creyendo, pese a las pruebas, que todos los demás eran enemigos genuinos y debían ser evitados. Anna Andreieva recordaba que las comunistas se buscaban entre sí: «Se encontraban y se mantenían juntas, estaban limpias, eran personas soviéticas, y pensaban que las demás eran unas delincuentes».[63] Susanna Pechora cuenta que las vio al llegar a Minlag a comienzos de los años cincuenta: «Sentadas en un rincón se decían: “Somos honestas personas soviéticas; viva Stalin, no somos culpables y nuestro Estado nos librará de la compañía de estos enemigos”».[64]

Tanto Pechora como Irena Arguinskaya, una prisionera de Kengir, recuerdan que la mayoría de ellas pertenecían a la clase de los jerarcas del partido arrestados en 1937 y 1938. Muchas eran ancianas; Arguinskaya recordaba que con frecuencia se agrupaban en los campos de inválidos, donde todavía había muchas personas arrestadas en esa época anterior. Anna Larina, esposa del dirigente soviético Nikolái Bujarin, fue una de las arrestadas que permaneció fiel a la revolución al comienzo. Mientras estaba en prisión, escribió un poema conmemorando la revolución de octubre:

Aunque estoy entre rejas,

sintiendo la angustia de los condenados,

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