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II - La vida y el trabajo en los campos » 15 - Las mujeres y los niños

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Las mujeres y los niños

Recuerdo cómo se llevaron a mi madre,

fue la pérdida más horrible;

cómo los vecinos apartaron la mirada

de mí, de ella, de los soldados.

Corrí hacia ella por el patio,

una niña enferma de seis años,

en el cruel viento de enero

como un cachorro sin hogar.

OLGA ASTAFIEVA, «Infancia»[1]

Muchas mujeres supervivientes están convencidas de que su condición les reportaba grandes ventajas en el sistema de campos. Las mujeres estaban más preparadas para cuidarse, para remendar la ropa y conservar limpio el cabello. Parecían ser más capaces de sustentarse con poca cantidad de comida, y no sucumbían tan fácilmente a la pelagra y otras enfermedades provocadas por la desnutrición.[2]

Establecían fuertes lazos de amistad y se ayudaban, mientras que los prisioneros no lo hacían. Sin embargo, en muchos de estos prevalecía el punto de vista opuesto, según el cual las mujeres degeneraban moralmente con mayor rapidez que los hombres. Gracias a su género, tenían oportunidades especiales para conseguir una mejor clasificación en el trabajo, un trabajo más fácil, y con un estatus superior en el campo. Por consiguiente se desorientaban, se perdían en el inhumano mundo del campo. Por ejemplo, Gustav Herling relata el caso de una joven polaca, a quien un «jurado informal de urka» otorgaba una alta calificación. Primero,

… iba al trabajo con la cabeza erguida orgullosamente, y rechazaba a cualquier hombre que se le acercara, con una mirada furibunda … Por las noches regresaba más humilde, pero todavía intocable y modestamente orgullosa. Iba directamente del puesto de guardia a la cocina en busca de su ración de sopa, y no dejaba los barracones de las mujeres durante la noche. Parecía que no sucumbiría a la caza nocturna en la zona del campo.

Pero estos primeros escarceos fueron en vano. Después de unas semanas de vigilancia extrema por parte del supervisor, que le prohibió robar una sola zanahoria o una patata podrida en el almacén de alimentos donde trabajaba, la joven cedió.

Desde ese momento la joven sufrió un cambio radical. Ya no se apresuraba a tomar la sopa como antes, sino que al regresar del trabajo, vagaba por la zona del campo hasta entrada la noche como un gato en celo. Quien lo deseara podía poseerla, en una litera, debajo de la litera, en el cubículo de los técnicos o en el almacén de ropa. Si me veía, giraba la cabeza y apretaba los labios temblorosos. Una vez, al entrar en el almacén de patatas, la encontré sobre un montón de patatas con el brigadier del 56.º, el mestizo jorobado Levkovich; estalló en un sollozo espasmódico, y cuando volvía a la zona del campo por la noche contenía sus lágrimas apretando los puños…[3]

Herling da su versión de una historia muchas veces contada, la cual, dicho sea de paso, suena un poco distinta cuando es narrada desde el punto de vista de la mujer. Por ejemplo, otra versión proviene de Tamara Ruzhnevits, cuyo «idilio» en el campo comenzó con una carta, «una vulgar carta de amor, una carta del campo», de Sasha, un joven cuyo trabajo de zapatero lo convertía en parte de la aristocracia del campo. Era una carta escueta y tosca: «Ven a vivir conmigo, te ayudaré». Unos días después de enviarla, Sasha acorraló a Ruzhnevits y quiso conocer su respuesta. «¿Vivirás conmigo o no?», preguntó. Ella dijo que no. La golpeó con una duela de metal. Después la llevó al hospital (donde su puesto le daba influencia), y le dijo al encargado que la cuidara. Allí se quedó recobrándose de las heridas durante varios días. Al salir, habiendo tenido bastante tiempo para pensarlo, fue al encuentro de Sasha. De otro modo, la habría golpeado de nuevo.

«Así comenzó mi vida familiar», escribió Ruzhnevits. Los beneficios fueron inmediatos: «Mi salud mejoró, caminaba con bonitos zapatos, ya no iba vestida de andrajos, tenía una nueva chaqueta, nuevos pantalones. E incluso un sombrero nuevo». Muchos años después, Ruzhnevits confesó que Sasha fue «su primer, genuino y verdadero amor». Desgraciadamente, pronto fue enviado a otro campo y no lo volvió a ver nunca más.[4] La historia de Ruzhnevits, como la que cuenta Herling, puede ser considerada como la historia de una degradación moral, pero también como una historia de supervivencia.

Desde el punto de vista de la administración, nada de esto debía pasar. En principio, los hombres y las mujeres no debían ser confinados juntos en los campos por ningún concepto, y hay prisioneros que hablan de no haber posado los ojos en ningún miembro del sexo opuesto durante años. Tampoco los jefes de los campos deseaban tener la custodia de las prisioneras. Físicamente más débiles, eran susceptibles de convertirse en un lastre para el rendimiento de la producción del campo; por consiguiente, algunos funcionarios del campo trataban de devolverlas. En cierto momento, en febrero de 1941, la dirección del Gulag envió una carta a todos los dirigentes del NKVD y los jefes de campo, ordenándoles con severidad que aceptaran convoyes de prisioneras, y enumerando todos los trabajos que las mujeres podían hacer con provecho. La carta menciona la industria ligera y las fábricas de tejidos, metalurgia y mobiliario, ciertos tipos de tareas de la explotación forestal, y de carga y descarga.[5]

Quizá debido a las objeciones de los jefes de campo, el número de mujeres que fue enviado a los campos era relativamente bajo (como el número de mujeres ejecutadas durante la purga de 1937-1938). Según las estadísticas oficiales, por ejemplo, solo el 13% de prisioneros del año 1952 eran mujeres. Esta cifra aumentó al 30% en 1945, debido en parte al enorme número de prisioneros reclutados y enviados al frente, y también a la ley que prohibía a los trabajadores dejar su fábrica, leyes que provocaron la detención de muchas jóvenes.[6] En 1948 era del 22%, disminuyendo otra vez al 17% en 1951 y 1952.[7] Sin embargo, estas cifras no reflejan la verdadera situación, pues era bastante más probable que las mujeres fueran asignadas a cumplir sentencia en las «colonias» de régimen menos estricto. En los grandes campos industriales del extremo norte, eran incluso menos, y su presencia era más rara.

Su número reducido significaba que había casi siempre una escasez de mujeres (como ocurría con la comida, la ropa y otros objetos). De modo que aunque podían tener poco valor para los que compilaban las estadísticas de producción del campo, tenían otro tipo de valor para los prisioneros, los guardias y los trabajadores libres del campo. En aquellos campos donde había contactos más o menos abiertos entre prisioneros de diferente sexo, o donde se permitía en la práctica a ciertos hombres el acceso a los campos de mujeres, a muchas se les ofrecía comida y un trabajo fácil a cambio de favores sexuales.

Desde el comienzo, el destino de una mujer dependía en buena medida de su estatus y de su posición en los diferentes clanes del campo. En el mundo del hampa, las mujeres estaban sometidas a un elaborado sistema de normas y rituales, y se las trataba con muy poco respeto. Según Shalámov: «La tercera o cuarta generación de delincuentes aprende a despreciar a las mujeres desde la niñez … la mujer, un ser inferior, ha sido creada para satisfacer el ansia animal del delincuente, para ser el objeto de sus bromas crueles y la víctima del escarnio público cuando su macarra decide “armar jolgorio”». Las prostitutas efectivamente «pertenecían» a los principales delincuentes, y podían ser intercambiadas o vendidas, o incluso heredadas por un hermano o un amigo, si el hombre era trasladado a un campo diferente o asesinado.[8]

Las mujeres no eran el único blanco. Entre los delincuentes profesionales, la homosexualidad parece haber estado organizada según reglas igualmente brutales. Algunos jefes de los maleantes tenían en su séquito a jóvenes homosexuales, junto con «esposas» del campo o en vez de ellas. Thomas Sgovio habla de un brigadier que tenía una «esposa», un joven que recibía un extra de comida a cambio de favores sexuales.[9] Sin embargo, es difícil describir las normas que regían la homosexualidad masculina en los campos, porque las memorias rara vez mencionan el tema. Esto puede deberse a que la homosexualidad sigue siendo parcialmente un tabú en la cultura rusa, y se opta por no escribir sobre este tema. La homosexualidad masculina parece haber estado limitada al hampa, y los delincuentes han dejado pocas memorias.

No obstante, sabemos con seguridad que hacia los años setenta y ochenta, los criminales soviéticos desarrollaron normas sumamente complejas de protocolo homosexual. Los homosexuales «pasivos» sufrían el ostracismo del resto de la sociedad carcelaria, comían en mesas separadas, y no hablaban con otros hombres.[10] Aunque rara vez se mencionan, normas similares parecen haber existido ya en los años treinta, cuando Piotr Yakir, de quince años, observó un fenómeno similar en una celda de delincuentes juveniles. Primero quedó perplejo al oír a los demás jóvenes hablar de sus experiencias sexuales y creyó que ellos las exageraban:

… pero estaba equivocado. Uno de los chicos, que había guardado su ración de pan hasta la noche, preguntó a Mashka, que no había comido nada en todo el día: «¿Quieres un pedazo?». «Sí», contestó Mashka. «Entonces bájate los pantalones».

Ocurrió en un rincón, que era difícil de ver desde la mirilla, pero a la vista de todo el mundo en la celda. No extrañaba a nadie y yo fingí que no me sorprendía. Hubo muchos otros casos mientras estuve en la celda; siempre eran los mismos muchachos quienes desempeñaban el papel pasivo. Eran tratados como parias, no se les permitía beber del jarro común, y eran objeto de humillaciones.[11]

Curiosamente, el lesbianismo en los campos era más abierto, o al menos se habla de él con mayor frecuencia. Entre las delincuentes, también estaba muy ritualizado. Las lesbianas eran llamadas con el pronombre neutro ruso, ono, y se dividían entre las «yeguas» femeninas y los «maridos» masculinos. Según un relato, las primeras eran «auténticas esclavas», que lavaban y cuidaban a sus «maridos». Las segundas adoptaban apodos masculinos, y casi siempre fumaban.[12] Hablaban abiertamente del lesbianismo e incluso cantaban canciones sobre el tema:

Oh, gracias a ti, Stalin.

Me has hecho baronesa,

soy vaca y soy toro,

mujer y hombre.[13]

Frid habla de delincuentes prisioneras que vestidas de hombre se hacían pasar por hermafroditas. Una llevaba «el cabello corto, era bonita y vestía pantalones de oficial», otra parecía tener una verdadera deformación genital.[14] Otra prisionera relata un caso de «violación» lésbica: vio que una pareja de lesbianas perseguía a una «joven tranquila y modesta» por debajo de las literas, donde le rompieron el himen.[15] En los círculos intelectuales, el lesbianismo parece haber sido considerado con menor amabilidad. Una presa política lo recordaba como «una práctica repugnante».[16] Sin embargo, aunque se mantenía en mayor reserva entre las políticas, también existía entre ellas, y con frecuencia entre las mujeres que tenían esposos e hijos en libertad. Susanna Pechora me dijo que en Minlag, un campo donde predominaban los políticos, las relaciones lésbicas «ayudaron a algunas personas a sobrevivir».[17]

Fueran voluntarias u obligatorias, las relaciones heterosexuales y homosexuales se vivían en los campos en una atmósfera generalmente brutal. Por necesidad, ocurrían con una publicidad que muchos prisioneros consideraban desagradable. «Una litera colectiva separada por un cortinaje harapiento del resto de las mujeres era un cuadro clásico en el campo», escribió Solzhenitsin.[18] Hava Volovich, escribió que «las cosas que una persona libre podría haber pensado cientos de veces antes de hacerlas, ocurrían aquí tan simplemente como ocurrían entre los gatos del tejado».[19]

En efecto, el sexo era tan público que era considerado con un cierto grado de apatía: la violación y la prostitución eran para algunos parte de una rutina diaria. Edward Buca estaba una vez trabajando junto a una cuadrilla de mujeres en un aserradero. Un grupo de delincuentes prisioneros llegaron y «asieron a las mujeres que deseaban y las tumbaron en la nieve o las violaron contra un pila de troncos. Las mujeres parecían habituadas a ello y no ofrecieron resistencia. Tenían su propia jefa de cuadrilla, pero ella no se opuso a esta interrupción; en realidad, esta parecía ser otra parte del trabajo».[20]

En algunos campos había ciertos barracones de mujeres que parecían ser poco menos que burdeles públicos. Solzhenitsin cuenta que uno estaba

incomparablemente sucio y abandonado, y tenía un olor opresivo, y las literas carecían de sábanas. Estaba prohibido que los hombres entraran allí, pero esta prohibición era obviada, y nadie la obedecía. No solo iban los hombres, sino también los adolescentes, chicos de doce a trece años, que se reunían para aprender … Todo tenía lugar de modo natural, como en la naturaleza, a la vista de todos, y en varios lugares a la vez. La ancianidad y la fealdad evidentes eran las únicas defensas para las mujeres allí, nada más.[21]

Y sin embargo, en contra de las historias de sexo brutal y vulgaridad, en muchas memorias de los campos hay historias de amor igualmente inciertas, que comenzaron simplemente a causa del deseo de protección de las mujeres. Según las normas idiosincrásicas de la vida del campo, las mujeres que tomaban un «marido del campo» por lo general no eran molestadas por los demás hombres. No eran necesariamente «matrimonios» de iguales: mujeres respetables vivieron a veces con ladrones.[22] Como cuenta Ruzhnevits, tampoco eran necesariamente elecciones libres. Sin embargo, no sería del todo correcto decir que se trataba de prostitución. Por el contrario, Valeri Frid escribe que eran braki po raschetu, «matrimonios calculados», y «que a veces eran matrimonios por amor». Aunque hubieran comenzado por razones puramente prácticas, los prisioneros tomaban estas relaciones con seriedad. «De su amante más o menos permanente, un zek diría “mi esposa” —escribió Frid—. Y ella diría de él “mi marido”. No se decía en broma: las relaciones en el campo humanizaron nuestra vida.»[23]

Y, aunque parezca extraño, los prisioneros que no estaban demasiado exhaustos o famélicos, buscaban realmente el amor. En las memorias de Anatoli Zhigulin hay un relato de la relación amorosa que logró mantener con una alemana, una presa política, la «alegre Marta, rubia y de ojos verdes». Supo después que había tenido un niño, a quien ella llamó Anatoli. Esto pasó en el otoño de 1951, y como la muerte de Stalin fue seguida por una amnistía general para los prisioneros extranjeros, pensó que «Marta y el niño, suponiendo que no hayan tenido mala suerte, volvieron a su país».[24] Las memorias del médico de un campo, Isaac Vogelfanger a veces parecen una novela romántica, cuyo héroe tiene que sortear con cuidado los peligros de una relación con la esposa del jefe del campo, y las alegrías del verdadero amor.[25]

Tan desesperadamente deseaban estas personas privadas de todo una relación sentimental que a veces entablaron profundas relaciones de amor platónico por medio de cartas. Así sucedió en los campos de presos políticos a finales de los años cuarenta, donde los hombres y las mujeres prisioneros eran mantenidos estrictamente separados. En Minlag, uno de estos campos, los hombres y las mujeres se enviaban notas con la complicidad de sus compañeros del hospital, que ambos sexos compartían.

Las cartas, recuerda Leonid Sitko, estaban escritas en pedacitos de papel con una letra diminuta. Todos firmaban con un nombre falso. El suyo era Hamlet; el de su novia, «Marsianka». Habían sido «presentados» por otras mujeres, que le habían dicho que estaba muy deprimida, porque le habían quitado a su pequeño hijo después de arrestarla. Comenzó a escribirle e incluso lograron reunirse una vez en el interior de una mina abandonada.[26]

Otros desarrollaron incluso métodos más surrealistas en su búsqueda de algún tipo de intimidad. En el campo de destino especial de Kengir, había prisioneros (casi todos presos políticos extranjeros privados de todo contacto con sus familiares, amigos y cónyuges que se habían quedado en sus países) que mantuvieron complicadas relaciones con personas que no conocían.[27] Había zeks que se casaron efectivamente a través del muro que separaba el campo de las mujeres y el de los hombres, sin encontrarse jamás en persona. La mujer estaba de pie a un lado y el hombre al otro, y un sacerdote prisionero registraba la ceremonia en un trozo de papel.

Estos amores persistieron, incluso cuando la dirección del campo elevó la altura del muro, lo cubrió con una alambrada y prohibió a los prisioneros que se acercaran a él. Al describir estos matrimonios a ciegas, Solzhenitsin prescinde del cinismo con que habla de casi todas las relaciones del campo: «En este matrimonio con una persona desconocida al otro lado del muro … se oía un coro de ángeles. Es como la contemplación desinteresada y pura de los cuerpos celestiales. Es también demasiado elevado para esta época de cálculo egoísta y movidas para arriba y para abajo».[28]

Hambre de amor: prisioneros atisbando la zona de las mujeres por encima de la valla, dibujo de Yula-Imar Sooster, Karagandá, 1950.

El amor y el sexo, la violación y la prostitución formaban parte de la vida del campo, al igual que el embarazo y el alumbramiento. Junto a las minas y las zonas de construcción, las cuadrillas forestales y los pabellones de castigo, los barracones y los trenes de ganado, en el Gulag también había casas de maternidad y campos de maternidad, así como guarderías para niños.

No todos los niños que se encontraron en estas instituciones habían nacido en los campos. Algunos habían sido «arrestados» junto con sus madres. Las normas que regían esta práctica siempre fueron poco claras. En la práctica, se detuvo tanto a mujeres preñadas como a madres que todavía amamantaban a sus hijos. Natalia Zaporozhets fue enviada en un transporte cuando estaba embarazada de ocho meses: después de viajar en trenes y en camiones dio a luz a un niño muerto.[29] La artista y escritora Evfrosiniya Kersnovskaya ayudó a nacer a un niño a bordo de un convoy.[30]

En efecto, cientos de niños fueron detenidos junto con sus padres durante las dos grandes oleadas de deportación: la primera de los kulaks a comienzos de los años treinta, y la segunda de los grupos nacionales y étnicos «enemigos» durante y después de la Segunda Guerra Mundial.

Para estos niños, el impacto de la nueva situación los acompañaría el resto de sus vidas. Una prisionera polaca recuerda que una mujer en su celda estaba acompañada por su hijo de tres años: «El niño se comportaba bien, pero era delicado y callado. Lo entreteníamos como podíamos con relatos y cuentos de hadas, pero nos interrumpía de vez en cuando preguntando: “estamos presos, ¿verdad?”».[31]

Pese a las penurias, había mujeres que deliberadamente, y aun cínicamente, quedaban embarazadas en los campos. Por lo general, eran delincuentes o mujeres condenadas por delitos menores que deseaban quedar preñadas para ser relevadas del trabajo duro, para recibir mejor comida, y para beneficiarse de las periódicas amnistías que se otorgaban a las mujeres que tenían niños pequeños. Estas amnistías (hubo, por ejemplo, una en 1945 y otra en 1948), no solían incluir a las mujeres condenadas por crímenes contrarrevolucionarios.[32] «Podías hacer que la vida fuera más llevadera si quedabas embarazada», me dijo Liudmila Jachatrian, para explicarme por qué las mujeres se acostaban de buen grado con sus carceleros.[33] Suzanne Joffe, una prisionera que quedó preñada después de habérsele concedido un encuentro con su esposo, escribió que sus compañeras en los «barracones de nodrizas» simplemente «no tenían instinto maternal» y abandonaban a sus hijos en cuanto podían.[34]

No es, pues, extraño que no todas las mujeres que descubrían que estaban preñadas desearan proseguir su embarazo. La dirección del Gulag parece haber sido ambivalente respecto a si debía permitirse o no abortar a las mujeres, a veces permitiéndolo o a veces aplicando una segunda sentencia a quienes lo intentaban.[35] Tampoco está claro cuán frecuentes eran los abortos, porque rara vez hay referencias a ellos: en una decena de entrevistas y memorias, he leído o escuchado dos relatos pertinentes. En una entrevista, Anna Andreieva me dijo que una mujer «se metió clavos, se sentó y comenzó a trabajar en su máquina de coser. Finalmente comenzó a sangrar mucho».[36] Otra mujer cuenta cómo un médico del campo intentó poner fin a su embarazo:

Imagínese el cuadro. Es de noche, está oscuro… Andrei Andreievich está tratando de provocarme un aborto, usando sus manos, cubiertas de yodo, sin instrumentos. Pero está tan nervioso que no ocurre nada. El dolor me impide respirar, pero lo soporto sin protestar, de modo que nadie oiga nada. «¡Basta!», grito por fin. El dolor es insoportable, y toda la operación se detiene durante dos días. Al final, salió todo, el feto, con mucha sangre. Por eso nunca llegué a ser madre.[37]

Pero había mujeres que deseaban ser madres y la tragedia marcaba también su destino. La antítesis de todo lo que se ha escrito sobre el egoísmo y la venalidad de las mujeres que daban a luz en los campos, la tenemos en la historia de Hava Volovich. Detenida como política en 1937, se sentía muy sola en el campo, y se propuso tener un hijo, aunque no sentía especial amor por el padre. Eleonora nació en 1942, en un campo que carecía de instalaciones para las madres:

Había tres madres allí, y nos dieron un pequeño habitáculo en los barracones. Las chinches caían como granos de arena del techo y las paredes; pasábamos toda la noche apartándolas de los niños. Durante el día, teníamos que ir a trabajar y dejábamos a los pequeños con cualquier anciana que hubiera sido relevada del trabajo; estas mujeres se comían sin miramientos el alimento que habíamos dejado para los niños.

Sin embargo, escribió Volovich,

cada noche durante todo un año, estuve junto a la cuna de mi hija, apartando las chinches y rezando. Le rogaba a Dios que prolongara mi pena cien años si con ello podía seguir junto a mi hija. Le rogaba que me soltaran con ella, aunque me convirtiera en una mendiga o una lisiada. Le rogaba que pudiera criarla hasta que creciera, aunque tuviera que arrastrarme a los pies de las gentes y suplicarles una limosna. Pero Dios no respondió a mi plegaria. Mi hija apenas había comenzado a caminar, apenas había escuchado sus primeras palabras, la maravillosa palabra «mamá», cuando vestidas con harapos pese al hielo del invierno, nos pusieron en un carro de carga, y nos trasladaron al «campo de madres». Y allí mi pequeño ángel con sus rizos de oro pronto se convirtió en un fantasma pálido de ojeras azules y labios llagados.

Volovich fue colocada primero en una cuadrilla de leñadores, después la enviaron a trabajar a un aserradero. Por las noches, llevaba a la zona un hato de leña que daba a las enfermeras de la guardería. A cambio a veces le permitían ver a su hija fuera de las horas normales de visita.

Veía a las enfermeras que hacían levantar a los niños por las mañanas. Los sacaban a la fuerza de sus camas frías a golpes y empellones, los empujaban con los puños y los maldecían con aspereza, les quitaban el pijama y los lavaban con agua fría. Los niños no se atrevían ni a llorar. Resoplaban como ancianos y gemían bajito.

Este desagradable gemido salía de las mantas varias veces al día. Niños que ya eran grandes para gatear o sentarse se quedaban tumbados, hechos un ovillo, haciendo esos extraños ruidos, como el zureo apagado de una paloma.

Lentamente Eleonora comenzó a marchitarse.

En algunas visitas encontré moretones en su cuerpecito.

Nunca olvidaré cómo se cogió de mi cuello con sus escuálidas manitas y murmuró: «¡Mamá, quiero ir a casa!». No había olvidado el cuartucho lleno de chinches donde por primera vez vio la luz del día, y donde había estado con su madre todo el tiempo…

La pequeña Eleonora, que ya tenía quince meses, pronto se dio cuenta de que sus ruegos de «ir a casa» eran vanos. Me rehuía cuando iba a visitarla, se alejaba en silencio. El último día de su vida, cuando la tomé en brazos (me permitían darle de mamar) miró a lo lejos con los ojos muy abiertos, después empezó a golpearme la cara, con sus pequeños y débiles puños, se aferraba a mi pecho, lo mordía. Después señaló su cuna.

Por la noche, cuando regresé con mi hato de leña, su cuna estaba vacía. La encontré desnuda en la morgue entre los cadáveres de los prisioneros adultos. Había pasado un año y cuatro meses en este mundo, y murió el 3 de marzo de 1944… Esta es la historia de cómo, al dar a luz a mi única hija, cometí el peor crimen que existe.[38]

En los archivos del Gulag se han preservado las fotografías del tipo de guardería del campo que Volovich describe. Uno de esos álbumes comienza con la siguiente introducción:

El sol brilla en la patria estalinista. La nación rebosa de amor por los líderes, nuestros maravillosos niños son felices, todo nuestro joven país es feliz. Aquí, en amplias y tibias camas, duermen los nuevos ciudadanos de nuestro país. Después de haber comido, duermen apacibles y sus sueños son felices…

En cierto nivel, la dirección de Moscú debió de saber cuán terrible era la vida para los niños que vivían en los campos. Sabemos, como mínimo, que los inspectores de los campos transmitieron la información: un informe de 1949 sobre la situación de las mujeres en los campos señalaba con desagrado que de las 503 000 mujeres que estaban en el sistema del Gulag, 9300 estaban embarazadas y otras 23 790 tenían niños pequeños a su cargo. «Teniendo en cuenta la negativa influencia en la salud y la educación de los niños», el informe abogaba por la liberación anticipada de las madres, así como la de aquellas mujeres que tenían hijos en su antiguo hogar, un total de casi 70 000, exceptuando a las reincidentes y las presas políticas contrarrevolucionarias.[39]

De vez en cuando se concedían estas amnistías. Pero pocas mejoras se hicieron en la vida de los niños que se quedaban. Por el contrario, como ellos no contribuían en nada a la productividad del campo, su salud y su bienestar ocupaban un lugar secundario en la lista de prioridades de la mayoría de los jefes de campos, e indefectiblemente habitaban en los pabellones más pobres, fríos y viejos. Un inspector comprobó que la temperatura en el local de los niños de un campo nunca subía a más de 11 ºC.[40] En un informe de 1933 sobre Siblag se decía que faltaban 800 pares de zapatos, 700 abrigos y 900 juegos de cubiertos para los niños.[41] Tampoco los que trabajaban en ellos eran los más aptos. Por el contrario, las tareas de la guardería eran trabajos «de confianza», y como tales se solían asignar a las delincuentes profesionales. Joffe escribe que, «durante horas, permanecían bajo la escalera con sus “maridos” o simplemente se ausentaban, mientras los niños, sin comida ni atención, enfermaban y comenzaban a agonizar».[42]

Por lo general, tampoco se permitía a las madres, cuyo embarazo había costado mucho a los campos, que compensaran esta negligencia (en el caso de que eso les preocupara). Se les hacía volver al trabajo tan pronto como fuera posible, y solo a regañadientes se les concedía un tiempo libre para amamantar. Una vez que la lactancia terminaba, a las madres se les prohibía cualquier contacto ulterior con sus hijos. Una antigua supervisora de la guardería decía que en su campo se había prohibido expresamente a todas las madres prisioneras que salieran a caminar con sus hijos; en su opinión, los perjudicaban. Aseguraba que había visto a una darle de comer a su hijo azúcar mezclado con tabaco con el fin de envenenarlo. Otra le había quitado los zapatos al niño a propósito. «Yo era responsable de la tasa de mortalidad en los campos», dijo, y me explicó por qué había tomado medidas para mantener a las madres alejadas. «Estos niños eran innecesarios para sus madres, y ellas deseaban matarlos.»[43] Esta misma lógica pudo haber llevado a otros jefes de campo a prohibir a las madres que vieran a sus hijos. Sin embargo, también es posible que tales normas fueran otro resultado de la inconcebible crueldad de la dirección del campo: era inconveniente arreglar las cosas para que las madres vieran a sus hijos, luego se prohibía esta práctica.

Las consecuencias de separar a los padres de los hijos a una edad tan temprana eran previsibles. Las epidemias infantiles eran legión. La tasa de mortalidad infantil era sumamente elevada, tan alta que era ocultada a sabiendas, tal como los informes de los inspectores también documentan.[44] Pero incluso aquellos niños que superaban la primera infancia tenían pocas posibilidades de llevar una vida normal en las guarderías de los campos. Algunos podían tener la suerte de ser cuidados por las más bondadosas de las enfermeras prisioneras. Otros no. Guinzburg trabajó en la guardería de un campo y descubrió que los niños mayores no habían aprendido a hablar:

Solo algunos de los niños de cuatro años podían proferir unas cuantas palabras inconexas. Los sonidos inarticulados, la mímica y los golpes eran los principales medios de comunicación. «¿Cómo se podía esperar que hablaran? ¿Quién estaba allá para enseñarles?», explicaba Annya sin entusiasmo. Los niños pasaban todo el día tumbados en sus cunas. Nadie los cogía en brazos, aunque lloraran hasta quedarse sin pulmones. No estaba permitido, excepto para cambiarles los pañales (cuando había pañales secos, por supuesto).

Cuando Guinzburg intentó enseñar a los niños, descubrió que solo uno o dos, aquellos que habían mantenido algún contacto con sus madres, pudieron aprender alguna cosa. E incluso su experiencia era muy limitada:

—Mira —le dije a Anastas, mostrándole una casita que yo había dibujado—. ¿Qué es esto?

—Barracón —replicó el niño claramente.

Con unos trazos de lápiz dibujé un gato al lado de la casa. Pero nadie lo reconoció, ni siquiera Anastas. Nunca habían visto ese animal tan raro. Entonces, dibujé una valla rústica tradicional alrededor de la casa.

—¿Y qué es esto?

—¡Zona! —exclamó Vera, encantada.[45]

Por lo general, los niños eran trasladados de las guarderías de los campos a los orfanatos a los dos años. Algunas madres se alegraban de esto, pues era una oportunidad de que los niños escaparan de los campos. Otras protestaban, sabían que podían ser trasladadas deliberada o accidentalmente a otros campos, lejos de sus hijos, cuyos nombres podían ser cambiados u olvidados, haciéndoles imposible establecer una relación ni un contacto.[46]

Nada tiene de raro que cuando sus hijos eran trasladados, las madres «lloraran y clamaran, y algunas enloquecieran y fueran encerradas en un búnker hasta que se calmaran». Una vez que se los llevaban, las posibilidades de un reencuentro eran escasas.[47]

Fuera, la vida de los niños nacidos en el campo no necesariamente mejoraba. Se unían a las nutridas filas de niños que habían sido trasladados directamente a los hogares infantiles después de la detención de sus padres. Otra categoría de víctima infantil. Por lo general, los orfanatos estatales estaban sumamente abarrotados y eran muy sucios, no tenían personal suficiente, y la muerte no era rara en ellos. Una antigua prisionera recuerda la emoción y las grandes esperanzas con que su campo envió a un grupo de hijos de prisioneros a un orfanato de la ciudad, y el horror que sintieron al saber que once habían muerto durante una epidemia.[48] En 1931, en el apogeo de la colectivización, los directores de los hogares infantiles de los Urales escribieron cartas desesperadas a las autoridades regionales, rogándoles auxilio para cuidar a los cientos de niños de los kulaks que recientemente habían quedado huérfanos:

En una habitación de doce metros cuadrados, hay treinta muchachos. Para 38 niños hay siete camas, en las que duermen los «reincidentes». Dos chicos de dieciocho años han destruido la instalación eléctrica, han robado el almacén y beben con el director … los niños duermen en el suelo sucio, juegan con naipes que han hecho de fotos rotas del «jefe», fuman, rompen los barrotes de las ventanas y tratan de franquear la tapia para escapar.[49]

En 1933, un hogar infantil en Smolensk envió el siguiente telegrama a la comisión competente en Moscú: «El suministro de alimento en el hogar ha sido interrumpido. Cien niños están muriendo de hambre. No hay socorro. Tomad medidas urgentes».[50]

Las cosas no cambiaron mucho con el paso del tiempo. En 1938, una orden del NKVD informa de un hogar infantil en el cual dos niñas de ocho años habían sido violadas por los chicos mayores, y otro en que 212 niños compartían doce cucharas y veinte platos y dormían vestidos y calzados por falta de pijamas.[51] En 1940, Natalia Leonidovna Savelieva fue «raptada» del hogar infantil (sus padres habían sido arrestados), y adoptada por una familia que quería que fuera su sirvienta. De este modo fue separada de su hermana, a quien nunca volvió a encontrar.[52]

Los hijos de los presos políticos sufrían mucho más en esos hogares y a menudo eran tratados peor que los huérfanos comunes con quienes estaban. Se les decía, como ocurrió con Svetlana Kogteva, que «olvidaran a sus padres, puesto que eran enemigos del pueblo».[53] Los agentes del NKVD responsables de tales hogares recibían instrucciones de mantener una vigilancia especial, y marcar a los hijos de los contrarrevolucionarios para asegurarse de que no recibieran privilegios de ningún tipo.[54] Gracias a esta norma, Piotr Yakir duró exactamente tres días en uno de estos orfanatos. En ese tiempo, «logró hacerse un nombre como cabecilla de los hijos de los “traidores”» y fue arrestado de inmediato a los catorce años. Trasladado a una prisión, finalmente fue enviado a un campo.[55]

Era muy frecuente que los hijos de los presos políticos fueran acosados y marginados. Uno de ellos recuerda que al llegar al orfanato, a los hijos de los «enemigos» se les tomaban las huellas dactilares, como si fuesen delincuentes. Los maestros y cuidadores temían mostrarles demasiado afecto, no deseando ser acusados de tener simpatía por los «enemigos».[56]

En este entorno, incluso los hijos de personas educadas aprendían hábitos delictivos. Vladimir Glebov, hijo del destacado bolchevique Lev Kámenev, fue uno de esos niños. Tenía cuatro años cuando su padre fue arrestado, y Glebov fue «desterrado» a un orfanato especial en Siberia occidental. Cerca del 40% de esos niños eran hijos de «enemigos», otro 40% eran delincuentes juveniles y un 20% eran gitanos, que habían sido arrestados por el delito de nomadismo. Como Glebov explicó al escritor Adam Hochschild, había algunas ventajas, incluso para los hijos de los políticos, en tener un contacto temprano con los jóvenes delincuentes:

Mi colega me enseñó algunas cosas sobre cómo protegerme que me sirvieron mucho después en la vida. Aquí tengo una herida, y aquí otra … cuando te atacan con un cuchillo, tienes que saber cómo reaccionar. El principio esencial es responder antes, no dejar que te toquen. Esa fue nuestra feliz niñez soviética.[57]

Algunos niños, sin embargo, quedaban marcados por su experiencia en el orfanato. Al volver del destierro, una madre se reunió con su pequeña hija. La niña, a la edad de ocho años, apenas podía hablar, cogía la comida con la mano, y se comportaba como el animal salvaje que el orfanato le había enseñado a ser.[58] Otra madre, liberada al cumplir ocho años de condena, fue a recoger a sus hijos del orfanato, solo para descubrir que estos se negaban a ir con ella. Les habían enseñado que sus padres eran «enemigos del pueblo» que no merecían cariño ni afecto. Habían sido instruidos para que rehusaran salir «si tu madre alguna vez viene por ti», y nunca quisieron volver a vivir con sus padres.[59]

No es extraño que los niños escaparan de esos orfanatos en gran número. Una vez en la calle, caían rápidamente en el submundo criminal. Y una vez que eran parte de él, el ciclo de depravación proseguía. Tarde o temprano, probablemente serían arrestados.

A primera vista, el informe anual de 1944-1955 del NKVD sobre un grupo particular de ocho campos en Ucrania no presenta nada fuera de lo ordinario. El informe enumera los campos que cumplieron o incumplieron el plan quinquenal. Alaba a los «trabajadores de choque» reclusos. Advierte severamente que en la mayoría de los campos el alimento era muy deficiente y monótono. Con más aprobación señala que solo se había declarado una epidemia en uno de los campos durante el período de inspección y que se había detectado a raíz del traslado de cinco reclusos desde una prisión atestada de Jarkov.

Unos cuantos detalles del informe, no obstante, sirven para ilustrar el carácter exacto de estos campos ucranianos. Un inspector se queja, por ejemplo, de que en uno de los campos escasean «libros de texto, lápices, cuadernos, bolígrafos».[60] Los ocho campos en cuestión eran las ocho colonias infantiles de Ucrania. Pues no todos los niños que entraban en la jurisdicción del Gulag eran hijos de padres arrestados. Algunos acabaron en ellos por sí mismos. Cometieron un delito, fueron arrestados y enviados a campos especiales para delincuentes juveniles, que eran dirigidos por los mismos burócratas que dirigían los campos de adultos, y se parecían a ellos en muchos sentidos.

Originariamente, estos campos de niños estaban organizados para los besprizornye, los «huérfanos», niños de la calle sucios y abandonados que habían perdido a sus padres o escapado de ellos durante los años de la guerra civil, la hambruna, la colectivización y las detenciones masivas. Estos niños de la calle se habían convertido en una figura común, a comienzos de los años treinta, en las estaciones de tren y en los parques públicos de las ciudades soviéticas. El escritor ruso Victor Serge los describe:

Los veía en Leningrado y en Moscú, viviendo en las alcantarillas, en los quioscos, en las tumbas de los cementerios, donde eran los amos indiscutibles; tenían reuniones nocturnas en los urinarios, viajaban en los techos de los vagones de tren o en las barras inferiores. Aparecían pestilentes, negros de sudor, para pedir unos cuantos cópecs a los viajeros y se tumbaban esperando la oportunidad de robar una maleta…[61]

Tan numerosos y problemáticos eran estos niños que en 1934 el Gulag estableció las primeras guarderías en los campos de adultos, para impedir que los hijos de los padres detenidos vagaran por las calles.[62] Poco después, en 1935, el Gulag decidió establecer colonias especiales para niños. Los niños fueron recogidos de la calle en redadas masivas, y enviados a las colonias para ser educados y preparados para unirse a la fuerza de trabajo.

En 1935, las autoridades soviéticas también aprobaron una notoria ley que hacía que los niños de doce años fueran susceptibles de ser acusados como adultos. Después, niñas campesinas de doce años arrestadas por robar unos cuantos granos de trigo, e hijos de «enemigos» sospechosos de colaborar con sus padres fueron a parar a la cárcel de menores, junto con prostitutas y carteristas menores de edad, niños de la calle y otros.[63] Tan numerosos eran en la Unión Soviética los niños delincuentes que el NKVD creó hogares infantiles con un «régimen especial» en 1937, para los niños que sistemáticamente infringieran las normas de los hogares infantiles comunes. En 1939, los meros huérfanos no eran enviados a los campos de menores, que eran reservados para los niños delincuentes que habían sido sentenciados realmente por tribunales o por osoboe soveshchanie (comisiones especiales).[64]

Pese a la amenaza de castigos más duros, el número de delincuentes juveniles continuó aumentando. La guerra no solo produjo huérfanos, sino también fugitivos, niños sin vigilancia cuyos padres estaban en el frente, y cuyas madres estaban trabajando doce horas en las fábricas, así como nuevas categorías de menores delincuentes: trabajadores menores de edad que abandonaban su puesto de trabajo en las fábricas, a veces después de que estas hubieran sido evacuadas lejos de las familias de los niños. Con ello violaban la ley de la guerra «Sobre el abandono no autorizado del trabajo en las empresas militares».[65] Según las propias estadísticas del NKVD, los «centros de recepción» de menores acogieron el extraordinario número de 842 144 niños sin hogar en los años 1943-1945. La mayoría fueron enviados a sus padres, a hogares infantiles o a escuelas de oficios. Pero un buen número, 52 830 según los documentos, fueron asignados a «colonias educativas laborales». La denominación «colonia educativa laboral» no era otra cosa que una descripción más aceptable de campo de concentración para niños.[66]

En muchos aspectos, el trato a los niños en los campos de menores no era muy diferente del dado a sus padres. Los niños eran detenidos y trasladados siguiendo las mismas pautas, con dos excepciones: debían ser mantenidos separados de los adultos, y no se les podía aplicar la ley de fugas.[67] Eran encerrados en el mismo tipo de cárcel que los adultos, en celdas separadas pero igualmente deficientes.[68]

Algunos prisioneros jóvenes eran interrogados como los adultos. Después de su arresto en el orfanato, Piotr Yakir, a los dieciocho años, fue conducido a una prisión de adultos, y se lo sometió a un interrogatorio como si fuera un adulto. El instructor lo acusó de «organizar una banda de caballería anarquista, cuyo objeto era realizar actividades tras las líneas del Ejército Rojo», citando como prueba el hecho de que Yakir era un jinete excelente. Después, Yakir fue sentenciado por el delito de ser un «elemento socialmente peligroso».[69] En 1939, cuando la prensa soviética informó de algunos casos de agentes del NKVD arrestados por obtener con amenazas falsas confesiones, un periódico siberiano publicó la historia de un caso de 160 menores, la mayoría de los cuales tenían de 12 a 14 años, aunque algunos apenas tenían 10. Cuatro agentes del NKVD y la oficina del fiscal fueron sentenciados de cinco a diez años por interrogar a estos niños.

Los niños prisioneros no estaban exentos de las implacables demandas del sistema de trabajo esclavo. Aunque las colonias de niños por lo general no solían estar ubicadas en las zonas más duras de campos madereros o mineros en el norte, en los años cuarenta había un lagpunkt para menores en el campo de Norilsk en el extremo norte.[b] Algunos de sus 1000 reclusos eran enviados a trabajar en la fábrica de ladrillos de Norilsk, mientras que a otros se les encargaba sacar la nieve. Entre ellos había varios niños de doce, trece y catorce años, mientras que la mayoría tenía quince o dieciséis. Los mayores ya habían sido trasladados a los campos de adultos. Muchos inspectores se quejaban de las condiciones del campo para menores de Norilsk, y finalmente fue trasladado a una zona más al sur de la URSS, pero no sin que antes muchos de los jóvenes presos cayeran víctimas de las mismas enfermedades, del frío y la desnutrición que sus homólogos adultos.[70]

Más representativo es el informe ucraniano que explica que a los niños de las colonias de Ucrania se les habían asignado trabajos de carpintería, metalistería y costura.[71] En todo caso, las colonias infantiles seguían muchas de las prácticas de los campos de adultos. Había metas de producción que había que alcanzar, cuotas de trabajo individuales que cumplir, un régimen que acatar. Una orden del NKVD de 1940 establecía que los niños de 12 a 16 años trabajaran cuatro horas al día, y pasaran otras cuatro horas haciendo tareas escolares y que los adolescentes de 16 a 18 años trabajaran ocho horas al día, con dos horas dedicadas a tareas escolares.[72] En el campo de Norilsk este régimen no era observado, pues no había escuela.[73]

Los niños no estaban allí para ser educados: en 1944, Beria informó con orgullo a Stalin que los campos de menores del Gulag habían contribuido de forma impresionante al esfuerzo bélico, produciendo minas, granadas y otros bienes evaluados en 150 millones de rublos.[74]

Los niños estaban sometidos al mismo tipo de propaganda que los adultos. A mediados de los años treinta, los periódicos del campo mostraban niños estajanovistas y se deshacían en alabanzas con los «del 35», los niños de la calle destinados a los campos según la ley de 1935, elogiando a los que habían visto la luz y se habían reformado mediante el trabajo físico. Los mismos periódicos también arremetían contra los menores que no habían comprendido que «debían abandonar su pasado, que es tiempo de comenzar una nueva vida … los juegos de naipes, la embriaguez, el vandalismo, la vagancia, el robo, etc., muy difundidos entre ellos».[75]

Finalmente, los niños eran sometidos a las mismas presiones psicológicas que los adultos. Un dirigente del NKVD de 1941 hizo una llamada para organizar una agenturno-operativnoe obsluzhivanie, una «red de delatores», dentro de las colonias y en los centros de recepción de menores del NKVD. Se decía que habían aflorado sentimientos contrarrevolucionarios entre el personal y los niños de los campos, sobre todo entre los hijos de los contrarrevolucionarios. En un campo, los niños protagonizaron una pequeña revuelta. Se adueñaron del comedor, lo destrozaron y atacaron a los guardias, hiriendo a seis de ellos.[76]

En un único sentido los niños de los campos para menores fueron afortunados: no habían sido enviados a campos ordinarios, no estaban rodeados de presos adultos ordinarios, como otros niños. En efecto, como las omnipresentes mujeres embarazadas, el número siempre en aumento de menores en los campos de adultos era un quebradero de cabeza permanente para los jefes de campo. En octubre de 1935, Yágoda escribió furibundo a todos los jefes de campo que, «pese a mis instrucciones, los prisioneros menores de edad no están siendo enviados a trabajar a las colonias infantiles, sino que conviven en la prisión con los adultos».[77] Trece años después, en 1948, los investigadores de la oficina del fiscal denunciaban que todavía había muchos prisioneros menores de edad en campos de adultos, donde estaban siendo corrompidos por los criminales adultos.[78]

Los maloletki, «los menores», inspiraban poca simpatía entre los demás reclusos. «El hambre y el horror de lo que había ocurrido los había privado de todas las defensas», escribía Lev Razgon, que observó que los menores gravitaban naturalmente hacia aquellos que parecían ser los más fuertes. Estos eran los delincuentes comunes, que convertían a los jóvenes en «sirvientes, esclavos mudos, bufones, rehenes, y todo lo demás», y hacían que los muchachos y las muchachas ejercieran la prostitución.[79] Sin embargo, su horripilante experiencia no inspiraba demasiada piedad; por el contrario, algunas de las invectivas más duras en la literatura de las memorias de los campos están reservadas para ellos. Razgon escribió que cualquiera que fuera su origen, los niños prisioneros pronto «mostraban una crueldad temible e incorregiblemente vengativa, sin freno ni responsabilidad». Peor,

no temían a nada ni a nadie. Los guardias y jefes del campo temían entrar en los barracones separados donde vivían los menores. Era allí donde ocurrían los actos más viles, más cínicos y crueles que tenían lugar en el campo. Si uno de los jefes de los delincuentes presos estaba apostando, perdía todo y se jugaba la vida también, los muchachos lo mataban por la ración de pan de un día o simplemente «por divertirse». Las chicas se vanagloriaban de que podían satisfacer a una brigada entera de leñadores. No quedaba nada humano en estos niños, y era imposible imaginar que pudieran volver al mundo normal y convertirse en seres humanos normales otra vez.[80]

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