Gulag

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II - La vida y el trabajo en los campos » 17 - Estrategias de supervivencia

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No hay duda de que muchas personas sobrevivieron porque consiguieron trabajos «de confianza» en el complejo, escapando al horror del trabajo común. Pero ¿supuso siempre una activa colaboración con el régimen del campo? Solzhenitsin pensaba que sí. Incluso los «reclusos de confianza» que no eran delatores, afirmaba, todavía se definen como colaboradores. «¿Cuál de los puestos “de confianza” no implicaba halagar a los jefes y participar en el sistema general de coacción?»

Solzhenitsin explicaba que a veces la colaboración era indirecta, pero igualmente perjudicial. Los trabajos «de confianza» (los ajustadores de la cuota laboral, los tenedores de libros, los ingenieros) no torturaban a las personas, pero participaban en un sistema que obligaba a los prisioneros a trabajar hasta matarse. Lo mismo vale para los trabajos «de confianza» de la oficina: mecanógrafos que copiaban las órdenes para el mando del campo. Solzhenitsin escribió que, de cada persona que repartía el pan y podía robar una barra, se podría decir que estaba privando de su ración completa a un zek que trabajaba en el bosque: «¿Quién le sisaba el pan a Iván Denísovich? ¿Quién le robaba el azúcar mojándola con agua? ¿Quién se quedaba con la grasa, la carne y los buenos cereales de la olla común?».[40]

Implacablemente contrario a Solzhenitsin, como muchos lo estuvieron y lo están, se mostró Lev Razgon, un escritor que en la década de 1990 gozó de una autoridad casi tan notoria como aquel sobre el tema del Gulag. Mientras estaba en los campos, Razgon trabajaba como supervisor de la cuota de trabajo, uno de los más altos cargos «de confianza». Razgon sostenía que para él, como para muchos otros, optar por convertirse en «recluso de confianza» era simplemente optar por la vida. Durante los años de la guerra «era imposible sobrevivir si estabas talando árboles». Solo sobrevivían los campesinos, «aquellos que sabían cómo afilar y arreglar los instrumentos, y aquellos a los que se les asignaba una labor agrícola que conocían, que podían prepararse una dieta con patatas, rábanos y otras verduras que birlaran».[41]

Razgon pensaba que no era inmoral optar por la vida, ni aceptaba que quienes lo hicieron no fueran «mejores que quienes los arrestaron». También se opone a la semblanza corrupta que Solzhenitsin presenta de los «reclusos de confianza». Una vez que estaban en trabajos más cómodos, muchos de ellos ayudaban a otros prisioneros:

No eran indiferentes a los Ivanes Denísovich que iban a talar árboles, ni se sentían lejos de ellos. Simplemente no podían ayudar a quienes no sabían hacer otra cosa que trabajo físico. E incluso entre los últimos buscaban y encontraban personas con los conocimientos más insospechados: aquellos que sabían cómo hacer astiles curvados y toneles eran enviados a los lugares donde se fabricaban esquís, aquellos que podían hacer canastos comenzaban a hacer sillones, sillas y sofás de mimbre para los jefes.[42]

Razgon dice que así como había buenos y malos guardias, había también buenos y malos «reclusos de confianza», personas que perjudicaban a los demás, y personas que los ayudaban.

SANCHAST: HOSPITALES Y MÉDICOS

De las muchas absurdidades que había en la vida del campo, quizá la más rara era también la más vulgar: el médico del campo. Cada lagpunkt tenía uno. Si no había médicos preparados, entonces el lagpunkt al menos tenía una enfermera o un feldsher, un asistente médico que podía o no tener formación médica. Como ángeles de la guarda, el personal médico tenía el poder de arrancar a un recluso del frío, e internarlo en los aseados hospitales del campo, donde podían ser alimentados y reanimados gracias a sus cuidados. Todos los demás, los guardias, el jefe del campo y los jefes de brigada decían a los zeks que trabajaran más. Solo el médico no estaba obligado a hacerlo.

Algunos reclusos fueron literalmente salvados gracias a unas pocas palabras de un médico. A Lev Kopelev, ardiendo de fiebre, famélico y acosado por el hambre, un médico le diagnosticó pelagra, una infección estomacal y un resfriado grave. «Te estoy enviando al hospital», le dijo. No era un viaje sencillo ir del lagpunkt al hospital central del campo, el sanchast. Kopelev dejó todas sus pertenencias, pues todo lo que era del campo debía permanecer allí, caminó por «charcos hondos y helados» y se apretujó con otros prisioneros enfermos y moribundos en un carro de ganado. El viaje fue infernal. Pero cuando despertó en su nuevo entorno, descubrió una transformación en su vida:

En un gozoso sueño, estaba en una habitación brillante y limpia del hospital, sentado en una litera cubierta con una sábana increíblemente limpia… El médico era un hombre pequeño de cara redonda, cuyo mostacho gris y sus gruesas gafas subrayaban su gesto de gentileza e interés.

—En Moscú —preguntó—, ¿conoce usted a una crítica literaria llamada Motilova?

—¿Tamara Lazarevna Motilova? ¡Por supuesto!

—Es mi sobrina.

El tío Borya, como llegué a conocerlo, miró el termómetro.

—Ajá. Haga que se asee —le dijo a su asistente— y que su ropa se hierva. Póngalo en la cama.

Al despertar de nuevo, descubrió que le habían llevado seis trozos de pan: «Tres trozos de pan negro y, ¡visión milagrosa!, tres trozos de pan blanco. Los comí con ansia, con los ojos llenos de lágrimas». Mejor todavía: le dieron raciones contra la pelagra: nabos y zanahorias, así como levadura y mostaza para extender en el pan. Por primera vez le permitieron recibir dinero y paquetes de su familia; por lo tanto, pudo comprar patatas hervidas, leche y majorka, el tabaco más barato. Habiendo estado condenado a la muerte en vida, se dio cuenta de que estaba destinado a salvarse.[43]

Era una experiencia común. Evgeniya Guinzburg llamaba «paraíso» al hospital de Kolimá donde trabajó.[44] Otros escriben recordando con asombro las sábanas limpias, la amabilidad de las enfermeras, los extremos a que llegaban los médicos para salvar a sus pacientes. Un prisionero cuenta la historia de un médico que, arriesgando su cargo, dejó ilegalmente el campo para conseguir las medicinas necesarias.[45] Vadim Aleksandrovich, que era también médico en un campo, recordaba: «El médico y su asistente en el campo son, si no dioses, semidioses. De ellos depende la posibilidad de unos cuantos días libres de un trabajo agotador, incluso la posibilidad de ser enviado a un sanatorio».[46]

Janos Rozsas, un húngaro de dieciocho años que se encontraba en el mismo campo que Aleksandr Solzhenitsin después de la guerra, escribió un libro titulado La hermana Dusya, así titulado en honor de la enfermera de campo que, según cree, le salvó la vida. No solo se sentaba a hablar con él, lo convenció de que era imposible morir con sus cuidados. La hermana Dusya cambió su ración de pan por leche para Rozsas, que podía digerir muy pocos alimentos. Le estuvo agradecido el resto de su vida: «En mi mente evocaba dos rostros queridos, la lejana faz de mi madre y el rostro de la hermana Dusya. Eran increíblemente parecidas».[47]

La gratitud de Rozsas hacia la hermana Dusya finalmente se tradujo en su amor por la lengua y la cultura rusas. Al ser dado de alta del hospital comenzó, tal como dice Solzhenitsin, a «estudiar la lengua de sus carceleros y guardias de convoy con todo su corazón». Cuando encontré a Rozsas en Budapest, todavía hablaba un ruso elegante y fluido, todavía mantenía contacto con sus amigos rusos y orgullosamente me dijo dónde estaban las referencias a su historia en Archipiélago Gulag y en las memorias de la esposa de Solzhenitsin.[48]

Pero había, como muchos advirtieron, otra paradoja presente aquí. Cuando un prisionero con escorbuto estaba en la brigada de trabajo, nadie se interesaba por su dentadura ni por los forúnculos de sus piernas. Sus quejas provocaban el desprecio burlón de sus guardias, o algo peor. Pero cuando su temperatura llegaba al nivel requerido o la enfermedad alcanzaba el momento crítico (cuando «cumplía» como enfermo, en otras palabras), el prisionero agonizante recibía de inmediato raciones para el escorbuto o para la pelagra, y todo el cuidado médico que el Gulag podía ofrecer.

Esta paradoja estaba integrada en el sistema. Desde el comienzo de la existencia de los campos, los prisioneros enfermos habían sido tratados de modo diferente. Se establecieron brigadas de inválidos, para los prisioneros que no podían hacer un trabajo físico duro, ya en enero de 1931.[49] Después habría barracones de inválidos, e incluso lagpunkts para inválidos, dedicados a cuidar a prisioneros débiles para que se recuperaran. En 1933, Dmitlag organizó «lagpunkts de recuperación» programados para dar cabida a 3600 prisioneros.[50]

Tan extraño fue para Gustav Herling este contraste entre las condiciones letales de la vida del campo, y los esfuerzos que los médicos del campo ponían en curar a los prisioneros cuya salud había sido destruida con tesón, que llegó a la conclusión de que en la Unión Soviética debía existir un «culto al hospital»:

Había algo incomprensible en el hecho de que en el momento en que un prisionero dejaba el hospital se convertía otra vez en un prisionero, pero mientras estaba tumbado sin moverse en una cama limpia, todos los derechos de un ser humano, aunque siempre con la excepción de la libertad, le eran otorgados. Para un hombre desacostumbrado a los violentos contrastes de la vida soviética, los hospitales del campo le parecían como iglesias que ofrecían asilo frente a la todopoderosa Inquisición.[51]

Desde luego que los jefes del Gulag en Moscú tomaban muy en serio el problema planteado por el gran número de prisioneros inválidos «incapaces de trabajar». Aunque su existencia no era una novedad, el problema se agudizó tras la decisión de Stalin y Beria de eliminar la política de la «libertad condicional anticipada» para los inválidos: de pronto, no se podía dejar a los enfermos fácilmente fuera de la nómina de trabajo. Si no por otra cosa, esto obligó a los jefes de campo a prestar atención a los hospitales del campo. Un inspector calculó con precisión el tiempo y el dinero perdidos por enfermedad: «De octubre de 1940 a la primera quincena de marzo de 1941 hubo 3472 casos de congelación, merced a los cuales se perdieron 42 334 jornadas laborales. 2400 prisioneros estaban demasiado débiles para trabajar».[52]

Sin embargo, como las demás cuestiones del Gulag, la necesidad de curar a los enfermos no se consideró de modo directo. En algunos campos parece que los lagpunkts especiales para inválidos se crearon para impedir que estos inválidos hundieran las estadísticas de producción. Este fue el caso de Siblag, que contaba con 9000 inválidos y 15 000 «semiinválidos» entre sus 63 000 prisioneros en 1940-1941 (más de un tercio). Cuando estos prisioneros débiles eran sacados de las zonas de trabajo importantes y reemplazados por nuevos trabajadores «frescos», las cifras de producción del campo aumentaban como por arte de magia.[53]

La presión para cumplir el plan obligaba a muchos jefes de campo a afrontar un dilema. Por una parte, deseaban genuinamente curar a los enfermos (de modo que pudieran volver al trabajo), pero, por otra, no querían alentar a los «ociosos». En la práctica, eso provocó que las jefaturas de los campos pusieran límites, a veces muy precisos, a cuántos prisioneros podían estar enfermos al mismo tiempo, y cuántos podían ser enviados a los lagpunkts de recuperación.[54]

Si había más enfermos, tendrían que esperar. Es característica la historia de un prisionero de Ustvimlag, que declaró varias veces que estaba enfermo y que no podía trabajar. Según el informe oficial archivado después: «Los trabajadores médicos no prestaron atención a sus protestas, y fue enviado a trabajar. No estando en condición de hacerlo, se negó, por lo cual fue encerrado en la celda de castigo. Allí se le mantuvo cuatro días, después de lo cual se le llevó muy debilitado al hospital, donde murió».[55]

El reducido número fijado de permisos por enfermedad hacía que los médicos se hallaran bajo presiones encontradas y terribles. Podían ser censurados o incluso condenados, si morían demasiados prisioneros enfermos, al haberles denegado la entrada al hospital del campo.[56] Podían ser también amenazados por los elementos más violentos y agresivos de la élite criminal del campo, que querían verse libres del trabajo. Si el médico del campo prescribía descanso a los auténticos enfermos, tenía que soportar la presión de los delincuentes.

Cuando llegó a trabajar como feldsher en un lagpunkt de delincuentes, Karol Colonna-Czosnowski fue advertido de que su predecesor había sido «muerto a cuchilladas» por sus pacientes. En su primera noche en el campo se enfrentó con un hombre que llevaba un pico y que exigía ser eximido del trabajo al día siguiente. Karol afirma que consiguió sorprenderlo y echarlo de la cabaña de feldsher. Al día siguiente hizo un trato con Grisha, el jefe de los hampones del campo: además de los verdaderamente enfermos, Grisha le daría los nombres de dos personas más al día a quienes exoneraría del trabajo.[57]

Aun en el caso de que un prisionero finalmente ingresara al hospital, con frecuencia descubría que la calidad del cuidado médico variaba mucho. Los campos más grandes tenían hospitales provistos de personal y medicinas. El hospital central de Dalstrói, en la ciudad de Magadán, era conocido por poseer el equipo más moderno, así como por su personal integrado por los mejores médicos prisioneros, a menudo especialistas de Moscú. Aunque la mayoría de los pacientes eran agentes del NKVD o empleados del campo, algunos prisioneros afortunados también eran tratados por los especialistas allí y en otras partes: mientras cumplía condena en los campos, a Leonid Finkelstein se le permitió consultar a un dentista.[58] Algunos de los lagpunkts de inválidos también estaban bien equipados, y parecen haber tenido el propósito de velar por la recuperación de los prisioneros. Tatiana Okunevskaya fue enviada a uno, y se maravilló de los espacios abiertos, los amplios barracones, los árboles: «¡No los había visto en años! ¡Y era primavera!».[59]

En los hospitales de los lagpunkts más pequeños, la situación era mucho más deprimente. En uno de ellos, en el lagpunkt de Sevurallag, «el tratamiento y la documentación eran deficientes», según Isaac Vogelfanger, que había sido cirujano jefe del campo. Peor todavía,

… las raciones alimenticias eran sumamente inadecuadas y había muy pocos fármacos disponibles. Los casos de cirugía, las fracturas y heridas musculares graves, eran mal atendidos y descuidados. Rara vez, como después supe, se daba de alta a los pacientes para que volvieran al trabajo. Al ser ingresados con signos terminales de desnutrición, la mayoría de ellos moría en el hospital.[60]

Peores eran los barracones, o más bien depósitos de cadáveres, para los enfermos terminales. En uno de ellos, establecido para los prisioneros con disentería, «los pacientes yacían en cama durante semanas. Si tenían suerte, se curaban, pero era más frecuente que se murieran. No había tratamiento, ni medicinas … los pacientes solían ocultar una muerte durante tres o cuatro días para quedarse con la ración del fallecido».[61]

Aunque se puede decir que muchos médicos de los campos salvaron la vida a muchas personas, no todos necesariamente mostraban una inclinación a ayudar. Algunos, desde su situación privilegiada, habían llegado a simpatizar más con los jefes que con los «enemigos» a quienes estaban obligados a tratar. Una doctora de la sección del hospital de un campo, que era la esposa del jefe, fue efectivamente censurada por la inspección porque «retrasaba el ingreso de los enfermos graves en el hospital, no exoneraba a los enfermos del trabajo, era grosera con ellos y los expulsaba de la enfermería».[62]

Hubo casos en que los médicos trataron mal a sabiendas a los pacientes prisioneros. Cuando trabajaba en un campo minero a comienzos de los años cincuenta, a Leonid Trus le aplastaron la pierna. El médico del campo vendó la herida, pero era necesario hacer algo más. Trus había perdido mucha sangre, y estaba comenzando a sentir mucho frío. Como el campo no tenía instalaciones para efectuar transfusiones de sangre, los mandos del campo lo enviaron, en la caja de un camión, al hospital local. Semiconsciente, oyó al médico que decía a la enfermera que comenzara la transfusión. El amigo que lo acompañaba dio sus datos personales: nombre, edad, sexo, lugar de trabajo, después de lo cual el médico interrumpió la transfusión. Ese tipo de auxilio no debía darse a un prisionero. Trus recuerda que le administraron algo de glucosa, gracias a su amigo que pagó un soborno, y algo de morfina. Al día siguiente, le amputaron la pierna:

El cirujano estaba tan convencido de que no sobreviviría, que ni siquiera hizo la operación él mismo, sino que la encargó a su esposa, una terapeuta que estaba tratando de ser acreditada como cirujana. Después me dijeron que ella lo hizo todo bien, que sabía lo que estaba haciendo, excepto que pasó por alto algunos detalles. No los había olvidado, pero no creía que yo viviría, y por tanto no importaba si estos detalles médicos se cumplían. Y mire, ¡seguí viviendo![63]

Tampoco los médicos del campo, amables o indiferentes, estaban necesariamente preparados. Aquellos que tenían el título podían ser de los mejores especialistas de Moscú cumpliendo sentencias de reclusión, como ser charlatanes que no sabían nada de medicina, pero que fingían conocimientos para conseguir un puesto de categoría. Ya en 1932, la OGPU se quejaba de la escasez de personal médico calificado.[64] Esto significaba que los prisioneros con título de medicina eran la excepción a las reglas que regulaban los trabajos «de confianza»: cualquiera que fuera el acto contrarrevolucionario que teóricamente hubieran cometido, siempre se les permitía ejercer la medicina.[65]

Esta escasez hacía que se capacitara a los prisioneros como enfermeros y feldshers, con una preparación que era muchas veces elemental. Evgeniya Guinzburg se formó como enfermera después de pasar «varios días» en un hospital de campo, aprendiendo el arte de «ahuecar las manos» y cómo poner una inyección.[66] Alexander Dolgun, que había aprendido en un campo las tareas básicas del cargo de feldsher, fue puesto a prueba después de haber sido trasladado a otros campos. Un funcionario, desconfiando de su preparación, le ordenó que hiciera una autopsia; «realicé la mejor actuación que pude y procedí como si lo hubiera hecho cono frecuencia».[67] Para conseguir el trabajo de feldsher, Janusz Bardach también mintió: afirmó que cursaba el tercer año de medicina cuando en realidad no había entrado todavía a la universidad.[68]

Los resultados eran previsibles. Al llegar a su primer puesto como médico convicto en Sevurallag, Isaac Vogelfanger, que era un cirujano titulado, se sorprendió al observar que el feldsher local trataba los forúnculos del escorbuto (un síntoma causado por la desnutrición, no por una infección) con yodo. Después, vio que ciertos pacientes murieron porque un doctor sin preparación insistió en inyectarles una solución casera hecha de azúcar.[69]

Nada de esto habría sorprendido a los mandos del Gulag, uno de los cuales se quejaba en una carta a su jefe en Moscú de la escasez de doctores: «En varios lagpunkts, el auxilio médico es ofrecido por enfermeros autodidactas, prisioneros sin ningún tipo de preparación médica».[70] Los mandos sabían que los servicios médicos eran deficientes, los prisioneros también, y no obstante continuaron funcionando igual que siempre.

Incluso con todas sus deficiencias, aun cuando los doctores eran corruptos, los dispensarios mal equipados, la medicación escasa, tan atractiva les parecía la vida en el hospital o la enfermería a los prisioneros, que para ingresar en ellos no solo eran capaces de herir o amenazar a los médicos, sino también de herirse a sí mismos. Como soldados que tratasen de evitar el campo de batalla, los zeks practicaban el samorub, «automutilación», y la mastyrka, «fingirse enfermos», en un intento desesperado de salvar la vida. Algunos creían que finalmente recibirían una amnistía para inválidos. Tantos lo creían que el Gulag al menos una vez emitió una declaración negando que se soltaría a los inválidos (aunque esto se hizo de manera ocasional).[71] La mayoría, sin embargo, estaban satisfechos simplemente con evitar el trabajo.

El castigo por automutilación era especialmente severo: un aumento de la condena en el campo. Quizá esto reflejaba el hecho de que un trabajador inválido era una carga para el Estado y un lastre para el plan de producción. «La automutilación era castigada cruelmente, como un sabotaje», escribió Zhigulin.[72] Un prisionero cuenta la historia de un ladrón que se cortó cuatro dedos de la mano izquierda. Sin embargo, en vez de ser enviado a un campo de inválidos, lo hicieron sentar en la nieve a observar a los que trabajaban. Se le prohibió moverse, bajo pena de aplicarle la ley de fugas; «muy pronto él mismo pidió una pala y moviéndola como una muleta, con la mano que le quedaba, picaba la tierra helada, llorando y maldiciendo».[73]

Sin embargo, muchos prisioneros pensaban que los beneficios potenciales merecían que valiera la pena correr el riesgo. Algunos de los métodos eran rudimentarios. Los delincuentes eran famosos por cortarse sencillamente el dedo medio, el anular y el índice con un hacha, de modo que no podían talar árboles ni llevar carretillas en las minas. Algunos se cortaban un pie o una mano, o se frotaban los ojos con ácido. Y otros, al salir para el trabajo, se envolvían un peal húmedo alrededor del pie, y por la noche regresaban con una congelación de tercer grado.

Pero también se utilizaban métodos más sutiles. El delincuente más audaz robaba una jeringa y se inyectaba jabón disuelto en el pene: la eyaculación resultante parecía el síntoma de una enfermedad venérea. Otro prisionero encontró el modo de fingir silicosis, una enfermedad pulmonar. Primero limó un poco un anillo de plata que había logrado conservar entre sus pertenencias, después mezcló la limadura con tabaco, y se lo fumó. Aunque no sentía nada, se presentó en el hospital tosiendo del modo en que tosen los enfermos de silicosis.[74]

Los prisioneros también intentaban crear infecciones o dolencias largas. Gustav Herling vio a un prisionero poner el brazo al fuego, cuando pensó que nadie lo veía; lo hacía una vez al día, lo mejor para mantener viva una herida misteriosamente persistente.[75] Para ponerse enfermo, Anatoli Zhigulin bebió agua helada y después salió a respirar aire frío, lo cual hizo que la temperatura le subiera hasta el punto de permitirle ser excusado del trabajo: «¡Oh, diez días felices en el hospital!».[76]

Los prisioneros también fingían locura. Bardach, durante su trayectoria de feldsher, trabajó un tiempo en la sala psiquiátrica del hospital central de Magadán. Allí, el principal método para desenmascarar a los falsos esquizofrénicos era ponerlos en una sala con verdaderos esquizofrénicos. «En unas horas, muchos prisioneros, incluso los más decididos, tocaban la puerta para salir.»[77]

Había también un procedimiento establecido para descubrir a aquellos prisioneros que intentaban fingir parálisis, según Elinor Lipper. El paciente era colocado en la mesa de operaciones y se le daba un poco de anestesia. Cuando se despertaba, los médicos lo ponían de pie. Inevitablemente, cuando lo llamaban por su nombre, daba unos pasos antes de recordar que debía desplomarse.[78]

Pero también había doctores que ayudaban a los pacientes a encontrar métodos de automutilación. Alexander Dolgun, aunque muy débil y con una diarrea incontrolable, no tenía una fiebre lo bastante alta para ser excusado del trabajo. Sin embargo, cuando dijo que era estadounidense al médico del campo, un letón educado, este se alegró: «Me moría por encontrar alguien con quien practicar inglés», dijo, y le enseñó el modo de infectar una pequeña herida. Eso le produjo un enorme forúnculo en el brazo, suficiente como para impresionar a los guardias del MVD que inspeccionaban el hospital con la gravedad de su mal.[79]

Una vez más, la idea de la moral se invertía. En el mundo libre, un médico que deliberadamente provocara una enfermedad en sus pacientes no sería considerado un buen hombre. En los campos, sin embargo, un médico así era venerado como un santo.

«VIRTUDES ORDINARIAS»

No todas las estrategias para sobrevivir en los campos se derivaban necesariamente del propio sistema. Tampoco implicaban la colaboración, la crueldad o la automutilación. Si algunos prisioneros (quizá la inmensa mayoría) lograron mantenerse vivos manipulando las normas del campo en su provecho, también hubo otros que se fortalecieron en lo que Tzvetan Todorov, en su libro sobre la moralidad del campo de concentración, denomina las «virtudes ordinarias»: el afecto, la amistad, la dignidad y la vida intelectual.[80]

El afecto adoptó múltiples formas. Había prisioneros, como hemos visto, que formaron sus propias redes de ayuda para sobrevivir. Los miembros de los grupos étnicos que dominaban algunos campos a finales de los años cuarenta (ucranianos, bálticos, polacos) crearon sistemas de asistencia mutua. Algunos construyeron redes de relaciones independientes durante años en los campos. Y otros hicieron dos o tres amigos íntimos. Quizá el caso más famoso de estas amistades del Gulag sea el de Ariadna Efron, hija de la poetisa Marina Tsvetaeva, y su amiga Ada Federolf. Hicieron grandes esfuerzos para permanecer juntas, tanto en los campos como en el destierro, y después publicaron sus memorias conjuntamente en un volumen. En cierto momento de su relato, Federolf cuenta cómo se reunieron después de una larga separación cuando Efron fue llevada en un transporte diferente:

Era verano. Los primeros días fueron horribles. Nos llevaron a hacer ejercicio un día, el calor era insoportable. Entonces, de repente, un nuevo transporte de Ryazan y… Alya. Me ahogaba la felicidad, la llevé a la litera superior, cerca del aire fresco … Esa es la felicidad del prisionero, simplemente encontrar a una persona.[81]

Muchos coinciden en esto. «Es muy importante tener un amigo, una persona de confianza, que no te abandonará en los momentos difíciles.»[82] Había límites naturalmente; Janusz Bardach escribió de su mejor amigo del campo: «Ninguno de nosotros pidió nunca al otro comida, ni la ofreció. Ambos sabíamos que este tema debía ser sagrado si queríamos seguir siendo amigos».[83]

El respeto hacia los demás ayudaba a algunos a preservar su humanidad, y a otros el respeto por sí mismos. Las mujeres en particular hablaban de la necesidad de mantenerse limpias, o tan limpias como fuera posible, como una forma de preservar la dignidad. Olga Adamova-Sliozberg cuenta que una compañera de celda «lavaba y secaba el cuello blanco de su blusa y lo cosía de nuevo» cada mañana.[84] Otros hacían ejercicio o prácticas higiénicas rutinarias. Otra vez nos dice Bardach:

… pese a mi cansancio y al frío, seguí practicando los ejercicios rutinarios que había realizado en casa y en el Ejército Rojo, lavándome la cara y las manos en la bomba de agua. Quería conservar todo el orgullo que pudiera, separándome de aquellos prisioneros que había visto rendirse día a día. Primero dejaban de preocuparse por su aseo y su apariencia, después desatendían a sus compañeros y, finalmente, sus propias vidas. Si yo no tenía control sobre otra cosa, tenía el control del ritual que yo creía me libraría de la degradación y la muerte segura.[85]

Otros también practicaban disciplinas intelectuales. Muchísimos prisioneros escribían poesías, o las aprendían de memoria, repitiendo sus versos y los de otros para sí mismos una y otra vez, para después recitarlos a sus amigos.

Shalámov ha escrito que la poesía, en medio de «la simulación y el mal, el deterioro», lo salvó de encanallarse por completo. Este es el poema que escribió titulado «A un poeta»:

Comí como un animal, gruñendo por la comida.

Una simple hoja de papel de escribir

parecía un milagro

que cayera del cielo al oscuro bosque.

Bebía como una bestia, lamiendo el agua

humedeciéndome los largos mostachos,

midiendo la vida no por meses ni años

sino por horas.

Y cada anochecer,

sorprendido de estar vivo aún,

repetí versos

como si escuchara tu voz.

Y los susurraba como oraciones.

Y los veneraba como el agua de la vida,

como un icono salvado en una batalla,

como una estrella guiadora.

Eran el único vínculo con otra vida;

allí, donde el mundo nos asfixiaba

con la mugre cotidiana

y la muerte nos pisaba los talones.[86]

Solzhenitsin «escribió» poesía en los campos, componiéndola en su cabeza y recitándola después para sí mismo con la ayuda de una colección de palillos rotos; como cuenta su biógrafo Michael Scammell:

Ponía dos filas de diez palillos con su pitillera, una fila representaba las decenas y otra las unidades. Después recitaba sus versos en silencio, moviendo una «unidad» por cada verso o una «decena» por cada diez versos. El quincuagésimo y el centésimo verso eran memorizados con especial cuidado, y una vez al mes recitaba el poema completo. Si olvidaba un verso o lo colocaba fuera de su lugar, volvía a empezar una y otra vez hasta hacerlo bien.[87]

Quizá por razones parecidas, la oración ayudaba a algunos. Las memorias de un baptista, enviado a los campos postestalinistas en los años setenta, consisten casi por completo en relatos de cuándo y dónde rezó, y dónde y cómo ocultaba sus biblias.[88] Muchos autores de memorias han escrito sobre la importancia de las festividades religiosas. La Pascua se celebraba en secreto, como ocurrió un año en la prisión de tránsito de Solovki, o podía hacerse públicamente en los trenes de transporte: «El vagón se balanceaba, los cánticos eran inarmónicos y estridentes, los guardias golpeaban los flancos del vagón en cada parada, pero ellos seguían cantando».[89] La Navidad podía celebrarse en un barracón. Yuri Zorin, un prisionero ruso, recuerda con sorpresa el acierto con que los lituanos de su campo habían organizado la celebración navideña, una festividad que comenzaban a preparar con un año de antelación.[90]

Kazimierz Zarod estuvo entre los polacos que celebraron la Nochebuena de 1940 en un campo de trabajo con la guía de un sacerdote que iba calladamente diciendo misa en cada barracón del campo esa noche:

Sin la ayuda de la Biblia o un devocionario, comenzó a decir las palabras de la misa, el latín habitual, pronunciado en un murmullo apenas audible y respondido en voz tan baja que era como un suspiro.

«Kyrie eleison, Christe eleison». Señor ten piedad de nosotros. Cristo ten piedad de nosotros. «Gloria in excelsis Deo…!»

Las palabras nos redimían y la atmósfera de la cabaña, siempre brutal y tosca, cambió de manera imperceptible; los rostros vueltos hacia el sacerdote, se suavizaban y distendían, mientras que los hombres se esforzaban por escuchar el murmullo apenas perceptible.

«Todo claro», dijo el hombre que permanecía sentado observando desde la ventana.[91]

Muchas personas educadas sobrevivieron espiritual y físicamente, al emprender algún proyecto intelectual o artístico más ambicioso. Pues aquellos con dones o talento artístico con frecuencia encontraban un uso práctico para ellos. En un mundo de constante escasez, por ejemplo, donde las posesiones más elementales tenían un gran significado, las personas que podían proporcionar algo que los demás necesitaban estaban constantemente solicitadas.

No todos los objetos que los prisioneros producían para los demás eran necesariamente de carácter utilitario. Los servicios de Anna Andreieva, una artista, estaban en constante demanda y no solo por parte de prisioneros. Los mandos del campo le pidieron que decorara una lápida para un funeral, que reparara la loza y los juguetes, y que los elaborara también: «Hacíamos de todo para los jefes, lo que necesitaran o pidieran».[92] Un prisionero grababa pequeños souvenirs para otros prisioneros en colmillos de mamut: brazaletes, miniaturas con temas «del norte», anillos, medallones, botones.[93]

El museo de la Sociedad Memoria de Moscú, fundada por antiguos prisioneros y dedicada a divulgar la historia de la represión en tiempos de Stalin, está hoy día lleno de objetos, retazos de encaje, baratijas hechas a mano, naipes pintados e incluso pequeñas obras de arte (pinturas, dibujos, esculturas), que preservaron los prisioneros, llevándoselas a casa y donándolas después.

Los bienes que los prisioneros aprendieron a suministrar no siempre eran objetos tangibles. Aunque parezca extraño, en el Gulag era posible cantar, danzar o actuar, para salvar la vida. Esto es exacto sobre todo respecto a los prisioneros con talento artístico en los campos más grandes, donde había jefes más sofisticados que deseaban alardear de sus orquestas y compañías de teatro. Si el jefe de Ujtizhemlag aspiraba a mantener una verdadera compañía de ópera, como algunos lo hicieron, esto equivalía a salvar la vida de decenas de cantantes y bailarines. Como mínimo podrían tener tiempo libre para ensayar. Más importante todavía era que podían recuperar algún sentimiento de humanidad. «Cuando los actores estaban en escena, olvidaban la constante sensación de hambre, la carencia de derechos, el convoy que los esperaba con perros guardianes en la entrada», escribió Aleksandr Klein.[94]

Algunas veces las recompensas eran incluso superiores. Un documento de Dmitlag describe el vestuario especial que fue entregado a los integrantes de la orquesta del campo —que incluía las codiciadas botas de los funcionarios— y las órdenes al jefe del lagpunkt de ponerlos en barracones especiales.[95]

En los campos más pequeños, los artistas obtenían mejores condiciones. Georgi Feldgun recibió comida extra cuando estaba en un campo de tránsito, después de tocar el violín para un grupo de hampones. Sintió que la experiencia era muy rara: «Aquí estamos nosotros, en el confín del mundo, en el puerto de Vanino… y estamos tocando la música eterna, escrita hace más de 200 años. Tocamos Vivaldi para cincuenta gorilas».[96]

Dmitri Panin describió a un payaso profesional de Odessa que actuó toda su vida, sabiendo que si hacía reír a los mandos del campo, se salvaría de ser transferido a un campo de castigo: «La única incongruencia de esta alegre danza estaba en los grandes ojos negros del payaso, que parecían estar implorando piedad. Nunca he visto una actuación tan emotiva».[97]

De todas las formas de sobrevivir mediante la colaboración con los mandos, «salvarse» actuando en el teatro del campo o participando en alguna actividad cultural era el método que les parecía a los prisioneros menos problemático moralmente. Quizá se debía a que otros prisioneros también se beneficiaban en alguna medida. Incluso aquellos que no recibían un trato especial, el teatro les brindaba un gran apoyo moral, lo cual también es necesario para sobrevivir. «Para los prisioneros, el teatro era una fuente de felicidad, era amado, adorado», escribió uno de ellos.[98] Gustav Herling recuerda que al asistir a los conciertos, «los prisioneros se quitaban la gorra en la puerta, se sacudían la nieve de las botas en el pasillo exterior, y ocupaban su lugar en los bancos con una ceremoniosa antelación y una reverencia casi religiosa».[99]

Quizá eso era porque aquellos cuyo talento artístico les permitía vivir mejor les inspiraban admiración, no envidia ni odio. Tatiana Okunevskaya, la estrella de cine enviada a los campos por negarse a dormir con Abákumov, el jefe del contraespionaje soviético, era reconocida en todas partes y todos la ayudaban. Durante un concierto del campo, sintió que le tiraban a las piernas cosas que parecían piedras; al mirar hacia abajo, se dio cuenta de que eran latas de piña mexicana, una exquisitez inimaginable, que un grupo de ladrones había comprado para ella.[100]

Nikolái Starostin, el jugador de fútbol, también era muy respetado por los urki, quienes se pasaron el mensaje: no toquéis a Starostin. Por las noches, cuando comenzaba a contar anécdotas de fútbol, las «partidas de cartas se interrumpían» y los prisioneros se agrupaban a su alrededor. Cuando llegaba a un nuevo campo, solían ofrecerle una cama limpia en el hospital del campo: «Era la primera cosa que me daban, dondequiera que llegara, si, entre los médicos o los mandos, había un aficionado».[101]

Un gran número de prisioneros políticos que escribieron memorias (y esto puede explicar por qué las escribieron) atribuyen su supervivencia a su capacidad de «contar historias»: de entretener a los delincuentes prisioneros contándoles el argumento de novelas o películas. En el mundo de los campos y las prisiones, donde los libros son escasos y las películas una rareza, un buen narrador de historias es muy apreciado. Leonid Finkelstein dice: «Siempre estaré agradecido al ladrón que, en mi primer día de prisión, reconoció ese potencial en mí, y dijo: “Probablemente has leído muchos libros. Cuéntaselos a la gente, y vivirás muy bien”. Y en efecto vivía mejor que los demás. Gozaba de cierta notoriedad, de cierta fama… Me encontraba con personas que me decían: “Tú eres Leonchik-Romanist [Leonchik, el narrador de historias], oí hablar de ti en Taishet”». Debido a su aptitud, Finkelstein fue invitado, dos veces al día, a la cabaña del jefe de brigada, donde recibía un jarro de agua. En la cantera donde él trabajaba, «eso significaba la vida». Finkelstein descubrió que los clásicos rusos y extranjeros funcionaban mejor: tenía mucho menos éxito contando los argumentos de las novelas soviéticas más recientes.[102]

Lo mismo les ocurrió a otros. En el tren caluroso y mal ventilado que la llevaba a Vladivostok, Guinzburg descubrió que «recitar poesía tenía sus ventajas… Por ejemplo, después de cada acto de La desgracia de ser de Griboyedov, me ofrecían un sorbo de agua del jarro de alguna persona como premio por los “servicios a la comunidad”».[103]

Aleksandr Wat contó Rojo y negro de Stendhal a un grupo de bandidos mientras estaba en prisión.[104] Alexander Dolgun contó el argumento de Los miserables,[105] Janusz Bardach la historia de Los tres mosqueteros: «Sentía ascender de categoría en cada lance inesperado».[106] En respuesta a los ladrones que despreciaban a los políticos hambrientos como “gusanos”, Colonna-Czosnowski se defendió contándoles «mi propia versión de una película, debidamente aderezada para conseguir el mayor efecto dramático, que había visto en Polonia unos años antes. Era una historia de “ladrones y policías”, que tenía lugar en Chicago, en que figuraba Al Capone. Por si acaso, puse a Bugsy Malone, e incluso a Bonnie y Clyde. Decidí incluir todo lo que podía recordar, más algunas mejoras que improvisé sobre la marcha». La historia impresionó a los oyentes, y le pidieron al polaco que la repitiera muchas veces: «Como niños, escuchaban con atención. No les importaba escuchar la misma historia una y otra vez. Como a los niños, también les gustaba que utilizara las mismas palabras cada vez. Y advertían el más ligero cambio o la más pequeña omisión … a las tres semanas de mi llegada, yo era un hombre distinto».[107]

Mas el talento artístico no siempre proporcionaba al prisionero dinero o pan para salvarle la vida. Alexéi Smirnof, uno de los principales defensores de la libertad de prensa en la Rusia actual, cuenta la historia de dos literatos que, mientras estaban en los campos, crearon un poeta francés ficticio del siglo XVIII, y escribieron un poema de la época en francés.[108]

Incluso a Irena Arguinskaya la ayudó su sensibilidad estética. Años después de su liberación, todavía hablaba de la «belleza increíble» del extremo norte, donde el crepúsculo y la visión de los espacios abiertos y los extensos bosques la dejaban sin respiración.[109]

Y, sin embargo, la belleza no siempre ayuda a todos, y su percepción es algo subjetivo. Rodeada por la misma taiga, el mismo espacio abierto, los mismos paisajes imponentes, a Nadezhda Ulianovskaya este paisaje solo le inspiraba repugnancia: «Casi contra mi voluntad, recuerdo los grandiosos amaneceres y crepúsculos, los pinares, las brillantes flores que por alguna razón no tenían perfume».[110]

Tan perpleja me dejó su comentario que cuando visité el extremo norte en la canícula, miré con otros ojos los amplios ríos y los bosques infinitos de Siberia, el paisaje lunar vacío que es la tundra ártica. En las afueras del lagpunkt de Vorkutá, incluso recogí un puñado de flores silvestres árticas para ver si tenían perfume. Lo tienen. Quizá Ulianovskaya simplemente no deseaba percibirlo.

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