Gulag

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III - El auge y la caída del compelajo industrial de campos, 1940-1986 » 19 - Comienza la guerra

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Comienza la guerra

Yo era un soldado, ahora soy un prisionero.

Mi alma está helada, mi lengua, en silencio.

¿Qué poeta, qué artista

podrá narrar mi terrible cautiverio?

Y los malvados cuervos no saben

qué clase de sentencia nos dieron

cuando nos martirizaban, cuando nos perseguían

de la prisión al destierro, al campo.

¡Pero los prodigios suceden! Sobre la cantera

una estrella libre brilla.

Aunque mi alma esté helada, no está rota.

Aunque mi lengua esté muda, ¡hablará!

LEONID SITKO, 1939[1]

El 1 de septiembre de 1939, fecha de la invasión alemana de Polonia occidental, marca para la memoria colectiva occidental el inicio de la Segunda Guerra Mundial. En cambio, para la conciencia histórica rusa, ni ese día, ni el 15 de septiembre de 1939, día de la invasión soviética de la Polonia oriental, cuentan como la fecha en que se inició la contienda. Pese a su espectacularidad, esta invasión conjunta, preparada durante la negociación que desembocó en el pacto de Hitler y Stalin, no afectó a la mayoría de los ciudadanos soviéticos.

En cambio, ningún ciudadano soviético ha olvidado jamás el 22 de junio de 1941, el día en que Hitler lanzó la operación Barbarroja, el ataque sorpresa contra sus aliados soviéticos. Karlo Stajner, entonces prisionero en Norilsk, oyó las noticias en la radio del campo:

De pronto se interrumpió la música y oímos la voz de Molótov hablando del «ataque traidor» nazi contra la Unión Soviética. Después de unas cuantas palabras, el programa dejó de emitirse. Había cerca de cien personas en los barracones, pero uno podría haber oído la caída de un alfiler: todos nos mirábamos fijamente uno al otro. El que estaba junto a Vasily dijo: «Todo ha terminado para nosotros».[2]

Acostumbrados a la idea de que cualquier acontecimiento político importante era malo para ellos, los presos políticos escucharon las noticias de la invasión con especial horror. Estaban en lo correcto al hacerlo: los «enemigos del pueblo», ahora considerados como una quinta columna potencial, fueron objeto en algunos casos de una represión más dura.

Los jefes de Kolimá suspendieron el derecho de los presos políticos a leer cartas y periódicos y suprimieron su acceso a la radio. En todas partes menudearon los registros, los recuentos matinales se hicieron más prolongados. Los jefes de los lagpunkts organizaron barracones especiales de máxima seguridad para los prisioneros de origen alemán. «Todos los Burgs, Bergs y Steins, a la izquierda», llamaban los guardias indicando a Evgeniya Guinzburg que se uniera a ellos. Logró meterse en la oficina de registro y distribución, donde persuadió al inspector de que cotejara su nacionalidad y ciudadanía: «Esta debe de haber sido la primera vez en la historia del mundo que ser judía era una ventaja».[3]

Los mandos de Karlag sacaron a todos los prisioneros de origen alemán y finlandés de la fábrica de procesamiento de madera del campo, y los enviaron a talar árboles. Un prisionero estadounidense de origen finlandés recordaba: «Después de cinco días, la fábrica dejó de producir porque los finlandeses y los alemanes eran los únicos especialistas que sabían hacer el trabajo… Sin permiso de Moscú, nos llevaron de nuevo a la fábrica».[4]

El cambio más notorio, para los afectados por ella, fue la orden (también dictada el 22 de junio de 1941) que prohibía dejar los campos a los prisioneros condenados por «traición a la patria, espionaje, terrorismo, diversionismo, trotskismo, tendencias derechistas y bandolerismo» (en otras palabras, todos los presos políticos). Este decreto fue llamado «condena complementaria», aunque era en verdad una orden administrativa, no una nueva sentencia. Según los documentos oficiales, 17 000 presos se vieron afectados de inmediato. Otros serían incluidos después.[5] Por lo general, no había advertencia previa: el día en que debían ser liberados, aquellos a quienes se aplicaba la orden simplemente recibían un documento que les ordenaba permanecer dentro de la alambrada «durante la duración de la guerra».[6] Muchos creyeron que eso significaba que permanecerían en la prisión para siempre. «Solo entonces comprendí la tragedia de mi situación», recuerda uno de ellos.[7]

La tragedia golpeó a las mujeres con hijos con más dureza que a los demás. Un prisionero polaco cuenta la historia de una mujer que había sido obligada a dejar a su hijo en una guardería fuera del campo. Cada día de su condena, no pensaba en otra cosa sino en recuperarlo. Entonces, cuando llegó el día de su puesta en libertad, se le dijo que no la podían dejar ir debido a la guerra: «Dejó el trabajo, y cayendo sobre la mesa, comenzó no a sollozar, sino a aullar como un animal salvaje».[8]

Para cualquiera que permaneciera dentro de la alambrada, la vida se tornó más penosa a medida que proseguía la guerra. Las nuevas leyes establecieron jornadas de trabajo más largas. Rehusar trabajar ya no solo era ilegal, sino un acto de traición. En enero de 1941, Chernishev, entonces jefe de la autoridad central del Gulag, envió una carta a los jefes de todos los campos y colonias penitenciarias, explicando el destino de veintiséis prisioneros. El sistema judicial del campo los había juzgado, encontrándolos culpables de rehusar trabajar, condenando a cinco de ellos a diez años más de prisión en el campo. El tribunal condenó a muerte a los veintiuno restantes. De forma terminante, Chernishev comunicaba a sus subordinados que «informaran a los prisioneros de todos los campos y las colonias de trabajo correccional» sobre estas sentencias.[9]

El mensaje circuló muy rápidamente. Todos los prisioneros, escribía Herling, sabían que «entre las ofensas más graves que podían cometerse en el campo a partir del 22 de junio de 1941 estaban la propagación del derrotismo y la negativa a trabajar, y que, en las nuevas regulaciones de defensa, se incluían en la categoría de “sabotaje al esfuerzo bélico”».[10]

Los resultados de estas políticas, aunados a la masiva escasez de alimentos, fueron terribles. Aunque las ejecuciones masivas no eran tan comunes como lo habían sido en 1937-1938, la tasa de mortalidad de los prisioneros en 1942-1943 fue la más alta de la historia del Gulag. Según la estadística oficial, calculada casi con seguridad a la baja, 352 560 prisioneros murieron en 1942, esto es, uno de cada cuatro. Uno de cada cinco, es decir, 267 826 murieron en 1943.[11] El número de prisioneros enfermos, aunque se calculaba oficialmente en el 22% en 1943 y en el 18% en 1944, fue probablemente más alto, pues el tifus, la disentería y otras epidemias se propagaron en los campos.[12]

Hacia enero de 1943, la situación se había vuelto tan desesperada que el gobierno soviético creó un «fondo» especial de alimentos para el Gulag: los prisioneros podían ser «enemigos», pero todavía eran necesarios para la producción de guerra. La situación alimentaria mejoró cuando el curso de la guerra se volvió favorable a la Unión Soviética, pero incluso con raciones adicionales, la cuota alimenticia al final de la guerra contenía un tercio menos de calorías que a finales de los años treinta.[13] En total, más de dos millones de personas murieron en los campos y colonias del Gulag durante los años de la contienda, sin tomar en consideración a quienes murieron en el destierro y en otros establecimientos de confinamiento. Más de 10 000 fueron ejecutados, por traición o sabotaje, siguiendo las órdenes de los fiscales de campo.[14]

Para situar estas cifras y cambios en su contexto, debe decirse que la población libre de la Unión Soviética también sufrió durante la guerra, y que los regímenes más estrictos y las reglas más severas afectaron a los trabajadores tanto dentro como fuera de los campos. Ya en 1940, a raíz de la invasión soviética de Polonia y los países bálticos, el Soviet Supremo estableció una jornada laboral de ocho horas y una semana laboral de siete días para todas las instituciones y fábricas. Aún más drásticamente, el régimen prohibió a todos los trabajadores dejar el centro de trabajo. Hacerlo se convirtió en un delito merecedor de una sentencia en el campo. La producción de bienes de «baja calidad» (el «sabotaje») también se convirtió en un delito, y las sentencias por otras infracciones se hicieron más duras. Los trabajadores acusados de birlar piezas de recambio, herramientas, papel o útiles de escritorio de sus centros de trabajo podían ser condenados a pasar un año en el campo o más.[15]

Las personas también morían de hambre fuera de los campos casi en la misma proporción que dentro de ellos. Durante el bloqueo alemán de Leningrado, las raciones de pan disminuyeron a cuatro onzas diarias, lo que no bastaba para sobrevivir, y no había combustible para la calefacción, lo cual hacía del invierno boreal un martirio. La gente cazaba aves y ratas, robaba la comida a los niños agonizantes, comía cadáveres, y cometía asesinatos para apoderarse de una cartilla de racionamiento. En suma, la Unión Soviética calcula que perdió veinte millones de sus ciudadanos durante la guerra. Entre 1941 y 1945, el Gulag no fue el único lugar donde hubo fosas comunes.

Una mayor reglamentación y normas más estrictas se dieron inmediatamente después de la declaración de guerra, pero también surgió el caos. La invasión alemana avanzaba con sorprendente celeridad. En las primeras cuatro semanas de «Barbarroja», casi todas las 319 unidades soviéticas comprometidas en el combate habían sido destruidas.[16] Hacia el otoño, las fuerzas nazis habían ocupado Kíev, sitiado Leningrado y parecían estar a punto de tomar Moscú.

Los puestos occidentales del Gulag fueron rebasados en los primeros días de la guerra. Los mandos habían cerrado todos los barracones restantes del archipiélago de Solovki en 1939, y habían trasladado a todos los prisioneros a prisiones continentales: consideraban que el campo estaba demasiado cerca de la frontera finlandesa.[17] (En el curso de la evacuación y la posterior ocupación finlandesa desapareció el archivo del campo. Fue destruido probablemente según se solía hacer, pero rumores nunca confirmados aseguran que los documentos fueron robados por el ejército finlandés, y que todavía están ocultos en una bóveda secreta del gobierno en Helsinki.)[18] En julio de 1941 las autoridades también dieron órdenes a Belbaltlag, el campo del canal del mar Blanco, de que evacuara a sus prisioneros, pero dejando allí los caballos y el ganado para el Ejército Rojo. No hay constancia de que este lograra hacer uso de ellos antes de que comenzara la invasión.[19]

En otras partes, el NKVD simplemente se dejó llevar por el pánico, y sobre todo en los territorios recién ocupados de Polonia oriental y los países bálticos, donde las cárceles estaban repletas de presos políticos. El NKVD no tenía tiempo para evacuarlos, pero difícilmente podía dejar a los «terroristas antisoviéticos» en manos de los alemanes. El 22 de junio, el mismo día de la invasión alemana, el NKVD comenzó a ejecutar a los reclusos de las prisiones de Lvov, la ciudad polaco-ucraniana cerca de la línea del frente germano-soviético. Sin embargo, mientras estaban realizando esta operación, un alzamiento dirigido por los ucranianos dominó la ciudad, obligando al NKVD a abandonar las prisiones. Envalentonados por la súbita ausencia de los guardias y el tronar de los disparos de la cercana artillería, algunos presos de la prisión de Brygidka, en el centro de Lvov, forzaron el paso hacia el exterior. Otros rehusaron salir, temiendo que los guardias estuvieran aguardando fuera de los portones, a la espera de matarlos con esta excusa.

Los que se quedaron pagaron por su error. El 25 de junio, el NKVD, reforzado por los guardias de frontera, regresó a Brygidka, liberó a los presos comunes «normales», y ametralló a los restantes presos políticos en las celdas subterráneas. Los carros y camiones en la superficie de la calle ahogaron el ruido de los disparos. Los reclusos de otras prisiones de la ciudad tuvieron un destino similar. En total, el NKVD mató unos 4000 prisioneros en Lvov, y los dejó en fosas comunes que apenas si hubo tiempo de cubrir con una fina capa de arena.[20]

Atrocidades parecidas ocurrieron en todas las regiones fronterizas. Tras la retirada soviética, el NKVD dejó a cerca de 21 000 prisioneros detrás y liberó otros 7000. Sin embargo, en un último estallido de violencia, las tropas del NKVD y los soldados del Ejército Rojo mataron cerca de 10 000 prisioneros en decenas de ciudades y pueblos polacos y bálticos: Nilno (Vilnius), Crochobycz, Pinsk.[21]

Más lejos de la frontera, y con más tiempo para los preparativos, el Gulag intentó organizar evacuaciones de prisioneros ordenadas. Tres años después, en una larga y pomposa recapitulación del esfuerzo bélico del Gulag, V. G. Nasedkin, su director en esa época, describió esas evacuaciones como «organizadas». Los planes habían sido «elaborados por el Gulag en coordinación con la nueva ubicación de la industria», declaró, aunque «en relación con las notorias dificultades de transporte, una proporción significativa de presos fueron evacuados a pie».[22] En realidad, no había habido planes, y las evacuaciones fueron realizadas bajo el influjo del terror, a menudo mientras las bombas alemanas caían por doquier. Con las «notorias dificultades de transporte» se refería a que las personas se asfixiaban hasta morir en los atestados vagones de tren, o a que las bombas los aniquilaron antes de que llegaran a su destino.

Sin embargo, era una experiencia relativamente rara para los prisioneros estar en un tren durante un bombardeo aéreo (aunque solo fuera porque muy pocas veces se les permitía subir a los trenes de evacuación). En los trenes que salían de los campos, las familias y el equipaje de los guardias y funcionarios del campo ocupaban tanto espacio que no había sitio para los prisioneros.[23] En otras partes se dio prioridad al equipo industrial antes que a las personas, tanto por razones prácticas como propagandísticas. Aplastada en Occidente, la cúpula soviética juró reconstruirse al este de los Urales.[24] Por consiguiente, esa «proporción significativa» de prisioneros (en verdad, la gran mayoría), que Nasedkin había dicho que «fue evacuada a pie», soportó largas marchas forzadas, cuya descripción resulta extrañamente similar a las marchas emprendidas por los prisioneros de los campos de concentración nazis cuatro años después: «No tenemos medios de transporte —dijo un guardia a un destacamento de prisioneros, mientras las bombas caían alrededor—. Aquellos que puedan caminar, que caminen. Protestad todo lo que queráis, caminaréis. A los que no puedan caminar, les pegaremos un tiro. No dejaremos a ninguno para los alemanes… Decidid vuestro destino».[25]

El veloz avance de los alemanes puso nervioso al NKVD, y cuando esto ocurría, comenzaban a disparar. El 2 de julio, los 954 presos de la cárcel de Czortków, en Ucrania occidental, emprendieron la marcha hacia el este. Por el camino, el oficial que escribió el subsiguiente informe identificó a 123 de ellos como nacionalistas ucranianos y los mató a tiros por «intento de rebelión y fuga». Después de caminar más de dos semanas, con el ejército alemán a unos 20 o 30 kilómetros, mató a los restantes 767 prisioneros.[26]

Aquellos que continuaron caminando a veces no tuvieron mejor suerte. M. Shteinberg, una presa política arrestada por segunda vez en 1943, describe así su evacuación de la prisión de Kirovograd:

Una luz solar cegadora lo inundaba todo. Al mediodía se volvió insoportable. Era Ucrania en el mes de agosto. Estábamos a 35 ºC cada día. Una muchedumbre de personas caminaba, y sobre ellas pendía una brumosa nube de polvo. No se podía respirar, era imposible…

Todos llevaban un atado entre los brazos. Yo también. Incluso había traído un abrigo, ya que sin uno es difícil sobrevivir en prisión. Sirve de almohada, de manta, de cobertor, para todo. En la mayoría de las prisiones no hay colchones, ni sábanas. Pero después de haber caminado treinta kilómetros con ese calor, tranquilamente dejé mi atado a la vera del camino. Sabía que no podía continuar cargándolo. La mayoría de las mujeres hicieron lo mismo. Aquellas que no lo hicieron después de los primeros treinta kilómetros, lo hicieron después de ciento treinta. Nadie lo cargó hasta el final. Cuando habíamos avanzado otros veinte kilómetros, me quité los zapatos y los dejé también…

Cuando pasamos Adzhamka llevé a rastras a mi compañera de celda, Sokolovskaya, durante treinta kilómetros. Era una anciana de más de setenta años, tenía el cabello cano… caminaba con gran dificultad. Se aferró a mí e iba hablando de su nieto de quince años con quien había vivido. El mayor terror de la vida de Sokolovskaya era el miedo de que él también fuese arrestado. Con lo difícil que me resultaba arrastrarla, comencé a tambalearme. Me dijo «descansa un poco, yo caminaré sola». Enseguida se quedó rezagada unos dos metros. Éramos las últimas en el convoy. Me di cuenta de que se había caído, y me volví; quería recogerla, pero vi cómo la mataron. La atravesaron con la bayoneta. Por la espalda. Ella no vio lo que pasaba. Estaba claro que ellos sabían cómo hacerlo. Ni siquiera se movió. Después, me di cuenta de que la suya había sido una muerte fácil, más fácil que la de otras. No vio la bayoneta. No tuvo tiempo de sentir miedo…[27]

En total, el NKVD evacuó 750 000 prisioneros de 27 campos y 210 colonias de trabajo.[28] Otros 140 000 fueron evacuados de 272 prisiones y enviados a nuevas prisiones en el este.[29] Una proporción significativa, aunque puede que nunca sepamos la cifra exacta, nunca llegó.

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