Gulag

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III - El auge y la caída del compelajo industrial de campos, 1940-1986 » 23 - La muerte de Stalin

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La muerte de Stalin

Durante las últimas doce horas la falta de oxígeno se agudizó. Su rostro y sus labios se ennegrecieron mientras sufría una lenta asfixia. Su agonía fue terrible. Literalmente lo vimos ahogarse hasta morir. Cuando parecía a punto de expirar, abrió los ojos y miró a cada uno de los que estábamos presentes en la habitación. Fue una mirada terrible, demencial o quizá furiosa, y llena de miedo a la muerte…

SVETLANA, hija de Stalin, describe los últimos momentos de su padre[1]

En los años treinta, muchos prisioneros soviéticos creían que el Gulag era un gran yerro, un enorme error que de alguna manera había pasado inadvertido a la amable mirada del camarada Stalin; hacia los años cincuenta muy pocos albergaban tales esperanzas. Según recuerda el médico de un campo, había una actitud franca: «La inmensa mayoría sabía y comprendía cómo era el hombre. Comprendían que era un tirano, que tenía a un gran país en la palma de la mano, y que el destino de cada prisionero, de alguna manera, estaba unido al de Stalin».[2]

Durante los últimos años de vida de Stalin, los prisioneros políticos rogaban por su caída, hablaban constantemente de su muerte, aunque con sutileza, para no atraer la atención de los delatores. Aunque estaba enfermo, mantuvieron la cautela. Cuando Maya Ulianovskaya escuchó la noticia de la que sería su última enfermedad respondió con prudencia: «¿Ah, sí? Cualquiera puede enfermar. Sus médicos son buenos, lo curarán», pues la mujer que la dio era considerada una delatora.[3]

Cuando su muerte fue anunciada por fin, el 5 de marzo de 1953, algunos mantuvieron la cautela. En Mordovia, los presos políticos ocultaron su emoción celosamente, al temer que eso pudiera significar una segunda condena.[4] En Kolimá, las mujeres «gimieron y sollozaron por el fallecido».[5] En un lagpunkt de Norilsk, los prisioneros se reunieron en el patio y solemnemente escucharon la noticia de la muerte del «gran líder del pueblo soviético y de los hombres libres del mundo». Siguió un largo silencio. Entonces un prisionero levantó la mano: «Ciudadano jefe, mi esposa me ha enviado algún dinero, está en mi cuenta. No tiene ninguna utilidad aquí, de modo que me gustaría gastarlo en un ramo para nuestro amado líder. ¿Puedo hacerlo?».[6]

Pero otros se regocijaron abiertamente. En Steplag, hubo voces y gritos de celebración. En Viatlag, los prisioneros lanzaron sus gorras al aire y gritaron: «¡Hurra!».[7] Cualesquiera fueran sus sentimientos y se atrevieran o no a mostrarlos, los prisioneros y desterrados se convencieron de inmediato de que las cosas cambiarían. En el destierro en Karaganda, Olga Adamova-Sliozberg oyó las noticias, comenzó a temblar y se cubrió el rostro con las manos de modo que sus sospechosos colegas no viesen su alegría: «Ahora o nunca. Todo va a cambiar. Ahora o nunca».[8]

En otro lagpunkt de Vorkutá, Bernhard Roeder oyó la noticia en la radio del campo, mientras se estaba poniendo su traje de minero:

Comenzaron a intercambiar miradas furtivas, el odio refulgía triunfante, murmullos, tartamudeos, gestos emocionados, pronto la sala se vació. Todos se apresuraron a divulgar la buena noticia … No se trabajó ese día en Vorkutá. La gente estaba en grupos, hablando alborotadamente … oímos a los guardias en las atalayas telefoneándose nerviosamente, y poco después, los primeros borrachos peleando.[9]

Entre los jefes de campo reinaba la confusión. Olga Vasileeva, que entonces trabajaba en la central del Gulag en Moscú, recuerda que lloró abiertamente: «Lloré y muchos otros lloraron, hombres y mujeres, todos lloraban sin esconderse…».[10] Al igual que millones de sus compatriotas, los empleados del Gulag lloraban no solo por el dirigente muerto, sino también de miedo por sí mismos y sus puestos de trabajo. El propio Jruschov escribió: «No solo lloraba por Stalin. Estaba profundamente preocupado por el futuro del país. Había oído decir que Beria comenzaba a dar órdenes a todos los que lo rodeaban y que esto podía ser el comienzo del fin».[11]

Por «el fin», por supuesto, quería decir su propio fin: de seguro que la muerte de Stalin desataría un nuevo derramamiento de sangre. Tal como Jruschov había temido, Beria, que apenas podía contener su júbilo ante el cadáver de Stalin, asumió el poder y comenzó a hacer cambios con asombrosa rapidez. El 6 de marzo, antes de que Stalin hubiera sido enterrado, anunció la reorganización de la policía secreta. Dio instrucciones a su jefe de transferir la responsabilidad del Gulag al Ministerio de Justicia, manteniendo solo los campos de destino especial para presos políticos bajo la jurisdicción del MVD. Transfirió muchas empresas del Gulag a otros ministerios, forestales, de minería o manufacturas.[12] El 12 de marzo, Beria también canceló más de veinte de los proyectos emblemáticos del Gulag, fundándose en que no «satisfacían las necesidades de la economía nacional».

Dos semanas después, Beria escribió un memorándum al Presidium del Comité Central, exponiendo la situación de los campos de trabajo con sorprendente claridad. Informó que había 2 526 402 reclusos, de los cuales solo 221 435 eran realmente «peligrosos para el Estado», y abogó en favor de soltar a muchos de los que quedaban:

Entre los prisioneros hay 438 788 mujeres, de las que 6286 están embarazadas y 35 505 están acompañadas por niños menores de dos años. Muchas mujeres tienen hijos menores de diez años, que están siendo criados por parientes o en hogares infantiles.

De los prisioneros, 238 000 son ancianos (hombres y mujeres de más de 50 años) y 31 381 son jóvenes cuya edad está por debajo de los 18 años, la mayoría condenados por hurtos y vandalismo.

Cerca de 198 000 prisioneros que viven en los campos padecen enfermedades graves e incurables, y son incapaces de trabajar.

Es sabido que los prisioneros en los campos … dejan a sus parientes y allegados en situación muy precaria, con frecuencia rompiendo la familia, lo que acarrea consecuencias sumamente negativas, que arrastran el resto de su vida.[13]

Con estos argumentos de carácter humanitario, Beria pidió que se concediera una amnistía a todos los prisioneros con sentencias de cinco años o menos, a todas las mujeres embarazadas, a todas las mujeres con hijos pequeños y a todos los menores de dieciocho años (un millón de personas en total). La amnistía fue anunciada el 27 de marzo. La liberación comenzó de inmediato.[14]

Una semana después, el 4 de abril, Beria también suspendió la investigación de la conspiración de los médicos. Este fue el primero de los cambios visibles para el gran público. El anuncio apareció en Pravda: «Las personas acusadas de conducta inapropiada en la investigación han sido arrestadas y afrontarán la responsabilidad penal».[15]

Las implicaciones eran notorias: había sido descubierto que la justicia estalinista era deficiente. En secreto, Beria hizo otros cambios. Prohibió que los cuadros de la policía secreta utilizaran la fuerza física contra los arrestados, poniendo fin a la tortura.[16] Intentó liberalizar la política hacia Ucrania occidental, los países bálticos, e incluso Alemania oriental, dando marcha atrás en las políticas de sovietización y rusificación que, en el caso de Ucrania, habían sido implementadas por el propio Jruschov.[17] En lo referente al Gulag, el 16 de junio puso todas sus cartas sobre la mesa y declaró abiertamente su intención de «liquidar el sistema de trabajo forzado, fundándose en su ineficiencia económica y su falta de perspectiva».[18]

Hasta hoy, los motivos de Beria para hacer estos rápidos cambios constituyen un misterio. Muchos han tratado de otorgarle el perfil de un liberal encubierto, indignado con el sistema estalinista y ansioso de reformas. Sus camaradas del partido sospecharon que estaba tratando de cosechar más poder para la seguridad del Estado, a costa del propio Partido Comunista: el hecho de liberar al MVD del costoso peso de los campos era simplemente una forma de fortalecer esta institución. Beria pudo haber buscado la aceptación popular, tanto entre el gran público como entre los miembros de la antigua seguridad del Estado que ahora volverían de los lejanos campos.

Cualquiera que fuera el motivo, Beria actuó de manera precipitada. Sus reformas perturbaron e inquietaron a sus camaradas. Jruschov, a quien Beria subestimó, fue el más consternado, posiblemente porque había participado en la investigación de la conspiración de los médicos, o a causa de sus enérgicas opiniones sobre Ucrania. Quizá Jruschov temía que, tarde o temprano, figuraría en la nueva lista de enemigos de Beria. Lentamente, mediante el uso de una intensa campaña de rumores, consiguió que la cúpula del partido se volviera contra Beria. A finales de junio tenía su beneplácito. En una reunión del partido, rodeó el edificio con tropas leales. La maniobra tuvo éxito. Asustado, nervioso y balbuciente, el hombre que había sido la segunda persona más poderosa de la URSS fue arrestado y llevado a la prisión.

Beria permanecería en prisión durante los pocos meses que le quedaban de vida. Como Yágoda y Yezhov antes que él, se ocupó de escribir cartas, pidiendo clemencia. Su proceso se realizó en diciembre. Si fue ejecutado antes o después no se sabe, pero a finales de 1953 ya había muerto.[19]

La Unión Soviética abandonó algunas de las políticas de Beria con la misma celeridad con que habían sido adoptadas, pero ni Jruschov ni ningún otro resucitaron jamás los proyectos de construcción del Gulag. Tampoco suspendieron la amnistía de Beria. La liberación continuó, prueba de que las dudas sobre la eficiencia del Gulag no se habían limitado a Beria, aunque estuviera desacreditado. La nueva dirección soviética sabía perfectamente que los campos eran un lastre para la economía, y sabía que millones de prisioneros en los campos eran inocentes. El reloj marcaba que la época del Gulag estaba llegando a su fin.

Quizá en atención a los rumores que llegaban desde Moscú, los jefes y los guardias del Gulag se adaptaron a la nueva situación. Una vez que superaron sus temores, muchos guardias cambiaron de conducta casi de la noche a la mañana, flexibilizando las normas antes de que se les ordenara hacerlo. Uno de los jefes del lagpunkt de Kolimá, donde estaba Alexander Dolgun, comenzó a estrechar la mano a los prisioneros y a llamarlos «camaradas» tan pronto como llegaron las noticias de la enfermedad de Stalin, incluso antes de que se hubiera declarado oficialmente muerto al dictador.[20] «El régimen del campo se suavizó, se volvió más humano», recordaba un prisionero.[21]

Los prisioneros que rehusaban una tarea especialmente agotadora, desagradable o injusta ya no eran castigados; los que se negaban a trabajar los domingos tampoco.[22] Estallaron protestas espontáneas, y los manifestantes no fueron castigados, como recuerda Barbara Armonas:

De algún modo, la amnistía alteró la disciplina básica del campo … Un día regresamos de los campos bajo un temporal de lluvia; estábamos completamente empapados. Los mandos nos enviaron a los baños sin permitirnos primero ir a nuestros barracones. Nos molestó porque queríamos cambiarnos la ropa mojada. La larga hilera de prisioneros comenzó a protestar lanzando insultos, llamando a los jefes «chequistas», «fascistas». Después simplemente nos negamos a movernos. Ni la persuasión ni las amenazas tuvieron ningún efecto. Después de una hora de protesta silenciosa, los jefes cedieron y fuimos a nuestros barracones a recoger la ropa seca.[23]

El cambio también afectó a las prisiones. Durante los meses que siguieron a la muerte de Stalin, Susanna Pechora estaba en una celda incomunicada; sufriendo un segundo interrogatorio por «contrarrevolucionaria» judía, había sido llamaba a Moscú con relación a la conspiración de los médicos. Entonces, de súbito, la investigación cesó. El instructor mantuvo con ella una reunión: «Comprenda usted que no soy culpable de haberle hecho ningún mal. No la he golpeado, ni la he lastimado», le dijo. La envió de nuevo a su celda, y allí, por primera vez, escuchó a una de las mujeres hablar de la muerte de Stalin. «¿Qué ha pasado?», preguntó. Todas sus compañeras callaron: ya que todas sabían que Stalin había muerto, supusieron que ella debía de ser una delatora que trataba de sondear sus opiniones. Necesitó todo un día para convencerlas de su genuina ignorancia; después de ello, la situación empezó a cambiar drásticamente:

Los guardias nos temían, hacíamos lo que queríamos, gritábamos a la hora del ejercicio, dábamos discursos, nos deslizábamos por las ventanas. Nos negábamos a levantarnos cuando venían a nuestras celdas y nos decían que no nos quedáramos tumbadas en la cama. Seis meses antes nos habrían ejecutado por hacer lo que hacíamos.[24]

No todo cambió. Leonid Trus también estaba siendo interrogado en marzo de 1953. Aunque la muerte de Stalin lo salvó de una ejecución, le impusieron una condena de veinticinco años. Uno de sus compañeros de celda fue castigado con diez años por decir algo inapropiado sobre la muerte de Stalin.[25] No todos fueron liberados. La amnistía había sido limitada, después de todo, a los muy jóvenes, a los muy viejos y a las mujeres con hijos, y a los prisioneros condenados a cumplir cinco años o menos. En su mayoría, los prisioneros con sentencias cortas eran delincuentes o presos políticos con casos muy leves. Esto dejaba más de un millón de prisioneros en el Gulag, incluidos cientos de miles de presos políticos con sentencias largas.

En algunos campos, los prisioneros que iban a ser soltados recibieron muchos regalos, atenciones y cartas que debían llevar a amigos y familiares.[26] Con igual frecuencia, estallaron tremendas rivalidades entre los prisioneros que iban a ser liberados y aquellos que no. En un campo, una pandilla de prisioneras con sentencias largas propinó una paliza por despecho a una que tenía una sentencia breve.[27]

También estalló otro tipo de violencia. Algunos prisioneros que cumplían largas condenas se acercaron a los médicos de los campos, reclamando el codiciado certificado de «invalidez», que obligaba a su inmediata liberación. Si los médicos se negaban, eran amenazados o golpeados.

Pero cierto grupo de prisioneros, en un conjunto de campos, experimentó emociones diferentes. En efecto, los prisioneros de los «campos de destino especial» eran un caso especial: en su mayoría, los reclusos cumplían condenas de diez, quince o veinticinco años, y no tenían esperanza de ser puestos en libertad con la amnistía de Beria. Solo se habían hecho pequeños cambios en el régimen durante los primeros meses después de la muerte de Stalin.[28]

Era una receta para la rebelión. En 1953, los habitantes de los campos de destino especial habían sido mantenidos separados de los prisioneros delincuentes y «normales» desde 1948 (más de cinco años). Abandonados a sí mismos, habían creado sistemas de organización interna y de resistencia que no tenían paralelo en los primeros años del Gulag. Durante años habían estado a punto de organizar la rebelión, conspirando y planeando, contenidos solo por la esperanza de que con la muerte de Stalin llegaría la libertad. Cuando la muerte de Stalin no cambió nada, la esperanza se desvaneció para ser sustituida por la rabia.

A raíz de la muerte de Stalin, los campos de destino especial, como el resto del país, estaban llenos de rumores: que Beria habría asumido el poder; que Beria habría muerto; que el mariscal Zhukov y el almirante Kuznetsov habrían marchado sobre Moscú y estarían atacando el Kremlin con tanques; que Jruschov y Molótov habrían sido asesinados; que todos los prisioneros serían puestos en libertad; que todos los prisioneros serían ejecutados; que los campos serían rodeados por tropas armadas del MVD preparadas para sofocar cualquier intento de rebelión. Los prisioneros repetían estas historias en susurros y a gritos, esperando y especulando.[29]

Representativa de esta época es la experiencia de Viktor Bulgakov, que fue arrestado en la primavera de 1953 —la noche de la muerte de Stalin, exactamente— y acusado de participar en un círculo político estudiantil antiestalinista. Poco después, llegó a Minlag, el campo de destino especial en el complejo de minas de carbón de Inta, al norte del Círculo Polar Ártico.

La descripción que hace Bulgakov de la atmósfera del Minlag contrasta nítidamente con las memorias de los prisioneros de la época anterior. Siendo un adolescente en el momento de su arresto, ingresó en una comunidad antisoviética y antiestalinista bien organizada. Huelgas y protestas se sucedían «con regularidad». Los prisioneros se habían dividido en grupos según su nacionalidad, cada uno con su propio carácter. Los bálticos tenían «una organización cohesionada, pero sin una jerarquía eficiente». Los ucranianos, la mayoría antiguos guerrilleros, estaban «muy bien organizados, pues sus jefes habían sido jefes de la guerrilla antes del cautiverio, se conocían entre sí, y su estructura aparecía casi automáticamente».

En el campo también había prisioneros que creían en el comunismo, aunque se habían dividido en dos grupos: los que meramente acataban la línea del partido, y los que se consideraban comunistas por fe o convicción, y creían en la reforma de la Unión Soviética. Finalmente, era posible ser un marxista antisoviético, algo impensable en los años previos. El propio Bulgakov pertenecía a la Unión Popular del Trabajo (el Narodnov-Trudovoi Soyuz o NTS), un movimiento de oposición antiestalinista, que adquiriría una gran notoriedad una o dos décadas después, cuando las autoridades paranoicas comenzaran a ver signos de su influencia por todas partes.

Las preocupaciones de Bulgakov en el campo habrían dejado atónitos a la generación anterior de prisioneros. En Minlag, los prisioneros lograron sacar un periódico clandestino, escrito a mano, y distribuirlo en los campos. Intimidaban a los pridurki, que «empezaron a temer a los prisioneros».

Un historiador de los campos ha escrito que los asesinatos de los delatores se convirtieron «en un hecho tan común que ya no sorprendían ni interesaban», y señala que los delatores «desaparecieron rápidamente». Una vez más, la vida dentro de los campos reflejaba y amplificaba la vida en el exterior.

En 1953, los camaradas de Bulgakov en Minlag estaban llevando a cabo el trabajo sistemático de guardar un registro de su número y de sus condiciones de vida, y de transmitir esta información a Occidente, utilizando la colaboración de los guardias y otros procedimientos que serían perfeccionados en los campos de disidentes en los años setenta y ochenta, como veremos. Bulgakov mismo asumió la responsabilidad de ocultar estos documentos, así como copias de canciones y poesías compuestas por los prisioneros. Leonid Sitko hizo la misma labor en Steplag, utilizando el sótano de un edificio que los trabajadores del campo estaban construyendo para ocultar los documentos. Entre ellos había «breves relatos personales, cartas de reclusos fallecidos, un documento breve firmado por una médica, la doctora Galina Mishkina, sobre las condiciones inhumanas en los campos (incluidas las estadísticas de fallecimientos, niveles de desnutrición, y así sucesivamente), un relato de la organización y crecimiento de los campos de Kazajstán, un relato más detallado de la historia de Steplag, y poemas».

Tanto Sitko como Bulgakov creían, sencillamente, que un día los campos serían cerrados, que los barracones serían quemados y que la información podría ser recuperada. Veinte años antes, nadie se hubiera atrevido a pensar algo semejante, y menos aún a actuar en consecuencia.

Con rapidez, las tácticas y la estrategia de la conspiración se diseminaron por todo el sistema de campos de destino especial, gracias a la propia jefatura del Gulag. En el pasado, los prisioneros sospechosos de estar tramando conspiraciones habían sido simplemente separados. Los mandos centrales habían trasladado a los prisioneros de un campo a otro, destruyendo las redes de apoyo antes de que se constituyeran. En el clima más específico de los campos de destino especial, sin embargo, esta táctica resultó contraproducente, pues los frecuentes traslados de prisioneros se convirtieron en un medio excelente para extender la rebelión.

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