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III - El auge y la caída del compelajo industrial de campos, 1940-1986 » 26 - La era de los disidentes

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La era de los disidentes

No te alegres tan pronto,

y deja que algún oráculo proclame

que las heridas no se volverán a abrir,

que las pérfidas turbas no se levantarán de nuevo;

y deja que me arriesgue a parecer atrasado.

Déjalo perorar. Yo sé que en verdad

Stalin no está muerto.

Como si los muertos solos hubieran importado

y aquellos que desaparecieron sin nombre en el norte.

El mal que infundió en nuestros corazones

¿no habría realmente hecho el daño?

En tanto la pobreza y la riqueza se aparten,

en tanto sigan las mentiras,

y no olvidemos el miedo, Stalin no está muerto.

BORIS CHICHERIN,

«Stalin no está muerto», 1967[1]

La muerte de Stalin marcó realmente el fin de la época de trabajo esclavo masivo en la Unión Soviética. Aunque las políticas represivas habrían de adoptar formas muy duras en los cuarenta años siguientes, nadie propuso reinstaurar los campos de concentración a gran escala. Nadie trató de hacer de ellos el eje central de la economía, ni los utilizó para encarcelar a millones de personas. La seguridad del Estado nunca más controló una fracción tan amplia de la capacidad productiva del país ni los jefes de campo actuaron como gerentes de enormes empresas industriales. Sin embargo, los campos no desaparecieron por completo. Ni los prisioneros se convirtieron en parte de un sistema penal «ordinario», organizado solo para delincuentes; en realidad cambiaron.

En primer lugar, cambiaron los presos políticos. En la época de Stalin, el sistema represivo se había parecido a una inmensa ruleta: cualquiera podía ser arrestado, por cualquier razón, en cualquier momento (campesinos, trabajadores y militantes del partido por igual). Después de Jruschov, la seguridad del Estado todavía arrestaba ocasionalmente «por nada», como había dicho Anna Ajmátova. Pero la mayor parte del tiempo, el KGB de Brézhnev arrestaba a las personas por algo, si no por un genuino acto criminal, por su oposición religiosa, literaria o política al sistema soviético. Llamados por regla general «disidentes» o a veces «prisioneros de conciencia», esta nueva generación de presos políticos sabía por qué habían sido arrestados, se consideraban presos políticos y eran tratados como tales.

Había muchos menos presos políticos de los que había habido en tiempos de Stalin. A mediados de los años setenta, Amnistía Internacional estimaba que no menos de 10 000 del 1 000 000 de prisioneros de la Unión Soviética tenían sentencias políticas, y que la mayoría de ellos estaban confinados en dos complejos de campos «políticos», uno en Mordovia, al sur de Moscú y otro en Perm, en el extremo occidental de los Urales.[2] En un año determinado, no hubo probablemente más que unos pocos miles de arrestos abiertamente políticos. Aunque este número habría sido elevado en otro país, desde luego era bajo para el estándar de la Unión Soviética de Stalin.

Según los relatos de los antiguos prisioneros, esta nueva categoría de prisioneros apareció en los campos en 1957, a raíz de la revolución húngara de octubre de 1956, con el arresto de los soldados y los ciudadanos soviéticos que habían simpatizado con la rebelión.[3] En esa época también apareció en las prisiones soviéticas la primera y minoritaria oleada de refuseniks, judíos a quienes se negaba el derecho a emigrar a Israel.

A finales de la década de 1950 también hubo arrestos de los primeros baptistas soviéticos, que muy pronto se convertirían en el grupo más numeroso de disidentes tras las alambradas, así como de miembros de otras sectas religiosas. Avraham Shifrin encontró a un grupo de antiguos creyentes, seguidores de los antiguos ritos de la Iglesia ortodoxa, en un pabellón de castigo en el campo político de Potma. Su comunidad había emigrado a la selva virgen del norte de los Urales en 1919, y había vivido allí en completo secreto, hasta que un helicóptero del KGB la descubrió cincuenta años después.[4]

Shifrin representaba a una nueva categoría de prisioneros: los hijos y las hijas de los «enemigos del pueblo», que no encajaban fácilmente a finales de los años cincuenta en la vida soviética. En los años siguientes, un número sorprendente de los miembros de la generación disidente, sobre todo los activistas en pro de los derechos humanos, resultaron ser hijos o familiares de las víctimas de Stalin. Entre los casos más famosos está el de los gemelos Medvedev, Zhores y Roy. Roy, un historiador, se convirtió en uno de los más conocidos publicistas clandestinos de la Unión Soviética; Zhores, un científico disidente, fue confinado en un hospital psiquiátrico. Ambos eran hijos de un «enemigo del pueblo»: su padre había sido arrestado cuando eran niños.[5]

Hubo otros. En 1967, cuarenta y tres hijos de comunistas, represaliados por Stalin, enviaron una carta abierta al comité central, advirtiéndole de la amenaza del neoestalinismo. La carta, una de las primeras de las numerosas cartas de protesta enviadas a las autoridades, contenía varios nombres de editores clandestinos y dirigentes disidentes, muchos de los cuales pronto estarían en prisión: Piotr Yakir, hijo del general Yakir; Anton Antonov-Ovseenko, hijo del revolucionario bolchevique, y Larisa Bogoraz, cuyo padre fue arrestado por actividades trotskistas en 1936. Al parecer, la experiencia de haber tenido un familiar en los campos podía ser suficiente para radicalizar a los más jóvenes.[6]

Si los prisioneros habían cambiado, también pasaba lo mismo con algunos aspectos del sistema legal. En 1960 —año que generalmente se recuerda como el apogeo del deshielo— se promulgó un nuevo código penal que, sin duda, era más liberal. Abolía los interrogatorios nocturnos, y limitaba las atribuciones del KGB (encargado de las investigaciones políticas), y del MVD (que dirigía el sistema penitenciario). Ordenaba una mayor independencia de los fiscales y, sobre todo, abolía el detestado artículo 58.[7]

Algunos de estos cambios fueron justamente desdeñados como mero camuflaje. Si las autoridades deseaban arrestar a alguien por pensar de un modo diferente, todavía podían hacerlo. En lugar del artículo 58, el código promulgó el artículo 70, sobre «agitación y propaganda antisoviética», y el artículo 72, sobre «la actividad organizativa de delitos especialmente peligrosos contra el Estado y la participación en organizaciones antisoviéticas». Además, las autoridades añadieron el artículo 142, sobre «violación de la separación entre la Iglesia y el Estado». En otras palabras, si el KGB deseaba arrestar a alguien por su religión, todavía podía hacerlo.[8]

Sin embargo, no todo era exactamente igual. En la época postestalinista, las autoridades (fiscales, guardias de campo, celadores) eran más sensibles a las formas, y trataban de mantener una apariencia de legalidad. Cuando, por ejemplo, el lenguaje del artículo 70 resultó demasiado genérico para condenar a cualquiera que las autoridades consideraran necesario encarcelar, agregaron el artículo 190-1 al código penal, que prohibía «la divulgación verbal de invectivas que desacreditaran al sistema político y social soviético». El sistema judicial tenía que mantener las apariencias, aunque todos supieran que era una farsa.[9]

En una clara reacción contra el viejo sistema de troikas y comisiones especiales, la nueva ley estipulaba que los arrestados debían ser procesados por un tribunal de justicia. Este resultó ser un inconveniente que las autoridades soviéticas habían previsto.

Aunque no había sido condenado en cumplimiento de ninguna de las nuevas leyes contra los disidentes, el proceso de Joseph Brodski fue en muchos sentidos un heraldo de la nueva época que se avecinaba. El hecho de que se realizara fue una novedad: en el pasado, las personas que molestaban al Estado no habían sido juzgadas en público, salvo en los procesos preparados con antelación, si eran procesadas. Lo más importante es que la conducta de Brodski en el juicio puso de manifiesto que pertenecía a una generación distinta de la de Solzhenitsin, y de los prisioneros políticos del pasado reciente.

Brodski escribió que a su generación se le había «ahorrado» la experiencia del adoctrinamiento, sufrida por sus mayores. «Surgimos de los escombros de la posguerra, cuando el Estado estaba ocupado en su propia estructura y no podía vigilarnos muy bien. Ingresamos a la escuela, y por más basura elevada que se nos enseñara, el sufrimiento y la pobreza eran visibles alrededor. No podías cubrir las ruinas con una hoja de Pravda.»[10]

Si eran rusos, la generación de Brodski llegó a criticar el statu quo soviético a través del gusto literario o artístico, lo cual no podía ser expresado en la Unión Soviética de Brézhnev. Si eran bálticos, caucasianos o ucranianos, era más probable que llegaran a ese punto por sus sentimientos nacionalistas, heredados de sus padres. Brodski era un prototípico disidente de Leningrado. Rechazó la propaganda soviética desde muy joven, y abandonó la escuela a los quince años. Trabajó en varios empleos temporales y comenzó a escribir poesía. A los veinte años era famoso en el mundo literario de Leningrado. La anciana Ajmátova lo convirtió en su protegido. Sus poemas circulaban entre las amistades, y se leían en voz alta en las reuniones literarias clandestinas, un nuevo rasgo de esta época.

Previsiblemente, toda esta actividad no oficial atrajo la atención de la seguridad del Estado sobre Brodski. Primero lo hostigaron y luego lo arrestaron. La acusación era de «parasitismo»: ya que Brodski no era un poeta de la Unión de Escritores, era un vagabundo. En el juicio, en febrero de 1964, el Estado presentó testigos, en su mayoría desconocidos para Brodski, que afirmaron que era «moralmente depravado, un prófugo, y escritor de versos antisoviéticos». En su defensa, hubo cartas y discursos de famosos poetas y escritores, incluida la propia Ajmátova.

Está claro que el proceso estaba dirigido no solo contra Brodski, sino contra los restos de la clase intelectual independiente, con sus contactos, su presunta oposición a la autoridad soviética, y su sarcasmo del «trabajo». Y en cierto sentido, los organizadores del proceso habían dado en el clavo: Brodski se oponía a la autoridad soviética, sentía desdén por el trabajo sin objeto ni fruto, y representaba a una clase alienada, un grupo de personas profundamente frustradas por las secuelas del deshielo. Sabiendo esto perfectamente, Brodski no se sintió sorprendido ni perplejo por su arresto, ni por su proceso. Al contrario, discutió con el juez:

Juez: ¿Cuál es su ocupación?

Brodski: Soy poeta.

Juez: ¿Quién lo reconoce a usted como poeta? ¿Quién le ha dado la autoridad para llamarse poeta?

Brodski: Nadie. ¿Quién me ha dado la autoridad para pertenecer al género humano?

Juez: ¿Ha estudiado para eso?

Brodski: ¿Para qué?

Juez: Para ser poeta. ¿Por qué no hizo usted estudios en una escuela donde lo prepararan, donde pudiera aprender?

Brodski: No pienso que la poesía pueda ser materia de enseñanza.

Juez: ¿Qué es entonces?

Brodski: Creo que es… un don de Dios.

Después, cuando le preguntaron si tenía alguna petición que hacer al tribunal, Brodski dijo: «Me gustaría saber por qué he sido arrestado». El juez respondió: «Esa es una pregunta, no una petición». Y Brodski dijo: «En tal caso, no tengo ninguna petición».[11]

Técnicamente, Brodski perdió la discusión: el juez lo condenó a cinco años de trabajos forzados en la colonia penitenciaria cerca de Arjánguelsk, fundándose en que había «dejado sistemáticamente de cumplir con sus obligaciones de ciudadano soviético, no había producido nada de valor material, ni había logrado proveerse de medios de vida, como es evidente por sus constantes cambios de empleo». Citando las declaraciones hechas por la «Comisión para Trabajar con los Jóvenes Poetas», el juez declaró que Brodski (quien ganaría el premio Nobel de Literatura) «no era un poeta».[12]

Sin embargo, en otro sentido, Brodski «ganó» de un modo que las anteriores generaciones de prisioneros rusos no habían podido hacerlo. No solo desafió públicamente la lógica del sistema jurídico soviético, sino que su desafío quedó grabado para la posteridad. Un periodista tomó notas subrepticiamente del proceso, que fueron finalmente pasadas de forma clandestina a Occidente. Gracias a ello, Brodski se hizo famoso enseguida, en Rusia y en el exterior. Su conducta en el juicio no solo se convirtió en un modelo a seguir, sino que motivó tanto a los escritores rusos como a los extranjeros a pedir al régimen su puesta en libertad. Después de dos años, se le concedió la libertad, y finalmente fue expulsado de la URSS.

Nada parecido había ocurrido cuando Stalin vivía. «Las personas eran siempre lanzadas a la cárcel y como siempre llevadas al este —escribió poco después Valentin Moroz, un historiador ucraniano disidente—. Pero esta vez, nos hemos hundido en lo desconocido.»[13] Y esto, a fin de cuentas, fue la gran diferencia entre los prisioneros de Stalin y los de Brézhnev y Andrópov: el mundo exterior sabría de ellos, se preocuparía por ellos y, sobre todo, influiría en su destino. Sin embargo, el régimen soviético no se estaba tornando más liberal, y los hechos se precipitaron a raíz del proceso de Brodski.

Así como 1937 se había destacado por ser un año especial de persecución contra la intelectualidad de la época estalinista, 1966 se destacó por ser un año especial para la generación del deshielo. En 1966 era evidente que había triunfado el neoestalinismo. Jruschov había sido depuesto, reemplazado por Leonid Brézhnev, que abiertamente hizo declaraciones dirigidas a restaurar la reputación de Stalin.[14] Antes de que pasara un año, Yuri Andrópov, quien acababa de ser nombrado presidente del KGB, daría un discurso para conmemorar el 50 aniversario de la fundación de la Checa. Ensalzaría a la policía secreta soviética, entre otras cosas, «por su implacable lucha contra los enemigos del Estado».[15]

En febrero de 1966, Andréi Siniavski y Yuli Daniel fueron procesados. Ambos eran escritores conocidos, que habían publicado su obra en el extranjero y fueron hallados culpables (según los términos prescritos por el artículo 70 de «agitación y propaganda antisoviéticas»). Siniavski fue condenado a siete años de trabajos forzados, Daniel a cinco.[16] Esta fue la primera vez que alguien había sido procesado no solo por vagancia, sino por el contenido de su trabajo literario. Un mes después, más de dos docenas de intelectuales ucranianos fueron procesados bajo un significativo secreto en Kíev.[17]

Siguiendo un patrón que pronto se volvería habitual, estos procesos provocaron otros nuevos, pues otros intelectuales airados comenzaron a usar el lenguaje del sistema jurídico y de la Constitución soviéticos para criticar el sistema judicial y la seguridad del Estado soviéticos. El caso de Siniavski y Daniel, por ejemplo, dejó una gran impresión en otro joven moscovita, Aleksandr Guinzburg, ya activo en los círculos culturales «no oficiales». Compiló una transcripción del proceso contra Siniavski y Daniel, el «Libro Blanco», que fue distribuido en Moscú. Guinzburg y tres de sus presuntos colaboradores fueron arrestados poco después.[18]

Aproximadamente al mismo tiempo, los procesos de Kíev tuvieron un gran impacto en el joven abogado Viacheslav Chornovil, quien compiló un dossier sobre el sistema judicial ucraniano, señalando sus contradicciones internas y estableciendo la ilegalidad y absurdidad de los arrestos realizados.[19] Fue inmediatamente arrestado.[20] De este modo, un movimiento intelectual y cultural, iniciado por escritores y poetas, se convirtió en un movimiento por los derechos humanos.

Para situar al movimiento soviético por los derechos humanos en su contexto, es importante señalar que los disidentes soviéticos nunca constituyeron una organización masiva, como ocurrió con sus homólogos polacos, y no pueden recibir todo el crédito por el hundimiento del régimen soviético: la carrera armamentista, la guerra de Afganistán y el desastre económico generado por la planificación central soviética deben recibir igual reconocimiento. Tampoco lograron hacer mucho más que un puñado de manifestaciones públicas. Una de las más famosas, realizada el 25 de agosto de 1968 para protestar contra la invasión soviética de Checoslovaquia, comprometió solo a siete personas. Al mediodía, los siete se reunieron en el atrio de la catedral de San Basilio, en la Plaza Roja, y desplegaron banderas checas y banderolas con consignas: «¡Viva la Checoslovaquia libre e independiente!», «¡Fuera de Checoslovaquia, por su libertad y la nuestra!». En un santiamén, sonó un silbato y agentes del KGB en ropa de paisano se abalanzaron contra los manifestantes, a los que parecían estar aguardando, gritando: «¡Son todos judíos!» y «¡Duro con los antisoviéticos!». Rompieron las banderolas, golpearon a los manifestantes y se llevaron a una mujer que estaba con su hijo de tres meses directamente a la cárcel.[21]

Pero aunque eran pocos, sus esfuerzos causaron grandes problemas a la cúpula soviética, que proclamaba su persistente compromiso de difundir la revolución mundial y trataba de preservar la imagen internacional de la URSS. Durante la época de Stalin, la represión a escala masiva podía mantenerse en secreto incluso ante un vicepresidente estadounidense de visita. En los años sesenta y setenta, las noticias de un único arresto daban la vuelta al mundo de la noche a la mañana.

En parte, esto se debió a la mejora de los medios de comunicación, La Voz de América, Radio Libertad y la televisión, y en parte, a que también los ciudadanos soviéticos encontraron formas de difundir las noticias. En 1966 marcó un hito la aparición del término samizdat. Un acrónimo que evocaba el término Gosizdat (Casa de Ediciones del Estado), samizdat significa literalmente («edición personal»), y aludía a la edición clandestina. El concepto no era nuevo, en Rusia, la samizdat era tan antigua como la palabra escrita. Pushkin había distribuido personalmente manuscritos de su poesía de mayor contenido político en los años veinte. Incluso en la época de Stalin, la circulación de cuentos y poemas entre amigos no era totalmente desconocida.

Pero a partir de 1966, la samizdat se convirtió en un pasatiempo nacional. El deshielo había espoleado en muchos ciudadanos soviéticos el gusto por un tipo de literatura más libre, y en su origen la samizdat fue esencialmente un fenómeno literario.[22] Pero muy pronto, la samizdat adquiriría un carácter político. Un informe del KGB que circulaba entre los miembros del comité central en enero de 1971 analizaba los cambios de los últimos cinco años, señalando que había descubierto:

… más de 400 estudios sobre cuestiones económicas, políticas y filosóficas, que critican desde varios ángulos la experiencia de la construcción socialista en la Unión Soviética, examinan la política interna y externa del Partido Comunista, y presentan varios programas de actividad opositora.[23]

El informe concluía que el KGB tenía que trabajar para «la neutralización y la denuncia de las tendencias antisoviéticas presentadas en la samizdat». Pero era demasiado tarde para devolver el genio a la botella, y la samizdat continuó expandiéndose, adoptando múltiples formas: poemas mecanografiados, que circulaban entre amigos, y a su vez eran copiados; boletines y noticiarios manuscritos; transcripciones de emisiones de la Voz de América; y mucho después, libros y periódicos producidos en prensas clandestinas, casi siempre ubicadas en la Polonia comunista. La poesía y los poemas cantados compuestos por bardos rusos —Aleksandr Galich, Bulat Okuzhava, Vladimir Visotski— se difundieron rápidamente a través de lo que entonces era una nueva forma de tecnología: la grabación de cintas de casete.

Durante los años sesenta, setenta y ochenta, uno de los temas más importantes de la samizdat era la historia del estalinismo, incluida la historia del Gulag. Las redes de la samizdat continuaron imprimiendo y distribuyendo ejemplares de las obras de Solzhenitsin, que entonces estaban prohibidas en la URSS. Los poemas y cuentos de Varlam Shalámov también comenzaron a circular clandestinamente, así como las memorias de Evgeniya Guinzburg.

El otro tema importante de la samizdat fue la persecución de los disidentes. En efecto, gracias a ella, y en especial a su distribución en el exterior, los defensores de los derechos humanos obtendrían en los años setenta un foro internacional más amplio. Además, los disidentes aprendieron a utilizar la samizdat no solo para subrayar las incongruencias entre el sistema jurídico de la URSS y los métodos del KGB, sino también para denunciar con insistencia el desfase que existía entre los tratados de derechos humanos firmados por la URSS y la práctica soviética real. Sus textos preferidos eran la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU y el Acta Final de Helsinki. La primera fue firmada por la URSS en 1948 y contenía, entre otras, una cláusula conocida como el artículo 19:

Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.[24]

La segunda fue el resultado de un proceso de negociación a escala europea que había establecido una serie de cuestiones políticas dejadas pendientes desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque apenas fueron notados en el momento de la firma en 1976, el Acuerdo de Helsinki contiene algunos puntos sobre los derechos humanos —parte de las llamadas tres áreas de estas negociaciones (las otras dos eran: cuestiones político-militares, y económico-medioambientales)—, que todos los países participantes firmaron. Entre otras el tratado reconoce la «libertad de pensamiento, conciencia y religión o creencia».

Los Estados participantes reconocen el valor universal de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, cuyo respeto es un factor esencial de la paz, la justicia y el bienestar necesarios para asegurar el desarrollo de relaciones amistosas y de cooperación tanto entre ellos como entre todos los Estados.

Respetarán constantemente estos derechos y libertades en sus relaciones mutuas y procurarán promover, conjuntamente y por separado, inclusive en cooperación con las Naciones Unidas, el respeto universal y efectivo de los mismos.

Tanto dentro como fuera de la URSS, la mayor parte de la información sobre los esfuerzos de los disidentes para promover el lenguaje de estos tratados provino de las redes samizdat soviéticas de una revista local: la Crónica de actualidad. Este boletín, dedicado a documentar de forma neutral noticias de acontecimientos que de otro modo no se publicarían, fue fundado por un pequeño grupo de personas relacionadas en Moscú, entre los que figuraban Siniavski, Daniel, Guinzburg y dos disidentes que se harían famosos después: Pavel Litivinov y Vladimir Bukovski. Valdría la pena dedicar un libro a la historia de la evolución y desarrollo posteriores de la Crónica. En los años setenta, la policía secreta emprendió virtualmente una guerra contra la Crónica, organizando registros coordinados en las casas de quienes se sospechaba que estaban vinculados a esta publicación.

La Crónica sobrevivió a los arrestos de sus editores, sin embargo, y logró llegar a Occidente. Finalmente, Amnistía Internacional publicaría traducciones de la Crónica con regularidad.[25]

La Crónica desempeñó un papel especial en la historia del sistema de campos. Muy pronto se convirtió en la principal fuente de información sobre la vida en los campos soviéticos postestalinistas. Publicaba una columna regular: «Dentro de las prisiones y los campos», y después, «Dentro de los pabellones de castigo», que también daba noticias de los campos y publicaba entrevistas con los prisioneros.

Como fuera que la obtuviesen (sobornando, halagando o camuflándose), la información que la Crónica logró extraer de los campos sigue siendo importante hoy. En el momento en que escribía este libro, los archivos del MVD y el KGB permanecen cerrados en su mayor parte para los investigadores. No obstante, gracias a la Crónica, a otras publicaciones samizdat y de derechos humanos, y a muchísimas memorias que describen los campos en los años sesenta, setenta y ochenta, es posible reconstruir un cuadro coherente de cómo era la vida en los campos soviéticos tras la muerte de Stalin.

«Los campos de hoy en día son tan terribles como en la época de Stalin. Unas pocas cosas están mejor, otras tantas están peor…» Así daba inicio Anatoli Marchenko a sus memorias de los años que pasó en prisión, un documento que, cuando comenzó a circular en Moscú a finales de los años sesenta, causó un profundo impacto en la intelectualidad de la ciudad, que creía que los campos de trabajo soviéticos habían sido cerrados para siempre. Hijo de trabajadores analfabetos, la primera condena de Marchenko fue por vandalismo. Su segunda condena fue por traición: había intentado huir de la Unión Soviética cruzando la frontera con Irán. Fue condenado a cumplir la pena política en Dubravlag, Mordovia, uno de los dos notorios campos de rigor para presos políticos.

Muchos elementos de la experiencia de cautiverio de Marchenko habrían sido familiares a las personas habituadas a escuchar historias de los campos estalinistas. Al igual que sus predecesores, Marchenko viajó a Mordovia en los vagones Stolypin. Y al igual que ellos, recibió una barra de pan, cincuenta gramos de azúcar y arenque salado para todo el viaje. Asimismo, descubrió que su acceso al agua dependía de qué soldado estaba a cargo del tren: «Si era bueno nos traía dos o tres teteras; pero si no se molestaba en traerla para uno, entonces uno se podía sentar hasta morirse de sed».[26]

Al llegar al campo, Marchenko encontró la misma hambre generalizada, para no decir desnutrición, que había habido en el pasado. «Durante los seis años en el campo y la cárcel comí dos veces pan con mantequilla, cuando recibí visitas. También comí dos pepinos, uno en 1964 y otro en 1966. Ni una sola vez comí un tomate o una manzana.»[27]

Hasta cierto punto todavía importaba el trabajo, aunque era un tipo diferente de trabajo. Marchenko trabajó de cargador y de carpintero. Con el tiempo, también descubrió que las condiciones se deterioraban. Había cumplido condenas tanto de delincuente común como de preso político, y sus relatos sobre el mundo del hampa tienen un sonido familiar. La cultura del hampa se había degradado y envilecido todavía más después de la muerte de Stalin. La violenta práctica de la dominación y la violación homosexual, antes evidente en algunos relatos sobre las condiciones de las prisiones de menores, tenía un papel más importante en el mundo criminal. Normas no escritas dividían ahora a los delincuentes presos en dos grupos: los que desempeñaban el papel de «hembra» y los que desempeñaba el papel de «varón». «Los primeros eran universalmente despreciados, mientras que los últimos se paseaban como héroes, alardeando de su fuerza masculina y sus “conquistas” no solo entre ellos sino ante los guardias», escribía Marchenko.[28] Según Fedorov, las autoridades seguían la corriente, manteniendo a los prisioneros «impuros» en celdas separadas. Cualquiera podía terminar allí: «Si perdías a las cartas, podías ser obligado a “hacerlo” como una mujer».[29]

En los años sesenta se inició la epidemia de tuberculosis en las prisiones rusas, un flagelo que continúa hasta hoy. Fedorov relata así la situación: «Si había 80 personas en un barracón, 15 tenían tuberculosis. Nadie trataba de curarlos, solo había un tipo de tabletas, para el dolor de cabeza, o lo que sea. Los médicos eran una especie de SS, nunca te hablaban, no te miraban, no eras nadie».[30]

Para empeorar las cosas, muchos de los ladrones eran ahora adictos al chifir, una especie de té muy fuerte que tiene efectos narcóticos. Otros llegaban a cualquier extremo para conseguir alcohol. Aquellos que trabajaban fuera del campo, como algunos hacían, idearon un método especial para traerlo a escondidas de los guardias:

Se aseguraba un condón herméticamente a un tubo largo y fino de plástico. Después el zek se lo tragaba, dejando un extremo del tubo en la boca. Para evitar tragárselo por accidente, lo insertaba en la ranura que quedaba entre dos dientes: no era probable que ningún zek tuviera una dentadura completa de 32 dientes. Después, con la ayuda de una jeringa se introducían hasta tres litros de alcohol en el condón mediante el tubo de plástico, y el zek regresaba a la zona. Si se había fijado mal el tubo y el condón, o si el condón reventaba en el estómago del zek, provocaba una muerte segura y dolorosa. Pese a ello, corrían el riesgo: tres litros de alcohol producen siete litros de vodka. Cuando el «héroe» vuelve a la zona … es colgado de cabeza de una viga del techo del barracón y el extremo del tubo de plástico se apoya sobre un plato hasta que cada gota se ha recuperado. Entonces se saca el condón vacío…

La práctica de la automutilación estaba igualmente difundida, excepto que ahora había adoptado formas más extremas. Edward Kuznetsov, condenado por participar en el infame intento de secuestrar un avión en el aeropuerto Smolni de Leningrado, menciona decenas de métodos de automutilación:

He visto a presos tragarse un gran número de clavos y alambre de púas, los he visto tragar termómetros de mercurio, soperas de peltre (después de partirlas en porciones «comibles»), piezas de ajedrez, fichas de dominó, agujas, vidrio molido, cucharas, cuchillos y muchos objetos similares. He visto a presos coserse la boca y los ojos con alambre o hilo, coserse hileras de botones al cuerpo, o clavarse los testículos a la cama … He visto a presos cortarse la piel de los brazos o las piernas y pelársela como si fuera una media, o cortarse trozos de carne (del estómago o las piernas) asarla y comérsela, o dejar que la sangre brotara de una vena cortada en una sopera, echar pan en ella y después tomársela como un tazón de sopa, o cubrirse de papel y prenderse fuego, o cortarse los dedos, la nariz, las orejas o el pene…

Kuznetsov escribe que los presos hacían estas cosas no para protestar, sino sin ningún motivo o solo para «ir al hospital, donde se contoneaban las enfermeras, donde recibían raciones de hospital y no estaban obligados a trabajar, donde podían conseguir fármacos, dietas, postales». Muchos mutiladores eran masoquistas, «en un estado permanente de depresión de una efusión de sangre a la siguiente».[31]

Es indiscutible que la relación entre los delincuentes y los presos políticos había cambiado mucho desde la época de Stalin. Desde luego, los segundos eran menos. Aunque hay estadísticas precisas del número de presos políticos, una estimación efectuada en 1972 sugiere que de los 15 000 prisioneros que había en el principal complejo de Mordovia, 2400 eran presos políticos que habían sido sentenciados según el artículo 70 o el 190-1.

Pese a ello, o quizá a causa de ello, la nueva generación de presos políticos era más consciente de su identidad especial. Los delincuentes a veces los torturaban o los golpeaban: el disidente ucraniano Valentin Moroz fue encarcelado en una celda de delincuentes que lo mantenían despierto por la noche, y finalmente lo atacaron abriéndole el estómago con una cuchara afilada.[32] Pero también había delincuentes que respetaban a los presos políticos, aunque solo fuera por su resistencia a las autoridades, tal como Vladimir Bukovski escribió: «Solían pedirnos que les dijéramos por qué estábamos en la cárcel y qué queríamos … la única cosa que no podían creer es que hiciéramos todo esto por nada y no por dinero…».[33]

Incluso hubo delincuentes que aspiraban a unirse a ellos. Creyendo que las prisiones de los políticos eran «más fáciles», algunos ladrones profesionales intentaron que les impusieran sentencias políticas. Escribían una denuncia de Jruschov o del partido, salpicada de obscenidades, o confeccionaban «banderas de Estados Unidos» con retazos y las agitaban en las ventanas. Edward Kuznetsov encontró a un preso común que se había tatuado varios versos en la mejilla derecha insultando a Jruschov, así como a Furtseva, la ministra de Cultura.

No le temo a Jruschov,

y Furtseva es mi mujer;

no puedo esperar a dormir con ella,

y vivir una vida marxista.[34]

El cambio en la relación entre la nueva generación de presos políticos y las autoridades fue incluso más profundo. En la época postestalinista, los presos políticos sabían por qué estaban en prisión, que esperaban ser puestos en prisión y que ya habían decidido cómo actuarían allí: organizándose para desafiar a los mandos. Su exigencia de ser separados de los presos comunes fue finalmente satisfecha, cuando menos porque los jefes de los campos querían mantener a la nueva generación de presos políticos, con sus constantes reivindicaciones y su inclinación a las huelgas de hambre, tan lejos como fuera posible de los presos comunes.

Estas huelgas fueron frecuentes y generalizadas, tanto que la Crónica, desde 1969 en adelante, registra una constante protesta. Durante la década siguiente, huelgas laborales, huelgas de hambre y otras protestas se convirtieron en una característica de la vida en Mordovia y Perm.

Las huelgas de hambre podían limitarse a una protesta breve de un día, o convertirse en prolongados y desesperantes duelos con las autoridades, evolucionando en un patrón tedioso, del que habló Marchenko:

Durante los primeros días, nadie parece darse cuenta. Después, tras varios días, a veces diez o doce, te trasladan a una celda especial reservada para esas personas, y comienzan a alimentarte artificialmente, mediante un tubo. Es inútil resistir; por cualquier cosa que hagas te ponen las manos atrás y te esposan. Generalmente esto se hace en los campos con más brutalidad incluso que en la prisión; cuando a uno lo han alimentado a la fuerza una o dos veces, a menudo ya no le quedan dientes…[35]

Hacia mediados de los años setenta, algunos de los «peores» presos políticos habían sido trasladados de Mordovia y Perm, e internados en prisiones especiales de máxima seguridad; la más notable era Vladimir, una prisión de la época de los zares en Rusia central, donde se ocupaban casi exclusivamente de luchar contra las autoridades. Era un juego peligroso y tenía reglas sumamente complicadas. El objetivo de los prisioneros era mejorar sus condiciones, y conseguir avances de los que se pudiera informar a Occidente mediante la red de samizdat. El objetivo de las autoridades era subyugar a los prisioneros: lograr que delatasen, colaborasen y, sobre todo, que abjurasen públicamente de sus opiniones, todo lo cual aparecería en la prensa soviética y sería repetido en el exterior. Aunque sus métodos tenían cierta semejanza con la tortura realizada en las celdas de instrucción estalinistas del pasado, generalmente implicaban presión psicológica antes que dolor físico. Natan Sharanski, uno de los más activos disidentes en prisión a finales de los setenta y comienzos de los ochenta (actualmente político israelí), explica el procedimiento:

Ellos te invitaban a hablar. ¿Piensas que nada depende de ti? Al contrario: ellos te explicarán que todo depende de ti. ¿Te gusta el té, el café, la carne? ¿Te gustaría ir conmigo a un restaurante? ¿Por qué no? Te vestirás de civil e iremos. Si nosotros vemos que estás en camino de rehabilitarte, que estás preparado para ayudarnos. ¿Qué? ¿No quieres delatar a tus amigos? ¿Qué significa delatar? Este ruso (o judío, o ucraniano, dependiendo de la situación) que está condenado contigo, ¿no te das cuenta de qué tipo de nacionalista es? ¿No sabes cuánto os odia a vosotros ucranianos (o rusos, o judíos)?[36]

Como en el pasado, las autoridades podían conceder o negar privilegios y aplicar castigos. Podían regular las condiciones de vida de un prisionero, haciendo cambios insignificantes pero cruciales en su vida diaria, pasarlo del régimen ordinario al estricto, siempre, por supuesto, en concordancia con los reglamentos. Como escribía Marchenko: «Las diferencias entre los regímenes podían ser infinitesimales para alguno que no las ha experimentado en su propio cuerpo, pero para un prisionero eran enormes. En el régimen normal hay una radio, en el estricto no; en el régimen normal, uno hace una hora de ejercicio al día; en el estricto, media hora, y no hace nada en absoluto los domingos».[37]

Los prisioneros podían ser encerrados en pabellones de castigo (el «congelador»), una forma de castigo idónea, desde el punto de vista de las autoridades, y que técnicamente no podía ser descrita como tortura. Sus efectos en el prisionero eran lentos y progresivos, pero ya que nadie los estaba azuzando a terminar una carretera en medio de la tundra, no preocupaban a las autoridades de la prisión. Estas celdas eran comparables a las concebidas por el NKVD de Stalin. Un documento de 1976, publicado por el grupo de Helsinki en Moscú, describe con gran precisión el pabellón de castigo de la prisión de Vladimir, que tenía unas cincuenta celdas. Las paredes de las celdas estaban cubiertas con cemento rugoso, tenían protuberancias y puntas. Los suelos estaban sucios y húmedos. En una celda la ventana estaba rota y había sido cubierta con periódicos, en otras las ventanas estaban tapiadas con ladrillos. Lo único que había para sentarse era un cilindro de cemento, de unos 25 centímetros de diámetro, con un cerco de hierro. Por la noche traían un catre de madera, sin sábanas ni almohadas. Se suponía que el prisionero se tumbaría sobre la madera pelada y el hierro. Las celdas se mantenían tan frías que no solo era difícil conciliar el sueño, sino también tumbarse. En algunas celdas, la «ventilación» atraía el aire de las cloacas.[38]

Para las personas acostumbradas a una vida activa, lo peor de todo era el aburrimiento, del cual habla Yuli Daniel:

Semana tras semana

se disuelve en humo de cigarrillos.

En este curioso establecimiento

todo es un sueño o un delirio…

Aquí dentro la luz no se apaga de noche.

Aquí dentro la luz es demasiado fuerte de día.

Aquí dentro Silencio, el director gerente,

se ha adueñado de mí.

Desespero sin nada que hacer,

golpeo la cabeza contra la pared.

Semana tras semana

se disuelve en humo azul…[39]

El período en las celdas de castigo no podía durar de manera indefinida. Técnicamente, los prisioneros solo podían estar confinados durante una quincena, entonces los dejaban salir un día, y después los volvían a meter. Una vez Marchenko fue encerrado en una celda durante cuarenta y ocho días. Cada vez que se llegaba al límite de la quincena, sus guardias lo dejaban fuera unos minutos, el tiempo necesario para leerle la directriz que lo devolvía a la celda de castigo.[40]

Cuando las autoridades deseaban de verdad desmoralizar a alguien, aplicaban duros castigos por infracciones mínimas. En 1973-1974, en los campos de Perm, a dos prisioneros se les negó el derecho a las visitas familiares por «sentarse en las camas durante el día». Otro fue castigado porque se descubrió que un jamón que había recibido en un paquete había sido cocinado con alcohol. Otros prisioneros fueron reprendidos o castigados por caminar demasiado despacio o por no usar calcetines.[41]

A veces la prolongada presión tenía éxito. Alexéi Dobrovolski, uno de los acusados en el proceso de Aleksandr Guinzburg, sucumbió muy pronto, y pidió por escrito que le fuera permitido dar testimonio en la radio y contó la historia completa de su actividad disidente «criminal», un ejemplo para advertir a los jóvenes que no siguieran su propio camino peligroso.[42] Piotr Yakir también sucumbió durante la instrucción, y «confesó» haber inventado lo que escribió.[43]

Otros murieron. Yuri Galanskov, uno de los acusados con Guinzburg, murió en 1972. Se le hicieron úlceras en la prisión. No fue curado y, finalmente, le causaron la muerte.[44] Marchenko también murió en 1986, probablemente debido a los fármacos que le administraron durante una huelga de hambre.[45] Varios prisioneros murieron (uno se suicidó) durante una huelga de hambre de un mes en Perm 35 en 1974.[46] Después, Vasil Stus, un poeta ucraniano activista a favor de los derechos humanos, murió en Perm en 1985.[47]

Pero los prisioneros también resistían. En 1977, los presos políticos de Perm 25 explicaban sus formas de desafío:

A menudo hacíamos huelga de hambre: en las celdas de castigo, en los vagones de transporte, los días de semana, sin significado, el día de la muerte de nuestros camaradas, el día de actividades extraordinarias en la zona, el 8 de marzo y el 10 de diciembre, el 1 de agosto y el 8 de mayo, el 5 de septiembre. Hacíamos huelga de hambre con demasiada frecuencia. Diplomáticos y funcionarios firmaban nuevos convenios sobre derechos humanos, sobre la libertad de información, sobre la prohibición de la tortura, y nosotros hacíamos huelga de hambre, ya que en la URSS estos acuerdos no se cumplían.[48]

Gracias a sus esfuerzos, el conocimiento de los movimientos disidentes estaba creciendo en Occidente, las protestas arreciaban. Por consiguiente, el tratamiento dado a algunos prisioneros adoptó una nueva forma.

Aunque he señalado que pocos documentos de archivo de los años setenta y ochenta han sido publicados, hay realmente algunas excepciones. En 1991, Vladimir Bukovski fue invitado a regresar a Rusia desde Gran Bretaña, donde había estado viviendo desde su expulsión del país quince años antes. Bukovski había sido designado como «experto» en el «proceso» del Partido Comunista que tuvo lugar cuando el partido desafió el intento del presidente Yeltsin de proscribirlo. Llegó a la sede del Tribunal Constitucional en Moscú llevando un ordenador portátil con un escáner manual. Seguro de que en Rusia nadie había visto ninguna de estas máquinas antes, se sentó y tranquilamente comenzó a copiar todos los documentos que le habían sido entregados como prueba. Solo cuando estaba terminando su tarea, quienes estaban junto a él se dieron cuenta súbitamente de lo que estaba haciendo. Alguien dijo en voz alta: «¡Los va a publicar, allí!». Se hizo el silencio en la sala. En ese momento —«como en una película», dijo después Bukovski—, simplemente cerró su ordenador, caminó hacia la salida, fue directamente al aeropuerto y partió de Rusia en avión.[49]

Gracias a Bukovski, sabemos, entre otras cosas, qué ocurrió en la reunión del Politburó que tuvo lugar después de su propio arresto. Bukovski se sorprendió de cuántos de los presentes consideraban que las acusaciones penales contra él «causarían una cierta reacción en el país y en el exterior». Sería un error, concluyeron, arrestar simplemente a Bukovski, de modo que propusieron que se le internara en una institución psiquiátrica.[50] La época de la psijuska, el «hospital psiquiátrico especial», había comenzado.

La utilización de hospitales psiquiátricos para la reclusión de los disidentes tenía antecedentes. Al volver de Europa occidental a San Petersburgo en 1836, el filósofo ruso Piotr Chaadaev escribió un ensayo crítico del régimen del zar Nicolás I, donde decía: «En contra de las leyes de la colectividad humana, solo Rusia se encamina en la dirección de su propia esclavización y la de sus pueblos vecinos». En respuesta, Nicolás I hizo que Chaadaev fuera recluido en su propia casa. El zar declaró que estaba seguro de que una vez que los rusos supieran que su compatriota «sufría de locura e insania», lo perdonarían.[51]

Después del deshielo, las autoridades comenzaron a utilizar los hospitales psiquiátricos para encerrar a los disidentes, una política que tenía muchas ventajas para el KGB. Sobre todo, servía para desacreditar a los disidentes, tanto en Occidente como en la URSS, y distraer la atención de ellos. Si no eran opositores políticos serios, sino meramente locos, ¿quién discutiría su hospitalización?

Con gran entusiasmo, la psiquiatría soviética oficial participó en la farsa. Para explicar el fenómeno de la disidencia, plantearon la definición de «esquizofrenia latente» o «esquizofrenia sigilosa», que, según explicaban los científicos, era una forma de esquizofrenia que no dejaba huella en el intelecto o la conducta exterior, pero podía abarcar casi toda forma de conducta considerada asocial o anormal. «Con mucha frecuencia, las ideas sobre la “lucha por la verdad y la justicia” son concebidas por personalidades con una estructura paranoide», escribieron dos profesores soviéticos del Instituto Serbski:

Un ejemplo típico de idea a la que se da un valor exagerado es la convicción del paciente de su propia rectitud, una obsesión por afirmar sus «derechos» atropellados, y la importancia de estos sentimientos en la personalidad del paciente. Tienden a explotar los procedimientos judiciales como plataforma para hacer discursos y llamamientos.[52]

Con esta definición, casi todos los disidentes entraban en la categoría de locos. Al escritor y científico Zhores Medvedev se le diagnosticó una «esquizofrenia latente», acompañada de «fantasías paranoicas de reformar la sociedad». Sus síntomas comprendían una «personalidad dividida», con lo que se quería decir que trabajaba como científico y escritor. Natalia Gorbanevskaya, la primera editora de la Crónica, fue diagnosticada de «esquizofrenia latente sin síntomas claros», pero que resultaba en «cambios anormales en las emociones, deseos y patrones de pensamiento». Al general disidente del Ejército Rojo Piotr Grigorenko se le diagnosticó una condición psicológica «caracterizada por la presencia de ideas reformistas, en especial la reorganización del aparato estatal; y esto está vinculado a una estima exagerada de su propia personalidad que alcanza proporciones mesiánicas».[53] En un informe enviado al comité central, un comandante del KGB local se queja también de que tiene en sus manos a un grupo de ciudadanos con una forma particular de enfermedad mental: «tratan de fundar nuevos partidos», organizaciones y consejos, preparando y distribuyendo planes para nuevas leyes y programas.[54]

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