Gulag

Gulag


Página 42 de 78

Memoria

¿Y los asesinos? Los asesinos siguen viviendo…

LEV RAZGON, Nepridumannoe, 1989[1]

A comienzos del otoño de 1998 crucé en barco el mar Blanco, de la ciudad de Arjánguelsk a las islas de Solovki. Era el último crucero de verano: a mediados de septiembre, cuando las noches del Ártico comienzan a alargarse, los barcos dejan de hacer esta ruta. El mar se vuelve demasiado bravo, el agua demasiado helada para que una expedición de turistas pase la noche.

Quizá el hecho de saber que era el fin de la estación añadía un toque de regocijo al viaje. Hubo muchos brindis, bromas y un caluroso aplauso para el capitán del barco. Mis compañeros de cena, dos parejas de mediana edad de una base naval de la costa, parecían dispuestos a divertirse.

Primero, mi presencia solo era una adición a la diversión general. No todos los días uno encuentra a una estadounidense en un barco en medio del mar Blanco, y la curiosidad los divertía. Querían saber por qué hablaba ruso, qué pensaba de Rusia, en qué se diferenciaba de Estados Unidos. Sin embargo, cuando les dije lo que hacía en Rusia, se mostraron menos alegres. Una estadounidense en un crucero de placer, visitando las islas de Solovki para ver el paisaje y el bello y antiguo monasterio es una cosa, pero una estadounidense que visita los restos del campo de concentración es otra.

Uno de los hombres se mostró hostil e inquirió: «¿Por qué a vosotros, los extranjeros, solo les preocupan las cosas malas de nuestra historia? ¿Por qué escribir sobre el Gulag? ¿Por qué no escribir sobre nuestros logros? ¡Fuimos el primer país en enviar un hombre al espacio!». Al decir «nosotros», quería decir «nosotros los soviéticos». La Unión Soviética había dejado de existir siete años antes, pero todavía se consideraba un ciudadano soviético, no un ruso.

Su mujer también me criticó. «El Gulag ya no es relevante —me dijo—. Tenemos otros problemas aquí. Tenemos desempleo, delincuencia. ¿Por qué no escribir sobre los verdaderos problemas, en vez de sobre cosas que pasaron hace mucho tiempo?»

Mientras continuaba esta incómoda conversación, la otra pareja se mantuvo en silencio, y el hombre permaneció callado: no dio su opinión sobre el tema del pasado soviético. En cierto momento, su esposa expresó su apoyo: «Comprendo por qué quieres saber más sobre los campos —dijo con voz suave—, es interesante saber lo que pasó. Yo desearía saber más».

En viajes posteriores por Rusia, he encontrado estas cuatro actitudes hacia mi proyecto una y otra vez. «No es tu problema» y «es irrelevante» son reacciones comunes. El silencio o la falta de opinión expresada con un encogimiento de hombros es la más frecuente. Pero hay también personas que comprenden por qué es importante conocer el pasado y querrían que fuera más fácil saber más.

De hecho, con cierto esfuerzo, uno puede conocer mucho sobre el pasado en la Rusia contemporánea. No todos los archivos rusos están cerrados, y no todos los historiadores rusos están interesados en otros temas: este libro es testimonio del raudal de información disponible en la actualidad. La historia del Gulag también se ha convertido en tema de debate público en algunas de las antiguas repúblicas soviéticas y antiguos satélites soviéticos. En algunas naciones, por lo general en aquellas que se ven como víctimas antes que como perpetradoras del terror, las conmemoraciones y los debates han sido notorios. Los letonios han convertido la antigua sede del KGB en Vilnius en un museo de las víctimas del genocidio. Los letones han convertido el antiguo museo soviético, antaño dedicado a los «tiradores certeros rojos» letones, en un museo de la ocupación de Letonia.

En febrero de 2002 asistí a la inauguración de un nuevo museo húngaro ubicado en un edificio que fue sede del movimiento fascista húngaro entre 1940 y 1945, y después de la seguridad del Estado comunista húngaro entre 1945 y 1956. En la primera sala una serie de pantallas de televisión colocadas en una pared emitía propaganda fascista, mientras simultáneamente, en otra pared, otro conjunto de pantallas emitía propaganda comunista. El efecto fue inmediato y emotivo, tal como estaba planeado, y el resto del museo continuaba en el mismo tono. Utilizando fotografías, sonido, vídeo y muy pocas palabras, los organizadores del museo están orientando la exposición a un público muy joven para recordar estos regímenes.

En Bielorrusia, en cambio, la falta de un monumento se ha convertido en una cuestión política importante: en el verano de 2002, el presidente dictatorial Aleksandr Lajashenka proclamaba su intención de construir una autopista en el emplazamiento de una masacre en las afueras de Minsk, la capital, en 1937. Su retórica suscitó oposición y desató un gran debate sobre el pasado.

Dispersos en Rusia, hay también un puñado de monumentos informales, semioficiales y privados, erigidos por una amplia variedad de personas y organizaciones. La sede de la Sociedad Memoria en Moscú contiene un museo pequeño, que guarda entre otras cosas, una notable colección de arte de los prisioneros. El Museo Andréi Sajárov, también en Moscú, realiza exposiciones y muestras sobre la época estalinista. En las afueras de muchas ciudades (Moscú, San Petersburgo, Tomsk, Kíev, Petrozavodsk), comisiones locales de la Sociedad Memoria y otras organizaciones han levantado monumentos en los lugares donde hubo asesinatos masivos en 1937-1938.

Hay iniciativas más ambiciosas. El anillo de minas de carbón alrededor de Vorkutá (cada una un antiguo lagpunkt) está salpicado de cruces, estatuas y otros monumentos, erigidos por las víctimas lituanas, polacas y alemanas de los campos. El museo histórico local en la ciudad de Magadán contiene varias salas dedicadas a la historia del Gulag. En una montaña que domina la ciudad, un famoso escultor ruso ha erigido un monumento a los muertos de Kolimá, con símbolos de todas las religiones que convivieron allí. Un salón adosado a los muros del monasterio de Solovki, que actualmente es un museo, expone cartas, fotografías y borradores de prisioneros de los archivos; fuera, una alameda de árboles ha sido plantada en conmemoración de los muertos de Solovki. En el centro de Siktivkar, la capital de la República de Komi, los líderes locales y la sección local de la Sociedad Memoria han construido una pequeña capilla. En el interior hay una relación de nombres de prisioneros, deliberadamente escogidos para ilustrar las diversas nacionalidades del Gulag: lituanos, coreanos, judíos, chinos, georgianos, españoles.

Al norte de Petrozavodsk, se ha levantado un monumento conmemorativo ad hoc a las afueras de la aldea de Sandormoj, pero quizá en este caso esta descripción no sea la más exacta. Aunque hay una placa conmemorativa, así como varias cruces de piedra puestas por polacos, alemanes, etc., Sandormoj, donde los prisioneros del archipiélago Solovki fueron ejecutados en 1937 (entre ellos el sacerdote Pavel Florenski), es memorable por sus cruces hechas a mano, extrañamente conmovedoras, y sus inscripciones funerarias. Como no hay documentos que declaren dónde fue enterrada cada persona, cada familia ha escogido al azar un determinado montón de huesos para venerarlos. Los parientes de las víctimas hace tiempo fallecidas, han pegado las fotografías de estas en estacas de madera y algunos han grabado epitafios en los laterales. Lazos, flores de plástico y otros arreglos fúnebres están diseminados por el pinar que ha crecido sobre este campo de ejecución.

Otro gran proyecto ha tomado forma en las afueras de la ciudad de Perm. En Perm-36, antaño un lagpunkt de la época estalinista, un grupo de historiadores locales ha construido un gran museo, el único realmente ubicado dentro de los barracones de un antiguo campo. Con sus propios recursos, los historiadores han reconstruido el campo, los barracones, los muros, las alambradas y todo lo demás. Incluso han llegado a instalar una pequeña industria maderera, utilizando las viejas y oxidadas máquinas del campo, para financiar su proyecto. Aunque no tienen mucho apoyo del gobierno local, consiguieron financiación de Europa y Estados Unidos. Ahora esperan poder restaurar los veinticinco edificios, utilizando cuatro de ellos para un Museo de la Represión más grande.

Y sin embargo, en Rusia, un país acostumbrado a grandiosos monumentos conmemorativos de la guerra y a multitudinarios y solemnes funerales de Estado, estos proyectos locales e iniciativas privadas parecen exiguos, dispersos e incompletos. La mayoría de los rusos no es consciente de ello, lo cual no es extraño: diez años después de la caída de la Unión Soviética, Rusia, el país que ha heredado su política diplomática y exterior, sus deudas y su lugar en las Naciones Unidas, continúa comportándose como si no hubiera heredado la historia de la Unión Soviética. Rusia ni siquiera tiene un lugar nacional de duelo, un monumento que oficialmente reconozca el sufrimiento de las víctimas y de sus familias. Durante los años ochenta, se convocaron concursos para diseñar un monumento de este tipo, pero no se llegó a nada. La Sociedad Memoria solo consiguió trasladar una piedra del archipiélago de Solovki —donde comenzó el Gulag— y colocarla en el centro de la plaza Dzerzhinski, frente a la Lubianka.[2]

Más notable que la falta de monumentos, es la falta de una conciencia colectiva. A veces, parece como si las grandes emociones y pasiones suscitadas por las amplias discusiones de la época de Gorbachov simplemente se hubieran desvanecido, junto con la propia Unión Soviética. El encendido debate sobre la justicia para las víctimas desapareció abruptamente. Aunque se habló mucho a finales de los ochenta, el gobierno ruso nunca investigó ni procesó a los acusados de torturas o asesinatos en masa, ni siquiera a los que eran identificables. A comienzos de los años noventa, uno de los hombres que participó en la masacre de Katín todavía vivía. Antes de morir, el KGB le hizo una entrevista, pidiéndole que explicara desde el punto de vista técnico cómo se realizó el asesinato. En un gesto de buena voluntad, una grabación de la entrevista fue enviada al agregado cultural de Polonia en Moscú. Nadie sugirió entonces que el hombre fuera juzgado en Moscú, en Varsovia o en algún otro lugar.

Es cierto, por supuesto, que un proceso no siempre es el mejor modo de ajustar cuentas con el pasado. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Alemania occidental procesó a 85 000 nazis, pero se condenó a menos de 7000. Los tribunales eran obviamente corruptos, y no fueron ajenos a las envidias y disputas personales. El Tribunal de Nuremberg era un ejemplo de «justicia de los vencedores» estropeada por una dudosa legalidad y otras rarezas, no siendo la menor de ellas la presencia de jueces soviéticos que sabían perfectamente bien que su propio bando era responsable de asesinatos en masa también.

Pero había otros métodos, además de los procesos, de hacer justicia a los crímenes del pasado. Hubo comisiones de la verdad, encuestas y comisiones del gobierno, excusas públicas, pero el gobierno ruso nunca ha considerado ninguna de estas opciones. Al margen de un breve e inconcluso «proceso» del Partido Comunista, no ha habido sesiones públicas de esclarecimiento de la verdad en Rusia, ni audiencias parlamentarias, ni investigaciones oficiales sobre los asesinatos, las masacres y los campos de la URSS.

El resultado: medio siglo después del fin de la guerra, los alemanes todavía mantienen debates públicos sobre la compensación de las víctimas, sobre los monumentos conmemorativos, sobre las nuevas interpretaciones de la historia nazi, como si la nueva generación de alemanes debiera llevar el peso de la culpa de los crímenes de los nazis. Medio siglo después de la muerte de Stalin, no hay debates equivalentes en Rusia, porque la memoria del pasado no es una parte viviente del discurso público.

El proceso de rehabilitación prosiguió, muy silenciosamente, durante los años noventa. A finales de 2001, unos 4 500 000 presos políticos habían sido rehabilitados en Rusia, y la comisión nacional de rehabilitación calculaba que tenía unos 500 000 casos que examinar. Esas víctimas, cientos de miles, quizá millones más, que nunca fueron sentenciadas serán por supuesto exceptuadas del proceso.[3] Pero aunque la comisión es seria y bienintencionada, y aunque se compone de supervivientes de los campos, así como de burócratas, nadie asociado a ella cree que los políticos que la crearon estuvieran motivados por un impulso real de «verdad y reconciliación», como dice la historiadora británica Catherine Merridale. Por el contrario, el objetivo ha sido poner fin a la discusión del pasado, calmar a las víctimas arrojándoles unos cuantos rublos y billetes gratis de autobús, y evitar cualquier examen más profundo de las causas del estalinismo y de su legado.

Hay algunas explicaciones válidas, o al menos justificables, de este silencio público. La mayoría de los rusos realmente pasan todo su tiempo lidiando con la completa transformación de la economía y la sociedad. La época estalinista ocurrió hace mucho tiempo, y muchas cosas han pasado desde que terminó. La Rusia poscomunista no es la Alemania de posguerra, donde los recuerdos de las peores atrocidades eran recientes en la mente de las personas. A comienzos del siglo XXI, los hechos de mediados del siglo XX parecen historia antigua a la mayoría de la población.

Quizá muchos rusos piensan que han tenido ya un debate sobre el pasado, que dio pocos resultados. Cuando uno pregunta a los rusos de más edad por qué el tema del Gulag se menciona tan poco en la actualidad, eluden el tema: «En 1990 eso era todo de lo que se podía hablar, ahora no necesitamos hablar de eso». Para complicar más las cosas, hablar del Gulag y de la represión estalinista se asocia a los «reformadores democráticos» que promovieron el debate sobre el pasado soviético. Debido a que se considera fracasada ahora a esa generación de dirigentes políticos, y su gobierno es recordado por el caos y la corrupción, toda mención del Gulag ha quedado manchada por asociación.

La cuestión de recordar o conmemorar la represión política también se confunde (como he señalado en la introducción de este libro) por la presencia de tantas otras víctimas de tantas otras tragedias soviéticas. «Para complicar más las cosas —escribe Catherine Merridale—, muchas personas sufrieron varias veces; pueden definirse como veteranos de guerra, víctimas de la represión, hijos de los represaliados e incluso supervivientes de la hambruna con igual facilidad.»[4] Como hay muchos monumentos conmemorando a los caídos en la guerra, algunos rusos parecen pensar: ¿no bastan estos?

Pero hay otras razones, menos justificables, para el silencio. Muchos rusos vivieron la caída de la Unión Soviética como un profundo golpe a su orgullo personal. Quizá el viejo sistema era malo, piensan ahora, pero al menos éramos poderosos. Y ahora que no lo somos, no queremos escuchar que era malo. Es demasiado doloroso, como hablar mal de los muertos.

Algunos también temen lo que podrían saber del pasado, si han de examinarlo en detalle. En 1998, la periodista ruso-estadounidense Masha Gessen relató lo que sintió al descubrir que una de sus abuelas, una simpática anciana judía, había sido censora, responsable de alterar los informes de los corresponsales extranjeros en Moscú. También descubrió que su otra abuela, otra simpática anciana judía, había solicitado un trabajo en la seguridad del Estado. Ambas optaron por esto por desesperación, no por convicción. Ahora, escribió, sabe por qué su generación había evitado condenar a la generación de sus abuelos con demasiada dureza: «No los denunciamos, no los procesamos, ni los juzgamos … al hacer tales preguntas, cada uno de nosotros se arriesgaba a traicionar a algún ser querido».[5]

Aleksandr Yacovlev, presidente de la comisión rusa de rehabilitación, habló de este problema de un modo más directo: «La sociedad es indiferente a los crímenes del pasado [me dijo], porque muchas personas participaron en ellos».[6] El sistema soviético arrastró a millones de sus ciudadanos a muchas formas de colaboración y compromiso. Aunque muchos participaron voluntariamente, otras muchas personas decentes se vieron obligadas a hacer cosas terribles. Ellos, sus hijos y sus nietos, no siempre desean recordarlo ahora.

Pero la principal explicación de la falta de un debate público no implica los miedos de una generación más joven, o los complejos de inferioridad ni la culpa residual de sus padres. La causa principal es el poder y el prestigio de quienes gobiernan no solo Rusia, sino en la mayoría de los estados y satélites ex soviéticos. En diciembre de 2001, en el décimo aniversario de la desintegración de la Unión Soviética, trece de las quince antiguas repúblicas soviéticas eran gobernadas por antiguos comunistas, y muchos de los antiguos países satélites soviéticos, incluida Polonia, el país que tuvo cientos de miles de prisioneros en los campos y pueblos de desterrados soviéticos. E incluso los países que no eran gobernados por los herederos ideológicos del Partido Comunista, los antiguos comunistas y sus hijos o compañeros de viaje continuaban figurando ampliamente en las élites intelectuales, periodísticas y empresariales. El presidente de Rusia, Vladimir Putin, fue un antiguo agente del KGB, y se define orgullosamente como un «chequista». Siendo primer ministro, Putin visitó la sede del KGB en la Lubianka, en el aniversario de la fundación de la Checa, donde dedicó una placa a la memoria de Yuri Andrópov.[7]

El predominio de los antiguos comunistas y la insuficiente discusión del pasado en el mundo poscomunista no es casual. Para decirlo con franqueza, los antiguos comunistas tienen interés en ocultar el pasado: los salpica, los debilita, cuestiona sus afirmaciones de estar realizando «reformas», aunque personalmente no tuvieran nada que ver con los crímenes pasados. En Hungría, el antiguo Partido Comunista, rebautizado como Partido Socialista, luchó implacablemente contra la apertura del museo de las víctimas del terror. Numerosos argumentos excusan que Rusia no haya construido un monumento nacional a los millones de víctimas, pero Aleksandr Yacovlev me dio la explicación más sucinta: «El monumento se construirá cuando nosotros, la vieja generación, estemos muertos».

Esto importa: el no reconocer ni arrepentirse ni discutir la historia del pasado comunista pesa como una losa en muchas de las naciones de la Europa poscomunista. Los rumores sobre el contenido de los antiguos «archivos secretos» continúan causando problemas a los políticos actuales, desestabilizando al menos a un primer ministro polaco y un húngaro. El descubrimiento ocasional de nuevas fosas comunes puede desatar la controversia y la indignación.[8]

El pasado pesa en Rusia más decisivamente que en otras partes. Rusia heredó los símbolos del poder soviético y también el complejo de gran potencia de la Unión Soviética, su organización militar y sus objetivos imperiales. Por consiguiente, las repercusiones políticas de ese olvido en Rusia han sido mucho más perjudiciales que en otros antiguos países comunistas. Actuando en nombre de la patria soviética, Stalin deportó a los chechenos a los desiertos de Kazajstán, donde murió la mitad y el resto fue condenado a desaparecer, junto con su lengua y su cultura. Cincuenta años después, en una segunda actuación, la Federación Rusa arrasó la capital chechena, Grozni, y asesinó a decenas de miles de civiles chechenos en el curso de dos guerras. Si el pueblo ruso y la élite rusa recordara (visceral y emocionalmente) lo que Stalin hizo con los chechenos, no podrían haber invadido Chechenia en los años noventa, ni una ni dos veces. Hacerlo era moralmente equivalente a que la Alemania de posguerra invadiera Polonia occidental. Muy pocos rusos lo ven así, lo cual pone de manifiesto hasta qué punto desconocen su propia historia.

También ha dejado secuelas en la formación de la sociedad civil rusa y en el desarrollo del imperio de la ley. Para decirlo con franqueza, si los canallas del antiguo régimen siguen sin ser castigados, difícilmente se puede apreciar que la buena voluntad haya triunfado sobre el mal. Esto puede sonar apocalíptico, pero no es políticamente irrelevante. La policía no necesita atrapar a todos los delincuentes para que la mayoría de las personas acaten el orden público, pero deben atrapar a una proporción significativa. Nada alienta más la negación de la ley que ver a los villanos salirse con la suya, aprovechándose del botín y riéndose en la cara del público. La policía secreta conservó sus apartamentos, sus dachas y sus buenas pensiones. Sus víctimas siguieron siendo pobres y marginales. A la mayoría de los rusos les parece que en el pasado los más sensatos eran los que más colaboraban; análogamente, cuanto uno más mienta y engañe en el presente, más sensato será.

Trágicamente, la falta de interés de Rusia en su pasado ha privado a los rusos de héroes y de víctimas. Los nombres de quienes en la clandestinidad se opusieron a Stalin, aunque inútilmente (estudiantes como Susanna Pechora, Viktor Bulgakov y Anatoli Zhigulin, jefes de las rebeliones y alzamientos en el Gulag, los disidentes desde Sajárov a Bukovski y Orlov) deberían ser tan ampliamente conocidos en Rusia como lo son en Alemania los nombres de quienes participaron en la conjura para matar a Hitler. El cuerpo increíblemente rico de la literatura de los supervivientes rusos (relatos de personas cuya humanidad triunfó sobre las horribles condiciones de los campos de concentración soviéticos) deberían ser más leídos, mejor conocidos y citados con más frecuencia. Si los escolares conocieran a estos héroes y sus relatos, encontrarían algo de qué estar orgullosos en el pasado soviético de Rusia, aparte de los triunfos militares e imperiales.

Esta falta de memoria también tiene consecuencias prácticas. Puede decirse, por ejemplo, que el desconocimiento del pasado también explica su insensibilidad hacia ciertos tipos de censura, y a la continua y firme presencia de la seguridad del Estado, ahora rebautizada Federalnaya Sluzhba Bezopasnosti o FSB. La mayoría de los rusos no se sienten especialmente indignados por las facultades de la FSB para abrir el correo, intervenir los teléfonos y entrar en residencias particulares sin orden judicial. Tampoco están muy interesados en la larga persecución del FSB contra Aleksandr Nikitin, un ecologista que escribió sobre el daño que la flota septentrional rusa está haciendo en el mar Báltico.[9]

La insensibilidad hacia el pasado también permite explicar la ausencia de una reforma judicial y penitenciaria. En 1998 visité la prisión central de la ciudad de Arjánguelsk. Antaño una de las capitales del Gulag, Arjánguelsk está situada en la ruta a Solovki, Kotlás, Kargopollag y otros complejos de campos septentrionales. La prisión de la ciudad es anterior a la época de Stalin, y parecía haber cambiado poco desde entonces. Entré en compañía de Galina Dudina, una mujer que es una genuina rareza postsoviética: una defensora de los derechos de los presos. Cuando caminábamos por las salas del edificio de piedra, acompañadas por un silencioso celador, parecía que habíamos retrocedido en el tiempo.

Los corredores eran estrechos y oscuros; las paredes, húmedas y viscosas. Cuando el celador abrió la puerta de una celda de hombres, pude ver cuerpos desnudos cubiertos de tatuajes tendidos en las literas. Viendo que los hombres estaban sin ropa, el celador cerró la puerta y les permitió arreglarse. Al abrirla de nuevo, entré en la celda y vi a unos veinte hombres en fila, disgustados por haber sido interrumpidos. A las preguntas que les hacía Galina respondían farfullando monosílabos; por lo demás, miraban fijamente el suelo de cemento de la celda. Parecía que habían estado jugando a las cartas; el celador nos llevó rápidamente fuera.

Pasamos más tiempo en la celda de las mujeres. En la esquina, había una letrina. Fuera de esto, la escena podría haber salido directamente de las páginas de las memorias de los años treinta. La ropa interior de las mujeres colgaba de una soga que pendía del techo; el aire era denso y viciado, muy caliente, cargado del olor del sudor, la mala comida, la humedad y los desperdicios. Las mujeres, también a medio vestir, se sentaban en las literas alrededor de la sala e insultaban al celador, vociferando peticiones y quejas. Era como si hubiera entrado en la celda en que Olga Adamova-Sliozberg había entrado en 1938. Repito aquí su descripción:

Las paredes arqueadas solo dejaban espacio para un angosto pasillo; los cuerpos se apretujaban en unas tarimas continuas que servían de cama.

En los cordeles tendidos sobre ellas se secaban trapos diversos. El aire estaba lleno del humo sucio de un tabaco barato y fuerte, e iba cargado de peleas, gritos y sollozos…[10]

En la puerta siguiente, en la celda de menores, había menos prisioneros, pero rostros más tristes. Galina le dio un pañuelo a una llorosa quinceañera que había sido acusada de robar el equivalente en rublos a 10 dólares. Le dijo: «Ahora sigue estudiando álgebra y pronto estarás fuera». O así lo esperaba. Galina conocía a muchas personas que habían sido encarceladas durante meses sin ser procesadas, y esta joven solo había estado en la cárcel una semana.

Después hablamos con el alcaide, que se encogió de hombros cuando preguntamos por la chica en la celda de menores, sobre el prisionero que estaba en el corredor de la muerte hacía muchos años pero aseguraba ser inocente, sobre el aire viciado de la prisión y la falta de salubridad. Todo se reducía al dinero, dijo. Simplemente no hay bastante dinero. Los celadores estaban mal pagados; la electricidad subía (lo que explicaba los pasillos oscuros); no había dinero para reparaciones, ni para fiscales, jueces o juicios. Los presos solo tenían que esperar su turno, hasta que el dinero comenzara a llegar.

No me convenció. El dinero es un problema, pero no lo es todo. Si las prisiones rusas parecen sacadas de las memorias de Evgeniya Guinzburg, si los tribunales rusos y la investigación penal rusa son una farsa, es en parte porque el legado soviético no pende como una mala conciencia en los hombros de los que dirigen el sistema de justicia penal de Rusia. El pasado no parece atormentar a la seguridad del Estado, ni a los jueces o políticos ni a la élite empresarial de Rusia.

Así pues, muy pocas personas en la Rusia contemporánea consideran que el pasado constituya una carga o una obligación. El pasado es un mal sueño que ha de ser olvidado, o un rumor que debe ser dejado de lado. Como una gran caja de Pandora cerrada, está a la espera de ser abierta por la próxima generación.

En Occidente nuestro fracaso en comprender la magnitud de lo que ocurrió en la Unión Soviética y Europa central no tiene las mismas implicaciones profundas para nuestro modo de vida. Nuestra tolerancia hacia el que niega el Gulag en nuestras universidades no destruirá el tejido moral de nuestra sociedad. La guerra fría ha terminado después de todo, y no hay una verdadera fuerza política ni intelectual en los partidos comunistas de Occidente.

Sin embargo, si no comenzamos a recordar con más empeño, esto tendrá consecuencias también para nosotros. Pues si olvidamos el Gulag, tarde o temprano descubriremos que es difícil comprender nuestra propia historia. ¿Por qué combatimos en la guerra fría, después de todo? ¿Fue debido a que los demenciales políticos derechistas confabulados con el aparato militar industrial y la CIA fraguaron todo y forzaron a dos generaciones de estadounidenses y europeos occidentales a aceptarlo? ¿U ocurría algo más importante? Ahora cunde la confusión. En 2002, un articulista de la revista conservadora británica The Spectator opinaba que la guerra fría había sido «uno de los conflictos más superfluos de nuestra época».[11]

Ya estamos olvidando lo que nos movilizó, lo que nos inspiró, lo que sostuvo a la civilización de «Occidente» durante mucho tiempo; estamos olvidando contra qué estábamos luchando. Si no tratamos de recordar la historia de la otra mitad del continente europeo, la historia del otro régimen totalitario del siglo XX, al final seremos nosotros, en Occidente, los que no comprenderemos nuestro pasado, los que no sabremos cómo nuestro mundo ha llegado a ser el mundo que es.

Y no solo nuestro pasado particular. Pues si seguimos olvidando la mitad de la historia de Europa, algo de lo que sabemos sobre la propia humanidad será distorsionado. Cada una de las tragedias masivas del siglo XX fue única: el Gulag, el Holocausto, la masacre armenia, la masacre de Nankín, la Revolución Cultural, la revolución camboyana, la guerra de Bosnia, los atentados del 11 de septiembre, entre muchas otras. Cada uno de estos acontecimientos tuvo orígenes diferentes, cada uno surgió en circunstancias locales particulares que no se repetirán nunca. Solo nuestra capacidad para degradar, destruir y deshumanizar a nuestro prójimo ha sido y será repetida una y otra vez: nuestros vecinos se convierten en «enemigos», nuestros opositores son reducidos a la categoría de piojos, escoria o malas hierbas; nuestras víctimas se transforman en seres malignos, más bajos o inferiores, solo merecedores de la prisión, la expulsión o la muerte.

Cuanto más capaces seamos de comprender cuán diferentes sociedades han transformado a sus vecinos y ciudadanos en objetos, tanto más sabremos de las específicas circunstancias que llevan a cada episodio de tortura y asesinato masivos, y mejor comprenderemos el lado oscuro de la naturaleza humana. Este libro no ha sido escrito «para que no se vuelva a repetir», tal como dice el cliché. Este libro ha sido escrito porque casi con seguridad ocurrirá otra vez. Las filosofías totalitarias han tenido, y continuarán teniendo, un gran atractivo para millones de personas. La destrucción del «enemigo objetivo», como decía Hannah Arendt, sigue siendo una meta fundamental de muchas dictaduras. Necesitamos saber por qué, y cada relato, cada texto de memorias, cada documento de la historia del Gulag es una pieza de este rompecabezas, una parte de la explicación. Sin ellos, nos despertaremos un día y nos daremos cuenta de que no sabemos quiénes somos.

Ir a la siguiente página

Report Page