Grey

Grey


Viernes, 3 de junio de 2011

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Está resbaladiza, caliente, húmeda, y su cuerpo palpita alrededor de mi miembro, al límite.

No. Muy pronto. Demasiado pronto.

Me detengo, me quedo inmóvil encima de ella, en su interior, mientras el sudor perla mi frente.

—¡Por favor! —grita, y la sujeto con más fuerza tratando de dominar el deseo que me empuja a moverme y a perderme en ella.

Cierro los ojos para no verla tumbada debajo de mí en toda su gloria y me concentro en la música. Tan pronto he recuperado el control, reanudo mis movimientos, despacio. Acelero el ritmo, poco a poco, a medida que aumenta la intensidad de la pieza coral, en armonía perfecta con la fuerza y el compás de la música, disfrutando de hasta el último centímetro de presión que su sexo ejerce sobre mi miembro.

Cierra las manos en un puño y lanza un gemido echando la cabeza hacia atrás.

Sí.

—Por favor —suplica entre dientes.

Lo sé, nena.

Vuelvo a dejarla en la cama y me inclino sobre ella con los codos apoyados en el colchón, y sigo el ritmo, embistiéndola y perdiéndome en su cuerpo y en la música.

Dulce y valiente Ana.

El sudor me recorre la espalda.

Vamos, nena.

Por favor.

Y por fin, con un grito liberador, explota en un orgasmo que me arrastra a un clímax intenso y extenuante con el que pierdo toda noción de mí mismo. Me desplomo sobre ella mientras mi mundo se transforma y se realinea y me abandona a merced de esa emoción desconocida que me consume y se revuelve en mi pecho.

Sacudo la cabeza tratando de ahuyentar ese sentimiento siniestro y confuso. Alargo la mano para coger el mando a distancia y apago la música.

Se acabó Tallis.

Es evidente que la música ha contribuido a lo que prácticamente ha sido una experiencia religiosa. Frunzo el ceño intentando controlar mis emociones, aunque no lo consigo. Salgo de Ana y estiro el cuerpo para soltarle los grilletes.

Ella suspira y flexiona los dedos mientras le quito la venda de los ojos y los auriculares con delicadeza.

Unos ojos enormes y azules me miran tras un par de parpadeos.

—Hola —murmuro.

—Hola —contesta, tímida y de buen humor.

Una respuesta cálida que me empuja a inclinarme sobre ella y a besarla suavemente en los labios.

—Lo has hecho muy bien —aseguro, lleno de orgullo.

Y es cierto. Ha aguantado. Lo ha aguantado todo.

—Date la vuelta.

Me mira de hito en hito.

—Solo te voy a dar un masaje en los hombros.

—Ah, vale.

Se da la vuelta y se desploma en la cama, con los ojos cerrados. Me siento a horcajadas sobre ella y le masajeo los hombros.

Un gemido de placer resuena en su garganta.

—¿Qué música era esa? —pregunta.

—Es el motete a cuarenta voces de Thomas Tallis, titulado Spem in alium.

—Ha sido… impresionante.

—Siempre he querido follar al ritmo de esa pieza.

—¿No me digas que también ha sido la primera vez?

Sonrío, complacido.

—En efecto, señorita Steele.

—Bueno, también es la primera vez que yo follo con esa música —dice con un tono de voz que delata su cansancio.

—Tú y yo nos estamos estrenando juntos en muchas cosas.

—¿Qué te he dicho en sueños, Chris… eh… señor?

Otra vez no. Acaba con su tortura, Grey.

—Me has dicho un montón de cosas, Anastasia. Me has hablado de jaulas y fresas, me has dicho que querías más y que me echabas de menos.

—¿Y ya está?

Parece aliviada.

¿A qué viene ese alivio?

Me tumbo a su lado para poder verle la cara.

—¿Qué pensabas que habías dicho?

Abre los ojos un instante y vuelve a cerrarlos de inmediato.

—Que me parecías feo y arrogante, y que eras un desastre en la cama.

Un atento ojo azul me espía con disimulo.

Vaya… Está mintiendo.

—Vale, está claro que todo eso es cierto, pero ahora me tienes intrigado de verdad. ¿Qué es lo que me oculta, señorita Steele?

—No te oculto nada.

—Anastasia, mientes fatal.

—Pensaba que me ibas a hacer reír después del sexo. Y no lo estás consiguiendo.

Su respuesta es tan inesperada que sonrío a mi pesar.

—No sé contar chistes —añado.

—¡Señor Grey! ¿Una cosa que no sabe hacer?

Me premia con una sonrisa amplia y contagiosa.

—Los cuento fatal —replico muy digno, como si mereciera una medalla de honor.

Se le escapa una risita.

—Yo también los cuento fatal.

—Me encanta oírte reír —susurro, y la beso, pero sigo queriendo saber a qué se debe su alivio—. ¿Me ocultas algo, Anastasia? Voy a tener que torturarte para sonsacártelo.

—¡Ja! —Su risa inunda la distancia que nos separa—. Creo que ya me ha torturado bastante.

La respuesta borra mi gesto alegre y su expresión se suaviza al instante.

—Tal vez deje que vuelvas a torturarme como lo has hecho —añade con timidez.

Ahora soy yo el que siente un gran alivio.

—Eso me encantaría, señorita Steele.

—Nos proponemos complacer, señor Grey.

—¿Estás bien? —pregunto, conmovido a la vez que preocupado.

—Mejor que bien.

Vuelve a sonreír con timidez.

—Eres increíble.

La beso en la frente y luego salgo de la cama al tiempo que la sombría sensación de antes se extiende de nuevo en mi interior. Me abrocho la bragueta mientras intento no pensar en ello y le tiendo la mano para ayudarla a levantarse. Una vez de pie, la atraigo hacia mí y la beso recreándome en su sabor.

—A la cama —murmuro, y la acompaño hasta la puerta.

Allí la envuelvo en el albornoz que ha dejado en el colgador y, antes de darle tiempo a protestar, la cojo en brazos para llevarla a mi habitación.

—Estoy muy cansada —musita, ya bajo las sábanas.

—Duerme —susurro estrechándola entre mis brazos.

Cierro los ojos, luchando contra ese inquietante sentimiento que nace y se extiende por mi pecho una vez más. Se trata de una mezcla de añoranza y de regreso al hogar… que resulta aterradora.

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