Grey

Grey


Lunes, 9 de mayo de 2011

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Lunes, 9 de mayo de 2011

Tengo tres coches. Van muy rápido por el suelo. Muy, muy rápido. Uno es rojo. Otro es verde. Otro es amarillo. Me gusta el verde. Es el mejor. A mami también le gustan. A mí me gusta cuando mami juega con los coches y conmigo. El rojo es su preferido. Hoy está sentada en el sofá mirando a la pared. El coche verde se estrella en la alfombra. El coche rojo lo sigue. Luego el amarillo. ¡Pum! Pero mami no lo ve. Apunto a sus pies con el coche verde, pero el coche verde se mete debajo del sofá. No puedo cogerlo; mi mano es demasiado grande para el hueco. Mami no ve nada. Quiero mi coche verde, pero mami sigue sentada en el sofá mirando a la pared. «¡Mami! Mi coche». No me oye. «¡Mami!». Le cojo la mano y se echa hacia atrás y cierra los ojos. «Ahora no, renacuajo. Ahora no», dice. Mi coche verde se queda debajo del sofá. Todavía está debajo del sofá. Lo veo, pero no llego a cogerlo. El coche verde está lleno de polvo. Cubierto de pelo gris y de suciedad. Quiero recuperarlo, pero no lo consigo. Nunca lo consigo. He perdido mi coche verde. Perdido para siempre. Y ya no podré volver a jugar con él.

Abro los ojos y mi sueño se desvanece en la luz de primera hora de la mañana. ¿De qué narices iba todo eso? Intento atrapar algunos fragmentos antes de que desaparezcan, pero todos se me escapan.

Me olvido del sueño, como hago casi todas las mañanas, salgo de la cama y busco unos pantalones de chándal recién lavados en el vestidor. Fuera, un cielo plomizo augura lluvia, y hoy no estoy de humor para mojarme. Decido ir al gimnasio de la planta de arriba, enciendo el televisor para ver las noticias de economía de la edición matinal y me subo a la cinta de correr.

Centro mis pensamientos en el día que me espera. Solo tengo reuniones, aunque he quedado con el entrenador personal un poco más tarde para una sesión en la oficina: Bastille siempre supone un reto estimulante.

¿Y si llamo a Elena?

Sí, tal vez. Podríamos cenar un día de esta semana.

Paro la máquina de correr, sin resuello, y bajo para darme una ducha. Luego me dispongo a enfrentarme a un nuevo día monótono.

—Hasta mañana —murmuro para despedir a Claude Bastille, que está de pie en el umbral de mi oficina.

—Esta semana tenemos golf, Grey. —Bastille sonríe con arrogancia porque sabe que tiene asegurada la victoria en el campo de golf.

Se gira y se va y yo lo veo alejarse con el ceño fruncido. Esa frase antes de irse echa sal en mis heridas, porque a pesar de mis heroicos intentos en el gimnasio esta mañana mi entrenador personal me ha dado una buena paliza. Bastille es el único que puede vencerme y ahora pretende apuntarse otra victoria en el campo de golf. Odio el golf, pero se hacen muchos negocios en las calles de los campos de ese deporte, así que tengo que soportar que me dé lecciones ahí también… Y aunque no me guste admitirlo, Bastille ha conseguido que mejore mi juego.

Mientras miro la vista panorámica de Seattle, el hastío ya familiar se cuela en mi mente. Mi humor está tan gris y aburrido como el cielo. Los días se mezclan unos con otros y soy incapaz de diferenciarlos. Necesito algún tipo de distracción. He trabajado todo el fin de semana y ahora, en los confines siempre constantes de mi despacho, me siento inquieto. No debería estar así después de varios asaltos con Bastille. Pero así me siento.

Frunzo el ceño. Lo cierto es que lo único que ha captado mi interés recientemente ha sido la decisión de enviar dos cargueros a Sudán. Eso me recuerda que se supone que Ros tenía que haberme pasado ya los números y la logística. ¿Por qué demonios se estará retrasando? Miro mi agenda y me acerco para coger el teléfono con intención de descubrir qué está pasando.

Maldita sea. Tengo que soportar una entrevista con la persistente señorita Kavanagh para la revista de la facultad. ¿Por qué demonios accedería? Odio las entrevistas: preguntas insulsas que salen de la boca de imbéciles mal informados e insustanciales que pretenden hurgar en mi vida personal. Y, encima, es una estudiante. Suena el teléfono.

—Sí —le respondo bruscamente a Andrea, como si ella tuviera la culpa. Al menos puedo intentar que la entrevista dure lo menos posible.

—La señorita Anastasia Steele está esperando para verle, señor Grey.

—¿Steele? Esperaba a Katherine Kavanagh.

—Pues es Anastasia Steele quien está aquí, señor.

Odio los imprevistos.

—Dile que pase.

Bueno, bueno… parece que la señorita Kavanagh no ha podido venir… Conozco a su padre: es el propietario de Kavanagh Media. Hemos hecho algunos negocios juntos y parece un tipo listo y un hombre racional. He aceptado la entrevista para hacerle un favor… un favor que tengo intención de cobrarme cuando me convenga. Debo admitir que tenía una vaga curiosidad por conocer a su hija para saber si son de tal palo tal astilla.

Un golpe en la puerta me devuelve a la realidad. Entonces veo una maraña de largo pelo castaño, blanquísimas piernas y botas marrones que aterriza de bruces en mi despacho. Reprimo la irritación que me sale naturalmente ante tal torpeza. Me acerco enseguida a la chica, que está a cuatro patas en el suelo. La sujeto por los hombros delgados y la ayudo a levantarse.

Unos ojos claros y avergonzados se encuentran con los míos y me dejan petrificado. Son de un color de lo más extraordinario, un azul nítido y cándido, y durante un momento horrible me siento como si pudieran ver a través de mí. Me siento… expuesto. La idea me resulta tan inquietante que la borro inmediatamente de mi cabeza.

Tiene la cara pequeña y dulce y se está ruborizando con un inocente rosa pálido. Me pregunto un segundo si toda su piel será así, tan impecable, y qué tal estará sonrosada y caliente después de un golpe con una vara.

Joder.

Freno en seco mis díscolos pensamientos, alarmado por la dirección que están tomando. Pero ¿qué coño estás pensando, Grey? Esta chica es demasiado joven. Me mira con la boca abierta y tengo que contenerme para no poner los ojos en blanco. Sí, sí, nena, no es más que una cara bonita, no hay belleza debajo de la piel. Me gustaría hacer desaparecer de esos ojos esa mirada de admiración, pero mientras tanto ¡vamos a divertirnos un rato!

—Señorita Kavanagh. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?

Otra vez ese rubor. Ahora que ya he recuperado la compostura y el control, la observo. Es bastante atractiva: menuda y pálida, con una melena oscura que la goma de pelo que lleva apenas puede contener.

Una chica morena.

Sí, es atractiva. Le tiendo la mano y ella balbucea una disculpa mortificada mientras me la estrecha con la suya. Tiene la piel fresca y suave, pero su apretón de manos es sorprendentemente firme.

—La señorita Kavanagh está indispuesta, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor Grey. —Habla en voz baja con una musicalidad vacilante y parpadea como loca agitando las largas pestañas.

Incapaz de mantener al margen de mi voz la diversión que siento al recordar su algo menos que elegante entrada en el despacho, le pregunto quién es.

—Anastasia Steele. Estudio literatura inglesa con Kate… digo… Katherine… bueno… la señorita Kavanagh, en la Estatal de Washington.

Un ratón de biblioteca nervioso y tímido, ¿eh? Parece exactamente eso; va vestida de una manera espantosa, ocultando su complexión delgada bajo un jersey sin forma, una falda marrón acampanada y unas botas cómodas y prácticas. ¿Es que no tiene gusto para vestir? Mira mi despacho con nerviosismo. Lo está observando todo menos a mí, noto con una ironía divertida.

¿Cómo puede ser periodista esta chica? No tiene ni una pizca de determinación en el cuerpo. Está ruborizada, tan dócil, tan cándida… tan sumisa. Niego con la cabeza, asombrado por la línea que están siguiendo mis pensamientos, y me pregunto si las primeras impresiones son de fiar. Le digo algún tópico y le pido que se siente. Después noto que su mirada penetrante observa los cuadros del despacho. Antes de que me dé cuenta, me encuentro explicándole de dónde vienen.

—Un artista de aquí. Trouton.

—Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario —dice distraída, perdida en el arte exquisito y la técnica perfecta de las obras de Trouton. Su perfil es delicado (la nariz respingona y los labios suaves y carnosos) y sus palabras han expresado exactamente lo que yo siento al mirar los cuadros: «Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario». Una observación muy inteligente. La señorita Steele es lista.

Me muestro de acuerdo con ella y la observo, fascinado, mientras vuelve a aparecer en su piel ese rubor. Me siento frente a ella e intento dominar mis pensamientos. Ella saca un papel arrugado y una grabadora digital de un bolso demasiado grande. Es un poco manazas, y el maldito cacharro se le cae dos veces sobre mi mesa de café Bauhaus. Es obvio que no ha hecho esto nunca, pero por alguna razón que no logro comprender todo esto me parece divertido. Normalmente esa torpeza me irritaría sobremanera, pero ahora tengo que esconder una sonrisa tras mi dedo índice y contenerme para no colocar el aparato sobre la mesa yo mismo.

Mientras ella se va poniendo más nerviosa por momentos, se me ocurre que yo podría mejorar sus habilidades motoras con la ayuda de una fusta de montar. Bien utilizada puede domar hasta a la más asustadiza. Ese pensamiento hace que me revuelva en la silla. Ella me mira y se muerde el labio carnoso.

¡Joder! ¿Cómo he podido no fijarme antes en lo sugerente que es esa boca?

—Pe… Perdón. No suelo utilizarla.

Está claro, nena, pero ahora mismo me importa una mierda porque no puedo apartar los ojos de tu boca.

—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Steele. —Yo también necesito un momento para controlar estos pensamientos rebeldes.

Grey… para ahora mismo.

—¿Le importa que grabe sus respuestas? —me pregunta con expresión expectante e inocente.

Estoy a punto de echarme a reír.

—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora?

Parpadea y sus ojos se ven muy grandes y perdidos durante un momento. Siento una punzada de culpa que me resulta extraña.

Deja de ser tan gilipollas, Grey.

—No, no me importa. —No quiero ser el responsable de esa mirada.

—¿Le explicó Kate… digo… la señorita Kavanagh para dónde era la entrevista?

—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año. —Y no sé por qué demonios he accedido a hacer eso. Sam, de relaciones públicas, me ha dicho que es un honor y el departamento de ciencias medioambientales de la Estatal de Washington necesita la publicidad para conseguir financiación adicional y complementar la beca que les he dado, y Sam es capaz de hacer cualquier cosa para tener presencia en los medios.

La señorita Steele parpadea otra vez, como si mis palabras la hubieran sorprendido… y me mira con desaprobación. ¿Es que no ha hecho ninguna investigación para la entrevista? Debería saberlo. Pensar eso me enfría un poco la sangre. Es… molesto. No es lo que espero de alguien a quien le dedico parte de mi tiempo.

—Bien. Tengo algunas preguntas, señor Grey. —Se coloca un mechón de pelo tras la oreja, y eso me distrae de mi irritación.

—Sí, creo que debería preguntarme algo —murmuro con sequedad. Vamos a hacer que se incomode un poco. Ella se remueve como si hubiera oído mis pensamientos, pero consigue recobrar la compostura, se sienta erguida y cuadra sus delgados hombros. Quiere aparentar profesionalidad. Se inclina y pulsa el botón de la grabadora y después frunce el ceño al mirar sus notas arrugadas.

—Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?

Seguro que sabe hacerlo mejor. Qué pregunta más aburrida. Ni una pizca de originalidad. Qué decepcionante. Le recito de memoria mi respuesta habitual sobre la gente excepcional que trabaja para mí, gente en la que confío (en la medida en que yo puedo confiar en alguien) y a la que pago bien, bla, bla, bla… Pero, señorita Steele, la verdad es que soy un puto genio en lo que hago. Para mí está chupado: compro empresas con problemas y que están mal gestionadas, las rehabilito y me quedo algunas; o, si están hundidas del todo, les extraigo los activos útiles y los vendo al mejor postor. Es cuestión de saber cuál es la diferencia entre las dos, y eso invariablemente depende de la gente que está al cargo. Para tener éxito en un negocio se necesita buena gente, y yo sé juzgar a las personas mejor que la mayoría.

—Quizá solo ha tenido suerte —dice en voz baja.

¿Suerte? Me recorre el cuerpo un estremecimiento irritado. ¿Suerte? ¿Cómo se atreve? Parece apocada y tímida, pero ese comentario… Nadie me había preguntado nunca si he tenido suerte. Trabajar duro, escoger a las personas adecuadas, vigilarlas de cerca, cuestionarlas si es preciso y, si no se aplican a la tarea, librarme de ellas sin miramientos. Eso es lo que yo hago, y lo hago bien. ¡Y no tiene nada que ver con la suerte! Bueno, a la mierda. En un alarde de erudición, le cito las palabras de Harvey Firestone, mi empresario americano favorito:

—«La labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se desarrollen».

—Parece usted un maniático del control —responde, y lo dice completamente en serio.

Pero ¿qué coño…? Tal vez esos ojos cándidos sí que ven a través de mí.

Control es como mi segundo nombre, cariño.

La miro fijamente con la esperanza de intimidarla.

—Bueno, lo controlo todo, señorita Steele. —Y me gustaría controlarte a ti, aquí y ahora.

Ese rubor tan atractivo vuelve a aparecer en su cara una vez más y se muerde de nuevo el labio. Yo sigo yéndome por las ramas, intentando apartar mi atención de su boca.

—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te concede un inmenso poder.

—¿Le parece a usted que su poder es inmenso? —me pregunta con voz suave y serena, pero arquea su delicada ceja y sus ojos me miran con censura. ¿Me está provocando deliberadamente? ¿Y me molesta por sus preguntas, por su actitud o porque me parece atractiva? Mi irritación aumenta por momentos.

—Tengo más de cuarenta mil empleados, señorita Steele. Eso me otorga cierto sentido de la responsabilidad… poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me interesa el negocio de las telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil personas pasarían apuros para pagar la hipoteca en poco más de un mes.

Se le abre la boca al oír mi respuesta. Así está mejor. Chúpate esa, nena. Siento que recupero el equilibrio.

—¿No tiene que responder ante una junta directiva?

—Soy el dueño de mi empresa. No tengo que responder ante ninguna junta directiva. —Ella debería saberlo ya.

—¿Y cuáles son sus intereses, aparte del trabajo? —continúa apresuradamente porque ha identificado mi reacción. Sabe que estoy cabreado y por alguna razón inexplicable eso me complace muchísimo.

—Me interesan cosas muy diversas, señorita Steele. Muy diversas. —Imágenes de ella en diferentes posturas en mi cuarto de juegos me cruzan la mente: esposada a la cruz, con las extremidades estiradas y atada a la cama de cuatro postes, tumbada sobre el banco de azotar… Fíjate… ese rubor otra vez. Es como un mecanismo de defensa.

—Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?

—¿Relajarme? —Le sonrío; esa palabra suena un poco rara pero graciosa viniendo de su lengua viperina. Además, ¿de dónde voy a sacar tiempo para relajarme? No tiene ni idea de lo que hago, pero me mira con esos ojos azules ingenuos y para mi sorpresa me encuentro reflexionando sobre la pregunta. ¿Qué hago para relajarme? Navegar, volar, follar… Poner a prueba los límites de chicas morenas atractivas como ella hasta que las doblego… Solo de pensarlo me revuelvo en el asiento, pero le respondo de forma directa, omitiendo unas cuantas aficiones favoritas.

—Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto?

—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle? —Distribuyen comida por todo el planeta.

—Parece que el que habla es su corazón, no la lógica y los hechos.

¿Corazón? ¿Yo? Oh, no, nena.

Mi corazón fue destrozado hasta quedar irreconocible hace tiempo.

—Es posible. Aunque algunos dirían que no tengo corazón.

—¿Por qué dirían algo así?

—Porque me conocen bien. —Le dedico una media sonrisa. De hecho nadie me conoce tan bien, excepto Elena tal vez. Me pregunto qué le parecería a ella la pequeña señorita Steele… Esta chica es un cúmulo de contradicciones: tímida, incómoda, claramente inteligente y mucho más que excitante.

Sí, vale, lo admito: me parece despampanante.

Me suelta la siguiente pregunta sin mirar el papel.

—¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo?

—Soy una persona muy reservada, señorita Steele. Hago todo lo posible por proteger mi vida privada. No suelo ofrecer entrevistas. —Haciendo lo que yo hago y viviendo la vida que he elegido, necesito proteger mi intimidad.

—¿Por qué aceptó esta?

—Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis relaciones públicas, y admiro esa tenacidad. —Pero me alegro de que seas tú la que ha venido y no ella.

—También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?

—El dinero no se come, señorita Steele, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer. —Me la quedo mirando con cara de póquer.

—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo? —Me mira con una expresión curiosa, como si yo fuera un enigma que tiene que resolver, pero no hay forma de que esos grandes ojos azules puedan ver mi alma oscura. Eso no es algo que esté abierto a discusión. Pasa a otro tema, Grey.

—Es un buen negocio —murmuro, fingiendo aburrirme, y me imagino follándole esa boca de lengua viperina para distraerme de esos pensamientos sobre el hambre. Sí, esa boca necesita entrenamiento, y me permito imaginarla de rodillas delante de mí. Vaya, ese pensamiento sí es sugerente…

Formula su siguiente pregunta, sacándome de mi ensoñación particular.

—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste? —Vuelve a leer como un papagayo.

—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.

—Entonces quiere poseer cosas…

Sí, nena. A ti, para empezar… Arrugo la frente, sorprendido por ese pensamiento.

—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.

—Parece usted el paradigma del consumidor. —Su voz tiene un tono de desaprobación que me molesta.

—Lo soy.

Parece una niña rica que ha tenido todo lo que ha querido, pero cuando me fijo en su ropa me doy cuenta de que no es así: va vestida de grandes almacenes, Old Navy o H&M seguramente. No ha crecido en un hogar acomodado.

Yo podría cuidarte y ocuparme de ti.

¿De dónde coño ha salido eso?

Aunque, ahora que lo pienso, necesito a una nueva sumisa. Han pasado… ¿qué? ¿Dos meses desde Susannah? Y aquí estoy, babeando por esta mujer. Pruebo con una sonrisa afable. No hay nada malo en el consumo: al fin y al cabo, eso es lo que mueve lo que queda de la economía americana.

—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que eso ha influido en su manera de ser?

¿Y eso qué narices tiene que ver con el precio del petróleo? Qué pregunta más ridícula. Si me hubiera quedado con la puta adicta al crack probablemente ahora estaría muerto. Le respondo con algo que no es una verdadera respuesta, intentando mantener mi voz serena, pero insiste preguntándome a qué edad me adoptaron.

¡Haz que se calle de una vez, Grey!

Mi tono se vuelve glacial.

—Todo el mundo lo sabe, señorita Steele.

Esto también debería saberlo. Ahora parece arrepentida y se retira un mechón rebelde de pelo tras la oreja. Bien.

—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.

—Eso no es una pregunta —le suelto bruscamente.

Se sobresalta, a todas luces avergonzada, pero tiene la elegancia de disculparse y reformula la pregunta.

—¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?

¿Y para qué querría tener una familia?

—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren. Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.

—¿Es usted gay, señor Grey?

¡Pero qué coño…! ¡No me puedo creer que haya llegado a decir eso en voz alta! Una pregunta que, irónicamente, ni siquiera mi familia se atreve a hacerme. ¡Cómo se atreve! Tengo que reprimir la necesidad imperiosa de arrancarla de su asiento, ponerla sobre mis rodillas y azotarla para después follármela encima de mi mesa con las manos atadas detrás de la espalda. Eso respondería perfectamente a su ridícula pregunta. Inspiro hondo para calmarme. Para mi deleite vengativo, parece muy avergonzada por su propia pregunta.

—No, Anastasia, no soy gay. —Levanto ambas cejas, pero mantengo la expresión impasible. Anastasia. Es un nombre muy bonito. Me gusta cómo me acaricia la lengua.

—Le pido disculpas. Está… bueno… está aquí escrito. —Se coloca el pelo detrás de la oreja. Evidentemente, es un tic nervioso.

¿Acaso no son suyas las preguntas? Se lo pregunto y ella palidece. Maldita sea, es realmente atractiva, aunque de una forma discreta.

—Bueno… no. Kate… la señorita Kavanagh… me ha pasado una lista.

—¿Son compañeras de la revista de la facultad?

—No. Es mi compañera de piso.

Ahora entiendo por qué se comporta así. Me rasco la barbilla y me debato entre hacérselo pasar muy mal o no.

—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? —le pregunto, y me recompensa con una mirada sumisa: está nerviosa y agobiada por mi reacción. Me gusta el efecto que tengo sobre ella.

—Me lo ha pedido ella. No se encuentra bien —dice en voz baja.

—Esto explica muchas cosas.

Llaman a la puerta y aparece Andrea.

—Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.

—No hemos terminado, Andrea. Cancela mi próxima reunión, por favor.

Andrea duda y me mira con la boca abierta. Yo me quedo mirándola fijamente. ¡Fuera! ¡Ahora! Estoy ocupado con la señorita Steele.

—Muy bien, señor Grey —dice, recobrándose rápidamente.

Gira sobre sus talones y sale del despacho.

Vuelvo a centrar mi atención en la intrigante y frustrante criatura que tengo sentada en mi sofá.

—¿Por dónde íbamos, señorita Steele?

—No quisiera interrumpir sus obligaciones.

Oh, no, nena. Ahora me toca a mí. Quiero saber si hay algún secreto que descubrir detrás de esa preciosa cara.

—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo. —Me acomodo en el respaldo y apoyo un dedo sobre los labios. Veo que sus ojos se dirigen a mi boca y traga saliva. Oh, sí… el efecto habitual. Es gratificante saber que no es completamente ajena a mis encantos.

—No hay mucho que saber —me dice, y vuelve el rubor.

La estoy intimidando. Bien.

—¿Qué planes tiene después de graduarse?

—No he hecho planes, señor Grey. Tengo que aprobar los exámenes finales.

—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas.

¿Qué me ha poseído para decir eso? Va contra las reglas, Grey. Prohibido follar con el personal… Pero tú no te estás follando a esta chica.

Parece sorprendida y sus dientes vuelven a clavarse en su labio. ¿Por qué me resulta excitante eso?

—Lo tendré en cuenta —murmura. Y después añade—: Aunque no creo que encajara aquí.

—¿Por qué lo dice? —le pregunto.

¿Qué le pasa a mi empresa?

—Es obvio, ¿no?

—Para mí no. —Me confunde su respuesta.

Está nerviosa de nuevo y estira el brazo para coger la grabadora.

Mierda, se va. Repaso mentalmente mi agenda para la tarde… No hay nada que no pueda esperar.

—¿Le gustaría que le enseñara el edificio?

—Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.

—¿Vuelve en coche a Vancouver? —Miro por la ventana. Es mucha distancia y está lloviendo. No debería conducir con este tiempo, pero no puedo prohibírselo. Eso me irrita—. Bueno, conduzca con cuidado. —Mi voz suena más dura de lo que pretendía.

Ella intenta torpemente guardar la grabadora. Tiene prisa por salir de mi despacho y, para mi sorpresa, yo no deseo que se vaya.

—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —digo en un esfuerzo claro por prolongar su estancia.

—Sí, señor —dice en voz baja.

Su respuesta me deja helado: esas palabras suenan de una forma en su boca de listilla… Brevemente me imagino esa boca a mi entera disposición.

—Gracias por la entrevista, señor Grey.

—Ha sido un placer —le respondo. Y lo digo completamente en serio; hacía mucho que nadie me fascinaba tanto. Y eso es perturbador.

Ella se pone de pie y yo le tiendo la mano, muy ansioso por tocarla.

—Hasta la próxima, señorita Steele —digo en voz baja. Ella me estrecha la mano. Sí, quiero azotar y follarme a esta chica en mi cuarto de juegos. Tenerla atada y suplicando… necesitándome, confiando en mí. Trago saliva.

No va a pasar, Grey.

—Señor Grey —se despide con la cabeza y aparta la mano rápidamente… demasiado rápidamente.

No puedo dejar que se vaya así. Pero es obvio que se muere por salir de aquí. Es muy irritante, pero en cuanto abro la puerta del despacho, me viene la inspiración.

—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Steele.

Sus labios forman una línea recta.

—Muy amable, señor Grey —me suelta bruscamente.

¡La señorita Steele tiene dientes! Sonrío mientras la observo al salir y la sigo. Tanto Andrea como Olivia levantan la vista alucinadas. Sí, sí… La estoy acompañando a la puerta.

—¿Ha traído abrigo? —pregunto.

—Chaqueta.

Lanzo a Olivia una mirada elocuente e inmediatamente salta para traer una chaqueta azul marino. Me la da con su expresión afectada habitual. Dios, qué irritante es Olivia… Suspirando por mí a todas horas…

Mmm… Es una chaqueta vieja y barata. La señorita Anastasia Steele debería ir mejor vestida. La sostengo para que se la ponga y, al colocársela sobre los hombros delgados, le rozo la piel de la nuca. Ella se queda helada ante el contacto y palidece.

¡Sí! Ejerzo algún efecto sobre ella. Saberlo es algo inmensamente gratificante. Me acerco al ascensor y pulso el botón mientras ella espera a mi lado, revolviéndose, incapaz de permanecer quieta.

Oh, yo podría hacer que dejaras de revolverte de esa forma, nena.

Las puertas se abren y ella se apresura a entrar; luego se gira para mirarme. Es más que atractiva. Llegaría incluso a decir que es verdaderamente guapa.

—Anastasia —le digo a modo de despedida.

—Christian —susurra en respuesta. Y las puertas del ascensor se cierran dejando mi nombre en el aire con un sonido extraño, poco familiar, pero mucho más que sexy.

Joder… ¿Qué ha sido eso?

Necesito saber más sobre esta chica.

—Andrea —exclamo mientras camino decidido de vuelta a mi despacho—. Ponme con Welch inmediatamente.

Me siento a la mesa esperando que me pase la llamada y miro los cuadros colgados de las paredes de mi despacho. Las palabras de la señorita Steele vuelven a mí: «Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario». Eso podría ser una buena descripción de ella.

El teléfono suena.

—Tengo al señor Welch al teléfono.

—Pásamelo.

—Sí, señor.

—Welch, necesito un informe.

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