Grey

Grey


Jueves, 26 de mayo de 2011

Página 19 de 43

—Eh, para de hacer eso. No hay nada ruin en ti, Anastasia. No quiero que pienses eso. No he hecho más que comprarte unos libros antiguos que pensé que te gustarían, nada más.

Parpadea un par de veces y mira fijamente el paquete de libros; es evidente que no sabe qué decisión tomar.

Quédatelos, Ana. Son para ti.

—Bebamos un poco de champán —susurro, y ella me regala una breve sonrisa—. Eso está mejor.

Abro el champán y sirvo las sofisticadas tazas que me ha dejado delante.

—Es rosado. —Parece sorprendida, y no soy capaz de decirle por qué he escogido el rosado.

—Bollinger La Grande Année Rosé 1999, una añada excelente.

—En taza.

Sonríe. Y me contagia su sonrisa.

—En taza. Felicidades por tu graduación, Anastasia.

Brindamos y bebo. Es bueno, como ya sabía.

—Gracias. —Se lleva la taza a los labios y toma un sorbo rápido—. ¿Repasamos los límites tolerables?

—Siempre tan impaciente.

La cojo de la mano, la llevo al sofá (uno de los únicos muebles que quedan en el salón) y nos sentamos, rodeados de cajas.

—Tu padrastro es un hombre muy taciturno.

—Lo tienes comiendo de tu mano.

Me río brevemente.

—Solo porque sé pescar.

—¿Cómo sabías que le gusta pescar?

—Me lo dijiste tú. Cuando fuimos a tomar un café.

—¿Ah, sí? —Bebe otro sorbo y cierra los ojos paladeando el sabor. Luego los abre y pregunta—: ¿Probaste el vino de la recepción?

—Sí. Estaba asqueroso. —Hago una mueca.

—Pensé en ti cuando lo probé. ¿Cómo es que sabes tanto de vinos?

—No sé tanto, Anastasia, solo sé lo que me gusta. —Y tú me gustas—. ¿Más? —Señalo la botella con la cabeza.

—Por favor.

Cojo el champán y sirvo su copa. Ella me mira recelosa. Sabe que pretendo emborracharla.

—Esto está muy vacío. ¿Te mudas ya? —le pregunto para distraerla.

—Más o menos.

—¿Trabajas mañana?

—Sí, es mi último día en Clayton’s.

—Te ayudaría con la mudanza, pero le he prometido a mi hermana que iría a buscarla al aeropuerto. Mia llega de París el sábado a primera hora. Mañana me vuelvo a Seattle, pero tengo entendido que Elliot os va a echar una mano.

—Sí, Kate está muy entusiasmada al respecto.

Me sorprende que Elliot siga interesado en la amiga de Ana; no es propio de él.

—Sí, Kate y Elliot, ¿quién lo iba a decir?

Su relación complica las cosas. La voz de mi madre resuena en mi cabeza: «Podrías invitar a Anastasia».

—¿Y qué vas a hacer con lo del trabajo de Seattle? —pregunto.

—Tengo un par de entrevistas para puestos de becaria.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo?

—Eh… te lo estoy diciendo ahora —contesta.

—¿Dónde? —Intento ocultar mi frustración.

—En un par de editoriales.

—¿Es eso lo que quieres hacer, trabajar en el mundo editorial?

Asiente, pero no añade más.

—¿Y bien? —digo para animarla a seguir.

—Y bien ¿qué?

—No seas retorcida, Anastasia, ¿en qué editoriales?

Repaso mentalmente todas las editoriales que conozco en Seattle. Hay cuatro… creo.

—Unas pequeñas —contesta, evasiva.

—¿Por qué no quieres que lo sepa?

—Tráfico de influencias —dice.

¿Qué significa eso? Frunzo el ceño.

—Pues sí que eres retorcida —insisto.

—¿Retorcida? ¿Yo? —Se ríe, regocijada—. Dios mío, qué morro tienes. Bebe, y hablemos de esos límites.

Pestañea e inspira profundamente, temblorosa, y luego apura la taza. Está realmente muy nerviosa. Le ofrezco más coraje líquido.

—Por favor —dice.

Con la botella en la mano, hago una pausa.

—¿Has comido algo?

—Sí. Me he dado un banquete con Ray —responde, exasperada, y pone los ojos en blanco.

Oh, Ana. Por fin puedo hacer algo con esa costumbre tuya tan irreverente.

Me inclino hacia delante, la cojo de la barbilla y la fulmino con la mirada.

—La próxima vez que me pongas los ojos en blanco te voy a dar unos azotes.

—Ah. —Parece sorprendida, pero también intrigada.

—Ah. Así se empieza, Anastasia.

Esbozo una sonrisa voraz, sirvo su taza y ella bebe un buen sorbo.

—Me sigues ahora, ¿no?

Asiente con la cabeza.

—Respóndeme.

—Sí… te sigo —contesta con una sonrisa contrita.

—Bien. —Saco de la chaqueta su correo y el Apéndice 3 de mi contrato—. De los actos sexuales… lo hemos hecho casi todo.

Se acerca a mí y leemos la lista.

APÉNDICE 3

Límites tolerables

A discutir y acordar por ambas partes:

 

¿Acepta la Sumisa lo siguiente?

 

• Masturbación

• Penetración vaginal

• Cunnilingus

• Fisting vaginal

• Felación

• Penetración anal

• Ingestión de semen

• Fisting anal

—De fisting nada, dices. ¿Hay algo más a lo que te opongas? —pregunto.

Traga saliva.

—La penetración anal tampoco es que me entusiasme.

—Lo del fisting pase, pero no querría renunciar a tu culo, Anastasia.

Ella inspira profundamente.

—Bueno, ya veremos. Además, tampoco es algo a lo que podamos lanzarnos sin más. —No consigo reprimir una sonrisa maliciosa—. Tu culo necesitará algo de entrenamiento.

—¿Entrenamiento? —Sus ojos se abren como platos.

—Oh, sí. Habrá que prepararlo con mimo. La penetración anal puede resultar muy placentera, créeme. Pero si lo probamos y no te gusta, no tenemos por qué volver a hacerlo. —Me deleito con su cara de conmoción.

—¿Tú lo has hecho? —me pregunta.

—Sí.

—¿Con un hombre?

—No. Nunca he hecho nada con un hombre. No me va.

—¿Con la señora Robinson?

—Sí. —Y su enorme arnés de silicona.

Ana arruga la frente y yo me apresuro a proseguir antes de que me pregunte más sobre el tema.

—Y la ingestión de semen… Bueno, eso se te da de miedo.

Espero que sonría, pero ella me observa atentamente, como si estuviera viéndome bajo una nueva luz. Creo que sigue dándole vueltas a la señora Robinson y a la penetración anal. Oh, nena, Elena contaba con mi sumisión. Podía hacer conmigo lo que se le antojara. Y a mí me gustaba.

—Entonces… Tragar semen, ¿vale? —pregunto intentando traerla de vuelta al presente.

Ella asiente y apura la taza.

—¿Más? —le pregunto.

Frena, Grey. Solo la quieres achispada, no borracha.

—Más —susurra.

Le sirvo champán y vuelvo a la lista.

—¿Juguetes sexuales?

¿Acepta la Sumisa lo siguiente?

 

• Vibradores

• Consoladores

• Dilatadores anales

• Otros juguetes vaginales/anales

—¿Dilatadores anales? ¿Eso sirve para lo que pone en el envase? —Hace una mueca de asco.

—Sí. Y hace referencia a la penetración anal de antes. Al entrenamiento.

—Ah… ¿y el «otros»?

—Rosarios, huevos… ese tipo de cosas.

—¿Huevos? —Se lleva las manos a la boca, espantada.

—No son huevos de verdad. —Me río.

—Me alegra ver que te hago tanta gracia.

Parece ofendida, y no era esa mi intención.

—Mis disculpas. Lo siento, señorita Steele.

¡No me jodas, Grey! No te pases con ella.

—¿Algún problema con los juguetes?

—No —suelta con brusquedad.

Mierda. Se está enfadando.

—Anastasia, lo siento. Créeme. No pretendía burlarme. Nunca he tenido esta conversación de forma tan explícita. Eres tan inexperta… Lo siento.

Hace un mohín y toma otro sorbo de champán.

—Vale… bondage —digo, y volvemos a la lista.

¿Acepta la Sumisa lo siguiente?

 

• Bondage con cuerda

• Bondage con cinta adhesiva

• Bondage con muñequeras de cuero

• Otros tipos de bondage

• Bondage con esposas y grilletes

—¿Y bien? —pregunto, esta vez amablemente.

—De acuerdo —susurra, y sigue leyendo.

¿Acepta la Sumisa los siguientes tipos de bondage?

 

• Manos al frente

• Muñecas con tobillos

• Tobillos

• A objetos, muebles, etc.

• Codos

• Barras separadoras

• Manos a la espalda

• Suspensión

• Rodillas

 

¿Acepta la Sumisa que se le venden los ojos?

 

¿Acepta la Sumisa que se la amordace?

—Ya hemos hablado de la suspensión y, si quieres ponerla como límite infranqueable, me parece bien. Lleva mucho tiempo y, de todas formas, solo te tengo a ratos pequeños. ¿Algo más?

—No te rías de mí, pero ¿qué es una barra separadora?

—Prometo no reírme. Ya me he disculpado dos veces. —Por el amor de Dios—. No me obligues a hacerlo de nuevo. —Mi voz es más severa de lo que pretendo, y ella se aparta de mí.

Mierda.

No hagas caso, Grey. Continúa con esto.

—Es una barra que incorpora unas esposas para los tobillos y/o las muñecas. Es divertido.

—Vale… De acuerdo con lo de amordazarme… Me preocupa no poder respirar.

—A mí también me preocuparía que no respiraras. No quiero asfixiarte. —Jugar a contener el aliento no me va nada.

—Además, ¿cómo voy a usar las palabras de seguridad estando amordazada? —pregunta.

—Para empezar, confío en que nunca tengas que usarlas. Pero si estás amordazada, lo haremos por señas.

—Lo de la mordaza me pone nerviosa.

—Vale. Tomo nota.

Me observa un momento como si hubiera resuelto el enigma de la esfinge.

—¿Te gusta atar a tus sumisas para que no puedan tocarte? —pregunta.

—Esa es una de las razones.

—¿Por eso me has atado las manos?

—Sí.

—No te gusta hablar de eso —dice.

—No, no me gusta.

No voy a ir ahí contigo, Ana. Déjalo.

—¿Te apetece más champán? —pregunto—. Te está envalentonando, y necesito saber lo que piensas del dolor. —Le sirvo en la taza y ella toma un sorbo, nerviosa y con los ojos muy abiertos—. A ver, ¿cuál es tu actitud general respecto a sentir dolor?

Guarda silencio.

Contengo un suspiro.

—Te estás mordiendo el labio.

Por suerte, deja de hacerlo, pero se queda pensativa y se mira las manos.

—¿Recibías castigos físicos de niña? —le pregunto de pronto.

—No.

—Entonces, ¿no tienes ningún ámbito de referencia?

—No.

—No es tan malo como crees. En este asunto, tu imaginación es tu peor enemigo.

Confía en mí, Ana. Créeme, por favor.

—¿Tienes que hacerlo?

—Sí.

—¿Por qué?

No quieras saberlo, de verdad.

—Es parte del juego, Anastasia. Es lo que hay. Te veo nerviosa. Repasemos los métodos.

Revisamos la lista.

• Azotes

• Azotes con pala

• Latigazos

• Azotes con vara

• Mordiscos

• Pinzas para pezones

• Pinzas genitales

• Hielo

• Cera caliente

• Otros tipos/métodos de dolor

—Vale, has dicho que no a las pinzas genitales. Muy bien. Lo que más duele son los varazos.

Ana palidece.

—Ya iremos llegando a eso —me apresuro a añadir.

—O mejor no llegamos —replica.

—Forma parte del trato, nena, pero ya iremos llegando a todo eso. Anastasia, no te voy a obligar a nada horrible.

—Todo esto del castigo es lo que más me preocupa.

—Bueno, me alegro de que me lo hayas dicho. De momento quitamos los varazos de la lista. Y a medida que te vayas sintiendo más cómoda con todo lo demás, incrementaremos la intensidad. Lo haremos despacio.

Parece que duda, así que me inclino hacia delante y la beso.

—Ya está, no ha sido para tanto, ¿no?

Se encoge de hombros, aún dubitativa.

—A ver, quiero comentarte una cosa más antes de llevarte a la cama.

—¿A la cama? —exclama, y se le encienden las mejillas.

—Vamos, Anastasia, después de repasar todo esto, quiero follarte hasta la semana que viene, desde ahora mismo. En ti también debe de haber tenido algún efecto.

Se estremece a mi lado e inspira profundamente, con los muslos apretados entre sí.

—¿Ves? Además, quiero probar una cosa.

—¿Me va a doler?

—No… deja de ver dolor por todas partes. Más que nada es placer. ¿Te he hecho daño hasta ahora?

—No.

—Pues entonces. A ver, antes me hablabas de que querías más. —Me interrumpo.

Joder. Estoy al borde de un precipicio.

De acuerdo, Grey, ¿estás seguro de esto?

Tengo que intentarlo. No quiero perderla antes de empezar.

Vamos, Grey, lánzate.

Le cojo una mano.

—Podríamos probarlo durante el tiempo en que no seas mi sumisa. No sé si funcionará. No sé si podremos separar las cosas. Igual no funciona. Pero estoy dispuesto a intentarlo. Quizá una noche a la semana. No sé.

Se queda boquiabierta.

—Con una condición.

—¿Qué? —pregunta con la respiración entrecortada.

—Que aceptes encantada el regalo de graduación que te hago.

—Ah —exclama, y sus ojos se agrandan por la incertidumbre.

—Ven.

Tiro de ella para ayudarla a levantarse, me quito la cazadora de cuero y se la pongo sobre los hombros. Respiro hondo, abro la puerta y dejo que vea el Audi A3 que he aparcado fuera.

—Para ti. Feliz graduación. —La abrazo y le beso el pelo.

Cuando la suelto, veo que contempla anonadada el coche.

Vale… Esto podría salir bien o mal.

La cojo de la mano, bajo los escalones de la entrada y ella me sigue como si estuviera en trance.

—Anastasia, ese Escarabajo tuyo es muy viejo y francamente peligroso. Jamás me perdonaría que te pasara algo cuando para mí es tan fácil solucionarlo…

Mira el coche, enmudecida.

Mierda.

—Se lo comenté a tu padrastro. Le pareció una idea genial.

A lo mejor estoy exagerando…

Sigue boquiabierta y consternada cuando se vuelve hacia mí; me mira enfadada.

—¿Le mencionaste esto a Ray? ¿Cómo has podido? —Está furiosa, muy furiosa.

—Es un regalo, Anastasia. ¿Por qué no me das las gracias y ya está?

—Sabes muy bien que es demasiado.

—Para mí, no; para mi tranquilidad, no.

Vamos, Ana. Quieres más, pues este es el precio.

Hunde los hombros y se vuelve hacia mí, creo que resignada. No ha sido exactamente la reacción que esperaba. El rubor rosado fruto del champán ha desaparecido y su tez vuelve a estar pálida.

—Te agradezco que me lo prestes, como el portátil.

Sacudo la cabeza. ¿Por qué todo es tan difícil con ella? Ninguna de mis otras sumisas ha reaccionado así cuando les he regalado un coche. Al contrario, suelen estar encantadas.

—Vale. Te lo presto. Indefinidamente —accedo entre dientes.

—No, indefinidamente, no. De momento. Gracias —dice con un hilo de voz. Se pone de puntillas y me besa en la mejilla—. Gracias por el coche, señor.

Esa palabra. En su dulce, dulce boca. La agarro, aprieto su cuerpo contra el mío y enredo los dedos en su pelo.

—Eres una mujer difícil, Ana Steele.

La beso con pasión y la obligo a abrir la boca con la lengua, y un instante después ella corresponde a mi deseo acariciando mi lengua con la suya. Mi cuerpo reacciona: quiero poseerla. Aquí. Ahora. En la calle.

—Me está costando una barbaridad no follarte encima del capó de este coche ahora mismo para demostrarte que eres mía y que, si quiero comprarte un puto coche, te compro un puto coche. Venga, vamos dentro y desnúdate —mascullo.

La beso una vez más con actitud exigente y posesiva. Me la llevo de la mano y volvemos al apartamento. Cierro de un portazo y vamos directos al dormitorio. Allí la suelto y enciendo la luz de la mesilla.

—Por favor, no te enfades conmigo —susurra.

Sus palabras sofocan el fuego de mi ira.

—Siento lo del coche y lo de los libros… —Se interrumpe y se lame los labios—. Me das miedo cuando te enfadas.

Mierda. Nadie me había dicho eso nunca. Cierro los ojos. Lo último que quiero es asustarla.

Cálmate, Grey.

Está aquí. Está a salvo. Está entregada. No lo jodas solo porque no sepa cómo debe comportarse.

Al abrir los ojos encuentro a Ana mirándome, no asustada sino anhelante.

—Date la vuelta —le pido con voz tierna—. Quiero quitarte el vestido.

Obedece de inmediato.

Buena chica.

Le quito la chaqueta de los hombros, la dejo caer al suelo y luego le aparto el pelo del cuello. El tacto de su piel suave bajo mi índice rudo resulta balsámico. Ahora que hace lo que se le ordena, me relajo. Con la yema del dedo voy siguiendo la línea de su columna hasta el comienzo de la cremallera, envuelta en seda gris.

—Me gusta este vestido. Me gusta ver tu piel inmaculada.

Introduzco un dedo por el borde de la tela y tiro de Ana hasta apretarla contra mí. Hundo la cara en su pelo e inhalo su aroma.

—Qué bien hueles, Anastasia. Qué agradable.

Como el otoño.

Su fragancia es reconfortante; me recuerda a una época de abundancia y felicidad. Sigo inhalando su delicioso olor, y le acaricio la oreja con la nariz y desciendo por el cuello hasta el hombro sin dejar de besarla. Bajo la cremallera muy despacio y beso, lamo y succiono su piel hasta alcanzar el otro hombro.

Toda ella tiembla con mis caricias.

Oh, nena.

—Vas… a… tener… que… aprender… a… estarte… quieta —le susurro entre besos, y desabrocho el cuello del vestido, que cae a sus pies—. Sin sujetador, señorita Steele. Me gusta.

Alargo las manos, le cubro con ellas los pechos y noto cómo los pezones se endurecen contra mis palmas.

—Levanta los brazos y cógete a mi cabeza —le ordeno rozándole el cuello con los labios.

Ella obedece y sus pechos se elevan dentro de mis manos. Me enreda los dedos en el pelo, como a mí me gusta, y tira de él.

Oh… Qué placer.

Ladea la cabeza y aprovecho el gesto para besarla allí donde su pulso palpita bajo la piel.

—Mmm… —musito agradecido mientras mis dedos juguetean con sus pezones y tiran de ellos.

Ella gime y arquea la espalda apretando sus tetas perfectas aún más contra mis manos.

—¿Quieres que te haga correrte así?

Su cuerpo se curva un poco más.

—Le gusta esto, ¿verdad, señorita Steele?

—Mmm…

—Dilo —insisto sin aflojar mi sensual asalto a sus pezones.

—Sí —jadea.

—Sí, ¿qué?

—Sí… señor.

—Buena chica.

Pellizco y retuerzo suavemente con los dedos, y su cuerpo se convulsiona contra mí entre gemidos. Sus manos me tiran del pelo.

—No creo que estés lista para correrte aún. —Y detengo el movimiento de las manos sin soltarle los pechos mientras le mordisqueo el lóbulo—. Además, me has disgustado. Así que igual no dejo que te corras.

Le masajeo los pechos y mis dedos vuelven a centrarse en sus pezones; se los retuerzo y tiro de ellos.

Ella gime y aprieta el culo contra mi erección. Bajo las manos hasta sus caderas, la sujeto y miro sus bragas.

Algodón. Blanco. Fácil.

Introduzco el dedo por el borde y tiro de ellas hasta donde dan de sí, y luego clavo los pulgares en la costura posterior. Se desgarran en mis manos y las lanzo a los pies de Ana.

Ella contiene el aliento.

Paseo los dedos por sus nalgas e introduzco uno en la vagina.

Está húmeda. Muy húmeda.

—Oh, sí. Mi dulce niña ya está lista.

Le doy la vuelta y me llevo el dedo a la boca.

Mmm. Salado.

—Qué bien sabe, señorita Steele.

Su boca se abre y sus ojos se oscurecen de deseo. Creo que está un poco sobresaltada.

—Desnúdame. —Sigo mirándola a los ojos. Ella ladea la cabeza, procesando mi orden, pero duda—. Puedes hacerlo —la animo.

Levanta las manos dispuesta a tocarme, pero no estoy preparado. Mierda.

Instintivamente le agarro las manos.

—Ah, no. La camiseta, no.

Quiero que se ponga encima. Todavía no hemos hecho esto y podría perder el equilibrio, así que necesito la protección que me ofrece la camiseta.

—Para lo que tengo planeado, vas a tener que acariciarme.

Le suelto una de las manos y coloco la otra sobre mi miembro erecto, que lucha por conseguir espacio dentro de los vaqueros.

—Este es el efecto que me produce, señorita Steele.

Ella toma aire mirándose la mano. Luego sus dedos se tensan sobre mi polla y me mira fascinada.

Sonrío con malicia.

—Quiero metértela. Quítame los vaqueros. Tú mandas.

Se queda boquiabierta.

—¿Qué me vas a hacer? —Mi voz es ronca.

Le cambia la cara, que irradia deleite, y antes de que me dé tiempo a reaccionar me empuja. Me río al caer sobre la cama, sobre todo por su atrevimiento, pero también porque me ha tocado y no he sentido pánico. Me quita los zapatos, luego los calcetines, pero sus manos son muy torpes, lo que me recuerda la entrevista y sus intentos de poner en marcha la grabadora.

La miro. Divertido. Excitado. Y me pregunto qué hará a continuación. Le va a costar horrores quitarme los vaqueros estando tumbado. Se desprende de los zapatos de tacón, sube a la cama, se sienta a horcajadas sobre mis muslos y desliza los dedos bajo la cinturilla de los vaqueros.

Cierro los ojos y muevo las caderas disfrutando de la Ana desinhibida.

—Vas a tener que aprender a estarte quieto —me amonesta, y me tira del vello púbico.

¡Ah! Qué descarada, señorita.

—Sí, señorita Steele —bromeo entre dientes—. Condón, en el bolsillo.

Sus ojos refulgen con evidente fruición y sus dedos hurgan en el bolsillo, muy hondo, acariciando mi erección.

Oh…

Saca los dos paquetitos de aluminio y los deja sobre la cama, a mi lado. Sus dedos ávidos buscan el botón de la cinturilla y, después de dos intentos, lo desabrochan.

Su ingenuidad me cautiva. Es evidente que nunca había hecho esto antes. Otra novedad… y, joder, resulta muy excitante.

Baja la cremallera, empieza a tirar de la cintura de los vaqueros y me dirige una mirada llena de frustración.

Me esfuerzo por no reírme.

Sí, nena, ¿cómo te las arreglarás para quitármelos?

Se sienta más cerca de mis tobillos y aferra los vaqueros, muy concentrada y con aire adorable. Y decido ayudarla.

—No puedo estarme quieto si te muerdes el labio —le digo mientras levanto las caderas de la cama.

Ella se incorpora de rodillas y tira de los pantalones y de los bóxers, y yo los lanzo al suelo de una patada. Vuelve a sentarse sobre mí mirándome la polla y lamiéndose los labios.

Uau.

Está muy sexy. El pelo oscuro le cae en suaves ondas alrededor de los pechos.

—¿Qué vas a hacer ahora? —susurro.

Me mira fijamente. Alarga la mano, me aferra el sexo y aprieta con fuerza. Su pulgar acaricia la punta.

Dios…

Se inclina hacia delante.

Y estoy dentro de su boca.

Joder.

Chupa con ansia, y mi cuerpo se arquea bajo ella.

—Dios, Ana, tranquila —mascullo.

Pero ella no muestra la menor compasión y me la chupa sin darme tregua. Joder. Su entusiasmo es apabullante. Su lengua sube y baja, y yo entro y salgo de su boca, hasta el fondo de la garganta, con sus labios apretados contra mí. Podría correrme solo con mirarla.

—Para, Ana, para. No quiero correrme.

Se incorpora con la boca húmeda y los ojos como dos focos que me iluminan.

—Tu inocencia y tu entusiasmo me desarman. —Pero ahora mismo quiero follarte para poder verte—. Tú, encima… eso es lo que tenemos que hacer. Toma, pónmelo.

Dejo un condón en su mano. Ella lo mira consternada y luego abre el envoltorio con los dientes.

Está entusiasmada.

Saca el condón y me mira a la espera de instrucciones.

—Pellizca la punta y ve estirándolo. No conviene que quede aire en el extremo de ese mamón.

Asiente y hace exactamente lo que le he dicho, absorta en sus manos, muy concentrada, con la lengua asomando entre los labios.

—Dios mío, me estás matando, Anastasia —mascullo.

Cuando ha acabado, se sienta de nuevo y admira su obra, o a mí… No estoy seguro, pero no me importa.

—Vamos. Quiero hundirme en ti.

Me incorporo de golpe, sorprendiéndola, de modo que mi cara queda frente a la suya.

—Así —susurro, y, rodeándola con un brazo, la levanto un poco.

Con la otra mano coloco mi polla y luego bajo su cuerpo lentamente.

Me quedo sin aliento cuando sus ojos se cierran y el placer ruge en su garganta.

—Eso es, nena, siénteme, entero.

Qué… sensación…

La sujeto para que se acostumbre a tenerme en lo más profundo de ella.

—Así entra más adentro. —Mi voz se vuelve ronca mientras muevo e inclino la pelvis para llegar aún más al fondo.

Ladea la cabeza y gime.

—Otra vez —jadea, y abre los ojos, que arden en los míos. Impúdicos. Anhelantes.

Me vuelve loco verla tan exaltada. Hago lo que me pide y ella vuelve a gemir echando la cabeza hacia atrás. Su pelo le cae en cascada sobre los hombros. Me recuesto despacio en la cama para apreciar el espectáculo.

—Muévete tú, Anastasia, sube y baja, lo que quieras. Cógeme las manos.

Se las tiendo y ella las toma, estabilizándose encima de mí. Se eleva lentamente y de nuevo se deja caer.

Mi respiración se acelera y se convierte en resuellos por el esfuerzo que me supone contenerme. Ella vuelve a subir, y esta vez levanto las caderas para recibirla entera cuando baja.

Oh, sí.

Cierro los ojos y saboreo hasta el último y delicioso ápice de ella. Juntos encontramos el ritmo mientras ella me monta. Más y más. Está fabulosa: sus pechos se bambolean, su pelo oscila, su boca se abre con cada punzada de placer.

Nuestras miradas se encuentran, maravilladas y rebosantes de deseo. Dios, es preciosa.

Grita y su cuerpo se acelera. Está a punto de llegar al orgasmo, así que le aprieto más las manos y ella estalla sobre mí. La agarro por las caderas mientras grita de forma incoherente al alcanzar el clímax. Luego la sujeto con más fuerza y, en silencio, me dejo ir y exploto en su interior.

Se derrumba sobre mi pecho y yo permanezco inmóvil y jadeante debajo de ella.

Dios mío, qué polvo tiene.

Nos quedamos tendidos juntos un momento; su peso es un consuelo. Se mueve y me acaricia con la nariz a través de la camiseta, y luego posa una mano abierta sobre mi pecho.

La oscuridad, repentina y poderosa, se desliza por mi torso hacia la garganta y amenaza con sofocarme y asfixiarme.

No. No me toques.

Le agarro la mano, me llevo los nudillos a los labios y me coloco sobre ella para que no pueda tocarme más.

—No —suplico, y la beso en los labios mientras aplaco el miedo.

—¿Por qué no te gusta que te toquen?

—Porque estoy muy jodido, Anastasia. Tengo muchas más sombras que luces. Cincuenta sombras más. —Después de años y años de terapia, es lo único de lo que estoy seguro.

Sus ojos se agrandan, inquisitivos; quiere más información. Pero no necesita conocer esa mierda.

—Tuve una introducción a la vida muy dura. No quiero aburrirte con los detalles. No lo hagas y ya está. —Froto con ternura mi nariz contra la suya y salgo de ella. Luego me incorporo, me quito el condón y lo dejo caer al lado de la cama—. Creo que ya hemos cubierto lo más esencial. ¿Qué tal ha ido?

Por un momento parece distraída, aunque ladea la cabeza, sonriente.

—Si piensas que he llegado a creerme que me cedías el control es que no has tenido en cuenta mi nota media. Pero gracias por dejar que me hiciera ilusiones.

—Señorita Steele, no es usted solo una cara bonita. Ha tenido seis orgasmos hasta la fecha y los seis me pertenecen. —¿Por qué me alegra tanto eso?

Su mirada se pierde en el techo, y una sombra de culpa nubla por un instante su rostro.

¿Qué ocurre?

—¿Tienes algo que contarme? —le pregunto.

Ella duda.

—He soñado algo esta mañana.

—¿Ah, sí?

—Me he corrido en sueños. —Se tapa la cara con un brazo ocultándose de mí, avergonzada.

Su confesión me deja atónito pero también me excita y me conmueve.

Qué criatura tan sensual…

Asoma su cabeza por encima del brazo. ¿Cree que estoy enfadado?

—¿En sueños? —quiero aclarar.

—Y me he despertado —susurra.

—Apuesto a que sí. —Estoy fascinado—. ¿Qué soñabas?

—Contigo —responde con un hilo de voz.

¡Conmigo!

—¿Y qué hacía yo?

Vuelve a esconderse tras el brazo.

—Anastasia, ¿qué hacía yo? No te lo voy a volver a preguntar. —¿Por qué le da tanta vergüenza? Que haya soñado conmigo es… conmovedor.

—Tenías una fusta —musita.

Le aparto el brazo para poder verle la cara.

—¿En serio?

—Sí. —Se ha ruborizado. La investigación debe de estar afectándola, en el buen sentido.

Sonrío.

—Vaya, aún me queda esperanza contigo. Tengo varias fustas.

—¿Marrón, de cuero trenzado? —En su voz hay una nota de discreto optimismo.

Río.

—No, pero seguro que puedo hacerme con una.

Le doy un beso rápido y me levanto para vestirme. Ana hace lo mismo y se pone los pantalones de chándal y la camiseta de tirantes. Recojo el condón del suelo y lo anudo deprisa. Ahora que ha accedido a ser mía, tendrá que tomar anticonceptivos. Está vestida y sentada en la cama con las piernas cruzadas mirándome mientras yo cojo los pantalones.

—¿Cuándo te toca la regla? —le pregunto—. Me revienta ponerme estas cosas. —Sostengo en alto el condón anudado y me pongo los vaqueros.

Mi pregunta la ha pillado por sorpresa.

—¿Eh? —la acucio.

—La semana que viene —contesta con las mejillas sonrosadas.

—Vas a tener que buscarte algún anticonceptivo.

Me siento en la cama para ponerme los calcetines y los zapatos. Ella no dice nada.

—¿Tienes médico? —le pregunto, y niega con la cabeza—. Puedo pedirle al mío que pase a verte por tu piso. El domingo por la mañana, antes de que vengas a verme tú. O le puedo pedir que te visite en mi casa, ¿qué prefieres?

Estoy seguro de que el doctor Baxter accederá a hacerle una visita a domicilio si se lo pido, aunque hace tiempo que no nos vemos.

—En tu casa —contesta.

—Vale. Ya te diré a qué hora.

—¿Te vas?

Parece sorprendida de que me vaya.

—Sí.

—¿Cómo vas a volver? —me pregunta.

—Taylor viene a recogerme.

—Te puedo llevar yo. Tengo un coche nuevo precioso.

Eso está mejor. Ha aceptado el coche, como correspondía, pero aun así no debería conducir con todo el champán que ha tomado.

—Me parece que has bebido demasiado.

—¿Me has achispado a propósito?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque les das demasiadas vueltas a las cosas y eres tan reticente como tu padrastro. Con una gota de alcohol ya estás hablando por los codos, y yo necesito que seas sincera conmigo. De lo contrario, te cierras como una ostra y no tengo ni idea de lo que piensas. In vino veritas, Anastasia.

—¿Y crees que tú eres siempre sincero conmigo?

—Me esfuerzo por serlo. Esto solo saldrá bien si somos sinceros el uno con el otro.

—Quiero que te quedes y uses esto.

Coge el otro condón y lo agita en el aire, mirándome.

Controla sus expectativas, Grey.

—Anastasia, esta noche me he pasado mucho de la raya. Tengo que irme. Te veo el domingo. —Me pongo de pie—. Tendré listo el contrato revisado y entonces podremos empezar a jugar de verdad.

—¿A jugar? —exclama.

—Me gustaría tener una sesión contigo, pero no lo haré hasta que hayas firmado, para asegurarme de que estás lista.

—Ah. ¿O sea que si no firmara podría alargar esto?

Mierda. No lo había pensado.

Alza la barbilla con aire desafiante.

Vaya, vuelve a sobrepasarme. Siempre encuentra el modo de hacerlo.

—Supongo que sí, pero igual reviento de la tensión.

—¿Reventar? ¿Cómo? —pregunta, y su mirada chispea de curiosidad.

—La cosa podría ponerse muy fea —bromeo entornando los ojos.

—¿Cómo… fea? —Corresponde con una sonrisa a la mía.

—Ah, ya sabes, explosiones, persecuciones en coche, secuestro, cárcel…

—¿Me vas a secuestrar?

—Desde luego.

—¿A retenerme en contra de mi voluntad?

—Por supuesto. —Una idea interesante…—. Y luego viene el IPA 24/7.

—Me he perdido —dice, perpleja y con voz sofocada.

—Intercambio de Poder Absoluto, las veinticuatro horas. —Mi mente gira a toda velocidad cuando pienso en las posibilidades. Ella siente curiosidad—. Así que no tienes elección —añado en un tono mordaz.

—Claro. —Lo dice con voz sarcástica, y mira al techo, tal vez buscando en el cielo inspiración divina para entender mi sentido del humor.

Dulce dicha…

—Ay, Anastasia Steele, ¿me acabas de poner los ojos en blanco?

—¡No!

—Me parece que sí. ¿Qué te he dicho que haría si volvías a poner los ojos en blanco?

Mis palabras quedan suspendidas entre ambos, y vuelvo a sentarme en la cama.

—Ven aquí.

Se me queda mirando y palidece.

—Aún no he firmado —susurra.

—Te he dicho lo que haría. Soy un hombre de palabra. Te voy a dar unos azotes, y luego te voy a follar muy rápido y muy duro. Me parece que al final vamos a necesitar ese condón.

¿Aceptará? ¿No? Ha llegado el momento; veamos si es capaz de hacerlo o no. La miro, impasible, esperando a que decida. Una negativa significaría que no se ha tomado en serio la posibilidad de ser mi sumisa.

Y ahí acabaría todo.

Elige bien, Ana.

Tiene una expresión seria, los ojos muy abiertos, y creo que está sopesando su decisión.

—Estoy esperando —murmuro—. No soy un hombre paciente.

Respira hondo, despliega las piernas y gatea hacia mí. Intento ocultar el alivio que me invade.

—Buena chica. Ahora ponte de pie.

Hace lo que le digo y le ofrezco una mano. Deja el condón en mi palma y yo tiro de ella de golpe y la tumbo sobre mi rodilla izquierda de modo que su cabeza, sus hombros y su pecho descansan sobre la cama. Le paso la pierna derecha por encima de las suyas para inmovilizarla. Deseaba hacer esto desde que me preguntó si era gay.

—Sube las manos y colócalas a ambos lados de la cabeza —le ordeno, y ella obedece de inmediato—. ¿Por qué hago esto, Anastasia?

—Porque he puesto los ojos en blanco —contesta en un susurro ronco.

—¿Te parece que eso es de buena educación?

—No.

—¿Vas a volver a hacerlo?

—No.

—Te daré unos azotes cada vez que lo hagas, ¿me has entendido?

Con mucho cuidado, recreándome en el momento, le bajo los pantalones de chándal. Su bonito trasero está desnudo y listo para mí. Cuando poso una mano en la parte baja de su espalda, ella tensa hasta el último músculo del cuerpo… expectante. Su piel es suave al tacto, y paso la mano por las dos nalgas, acariciándolas. Tiene un culo precioso. Y yo voy a ponérselo de color rosa… como el champán.

Levanto la mano y le doy con fuerza, justo por encima de donde acaban los muslos.

Ella contiene el aliento e intenta levantarse, pero la sujeto poniendo la otra mano entre sus omoplatos, y acaricio lenta y suavemente la parte que acabo de azotar.

Se queda inmóvil.

Jadeante.

Anhelante.

Sí. Voy a volver a hacerlo.

La pego una, dos, tres veces.

Ella hace muecas de dolor y mantiene los ojos cerrados con fuerza. Pero, aunque se revuelve, no me pide que pare.

—Estate quieta o tendré que azotarte más rato —le advierto.

Froto su piel suave y vuelvo a empezar, alternando la nalga izquierda, la derecha, el centro.

Grita, pero no mueve los brazos y sigue sin pedirme que pare.

—Solo estoy calentando —digo con voz ruda.

Vuelvo a azotarla y paso la mano por la huella rosada que he dejado en su piel. Su culo está adquiriendo un bonito tono rosado. Tiene un aspecto espléndido.

Le doy otro azote.

Y ella vuelve a gritar.

—No te oye nadie, nena, solo yo.

La azoto otra vez, y otra, siguiendo la misma pauta: nalga izquierda, nalga derecha, centro… y ella chilla cada vez.

Cuando llego a las dieciocho, me detengo. Estoy resollando, siento punzadas en la mano y tengo la polla dura.

—Ya está —digo con voz ronca para recuperar el aliento—. Bien hecho, Anastasia. Ahora te voy a follar.

Le acaricio con ternura toda la parte sonrosada, con movimientos circulares y hacia abajo. Está húmeda.

Y mi cuerpo se endurece aún más.

Introduzco dos dedos en su sexo.

—Siente esto. Mira cómo le gusta esto a tu cuerpo, Anastasia. Te tengo empapada.

Meto y saco los dedos y ella gruñe; su cuerpo se retuerce con cada embestida y su respiración se acelera.

Retiro los dedos.

La deseo. Ahora.

—La próxima vez te haré contar. A ver, ¿dónde está ese condón?

Lo cojo de donde está, junto a su cabeza, y la paso a ella con cuidado de mi regazo a la cama, boca abajo. Me bajo la cremallera, no me molesto en quitarme los vaqueros y abro el envoltorio del condón. Me lo pongo con gestos rápidos y expertos. Le levanto las caderas hasta que queda de rodillas con ese culo glorioso y rosado en alto frente a mí.

—Te la voy a meter. Te puedes correr —gruño mientras le acaricio el trasero y sujeto mi polla. Con una rápida embestida estoy dentro de ella.

Ella gime mientras me muevo. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Arremeto una y otra vez, viendo cómo mi polla desaparece bajo su trasero sonrosado.

Vamos, Ana.

Ella me tensa alrededor del sexo y grita al correrse intensamente.

—¡Ay, Ana! —Y me abandono tras ella al clímax y pierdo la noción del tiempo y del espacio.

Me desplomo a su lado, la subo encima de mí y la envuelvo con los brazos.

—Oh, nena. Bienvenida a mi mundo —le susurro entre el pelo.

Su peso afianza mi cuerpo, y no hace ademán de tocarme el pecho. Tiene los ojos cerrados y su respiración se estabiliza poco a poco. Le acaricio la melena. Es suave, de un castaño intenso que brilla a la luz de la lámpara de la mesilla. Huele a Ana, a manzanas y a sexo. Es embriagador.

—Bien hecho, nena.

No llora. Ha hecho lo que le he pedido. Se ha enfrentado a todos los desafíos que le he lanzado; es extraordinaria, no hay duda. Le cojo el fino tirante de su camiseta.

—¿Esto es lo que te pones para dormir?

—Sí. —Parece adormilada.

—Deberías llevar seda y satén, mi hermosa niña. Te llevaré de compras.

—Me gusta lo que llevo —replica.

Obviamente.

Le beso el pelo.

—Ya veremos.

Cierro los ojos y me relajo en la intimidad de nuestro silencio mientras una extraña satisfacción me llena y me reconforta.

La sensación es buena. Demasiado buena.

—Tengo que irme —murmuro, y la beso en la frente—. ¿Estás bien?

Ir a la siguiente página

Report Page