Grey

Grey


Viernes, 20 de mayo de 2011

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Viernes, 20 de mayo de 2011

He dormido bien por primera vez en cinco días. Tal vez sea porque, ahora que le he enviado esos libros a Anastasia, por fin tengo la sensación de haber cerrado un capítulo de mi vida. Mientras me afeito, el capullo del espejo me devuelve la mirada con unos ojos grises y fríos.

Mentiroso.

Joder.

Vale, vale. Tengo la esperanza de que llame. Le di mi número.

La señora Jones levanta la mirada cuando entro en la cocina.

—Buenos días, señor Grey.

—Buenos días, Gail.

—¿Qué le apetece desayunar?

—Tomaré una tortilla. Gracias.

Me siento junto a la barra de la cocina mientras me prepara el desayuno y hojeo The Wall Street Journal y The New York Times antes de meterme de lleno en The Seattle Times. Aún estoy absorto en los periódicos cuando me suena el móvil.

Es Elliot. ¿Qué narices querrá mi hermano mayor?

—¿Elliot?

—Chaval, necesito salir de Seattle este fin de semana. Hay una tía que no me suelta del paquete y tengo que escapar.

—¿Del paquete?

—Sí, sabrías de qué te hablo si tuvieras uno.

Ignoro la pulla, y entonces se me ocurre una idea retorcida.

—¿Qué te parece si nos damos una vuelta por Portland? Podríamos acercarnos esta tarde, quedarnos a dormir y volver a casa el domingo.

—Suena genial. ¿En el pájaro? ¿O te apetece conducir?

—Es un helicóptero, Elliot, pero sacaré el coche. Pásate por la oficina a la hora de comer y salimos desde allí.

—Gracias, hermano. Te debo una. —Elliot cuelga.

Siempre le ha costado mucho contenerse, al igual que las mujeres con las que se relaciona: quienquiera que sea la desafortunada, no es más que otra de una muy larga serie de rollos ocasionales.

—Señor Grey, ¿qué quiere que haga con las comidas este fin de semana?

—Prepara cualquier cosa ligera y déjalo en la nevera. Puede que ya esté aquí de vuelta el sábado.

O puede que no.

Ella no se volvió para mirarte, Grey.

Dado que me he pasado buena parte de mi vida profesional gestionando las expectativas de los demás, debería dárseme mejor gestionar las mías.

Elliot se pasa casi todo el trayecto hasta Portland durmiendo. El pobre cabrón debe de estar hecho polvo, de trabajar y de follar: esa es la razón de ser de Elliot. Está despatarrado en el asiento del copiloto, y ronca.

Menuda compañía va a hacerme.

Cuando lleguemos a Portland serán más de las tres, así que llamo a Andrea por el manos libres.

—Señor Grey —responde tras dos tonos de llamada.

—¿Puedes encargarte de que nos lleven dos bicis de montaña al Heathman?

—¿Para qué hora, señor?

—Las tres.

—¿Las bicicletas son para su hermano y para usted?

—Sí.

—¿Y su hermano mide alrededor de metro noventa?

—Sí.

—Ahora mismo me ocupo de ello.

—Fantástico.

Cuelgo y luego llamo a Taylor.

—Señor Grey —contesta tras un solo tono.

—¿A qué hora estarás aquí?

—Calculo que sobre las nueve de esta noche.

—¿Vendrás con el R8?

—Será un placer, señor. —Taylor también es un fanático de los coches.

—Bien. —Pongo fin a la llamada y subo el volumen de la música.

Veamos si Elliot es capaz de seguir durmiendo mientras suena The Verve.

A medida que avanzamos por la interestatal 5 mi excitación va en aumento.

¿Le habrán entregado ya los libros? Estoy tentado de llamar otra vez a Andrea, pero le he dejado un montón de trabajo que hacer. Además, no quiero darle al personal motivos para chismorrear. No suelo hacer esa clase de chorradas.

¿Por qué se los has enviado, para empezar?

Porque quiero volver a verla.

Pasamos de largo la salida de Vancouver y me pregunto si habrá terminado su examen.

—Eh, tío, ¿dónde estamos? —suelta Elliot.

—Vaya, si se ha despertado —murmuro—. Ya casi hemos llegado. Nos vamos a hacer bici de montaña.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Genial. ¿Te acuerdas de cuando papá nos llevaba?

—Pues sí.

Sacudo la cabeza al recordarlo. Mi padre es un erudito, un auténtico hombre del renacimiento: académico, deportista, se siente a sus anchas en la ciudad y más aún en plena naturaleza. Acogió a tres niños adoptados… y yo soy el único que no estuvo a la altura de sus expectativas.

Sin embargo, antes de que me llegara la adolescencia sí tuvimos un vínculo que nos unió. Él era mi héroe. Solía gustarle llevarnos de campamento y disfrutar de todas esas actividades al aire libre que ahora me encantan: el barco, el kayak, la bicicleta… Lo practicábamos todo.

Mi pubertad se cargó todo eso.

—Me ha parecido que, como llegaremos a media tarde, ya no tendremos tiempo para una excursión a pie.

—Bien pensado.

—Bueno, y ¿de quién estás huyendo?

—Tío, yo soy de los que se las ligan y, luego, si te he visto no me acuerdo. Ya lo sabes. Sin ataduras. En cuanto las tías descubren que diriges tu propio negocio, empiezan a entrarles ideas locas. —Me mira de reojo—. Haces muy bien guardándote la polla para ti solo.

—No hablábamos de mi polla, estábamos hablando de la tuya, y de quién ha estado jugando con ella últimamente.

Elliot suelta una risa burlona.

—He perdido la cuenta. Bueno, ya vale de hablar de mí. ¿Cómo va el estimulante mundo del comercio y las altas finanzas?

—¿De verdad quieres saberlo? —Le lanzo una miradita.

—Bah… —gruñe.

Me río de su apatía y de su falta de elocuencia.

—¿Qué tal el negocio? —pregunto.

—¿Compruebas cómo va tu inversión?

—Siempre.

A eso me dedico.

—Bueno, la semana pasada dimos el pistoletazo de salida con el proyecto de Spokani Eden y de momento vamos según el calendario previsto, pero solo ha pasado una semana. —Se encoge de hombros.

Debajo de esa apariencia hasta cierto punto informal, mi hermano es un guerrero ecologista. Su pasión por una vida sostenible contribuye a generar acaloradas conversaciones durante las cenas familiares de los domingos, y su último proyecto es la construcción de viviendas ecológicas de bajo coste al norte de Seattle.

—Tengo la esperanza de poder instalar ese nuevo sistema de aguas grises que te contaba. Eso supondrá que todos los hogares reducirán el consumo de agua y el coste de las facturas en un veinticinco por ciento.

—Impresionante.

—Eso espero.

En silencio, entramos con el coche en el centro de Portland y, justo cuando vamos a meternos en el aparcamiento subterráneo del Heathman —donde la vi por última vez—, Elliot murmura algo.

—¿Sabes que nos perderemos el partido de los Mariners de esta noche?

—Quizá podrías pasarte la velada delante del televisor. Darle un descanso a tu polla y ver un poco de béisbol.

—Suena bien.

Seguirle el ritmo a Elliot en bici es todo un reto. Avanza a través del sendero con esa actitud de «todo me la suda» que adopta en la mayoría de las situaciones. Elliot no conoce el miedo; por eso lo admiro. Aun así, a este ritmo no tengo ocasión de disfrutar del entorno. Soy vagamente consciente de la vegetación exuberante que pasa volando junto a mí, pero tengo la mirada fija en la pista para intentar esquivar los baches.

Al final de la excursión acabamos los dos sucios y agotados.

—Ha sido lo más divertido que he hecho con la ropa puesta en una buena temporada —dice mientras le devolvemos las bicis al botones del Heathman.

—Sí —mascullo.

Entonces recuerdo cómo sostuve a Anastasia cuando la salvé del ciclista: su calidez, sus pechos apretados contra mí; su aroma, que invadía mis sentidos.

Yo entonces llevaba la ropa puesta…

—Sí —digo otra vez.

Ya en el ascensor, comprobamos los teléfonos mientras subimos a la última planta.

He recibido varios correos electrónicos y un par de mensajes de texto de Elena, que me pregunta qué voy a hacer este fin de semana, pero no hay ninguna llamada perdida de Anastasia. Ya son casi las siete; tiene que haber recibido los libros. Ese pensamiento me deprime: he hecho todo el camino hasta Portland persiguiendo una quimera, una vez más.

—Joder, esa tía me ha llamado cinco veces y me ha enviado cuatro mensajes. ¿Es que no sabe lo desesperada que parece así? —protesta Elliot.

—Quizá está embarazada.

Mi hermano palidece y yo me echo a reír.

—No tiene gracia, campeón —refunfuña—. Además, no hace tanto que la conozco, y tampoco nos hemos visto tantas veces.

Después de una ducha rápida, me reúno con Elliot en su suite y nos sentamos a ver lo que queda del partido de los Mariners contra los San Diego Padres. Pedimos que nos suban unos filetes, ensalada, patatas fritas y un par de cervezas, y me arrellano en el sofá a disfrutar del béisbol con la relajada compañía de Elliot. Me he resignado al hecho de que Anastasia no llamará. Los Mariners van por delante en el marcador y todo indica que le van a dar una paliza al otro equipo.

Al final no lo consiguen y nos llevamos una decepción, aunque han ganado por 4 a 1.

¡Vamos, Mariners! Elliot y yo entrechocamos las botellas de cerveza.

Cuando el análisis postpartido ya está en marcha, suena mi móvil y el número de la señorita Steele aparece en la pantalla.

Es ella.

—¿Anastasia? —No oculto mi sorpresa ni mi alegría.

Hay ruido de fondo y suena como si estuviera en una fiesta o en un bar. Elliot me está mirando, así que me levanto del sofá y me alejo para que no me oiga.

—¿Por qué me has mandado esos libros? —Le cuesta vocalizar.

Una oleada de aprensión me recorre la columna de arriba abajo.

—Anastasia, ¿estás bien? Tienes una voz rara.

—La rara no soy yo, sino tú —dice en un tono acusador.

—Anastasia, ¿has bebido?

Mierda. ¿Con quién está? ¿Con el fotógrafo? ¿Dónde está su amiga Kate?

—¿A ti qué te importa?

Suena hosca y agresiva, y sé que está borracha, pero también necesito saber que se encuentra bien.

—Tengo… curiosidad. ¿Dónde estás?

—En un bar.

—¿En qué bar?

Dímelo. La angustia estalla en mi vientre. Es una mujer joven, borracha, en algún garito de Portland. No está segura.

—Un bar de Portland.

—¿Cómo vas a volver a casa?

Me pellizco el puente de la nariz con la vana esperanza de que eso me distraiga; no quiero perder los estribos.

—Ya me las apañaré.

Pero ¿qué narices está diciendo? ¿Va a conducir? Vuelvo a preguntarle en qué bar está, pero se niega a contestarme.

—¿Por qué me has mandado esos libros, Christian?

—Anastasia, ¿dónde estás? Dímelo ahora mismo.

¿Cómo va a volver a casa?

—Eres tan… dominante. —Se ríe.

En cualquier otra situación me resultaría encantador, pero en estos momentos… solo quiero demostrarle lo dominante que puedo llegar a ser. Me está volviendo loco.

—Ana, contéstame: ¿dónde cojones estás?

Vuelve a soltar una risilla. ¡Mierda, se está riendo de mí!

¡Otra vez!

—En Portland… Bastante lejos de Seattle.

—¿Dónde exactamente?

—Buenas noches, Christian. —Se corta la comunicación.

—¡Ana!

¡Me ha colgado! Me quedo mirando el móvil; no me lo puedo creer: nadie me había colgado nunca el teléfono. ¡Qué cojones…!

—¿Qué problema tienes? —pregunta Elliot levantando la voz desde el sofá.

—Acaba de llamarme una borracha.

Lo miro y veo que su boca se abre por la sorpresa.

—¿A ti?

—Pues sí.

Aprieto el botón de rellamada mientras intento contener la ira, y la angustia.

—Hola —dice, susurrante y tímida. Esta vez ya no se oye tanto ruido de fondo.

—Voy a buscarte. —Mi voz es gélida, sigo luchando contra mi ira y cierro el móvil de golpe.

—Tengo que ir a recoger a esa chica y llevarla a casa. ¿Quieres venir?

Elliot me mira como si me hubieran salido tres cabezas.

—¿Tú? ¿Con una tía? Eso tengo que verlo.

Busca sus zapatillas de deporte y empieza a ponérselas.

—Solo tengo que hacer una llamada —digo.

Me meto en el dormitorio de mi hermano mientras decido si llamar a Barney o a Welch. Barney es el ingeniero de más experiencia del departamento de telecomunicaciones de mi empresa. Es un genio de la tecnología, pero lo que quiero que haga no es estrictamente legal.

Lo mejor será no meter a nadie de la compañía en esto.

Llamo a Welch por marcación rápida y su voz áspera me contesta al cabo de unos segundos.

—¿Señor Grey?

—Necesito saber dónde está ahora mismo Anastasia Steele.

—Comprendo. —Se calla un momento—. Déjemelo a mí, señor Grey.

Sé que estoy violando la ley, pero ella podría meterse en algún lío.

—Gracias.

—Volveré a llamarle dentro de unos minutos.

Cuando regreso al salón, Elliot se está frotando las manos con regocijo y tiene una sonrisa estúpida en la cara.

Vamos, no me jodas.

—No me perdería esto por nada del mundo —dice regodeándose.

—Voy a buscar las llaves del coche. Nos vemos en el aparcamiento dentro de cinco minutos —murmuro sin hacer caso de su cara de listillo.

El bar está abarrotado, lleno de estudiantes decididos a pasar un buen rato. Se oye una porquería indie que atruena desde el sistema de sonido, y la pista de baile está a reventar de cuerpos que se contorsionan.

Hacen que me sienta mayor.

Ella está aquí, en alguna parte.

Elliot me ha seguido desde la puerta de entrada.

—¿La ves? —grita por encima del barullo.

Rastreo la sala con la mirada y localizo a Katherine Kavanagh. Está con un grupo de amigos, todos hombres, sentados en un reservado. No veo a Ana por ninguna parte, pero la mesa está repleta de vasos de chupito y jarras de cerveza.

Bueno, veamos si la señorita Kavanagh es tan leal con su amiga como Ana lo es con ella.

Me mira sorprendida cuando nos plantamos en su mesa.

—Katherine —digo a modo de saludo.

Ella me interrumpe antes de que pueda preguntarle dónde se ha metido Ana.

—Christian, menuda sorpresa encontrarte aquí —grita para hacerse oír.

Los tres tipos de la mesa nos miran a Elliot y a mí con un recelo hostil.

—Pasaba por el barrio.

—¿Y este quién es? —pregunta interrumpiéndome de nuevo, y le sonríe a Elliot, quizá con demasiada alegría.

Qué mujer más exasperante.

—Es mi hermano, Elliot. Elliot, Katherine Kavanagh. ¿Dónde está Ana?

Su sonrisa se hace más amplia mientras sigue mirando a Elliot, y me sorprende ver que él le corresponde con otra igual.

—Me parece que ha salido a que le dé un poco el aire —contesta Kavanagh, pero no me mira a mí.

Solo tiene ojos para don Si-te-he-visto-no-me-acuerdo. Ella misma… Será su funeral.

—¿Ha salido? ¿Adónde? —grito.

—Ah, pues por ahí. —Señala una puerta doble que hay al final de la barra.

Me abro paso entre la muchedumbre y voy hacia la puerta. Tras de mí dejo a los tres hombres cabreados, y a Kavanagh y a Elliot en pleno duelo de sonrisas.

Al otro lado de las puertas está la cola del baño de chicas, y más allá otra puerta que se abre al exterior. Es la parte trasera del bar. Irónicamente, da al aparcamiento donde acabamos de estar Elliot y yo.

Salgo y me encuentro en un espacio de reunión adyacente al aparcamiento: un rincón agradable flanqueado por parterres de flores en el que hay varias personas fumando, bebiendo, charlando. Enrollándose. La veo.

¡Mierda! Está con ese fotógrafo, creo, aunque es difícil distinguirlo con tan poca luz. Ana está en sus brazos, pero parece revolverse en un intento de apartarlo mientras él le murmura algo que no oigo y empieza a besarla a lo largo de la mandíbula.

—José, no —dice Ana.

Ahora resulta evidente; está intentando quitárselo de encima.

No quiere que ese tío la bese.

Por un momento deseo arrancarle la cabeza a ese tipo. Con las manos cerradas en puños a los costados, echo a andar hacia ellos.

—Creo que la señorita ha dicho que no. —Mi voz se alza fría y siniestra en el relativo silencio mientras lucho por contener mi furia.

El fotógrafo suelta a Ana y ella me mira con los ojos medio entornados y una expresión de aturdimiento y embriaguez.

—Grey —dice él, lacónico.

Necesito de todo mi control para no arrancarle de un puñetazo esa expresión de chasco que refleja su cara.

El cuerpo de Ana da una sacudida, luego se inclina y vomita en el suelo.

¡Oh, mierda!

—¡Uf, Dios mío, Ana! —exclama José, que salta con asco para quitarse de en medio.

Menudo capullo.

Paso de él y le recojo el pelo a Anastasia para apartárselo de la cara mientras sigue vomitando todo lo que se ha bebido esa noche. Me irrita bastante darme cuenta de que no parece haber comido nada. Le paso el brazo por los hombros y la alejo de los curiosos hacia uno de los parterres.

—Si vas a volver a vomitar, hazlo aquí. Yo te sostengo.

El lugar está sumido en la oscuridad; puede devolver tranquila. Lo hace una y otra vez, con las manos apoyadas en los ladrillos. Es lamentable. Ya tiene el estómago vacío, pero sigue convulsionándose con largas arcadas secas.

Caray, sí que le ha dado fuerte.

Por fin su cuerpo se relaja y creo que ha terminado. La suelto y le ofrezco mi pañuelo, que por algún milagro llevo en el bolsillo interior de la americana.

Gracias, señora Jones.

Ana se limpia la boca, se vuelve y apoya el cuerpo en los ladrillos mientras evita mirarme porque se siente avergonzada y abochornada. Y aun así, estoy contento de verla. Mi arrebato de ira contra el fotógrafo ya ha pasado, porque es un auténtico placer encontrarme en el aparcamiento de un bar de estudiantes de Portland con la señorita Anastasia Steele.

Se lleva las manos a la cabeza, se encoge y entonces me mira, todavía muerta de vergüenza. Se vuelve hacia la puerta y observa por encima de mi hombro. Supongo que busca a su «amigo».

—Bueno… Nos vemos dentro —dice José.

Yo ni siquiera vuelvo la cabeza para lanzarle una mirada despectiva y, para mi satisfacción, ella tampoco le hace ningún caso, sino que busca otra vez mis ojos.

—Lo siento —dice entonces, mientras sus dedos retuercen la suave tela de lino.

Vale, vamos a divertirnos.

—¿Qué sientes, Anastasia?

—Sobre todo, haberte llamado. Estar mareada. Uf, la lista es interminable —masculla.

—A todos nos ha pasado alguna vez, quizá no de manera tan dramática como a ti. —¿Por qué me divierte tanto incordiar a esta chica?—. Es cuestión de saber cuáles son tus límites, Anastasia. Bueno, a mí me gusta traspasar los límites, pero la verdad es que esto es demasiado. ¿Sueles comportarte así?

Quizá tiene un problema con la bebida. Es una idea preocupante, y sopeso si debería llamar a mi madre para que me dé el nombre de una buena clínica de desintoxicación.

Ana frunce el ceño un momento, como si estuviera enfadada, entre sus cejas se forma esa pequeña V y yo reprimo las ganas de besarla. Sin embargo, cuando habla parece arrepentida.

—No —dice—. Nunca me había emborrachado, y ahora mismo no me apetece nada que se repita.

Levanta la mirada hacia mí. Sigue sin poder enfocar la vista y se balancea un poco. Parece a punto de desmayarse, así que no me lo pienso dos veces y la cojo en brazos.

Es asombroso lo poco que pesa. Demasiado poco. Esa idea me cabrea. No me extraña que haya acabado tan borracha.

—Vamos, te llevaré a casa.

—Tengo que decírselo a Kate —añade mientras descansa la cabeza en mi hombro.

—Puede decírselo mi hermano.

—¿Qué?

—Mi hermano Elliot está hablando con la señorita Kavanagh.

—¿Cómo?

—Estaba conmigo cuando me has llamado.

—¿En Seattle?

—No. Estoy en el Heathman.

Y mi búsqueda de una quimera ha valido la pena.

—¿Cómo me has encontrado?

—He rastreado la localización de tu móvil, Anastasia. —Voy hacia el coche. Quiero llevarla a casa—. ¿Has traído chaqueta o bolso?

—Sí, las dos cosas. Christian, por favor, tengo que decírselo a Kate. Se preocupará.

Me detengo y me muerdo la lengua. Kavanagh no estaba preocupada por que Ana hubiera salido a la parte de atrás con ese fotógrafo más ardiente de la cuenta. Rodríguez. Así se llama. ¿Qué clase de amiga es? La luz del bar ilumina la expresión angustiada de su cara.

Por mucho que me cueste, la dejo en el suelo y accedo a acompañarla dentro. Regresamos al bar cogidos de la mano y nos detenemos junto a la mesa de Kate. Uno de los jóvenes sigue sentado ahí, con pinta de estar cabreado y de sentirse abandonado.

—¿Dónde está Kate? —grita Ana por encima del ruido.

—Bailando —dice el tipo, que no aparta sus ojos oscuros de la pista de baile.

Ana recoge la chaqueta y el bolso y, para mi sorpresa, alarga la mano y se aferra a mi brazo.

Me quedo helado.

Mierda.

Mi ritmo cardíaco se dispara enloquecido, mientras la oscuridad empieza a aflorar y se extiende y aprieta su garra alrededor de mi garganta.

—Está en la pista —me grita.

Sus palabras cosquillean mi oído, me distraen y ya no siento tanto miedo.

De repente la oscuridad desaparece y las palpitaciones de mi corazón cesan.

¿Cómo?

Pongo los ojos en blanco para ocultar mi confusión y me la llevo a la barra, pido un vaso grande de agua y se lo paso.

—Bebe.

Ana da un sorbo vacilante mientras me mira a través del cristal.

—Bébetela toda —ordeno.

Espero que este control de daños baste para evitar la resaca de campeonato del día siguiente.

¿Qué le habría ocurrido si no llego a intervenir? Mi ánimo cae en picado.

Y pienso en lo que acaba de ocurrirme a mí.

El contacto de su piel. Mi reacción.

Mi estado anímico sigue en caída libre.

Ana se balancea un poco mientras bebe, así que la sujeto por el hombro. Me gusta esa conexión; estar tocándola. Esta chica es como aceite sobre mis aguas oscuras, profundas y turbulentas.

Vaya… muy florido, Grey.

Cuando termina de beber, cojo el vaso y lo dejo sobre la barra.

Muy bien. Quiere hablar con su supuesta amiga, así que examino la pista abarrotada, inquieto al pensar en todos esos cuerpos apretándose contra el mío mientras intento abrirnos paso a los dos.

Me armo de valor, la cojo de la mano y la llevo hacia la pista de baile. Ella duda, pero si quiere hablar con su amiga solo hay una forma de hacerlo: tendrá que bailar conmigo. En cuanto Elliot se pone en marcha ya no hay quien lo pare; a la mierda su velada tranquila.

Tiro de ella y la aprisiono entre mis brazos.

Esto sí puedo soportarlo. Si sé que va a tocarme, lo controlo. Puedo con ello, sobre todo porque llevo puesta la americana. Voy guiando nuestros movimientos entre la gente hasta el lugar donde Elliot y Kate están montando un auténtico espectáculo.

Cuando llegamos a su lado, mi hermano se inclina hacia mí sin dejar de bailar, medio pavoneándose, y nos repasa con una mirada de incredulidad.

—Me llevo a Ana a casa. Díselo a Kate —le grito al oído.

Él asiente con la cabeza y tira de Kavanagh para estrecharla entre sus brazos.

Bien. Ahora, a acompañar a casa a la señorita Bibliotecaria Borracha, que por algún motivo parece no querer marcharse. Mira a Kavanagh preocupada. Cuando salimos de la pista, vuelve la cabeza para mirar a Kate, luego me mira a mí y se tambalea, algo mareada.

—¡Joder!

De puro milagro consigo sostenerla cuando se desmaya en medio del bar. Estoy tentado de echármela al hombro, pero llamaríamos demasiado la atención, así que la levanto en brazos una vez más, acunándola contra mi pecho, y me la llevo fuera, al coche.

—¡Dios! —murmuro mientras trato de sacar la llave de mis vaqueros sin soltar el cuerpo de ella ni un instante.

No sé cómo, pero logro meterla en el asiento del copiloto y abrocharle el cinturón.

—Ana. —La zarandeo un poco, porque la veo demasiado quieta y me preocupa—. ¡Ana!

Masculla algo incoherente. Bueno, al menos no ha perdido del todo la consciencia. Sé que debería llevarla a su casa, pero el trayecto hasta Vancouver es largo y no sé si volverá a marearse. No me atrae demasiado la idea de que mi Audi apeste a vómito. El olor que emana de su ropa ya resulta bastante desagradable.

Me dirijo al Heathman mientras me digo que solo lo hago por ella.

Sí, no te lo crees ni tú, Grey.

Mientras subimos en el ascensor desde el parking, la llevo dormida entre mis brazos. Tendré que quitarle los vaqueros y los zapatos. El hedor rancio a vómito invade la cabina. Me gustaría darle un baño, pero eso sería traspasar los límites de la propiedad.

¿Y esto no lo es?

Ya en mi suite, dejo su bolso sobre el sofá y luego la llevo al dormitorio y la acuesto en la cama. Ella vuelve a susurrar algo, pero no se despierta.

Le quito los zapatos y los calcetines y los meto en la bolsa de plástico para la lavandería que dan en el hotel. Después le bajo la cremallera de los vaqueros, tiro de ellos y compruebo si lleva algo en los bolsillos antes de introducirlos en la bolsa de la ropa sucia. Ana vuelve a caer sobre la cama con las extremidades extendidas, como una estrella de mar, toda piernas y brazos blanquísimos, y por un momento me imagino esas piernas alrededor de mi cintura y sus muñecas atadas a mi cruz de san Andrés. Veo que tiene un leve moratón en la rodilla y me pregunto si es de cuando se cayó en mi despacho.

Está marcada desde entonces… igual que yo.

Hago que se siente y entonces abre los ojos.

—Hola, Ana —susurro mientras le quito la chaqueta despacio y sin ninguna ayuda por su parte.

—Grey. Labios —balbucea.

—Sí, cariño.

La reclino en la cama. Ella cierra de nuevo los ojos y se vuelve de lado, pero enseguida se acurruca hecha una ovillo y se la ve pequeña y vulnerable. La tapo con el edredón y la beso en el pelo. Ahora que le he quitado la ropa sucia ha reaparecido un deje de su fragancia: manzanas, otoño, fresca, deliciosa… Ana. Tiene los labios entreabiertos, las pestañas le caen como abanicos sobre las mejillas pálidas, y su tez parece inmaculada. Lo único que me permito es un contacto más, y le acaricio la mejilla con el dedo índice.

—Que duermas bien —murmuro, y luego voy al salón para terminar la lista de la lavandería.

Al acabar, dejo la repugnante bolsa fuera de la habitación para que se lleven su contenido y lo laven.

Antes de comprobar mis correos, le envío un mensaje de texto a Welch para pedirle que averigüe si José Rodríguez tiene antecedentes policiales. Siento curiosidad. Quiero saber si se dedica a acosar a jovencitas bebidas. Después me ocupo del asunto de la ropa para la señorita Steele: le envío un e-mail sucinto a Taylor.

De: Christian Grey

Fecha: 20 de mayo 2011 23:46

Para: J B Taylor

Asunto: Señorita Anastasia Steele

 

Buenos días:

¿Podrías buscar los siguientes artículos para la señorita Steele y hacer que me los traigan a mi habitación de siempre antes de las 10.00, por favor?

 

Vaqueros: Azules, talla S

Blusa: Azul. Bonita, talla S

Converse: Negras, un 38

Calcetines: un 38

Lencería: Braguitas, talla S.

Sujetador: calculo que una 90C.

 

Gracias.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Cuando ya ha desaparecido de la bandeja de salida, le envío un mensaje de texto a Elliot.

*Ana está conmigo. Si sigues con Kate, díselo.*

Me contesta con otro mensaje.

*Lo haré. Espero que eches un polvo.

Lo necesitas muuucho. ;)*

Su respuesta me provoca una gran carcajada sorda por mi parte.

Pero mucho, Elliot. Mucho, mucho.

Abro el correo del trabajo y empiezo a leer.

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