Grey

Grey


Jueves, 19 de mayo de 2011

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Jueves, 19 de mayo de 2011

¡No! Mi grito rebota en las paredes del dormitorio y me arranca de la pesadilla. Estoy bañado en sudor y todavía noto el hedor a cerveza rancia, a tabaco y a pobreza, mezclados con una sensación persistente de terror hacia una embriaguez envuelta en violencia. Me incorporo en la cama y me sujeto la cabeza entre las manos mientras trato de controlar el latido desbocado de mi corazón y la respiración agitada. Llevo cuatro noches igual. Miro la hora: son las tres de la madrugada.

Mañana… no, hoy, me esperan dos reuniones importantes y necesito tener la cabeza despejada y dormir algo. Maldita sea, lo que daría por poder descansar una noche entera como es debido. Y encima tengo que ir a jugar al golf de los cojones con Bastille. Debería cancelar lo del golf; la idea de una posible derrota no ayuda a mejorar un humor ya de por sí bastante sombrío.

Salgo a rastras de la cama y recorro el pasillo en dirección a la cocina con paso incierto. Me sirvo un vaso de agua y veo mi reflejo en la pared de cristal del otro lado de la sala, vestido únicamente con los pantalones del pijama. Me vuelvo, asqueado.

La rechazaste.

Ella te deseaba.

Y tú la rechazaste.

Fue por su propio bien.

Llevo unos cuantos días así; soy incapaz de pensar en otra cosa. Su bonito rostro aparece en medio de mis pensamientos sin previo aviso, mofándose de mí. Si mi loquero ya hubiera vuelto de sus vacaciones en Inglaterra, podría llamarlo. Sus chorradas psicológicas me ayudarían a no sentirme tan mal.

Grey, solo era una chica guapa.

Me convendría distraerme; tal vez debería buscarme a otra sumisa. Ha pasado mucho tiempo desde la última, Susannah, así que me planteo si llamar a Elena por la mañana. Siempre encuentra a las candidatas apropiadas. Sin embargo, no me apetece conocer a nadie nuevo.

Quiero a Ana.

Su desengaño, su orgullo herido y su desdén me acompañan desde entonces. Se marchó sin volver la vista atrás ni una sola vez. Quizá se hizo ilusiones cuando la invité a tomar un café y luego se sintió decepcionada.

Tendría que encontrar el modo de disculparme para poder olvidar este maldito episodio y quitarme a esa chica de la cabeza. Dejo el vaso en el fregadero para que lo lave el ama de llaves y me vuelvo a la cama arrastrando los pies.

Cuando el radiodespertador suena a las 5.45, yo sigo mirando el techo. No he dormido nada y estoy agotado.

¡Joder, esto es ridículo!

El programa de la radio me distrae un rato hasta el segundo bloque de noticias, en el que hablan sobre la venta de un manuscrito de gran valor, una novela inacabada de Jane Austen titulada Los Watson, que va a ser subastada en Londres.

Ella dijo «libros».

¡Dios! Hasta las noticias me recuerdan a la señorita Bibliotecaria.

Una romántica empedernida que adora los clásicos ingleses. Igual que yo, aunque por razones distintas. No tengo ninguna primera edición de Austen, y de las Brontë tampoco, en realidad… pero sí poseo dos de Thomas Hardy.

¡Claro! ¡Eso es! Ya tengo lo que buscaba.

Poco después me encuentro en la biblioteca, con Jude el oscuro y un estuche que contiene la obra de Tess, la de los d’Urberville en tres volúmenes dispuestos sobre la mesa de billar, delante de mí. Ambas son obras deprimentes, de historias trágicas. Hardy tenía un alma oscura y retorcida.

Igual que yo.

Ahuyento ese pensamiento y examino los ejemplares. Aunque Jude está en mejor estado, no puede competir con el otro. En Jude no hay redención, así que le enviaré el de Tess, con una cita apropiada. Sé que no es el libro más romántico de todos, teniendo en cuenta los males a los que se enfrenta la protagonista, pero al menos esta tiene la oportunidad, aunque breve, de conocer el amor carnal en el idilio bucólico que vive en la campiña inglesa. Además, Tess acaba vengándose del hombre que la ha deshonrado.

En cualquier caso, no es por eso. Ana mencionó que Hardy era uno de sus autores preferidos, y estoy seguro de que nunca ha visto, y menos poseído, una primera edición.

«Parece usted el paradigma del consumidor». El comentario cargado de crítica que hizo durante la entrevista me persigue una vez más. Sí, me gusta poseer cosas, cuyo valor aumentará con el tiempo, como las primeras ediciones.

Me siento un poco más tranquilo y sereno, y un tanto satisfecho conmigo mismo, así que vuelvo al vestidor y me cambio para salir a correr.

Hojeo el primer volumen de la primera edición de Tess en la parte trasera del coche, buscando una cita mientras me pregunto cuándo tendrá Ana su último examen. Hace bastantes años que me leí el libro y solo recuerdo vagamente el argumento. De adolescente, las novelas eran mi refugio sagrado. A mi madre siempre le maravillaba que leyera, aunque no a Elliot. Yo anhelaba la evasión que la literatura me proporcionaba, mientras que él no necesitaba evadirse de nada.

—Señor Grey —interrumpe Taylor—. Ya hemos llegado, señor. —Baja del coche y me abre la puerta—. Estaré esperándole a las dos para llevarlo al campo de golf.

Asiento con la cabeza y entro en Grey House con los libros encajados debajo del brazo. La joven recepcionista me saluda con un gesto coqueto.

Cada día lo mismo… Como una melodía pegadiza reproduciéndose en bucle.

Sin prestarle atención, me dirijo hacia el ascensor que me llevará directamente a mi planta.

—Buenos días, señor Grey —me saluda Barry, el de seguridad, mientras pulsa el botón de llamada.

—¿Cómo está tu hijo, Barry?

—Mejor, señor.

—Me alegro.

Entro en el ascensor, que me sube hasta la planta veinte en un abrir y cerrar de ojos. Andrea ya está esperando para recibirme.

—Buenos días, señor Grey. Ros quiere verle para hablar sobre el proyecto de Darfur. A Barney le gustaría tener unos minutos…

Alzo la mano para impedir que siga.

—Olvida a esos dos por el momento. Ponme con Welch y averigua cuándo vuelve Flynn de vacaciones. Retomaremos la agenda habitual cuando haya hablado con Welch.

—Sí, señor.

—Y necesito un café doble. Que lo prepare Olivia.

Sin embargo, al mirar a mi alrededor veo que Olivia no está. Es un alivio. Esa chica se pasa el día contemplándome extasiada, y no sabe hasta qué punto me resulta irritante.

—¿Con leche, señor? —pregunta Andrea.

Buena chica. Le sonrío.

—Hoy no.

Me encanta mantenerlos intrigados y que no sepan cómo voy a tomarme el café ese día.

—Muy bien, señor Grey.

Parece bastante satisfecha consigo misma, y con razón: es la mejor secretaria personal que he tenido.

Tres minutos después, Welch está al teléfono.

—¿Welch?

—Señor Grey.

—Quisiera hablar contigo del informe que me enviaste la semana pasada. Sobre Anastasia Steele. Estudia en la Estatal de Washington.

—Sí, señor. Lo recuerdo.

—Necesito que averigües la fecha de su último examen y que me lo comuniques de inmediato. Prioridad absoluta.

—Muy bien, señor. ¿Algo más?

—No, eso es todo.

Cuelgo el teléfono y me quedo mirando los libros que hay sobre la mesa. Tengo que encontrar la cita.

Ros, mi mano derecha y directora general de la empresa, está en pleno discurso.

—Obtendremos la autorización del gobierno sudanés para la entrada del cargamento en Puerto Sudán, pero a nuestros contactos sobre el terreno les preocupa el desplazamiento por carretera hasta Darfur. Están realizando una evaluación de los riesgos para decidir su viabilidad.

La logística debe de estar resultando bastante complicada, porque su alegre disposición habitual brilla por su ausencia.

—Siempre podríamos lanzarlo desde el aire.

—Christian, el coste de un lanzamiento…

—Lo sé. Esperemos a ver qué dicen nuestros amigos de la ONG.

—De acuerdo —accede, y suelta un suspiro—. También estoy esperando la autorización del Departamento de Estado.

Pongo los ojos en blanco. Maldita burocracia.

—Si hay que untar a alguien, o llamar al senador Blandino para que intervenga, dímelo.

—Pues lo siguiente es decidir la ubicación de la nueva planta. Ya sabes que las amnistías fiscales en Detroit son enormes. Te he enviado un resumen.

—Lo sé, pero, joder, ¿tiene que ser en Detroit?

—No sé qué tienes contra esa ciudad. Cumple todos nuestros requisitos.

—Vale, dile a Bill que busque zonas industriales abandonadas que puedan servirnos. Investiguemos de nuevo si existe algún otro municipio que pueda ofrecernos condiciones más favorables.

—Bill ya ha enviado a Ruth para que se reúna con los de la Autoridad para la Remodelación de las Zonas Industriales de Detroit, que no pueden mostrarse más solícitos, pero le pediré que realice un último sondeo.

Suena el teléfono.

—Sí —le mascullo a Andrea. Sabe que no me gusta que me interrumpan cuando estoy reunido.

—Tengo a Welch al teléfono.

Según mi reloj son las once y media. Sí que se ha dado prisa.

—Pásamelo.

Le indico a Ros que se quede.

—¿Señor Grey?

—¿Welch? ¿Qué hay de nuevo?

—La señorita Steele hará su último examen mañana, veinte de mayo.

Mierda, no me queda mucho tiempo.

—Genial. Es todo lo que necesitaba saber. —Cuelgo—. Ros, discúlpame un momento.

Descuelgo el teléfono y Andrea contesta al instante.

—Andrea, necesito una tarjeta para escribir una nota en menos de una hora —digo, y cuelgo—. Muy bien, Ros, ¿por dónde íbamos?

Olivia entra con el cuerpo de medio lado en mi despacho a las doce y media, con la comida. Es una chica alta y esbelta, con una cara muy bonita que, por desgracia, suele tener vuelta hacia mí inútilmente, con expresión nostálgica. Lleva una bandeja con lo que espero que sea algo comestible. Después de una mañana ajetreada, estoy hambriento. La deja sobre mi mesa con manos temblorosas.

Ensalada de atún. Bien, por una vez no la ha cagado.

También deja tres tarjetas de distintos tamaños y tonalidades de blanco, con sus sobres correspondientes.

—Perfecto —mascullo.

Y ahora, lárgate. Se marcha con paso apresurado.

Me llevo un bocado de ensalada a la boca para calmar mi apetito y luego busco la pluma. He escogido una cita. Una advertencia. He hecho lo correcto al alejarme de ella; no todos los hombres son héroes románticos, aunque omitiré la palabra «hombres». Ella lo entenderá.

¿Por qué no me dijiste que era peligroso?

¿Por qué no me lo advertiste? Las mujeres saben

de lo que tienen que protegerse, porque leen novelas

que les cuentan cómo hacerlo…

Introduzco la tarjeta en el sobre que la acompaña y escribo la dirección de Ana, que se me ha quedado grabada desde que la leí en el informe de Welch. Llamo a Andrea.

—¿Sí, señor Grey?

—¿Puedes venir, por favor?

—Sí, señor.

Segundos después, aparece en la puerta.

—¿Señor Grey?

—Llévate estos libros, envuélvelos y envíaselos a Anastasia Steele, la chica que me entrevistó la semana pasada. Aquí tienes la dirección.

—Ahora mismo, señor Grey.

—Tiene que recibirlo mañana como muy tarde.

—Sí, señor. ¿Eso es todo?

—No. Búscame un recambio.

—¿Para los libros?

—Sí. Primeras ediciones. Que lo haga Olivia.

—¿De qué libros se trata?

—Tess, la de los d’Urberville.

—Sí, señor.

Me sonríe de manera inesperada y abandona el despacho.

¿Por qué sonríe?

Ella nunca sonríe. Desecho la idea mientras me pregunto si será la última vez que vea esos volúmenes, y debo admitir que, en mi fuero interno, deseo que no sea así.

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