Grey

Grey


Sábado, 21 de mayo de 2011

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Una vez sentada, examina los instrumentos con una mezcla de sobrecogimiento y entusiasmo. Me inclino hacia ella y la ato con el arnés de seguridad mientras intento no imaginármela desnuda ahí mismo. Me tomo un poco más de tiempo del necesario, porque puede que esta sea mi última oportunidad de estar cerca de ella, mi última oportunidad de aspirar su aroma dulce y evocador. Cuando conozca mis gustos puede que salga huyendo… Aunque también puede que se apunte a mi forma de vida. Las posibilidades que eso evoca en mi mente son casi abrumadoras. Me sostiene la mirada; está muy cerca… está preciosa. Aprieto la última banda. No se marchará a ninguna parte.

Al menos durante una hora.

—Estás segura. No puedes escaparte —susurro reprimiendo mi excitación.

Ella inspira con fuerza.

—Respira, Anastasia —añado, y le acaricio la mejilla.

Le sujeto la barbilla, me inclino hacia ella y le doy un beso rápido.

—Me gusta este arnés —murmuro.

Me entran ganas de explicarle que tengo otros, de cuero, en los que me gustaría verla atada y suspendida del techo. Pero me porto bien, me siento y me abrocho el arnés.

—Colócate los cascos. —Señalo los auriculares que tiene delante—. Estoy haciendo todas las comprobaciones previas al vuelo.

Todos los mandos parecen funcionar bien. Acciono el acelerador para ponerlo a 1500 rpm, pongo el transpondedor en espera y enciendo la baliza de posición. Todo está preparado y a punto para el despegue.

—¿Sabes lo que haces? —me pregunta maravillada.

Le contesto que aprendí a pilotar hace cuatro años. Su sonrisa es contagiosa.

—Estás a salvo conmigo —la tranquilizo, y añado—: Bueno, mientras estemos volando.

Le guiño un ojo, y ella sonríe de oreja a oreja y me deslumbra.

—¿Lista? —le pregunto, y apenas puedo creer hasta qué punto me excita tenerla al lado.

Ella asiente.

Hablo con la torre de control —están despiertos— y subo el acelerador a 2000 rpm. Cuando nos confirman que podemos despegar, hago las últimas comprobaciones. La temperatura del aceite es de 60 °C. Aumento la presión del colector con el motor a 2500 rpm y tiro del acelerador hacia atrás. El Charlie Tango se eleva en el aire como la elegante ave que es.

Anastasia da un grito ahogado cuando la tierra empieza a desaparecer bajo nosotros, pero se muerde la lengua, embelesada al ver las tenues luces de Portland. Pronto nos envuelve la oscuridad, y la única luz procede del tablero de instrumentos que tenemos delante. El brillo verde y rojo ilumina la cara de Ana mientras contempla la noche.

—Inquietante, ¿verdad?

Aunque a mí no me lo parece; me resulta reconfortante. Aquí arriba nada puede hacerme daño.

Estoy a salvo y oculto en la oscuridad.

—¿Cómo sabes que vas en la dirección correcta? —pregunta Ana.

—Aquí. —Señalo el tablero de control.

No quiero aburrirla hablándole de cómo funcionan los instrumentos, pero lo cierto es que absolutamente todo lo que tengo frente a mí sirve para guiarnos hasta nuestro destino: el indicador de actitud, el altímetro, el variómetro y, por supuesto, el GPS. Le hablo del Charlie Tango y de que está equipado para vuelos nocturnos.

Ana me mira llena de asombro.

—En mi edificio hay un helipuerto. Allí nos dirigimos.

Vuelvo a mirar el tablero y compruebo todos los indicadores. Eso es precisamente lo que tanto me gusta: el control, saber que mi seguridad y mi bienestar dependen de mi dominio de la tecnología que tengo delante.

—Cuando vuelas de noche, no ves nada. Tienes que confiar en los aparatos —le digo.

—¿Cuánto durará el vuelo? —pregunta con la respiración algo entrecortada.

—Menos de una hora… Tenemos el viento a favor. —Vuelvo a mirarla—. ¿Estás bien, Anastasia?

—Sí —dice en un tono extrañamente brusco.

¿Está nerviosa? O tal vez lamenta la decisión de estar aquí conmigo. La idea me inquieta; no me ha dado ninguna oportunidad. Me distraigo un momento con el control de tráfico aéreo. Entonces, a medida que salimos de la masa de nubes, veo Seattle en la distancia y el destello de una baliza en la oscuridad.

—Mira. Aquello es Seattle. —Dirijo la atención de Anastasia hacia el brillo de las luces.

—¿Siempre impresionas así a las mujeres? ¿«Ven a dar una vuelta en mi helicóptero»?

—Nunca había subido a una mujer al helicóptero, Anastasia. También esto es una novedad. ¿Estás impresionada?

—Me siento sobrecogida, Christian —susurra.

—¿Sobrecogida?

Mi sonrisa es espontánea. Y recuerdo a Grace, mi madre, acariciándome el pelo mientras yo leía Camelot en voz alta.

«Christian, ha sido fantástico. Estoy sobrecogida, cariño».

Tenía siete años y hacía poco que había empezado a hablar.

—Lo haces todo… tan bien —sigue diciendo Ana.

—Gracias, señorita Steele.

Mi rostro se enciende de placer ante ese elogio inesperado. Espero que no se haya dado cuenta.

—Está claro que te divierte —añade poco después.

—¿El qué?

—Volar.

—Exige control y concentración… —Dos de mis cualidades que más aprecio—. ¿Cómo podría no gustarme? Aunque lo que más me divierte es planear.

—¿Planear?

—Sí. Vuelo sin motor, para que me entiendas. Planeadores y helicópteros. Piloto las dos cosas.

A lo mejor debería llevármela a planear.

Frena, Grey.

¿Desde cuándo invitas a alguien a planear?

¿Acaso habías llevado alguna vez a una mujer en el Charlie Tango?

El control de tráfico aéreo me redirige hacia la trayectoria del vuelo e interrumpe mis pensamientos erráticos mientras nos acercamos a los límites de Seattle. Estamos cerca. Y yo estoy más cerca de saber si todo esto es una quimera o no. Ana mira por la ventanilla, extasiada.

No puedo apartar los ojos de ella.

Por favor, dime que sí.

—Es bonito, ¿verdad? —le pregunto para que se vuelva y así poder verle la cara.

Ella me mira con una amplia sonrisa que hace que se me ponga la polla dura.

—Llegaremos en unos minutos —añado.

De pronto, el ambiente de la cabina se tensa y siento su presencia de forma más evidente. Respiro hondo e inhalo su aroma y la sensación de deseo expectante. El de Ana. El mío.

Mientras descendemos, guío el Charlie Tango por el centro de la ciudad hasta el Escala, mi casa, y mi ritmo cardíaco se acelera. Ana empieza a removerse. También ella está nerviosa. Espero que no salga corriendo.

Y, de repente, aparece ante nosotros el helipuerto. Respiro hondo otra vez.

Ya está.

Aterrizamos con suavidad, apago el motor y observo cómo las hélices del rotor disminuyen la velocidad hasta que se paran. Y todo cuanto puedo oír es el silbido del ruido blanco amortiguado por los auriculares mientras permanecemos sentados en silencio. Me quito los cascos y luego le quito a Ana los suyos.

—Hemos llegado —le digo en voz baja.

Tiene la cara pálida bajo el resplandor de las luces de aterrizaje, y le brillan los ojos.

Oh, Dios, qué guapa es.

Me desabrocho el arnés y me inclino hacia Ana para desabrocharle el suyo.

Ella levanta la cabeza y me mira. Confiada. Joven. Dulce. Su delicioso aroma está a punto de ser mi perdición.

¿Debería hacer esto con ella?

Es adulta.

Puede tomar sus propias decisiones.

Y quiero que siga mirándome así cuando me conozca realmente… cuando sepa de lo que soy capaz.

—No tienes que hacer nada que no desees hacer. Lo sabes, ¿verdad?

Es importante que lo entienda. Quiero que sea mi sumisa, pero por encima de todo necesito su consentimiento.

—Nunca haría nada que no quisiera hacer, Christian.

Parece sincera y quiero creerla. Con esas palabras tranquilizadoras resonando aún en mi mente, me levanto del asiento y abro la puerta para saltar a la pista. La cojo de la mano cuando sale del helicóptero. El viento le agita el pelo alrededor de la cara, y parece ansiosa; no sé si es porque está aquí conmigo, solos los dos, o porque hay una altura de treinta pisos. Estar aquí arriba puede producir sensación de vértigo.

—Vamos.

La cojo de la cintura para protegerla del viento y la llevo hasta el ascensor.

Los dos guardamos silencio durante el corto recorrido hasta mi ático. Ana lleva una blusa verde pastel debajo de la chaqueta negra. Le sienta bien. Tomo nota mental de incluir verdes y azules en la ropa que le proporcionaré si acepta mi trato. Debería ir mejor vestida. Sus ojos se cruzan con los míos en los espejos del ascensor justo cuando las puertas se abren ante mi apartamento.

Cruza tras de mí el vestíbulo, me sigue por el pasillo y entramos en el salón.

—¿Me das la chaqueta? —le pregunto.

Ana niega con la cabeza y aferra las solapas de su chaqueta para dejar claro que quiere dejársela puesta.

De acuerdo.

—¿Quieres tomar una copa?

Cambio de táctica y decido que yo sí necesito beber algo para calmarme.

¿Por qué estoy tan nervioso?

Porque la deseo.

—Yo tomaré una copa de vino blanco. ¿Quieres tú otra?

—Sí, gracias —responde.

En la cocina, me quito la chaqueta y abro la nevera para vino. Un sauvignon blanc servirá para romper el hielo. Elijo un socorrido Pouilly Fumé y observo a Ana, que contempla la vista a través de las puertas de la terraza. Cuando da media vuelta y regresa a la cocina le pregunto si le parece bien el vino que he elegido.

—No tengo ni idea de vinos, Christian. Estoy segura de que será perfecto.

Habla en tono cohibido.

Mierda. Esto no está saliendo bien. ¿Se siente abrumada? ¿Es eso?

Sirvo dos copas y me dirijo al centro del salón, donde ella aguarda de pie con el aspecto de un corderito. La mujer arrebatadora ha desaparecido. Parece perdida.

Como yo…

—Toma. —Le tiendo la copa, y ella bebe de inmediato y cierra los ojos en un claro gesto de que le ha gustado el vino.

Cuando baja la copa tiene los labios húmedos.

Buena elección, Grey.

—Estás muy callada y ni siquiera te has puesto roja. La verdad es que creo que nunca te había visto tan pálida, Anastasia. ¿Tienes hambre?

Ella niega con la cabeza y da otro sorbo. Tal vez también necesite beber un poco para reunir el valor necesario.

—Qué casa tan grande —dice con voz tímida.

—¿Grande?

—Grande.

—Es grande.

No puedo negarlo: tiene más de novecientos metros cuadrados.

Doy otro sorbo de vino.

—¿Sabes tocar? —Mira el piano.

—Sí.

—¿Bien?

—Sí.

—Claro, cómo no. ¿Hay algo que no hagas bien?

—Sí… un par o tres de cosas.

Cocinar.

Contar chistes.

Tener una conversación espontánea y desenfadada con una mujer que me atrae.

Dejar que me toquen…

—¿Quieres sentarte?

Señalo el sofá. Ana enseguida asiente con la cabeza. La cojo de la mano, la llevo hasta allí y ella se sienta y me dirige una mirada traviesa.

—¿Qué te parece tan divertido? —pregunto a la vez que tomo asiento a su lado.

—¿Por qué me regalaste precisamente Tess, la de los d’Urberville?

Vaya. ¿Adónde irá a parar esto?

—Bueno, me dijiste que te gustaba Thomas Hardy.

—¿Solo por eso?

No quiero decirle que tiene mi primera edición, y que pensé que era una opción mejor que Jude el oscuro.

—Me pareció apropiado. Yo podría empujarte a algún ideal imposible, como Angel Clare, o corromperte del todo, como Alec d’Urberville. —Mi respuesta es lo bastante sincera y además encierra cierta ironía. Sospecho que lo que voy a proponerle está muy lejos de sus expectativas.

—Si solo hay dos posibilidades, elijo la corrupción —susurra.

Mierda. ¿No es eso lo que quieres, Grey?

—Anastasia, deja de morderte el labio, por favor. Me desconcentras. No sabes lo que dices.

—Por eso estoy aquí —responde ella, y los dientes le dejan unas pequeñas marcas en el labio inferior, húmedo por el vino.

Ahí está: una vez más me desarma, me sorprende cada dos por tres. Mi polla está de acuerdo.

Parece que nos vamos acercando al meollo del asunto, pero antes de que entremos en detalles necesito que firme el acuerdo de confidencialidad. Me excuso y entro en mi estudio. El contrato y el acuerdo de confidencialidad están en la impresora. Dejo el contrato sobre el escritorio —no sé si llegaremos tan lejos— y grapo las hojas del acuerdo de confidencialidad antes de llevárselo a Ana.

—Esto es un acuerdo de confidencialidad. —Lo dejo en la mesita de café, frente a ella, que parece confusa y sorprendida—. Mi abogado ha insistido —añado—. Si eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo.

—¿Y si no quiero firmar nada?

—Entonces te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del libro.

Y yo no podré tocarte. Le diré a Stephan que te lleve a casa y haré lo imposible para olvidarme de ti. Mi angustia crece rápidamente; puede que todo esto se vaya a la mierda.

—¿Qué implica este acuerdo?

—Implica que no puedes contar nada de lo que suceda entre nosotros. Nada a nadie.

Ella escruta mi rostro y no sé si se siente confusa o contrariada.

Podría pasar cualquier cosa.

—De acuerdo, lo firmaré —decide.

Vaya, qué fácil ha sido. Le tiendo mi Mont Blanc y ella se dispone a firmar.

—¿Ni siquiera vas a leerlo? —pregunto, molesto de pronto.

—No.

—Anastasia, siempre deberías leer todo lo que firmas.

¿Cómo puede ser tan ingenua? ¿Es que sus padres no le han enseñado nada?

—Christian, lo que no entiendes es que en ningún caso hablaría de nosotros con nadie. Ni siquiera con Kate. Así que lo mismo da si firmo un acuerdo o no. Si es tan importante para ti o para tu abogado… con el que es obvio que hablas de mí, de acuerdo. Lo firmaré.

Tiene respuesta para todo. Eso resulta estimulante.

—Buena puntualización, señorita Steele —observo en tono lacónico.

Ella me dirige una breve mirada reprobatoria y luego firma.

Y, antes de que pueda empezar a soltarle mi discurso, me hace una pregunta.

—¿Quiere decir esto que vas a hacerme el amor esta noche, Christian?

¿Cómo?

¿Yo?

¿Hacer el amor?

Ay, Grey, desengáñala cuanto antes.

—No, Anastasia, no quiere decir eso. En primer lugar, yo no hago el amor. Yo follo… duro.

Ella ahoga un grito. Le he dado que pensar.

—En segundo lugar, tenemos mucho más papeleo que arreglar. Y en tercer lugar, todavía no sabes de lo que se trata. Todavía podrías salir corriendo. Ven, quiero mostrarte mi cuarto de juegos.

Está perpleja, su entrecejo forma una pequeña V.

—¿Quieres jugar con la Xbox?

Me río a carcajadas.

Ay, nena.

—No, Anastasia, ni a la Xbox ni a la PlayStation. Ven.

Me levanto y le tiendo la mano, y ella la acepta de buen grado. La guío hasta el pasillo y subimos a la planta de arriba, donde nos detenemos ante la puerta de mi cuarto de juegos. El corazón me aporrea el pecho.

Se acabó. Ahora o nunca. ¿Alguna vez he estado tan nervioso? Me doy cuenta de que mis deseos dependen de que abra esta puerta, así que hago girar la llave en la cerradura y, en ese momento, siento la necesidad de tranquilizarla.

—Puedes marcharte en cualquier momento. El helicóptero está listo para llevarte donde quieras. Puedes pasar la noche aquí y marcharte mañana por la mañana. Lo que decidas me parecerá bien.

—Abre la maldita puerta de una vez, Christian —dice cruzándose de brazos con expresión testaruda.

Es el momento decisivo. No quiero que se marche corriendo, pero jamás había tenido esta sensación de estar poniéndome en evidencia. Ni siquiera con Elena. Y me doy cuenta de que se debe a que Ana no sabe nada de esta forma de vida.

Abro la puerta y entro tras ella en el cuarto de juegos.

Mi refugio.

El único lugar en el que soy yo mismo.

Ana permanece en mitad de la habitación, observando toda la parafernalia que forma una parte tan importante de mi vida: los látigos, las varas, la cama, el banco… Guarda silencio mientras lo va asimilando, y lo único que oigo es el latido ensordecedor de mi corazón cuando el torrente sanguíneo pasa junto a mis tímpanos.

Ahora ya lo sabes.

Este soy yo.

Ella se vuelve y me mira con ojos penetrantes mientras espero a que diga algo, pero prolonga mi agonía y se adentra en la habitación, obligándome a seguirla.

Desliza los dedos por un látigo de ante, uno de mis favoritos. Le digo qué nombre recibe, pero ella no responde. Se acerca a la cama y la explora con las manos, rozando por uno de los postes de madera tallada.

—Di algo.

Su silencio es insoportable. Necesito saber si va a salir corriendo.

—¿Se lo haces a gente o te lo hacen a ti?

¡Por fin!

—¿A gente? —Me entran ganas de soltar un bufido—. Se lo hago a mujeres que quieren que se lo haga.

Está dispuesta a hablar de ello. Hay esperanza.

Arruga la frente.

—Si tienes voluntarias dispuestas a aceptarlo, ¿por qué estoy aquí?

—Porque quiero hacerlo contigo, lo deseo.

Me vienen a la mente un sinfín de imágenes de ella atada en distintas posturas en esa habitación: en la cruz, en la cama, encima del banco…

—Oh —exclama, y se dirige al banco.

Mi mirada recae en sus dedos intrigados, que se deslizan por el cuero. Lo acaricia llena de curiosidad, lentamente, con movimientos sensuales. ¿Es consciente de lo que está haciendo?

—¿Eres un sádico?

Su pregunta me sobresalta.

Joder. Ya me conoce.

—Soy un Amo —me apresuro a responder con la esperanza de avanzar en la conversación.

—¿Qué significa eso? —me pregunta, impactada; al menos, lo parece.

—Significa que quiero que te rindas a mí en todo voluntariamente.

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—Por complacerme —murmuro. Es lo que necesito de ti—. Digamos, en términos muy simples, que quiero que quieras complacerme.

—¿Cómo tengo que hacerlo? —dice con un suspiro.

—Tengo normas, y quiero que las acates. Son normas que a ti te benefician y a mí me proporcionan placer. Si cumples esas normas para complacerme, te recompensaré. Si no, te castigaré para que aprendas.

Mira las varas situadas detrás del banco.

—¿Y en qué momento entra en juego todo esto? —Señala con las manos todo lo que nos rodea.

—Es parte del paquete de incentivos. Tanto de la recompensa como del castigo.

—Entonces disfrutarás ejerciendo tu voluntad sobre mí.

Bien visto, señorita Steele.

—Se trata de ganarme tu confianza y tu respeto para que me permitas ejercer mi voluntad sobre ti. —Necesito tu permiso, nena—. Obtendré un gran placer, incluso una gran alegría, si te sometes. Cuanto más te sometas, mayor será mi alegría. La ecuación es muy sencilla.

—De acuerdo, ¿y qué saco yo de todo esto?

—A mí. —Me encojo de hombros.

Ya está, nena; solo a mí. Me tendrás todo para ti. Y también obtendrás placer…

Ella abre un poco los ojos mientras me observa fijamente, sin decir nada. Es exasperante.

—Anastasia, no hay manera de saber lo que piensas. Volvamos abajo, así podré concentrarme mejor. Me desconcentro mucho contigo aquí.

Le tiendo la mano y por primera vez ella desliza la mirada de mi mano a mi cara, dudando.

Mierda.

La he asustado.

—No voy a hacerte daño, Anastasia.

Con cautela, me da la mano. Estoy eufórico; no ha salido corriendo.

Más tranquilo, decido enseñarle su dormitorio de sumisa.

—Quiero mostrarte algo, por si aceptas. —La guío por el pasillo—. Esta será tu habitación. Puedes decorarla a tu gusto y tener aquí lo que quieras.

—¿Mi habitación? ¿Esperas que me venga a vivir aquí? —exclama sin dar crédito.

Vale, tal vez debería haber dejado esto para más tarde.

—A vivir no —preciso para tranquilizarla—. Solo, digamos, del viernes por la noche al domingo. Tenemos que hablar del tema y negociarlo. Si aceptas.

—¿Dormiré aquí?

—Sí.

—No contigo.

—No. Ya te lo dije. Yo no duermo con nadie. Solo contigo cuando te has emborrachado hasta perder el sentido.

—¿Dónde duermes tú?

—Mi habitación está abajo. Vamos, debes de tener hambre.

—Es raro, pero creo que se me ha quitado el hambre —confiesa con esa expresión terca tan suya.

—Tienes que comer, Anastasia.

Sus hábitos alimenticios son una de las primeras cosas de las que pienso ocuparme si acepta ser mía. De eso y de su costumbre de no estarse quieta.

¡Frena, Grey!

—Soy totalmente consciente de que estoy llevándote por un camino oscuro, Anastasia, y por eso es fundamental que te lo pienses bien.

Me sigue a la planta de abajo y de nuevo estamos en el salón.

—Seguro que tienes cosas que preguntarme. Has firmado el acuerdo de confidencialidad, así que puedes preguntarme lo que quieras y te contestaré.

Para que esto salga bien, debe ser capaz de comunicarse. Una vez en la cocina, abro la nevera y saco un gran plato con quesos y unos racimos de uva.

Gail no esperaba que tuviera compañía, y no hay suficiente… Me pregunto si debería pedir comida preparada. ¿O mejor cenamos fuera?

Como en una cita.

Otra cita.

No quiero darle falsas esperanzas.

Las citas no van conmigo.

Solo con ella…

La idea me exaspera. En la cesta del pan hay una baguette del día. Tendrá que conformarse con pan y queso. Además, dice que no tiene hambre.

—Siéntate.

Señalo uno de los taburetes y Ana se sienta y me dirige una mirada neutra.

—Has hablado de papeleo.

—Sí.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, aparte del acuerdo de confidencialidad, a un contrato que especifique lo que haremos y lo que no haremos. Tengo que saber cuáles son tus límites, y tú tienes que saber cuáles son los míos. Se trata de un consenso, Anastasia.

—¿Y si no quiero?

Mierda.

—Perfecto —miento.

—Pero ¿no tendremos la más mínima relación?

—No.

—¿Por qué?

—Es el único tipo de relación que me interesa.

—¿Por qué?

—Soy así.

—¿Y cómo llegaste a ser así?

—¿Por qué cada uno es como es? Es muy difícil saberlo. ¿Por qué a unos les gusta el queso y otros lo odian? ¿Te gusta el queso? La señora Jones, mi ama de llaves, ha dejado queso para la cena.

Pongo el plato delante de ella.

—¿Qué normas tengo que cumplir?

—Las tengo por escrito. Las veremos después de cenar.

—De verdad que no tengo hambre —susurra.

—Vas a comer.

—¿Quieres otra copa de vino? —pregunto en señal de paz.

—Sí, por favor.

Le sirvo vino en la copa y me acomodo a su lado.

—Te sentará bien comer, Anastasia.

Coge unas cuantas uvas.

¿Ya está? ¿Es todo cuanto piensas comer?

—¿Hace mucho que estás metido en esto? —me pregunta.

—Sí.

—¿Es fácil encontrar a mujeres que lo acepten?

Si tú supieras…

—Te sorprenderías —digo en un tono frío.

—Entonces ¿por qué yo? De verdad que no lo entiendo.

Está realmente desconcertada.

Nena, eres preciosa. ¿Por qué no iba a querer hacer esto contigo?

—Anastasia, ya te lo he dicho. Tienes algo. No puedo apartarme de ti. Soy como una polilla atraída por la luz. Te deseo con locura, especialmente ahora, cuando vuelves a morderte el labio.

—Creo que le has dado la vuelta a ese cliché —dice en voz baja, y esa revelación me resulta inquietante.

—¡Come! —le ordeno para cambiar de tema.

—No. Todavía no he firmado nada, así que creo que haré lo que yo decida un rato más, si no te parece mal.

Oh… otra vez esa lengua viperina.

—Como quiera, señorita Steele.

Disimulo una sonrisita.

—¿Cuántas mujeres? —pregunta de repente, y se lleva una uva a la boca.

—Quince.

Me veo obligado a apartar la mirada.

—¿Durante largos períodos de tiempo?

—Algunas sí.

—¿Alguna vez has hecho daño a alguna?

—Sí.

—¿Grave?

—No.

Dawn se recuperó, aunque la experiencia la dejó algo afectada. Y, para ser sincero, a mí también.

—¿Me harás daño a mí?

—¿Qué quieres decir?

—Si vas a hacerme daño físicamente.

Solo mientras puedas soportarlo.

—Te castigaré cuando sea necesario, y será doloroso.

Por ejemplo, cuando te emborraches y pongas en riesgo tu salud.

—¿Alguna vez te han pegado? —me pregunta.

—Sí.

Muchas, muchas veces. Elena era diabólicamente hábil con la vara. Es la única forma de contacto físico que tolero.

Ella abre mucho los ojos y deja en el plato las uvas que no se ha comido para dar otro sorbo de vino. Su falta de apetito me saca de quicio y me quita las ganas de comer a mí también. Tal vez debería armarme de valor y enseñarle las reglas.

—Vamos a hablar a mi estudio. Quiero mostrarte algo.

Ella me sigue y se sienta en la silla de cuero que hay frente a mi escritorio, mientras yo me apoyo en él con los brazos cruzados.

Aquí está lo que quiere saber. Es una suerte que sienta curiosidad; aún no ha salido corriendo. Cojo una de las páginas del contrato que hay encima de mi escritorio y se la entrego.

—Estas son las normas. Podemos cambiarlas. Forman parte del contrato, que también te daré. Léelas y las comentamos.

Ella examina la hoja con la mirada.

—¿Límites infranqueables? —me pregunta.

—Sí. Lo que no harás tú y lo que no haré yo. Tenemos que especificarlo en nuestro acuerdo.

—No estoy segura de que vaya a aceptar dinero para ropa. No me parece bien.

—Quiero gastar dinero en ti. Déjame comprarte ropa. Quizá necesite que me acompañes a algún acto. —Grey, ¿qué estás diciendo? Eso sería otra novedad—. Y quiero que vayas bien vestida. Estoy seguro de que con tu sueldo, cuando encuentres trabajo, no podrás costearte la ropa que me gustaría que llevaras.

—¿No tendré que llevarla cuando no esté contigo?

—No.

—De acuerdo. No quiero hacer ejercicio cuatro veces por semana.

—Anastasia, necesito que estés ágil, fuerte y resistente. Confía en mí. Tienes que hacer ejercicio.

—Pero seguro que no cuatro veces por semana. ¿Qué te parece tres?

—Quiero que sean cuatro.

—Creía que esto era una negociación.

Otra vez me desarma al ponerme en evidencia.

—De acuerdo, señorita Steele, vuelve a tener razón. ¿Qué te parece una hora tres días por semana, y media hora otro día?

—Tres días, tres horas. Me da la impresión de que te ocuparás de que haga ejercicio cuando esté aquí.

Oh, eso espero.

—Sí, lo haré. De acuerdo. ¿Estás segura de que no quieres hacer las prácticas en mi empresa? Eres buena negociando.

—No, no creo que sea buena idea.

Tiene razón, por supuesto. Y es mi regla número uno: prohibido follar con el personal.

—Pasemos a los límites. Estos son los míos.

Le tiendo la lista. Ya está: o es mía o a la mierda todo. Me sé mis límites de memoria y los voy repasando mentalmente mientras la observo leerla. Veo que se pone cada vez más pálida a medida que se acerca al final.

Joder, espero que no salga corriendo después de esto.

La deseo. Deseo que sea mi sumisa… Lo deseo muchísimo. Traga saliva y me mira, nerviosa. ¿Cómo puedo convencerla de que al menos lo pruebe? Debo tranquilizarla, mostrarle que puedo cuidar de ella.

—¿Quieres añadir algo?

En mi fuero interno albergo la esperanza de que no añada nada. Quiero tener carta blanca con ella. Se me queda mirando; no consigue dar con las palabras adecuadas. Es exasperante. No estoy acostumbrado a que me hagan esperar para darme una respuesta.

—¿Hay algo que no quieras hacer? —insisto.

—No lo sé.

Vaya, no esperaba esa contestación.

—¿Qué es eso de que no lo sabes?

Se remueve en el asiento con aire incómodo y se mordisquea de nuevo el labio inferior.

—Nunca he hecho cosas así.

Por supuesto que no, joder.

Paciencia, Grey. Mierda. Le has dado demasiada información de golpe.

Sigo intentándolo pero esta vez me muestro amable. Eso también es nuevo.

—Bueno, ¿ha habido algo que no te ha gustado hacer en el sexo?

Entonces recuerdo que el día anterior el fotógrafo intentó acosarla.

Ella se ruboriza y noto que me pica aún más la curiosidad. ¿Qué habrá hecho que no le ha gustado? ¿Es atrevida en la cama? Parece tan… inocente. Normalmente eso es algo que no me atrae.

—Puedes decírmelo, Anastasia. Si no somos sinceros, no va a funcionar.

Tengo que animarla para que se suelte; ni siquiera habla de sexo. Vuelve a removerse, incómoda, y no aparta la mirada de sus dedos.

Vamos, Ana.

—Dímelo —le ordeno.

Oh, Dios. Esta chica es frustrante.

—Bueno… Nunca me he acostado con nadie, así que no lo sé —susurra.

La Tierra deja de girar.

Joder, no me lo puedo creer.

¿Cómo es posible?

¿Por qué?

¡Mierda!

—¿Nunca?

No me lo creo.

Ella sacude la cabeza con los ojos muy abiertos.

—¿Eres virgen?

No puede ser.

Asiente avergonzada. Cierro los ojos; soy incapaz de mirarla.

¿Cómo coño he podido equivocarme tanto?

Me invade la ira. ¿Acaso puedo hacer algo con una virgen? Le clavo la mirada mientras la furia va apoderándose de todo mi cuerpo.

—¿Por qué cojones no me lo habías dicho? —le increpo, y empiezo a caminar de un lado a otro de mi estudio.

¿Qué me gustaría hacerle a una virgen? Ella se encoge de hombros en señal de disculpa, incapaz de dar con las palabras adecuadas.

—No entiendo por qué no me lo has dicho.

En mi voz se refleja toda mi exasperación.

—No ha salido el tema —contesta ella—. No tengo por costumbre ir contando por ahí mi vida sexual. Además… apenas nos conocemos.

Como siempre, tiene razón. No puedo creerme que la haya llevado a hacer una visita turística a mi cuarto de juegos. ¡Menos mal que hay un acuerdo de confidencialidad!

—Bueno, ahora sabes mucho más de mí —le suelto—. Sabía que no tenías mucha experiencia, pero… ¡virgen! Mierda, Ana, acabo de mostrarte…

No solo el cuarto de juegos, también las reglas, los límites de jugar duro. No sabe nada. ¿Cómo he podido hacerlo?

—Que Dios me perdone —musito casi para mis adentros…

No sé qué hacer. Y entonces recuerdo algo: el beso del ascensor, cuando podría habérmela follado allí mismo, ¿fue su primera vez?

—¿Te han besado alguna vez, sin contarme a mí?

Por favor, di que sí.

—Pues claro.

Parece ofendida. Sí, la han besado, pero no muchas veces. Y por alguna razón esa idea me resulta… placentera.

—¿Y no has perdido la cabeza por ningún chico guapo? De verdad que no lo entiendo. Tienes veintiún años, casi veintidós. Eres guapa.

¿Por qué ningún tío se la ha llevado a la cama?

Mierda. A lo mejor tiene creencias religiosas. No; Welch lo habría descubierto. Se mira los dedos y creo que está sonriendo. ¿Qué le resulta tan gracioso? Me daría de cabezazos contra la pared.

—¿Y de verdad estás hablando de lo que quiero hacer cuando no tienes experiencia?

Me fallan las palabras. ¿Cómo es posible?

—¿Por qué has eludido el sexo? Cuéntamelo, por favor.

Porque no lo entiendo. Va a la universidad, y, por lo que yo recuerdo de la universidad, todos follaban como conejos.

Todos. Menos yo.

Eso me trae a la mente oscuros recuerdos, pero los alejo, de momento.

Ana hace un gesto, como para indicarme que no lo sabe. Sus hombros menudos se yerguen un poco.

—Nadie me ha… en fin… —Deja la frase inacabada.

Nadie te ha… ¿qué? ¿Nadie te ha considerado lo bastante atractiva? ¿Nadie se ha ajustado a tus expectativas? ¿Y yo sí?

¿Yo?

No sabe nada de nada. ¿Cómo puede ser una sumisa si no tiene ni idea de sexo?

Esto no va a funcionar. Y todo este tiempo que he perdido preparando el terreno no ha servido de nada. No puedo cerrar el trato.

—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —dice con un hilo de voz.

Cree que estoy enfadado con ella. Pues claro. Arregla las cosas, Grey.

—No estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo mismo. Había dado por sentado…

¿Por qué coño tendría que estar enfadado contigo? ¿En qué lío me he metido? Me paso las manos por el pelo mientras trato de refrenar mi furia.

—¿Quieres marcharte? —le pregunto, preocupado.

—No, a menos que tú quieras que me marche —contesta con un susurro. Su voz denota arrepentimiento.

—Claro que no. Me gusta tenerte aquí.

Tan pronto acabo de decirlo, me sorprenden mis propias palabras. Sí que me gusta tenerla aquí, estar con ella. Es tan… distinta. Y quiero follármela, y zurrarle con la vara, y ver cómo su piel de alabastro se tiñe de rosa bajo mis manos. Aunque ya no creo que sea posible, ¿verdad? Tal vez follármela sí… Esa idea supone toda una revelación. Puedo llevármela a la cama. Desvirgarla. Será una experiencia nueva para ambos. ¿Aceptará? Antes me ha preguntado si iba a hacerle el amor. Podría intentarlo, sin atarla.

Pero ¿y si me toca?

Mierda. Echo un vistazo al reloj y me doy cuenta de que es tarde. Vuelvo a mirarla y me excita ver que está mordisqueándose el labio inferior.

Aún la deseo, a pesar de su inocencia. ¿Podría llevármela a la cama? ¿Aceptará, aun sabiendo todo lo que sabe de mí? Joder, no tengo ni idea. ¿Se lo pregunto?

Me está poniendo a cien mordiéndose el labio otra vez. Se lo digo y ella se disculpa.

—No te disculpes. Es solo que yo también quiero morderlo… fuerte.

Contiene la respiración.

Vaya, puede que sí que le apetezca. Adelante. La decisión está tomada.

—Ven —le propongo, y le tiendo la mano.

—¿Qué?

—Vamos a arreglar la situación ahora mismo.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué situación?

—Tu situación, Ana. Voy a hacerte el amor, ahora.

—Oh.

—Si quieres, claro. No quiero tentar a la suerte.

—Creía que no hacías el amor. Creía que tú solo follabas duro —dice con una voz entrecortada y muy, muy seductora.

Tiene los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. Se ha sonrojado de deseo… Ella también lo quiere.

Y en mi interior se desata una emoción por completo inesperada.

—Puedo hacer una excepción, o quizá combinar las dos cosas. Ya veremos. De verdad quiero hacerte el amor. Ven a la cama conmigo, por favor. Quiero que nuestro acuerdo funcione, pero tienes que hacerte una idea de dónde estás metiéndote. Podemos empezar tu entrenamiento esta noche… con lo básico. No quiere decir que venga con flores y corazones. Es un medio para llegar a un fin, pero quiero ese fin y espero que tú lo quieras también.

Las palabras brotan con profusión.

¡Grey! ¡Haz el favor de frenar de una puta vez!

Ella se ruboriza.

Vamos, Ana, responde, o me va a dar algo.

—Pero no he hecho todo lo que pides en tu lista de normas.

Su voz es tímida. ¿Tal vez tiene miedo? Espero que no. No quiero que se asuste.

—Olvídate de las normas. Olvídate de todos esos detalles por esta noche. Te deseo. Te he deseado desde que te caíste en mi despacho, y sé que tú también me deseas. No estarías aquí charlando tranquilamente sobre castigos y límites infranqueables si no me desearas. Ana, por favor, quédate conmigo esta noche.

Vuelvo a tenderle la mano, y esta vez ella la acepta, y la rodeo entre mis brazos y la aprieto contra mí. Ruborizada, ahoga un grito de sorpresa y siento su cuerpo pegado al mío. La oscuridad no aflora en mi interior; tal vez mi libido la tiene dominada. La deseo. Me atrae muchísimo. Esta chica me desconcierta constantemente. Le he revelado mi oscuro secreto y, sin embargo, sigue aquí; no ha salido corriendo.

Le enrollo los dedos en el pelo y tiro de él para que levante la cabeza y me mire, y veo unos ojos cautivadores.

—Eres una chica muy valiente —musito—. Me tienes fascinado. —Me inclino y la beso con suavidad, y luego jugueteo con los dientes en su labio inferior—. Quiero morder este labio. —Tiro de él con más fuerza y ella da un respingo. La polla se me pone dura al instante—. Por favor, Ana, déjame hacerte el amor —susurro contra sus labios.

—Sí —responde ella, y en mi cuerpo estallan fuegos artificiales como en un Cuatro de Julio.

Contrólate, Grey. No hemos cerrado ningún acuerdo, no hemos puesto límites y no es mía para hacer con ella lo que me plazca. Sin embargo, estoy muy excitado. A punto de estallar. Es una sensación nueva pero estimulante; el deseo por esta mujer me corre por las venas. Me encuentro al mismísimo borde de la caída por una montaña rusa gigantesca.

¿Sexo vainilla?

¿Puedo hacerlo?

Sin pronunciar una sola palabra más, salgo con ella de mi estudio, cruzamos el salón y recorremos el pasillo hasta mi dormitorio. Ella me sigue cogiéndome fuerte de la mano.

Mierda. Las medidas anticonceptivas. Seguro que no toma la píldora. Por suerte tengo condones para una emergencia. Al menos no debo preocuparme por las pollas que se la hayan follado. La dejo esperando junto a la cama, me dirijo a la cómoda y me quito el reloj, los zapatos y los calcetines.

—Supongo que no tomas la píldora.

Ella niega con la cabeza.

—Me temo que no.

Saco del cajón una caja de condones y le hago saber que estoy preparado. Ella no deja de mirarme con esos ojos tan increíblemente grandes que tiene en esa cara tan bonita, y dudo un instante. Se supone que para ella este es un momento muy importante, ¿no? Recuerdo mi primera vez con Elena, lo avergonzado que me sentía. Pero, al mismo tiempo, qué maravilloso alivio… En el fondo sé que debería enviarla a su casa, pero la verdad es que no quiero que se vaya; la deseo. Es más, veo mi deseo reflejado en su expresión, en la oscuridad que aflora en su mirada.

—¿Quieres que baje las persianas? —pregunto.

—No me importa —dice—. Creía que no permitías a nadie dormir en tu cama.

—¿Quién ha dicho que vamos a dormir?

—Oh.

Sus labios forman una pequeña O perfecta. La polla se me endurece más aún. Sí, me gustaría follarme esa boca, esa O. Me acerco a ella como si fuera mi presa. Oh, nena, tengo ganas de hundirme en ti. Su respiración es débil y acelerada. Tiene las mejillas sonrosadas… Se la ve temerosa pero excitada a la vez. La tengo en mis manos, y el saberlo hace que me sienta poderoso. No tiene ni idea de lo que voy a hacerle.

—Vamos a quitarte la chaqueta, si te parece.

Me inclino y le deslizo la chaqueta por los hombros, la doblo y la dejo sobre la silla.

—¿Tienes idea de lo mucho que te deseo, Ana Steele?

Ella separa los labios y coge aire, y yo me acerco para acariciarle la mejilla. Mis dedos se deslizan por su barbilla y notan la suavidad como de pétalo de su cara. Está extasiada, perdida, bajo mi hechizo. Ya es mía. ¡Dios! Cómo me pone…

—¿Tienes idea de lo que voy a hacerte? —susurro, y le sujeto la barbilla con el índice y el pulgar.

Me inclino, la beso con fuerza, acoplando sus labios a los míos. Ella me corresponde; es suave y dulce y está preparada. Siento una tremenda necesidad de verla, entera. Me apresuro a desabrocharle los botones, y poco a poco le quito la blusa y la dejo caer al suelo. Me aparto un poco para contemplarla. Lleva el sujetador azul cielo que le compró Taylor.

Es una preciosidad.

—Ana… Tienes una piel preciosa, blanca y perfecta. Quiero besártela centímetro a centímetro.

No tiene ni una sola marca. Eso me inquieta. Quiero verla con marcas… sonrosada… con señales diminutas, tal vez de una fusta.

En sus mejillas aparece un rubor delicioso; seguro que se siente cohibida. Al menos le enseñaré a no avergonzarse de su cuerpo. Alargo los brazos, le quito el coletero y le suelto el pelo, que cae castaño y exuberante, rodeándole la cara hasta sus pechos.

—Me gustan las morenas.

Es encantadora, excepcional, una joya.

Le sujeto la cabeza y entrelazo mis dedos en su pelo, y luego la estrecho con fuerza y la beso. Ella gime contra mí y abre los labios, permitiéndome acceder a su cálida y húmeda boca. El delicado gemido de placer se propaga a través de mi cuerpo y llega hasta la punta de mi polla. Su lengua roza la mía con timidez, va recorriendo a tientas mi boca, y por algún motivo su torpeza inexperta me resulta… excitante.

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