Grey

Grey


Domingo, 29 de mayo de 2011

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—Ya estamos en casa —le digo a Ana en un susurro. No tengo ganas de soltarla, pero la deposito en el asiento.

Taylor le abre la puerta y ella se reúne conmigo en la entrada del edificio.

La veo estremecerse de frío.

—¿Por qué no llevas chaqueta? —le pregunto mientras me quito la americana y le envuelvo los hombros con ella.

—La tengo en mi coche nuevo —contesta bostezando.

—¿Cansada, señorita Steele?

—Sí, señor Grey. Hoy me han convencido de que hiciera cosas que jamás había creído posibles.

—Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer alguna cosa más.

Con un poco de suerte.

Se apoya en la pared del ascensor mientras subimos al último piso. Con mi americana, tiene un aspecto esbelto, menudo y sexy. Si no llevase las bragas podría follármela aquí mismo… Levanto la mano y le libero el labio de la presión de los dientes.

—Algún día te follaré en este ascensor, Anastasia, pero ahora estás cansada, así que creo que nos conformaremos con la cama.

Me inclino y le mordisqueo con delicadeza el labio inferior. Se queda sin respiración y me responde hincándome los dientes en el labio superior.

Los noto directamente en la entrepierna.

Quiero llevarla a la cama y perderme en los recovecos de su cuerpo. Después de nuestra conversación en el coche, necesito estar seguro de que es mía. Cuando salimos del ascensor, le ofrezco una copa, pero la rechaza.

—Bien. Vámonos a la cama.

Parece sorprendida.

—¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?

—Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante.

—¿Desde cuándo?

—Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?

—Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.

—¿Seguro? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos treinta y un sabores.

La miro con una sonrisa lasciva.

—Ya lo he observado.

Arquea una ceja.

—Venga ya, señorita Steele, mañana le espera un gran día. Cuanto antes se acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.

—Es usted todo un romántico, señor Grey.

—Y usted tiene una lengua viperina, señorita Steele. Voy a tener que someterla de alguna forma. Venga.

Sí. Se me ocurre una manera.

Al cerrar la puerta de mi dormitorio, estoy aún más contento que en el coche. Ella sigue aquí, a mi lado.

—Manos arriba —le ordeno, y ella obedece. Le agarro el dobladillo del vestido y, con un solo y hábil movimiento, se lo quito por la cabeza y dejo al descubierto la hermosa mujer que hay debajo—. ¡Tachán!

Soy un mago. Ana se ríe y me aplaude. Inclino la cabeza con una reverencia, disfrutando del juego, antes de dejar su vestido en la silla.

—¿Cuál es el siguiente truco? —pregunta con los ojos chispeantes.

—Ay, mi querida señorita Steele. Métase en la cama, que enseguida lo va a ver.

—¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? —bromea con aire provocador ladeando la cabeza de manera que el pelo le cae por el hombro.

Un juego nuevo. Esto se pone interesante.

—Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme. Me parece que el trato ya está hecho.

—Pero soy buena negociadora —dice en voz baja pero firme.

—Y yo.

Muy bien. ¿Qué pasa aquí? ¿No tiene ganas? ¿Está demasiado cansada? ¿Qué?

—¿No quieres follar? —pregunto, confuso.

—No —musita.

—Ah.

Vaya, menuda decepción.

Traga saliva y a continuación, en un hilo de voz, añade:

—Quiero que me hagas el amor.

La miro fijamente, perplejo y divertido.

¿Qué quiere decir con eso?

¿Hacer el amor? Lo hacemos. Lo hemos hecho. Es tan solo otro término para follar.

Me estudia con gesto grave. Mierda. ¿A esto se refiere cuando dice que quiere más? ¿Se trata de todo ese rollo de las flores y los corazones? Pero es una cuestión de semántica, ¿verdad? Es únicamente una cuestión semántica.

—Ana, yo… —¿Qué quiere de mí?—. Pensé que ya lo habíamos hecho.

—Quiero tocarte.

Mierda. No. Doy un paso atrás mientras la oscuridad me atenaza el tórax.

—Por favor —dice en un susurro.

No. ¡No! ¿No se lo he dejado lo bastante claro?

No soporto que me toquen. No lo soporto.

Eso, jamás.

—Ah, no, señorita Steele, ya le he hecho demasiadas concesiones esta noche. La respuesta es no.

—¿No? —exclama.

—No.

Y por un momento, me entran ganas de mandarla de vuelta a su casa, o arriba… donde sea pero lejos de mí. Fuera de aquí.

No me toques.

Me mira con aire receloso y de pronto recuerdo que mañana se irá y que no la veré durante unos días. Suelto un suspiro. No me queda energía para enfrentarme a eso.

—Mira, estás cansada, y yo también. Vámonos a la cama y ya está.

—¿Así que el que te toquen es uno de tus límites infranqueables?

—Sí. Ya lo sabes.

Soy incapaz de suprimir la exasperación de mi voz.

—Dime por qué, por favor.

No quiero hablar de eso. No quiero tener esa conversación. Nunca.

—Ay, Anastasia, por favor. Déjalo ya.

Se le nubla el rostro.

—Es importante para mí —dice con un deje de súplica vacilante en la voz.

—A la mierda —murmuro para mí. Saco una camiseta de uno de los cajones de la cómoda y se la tiro—. Póntela y métete en la cama.

¿Por qué narices dejo que duerma conmigo? Pero es una pregunta retórica: en lo más profundo de mí, sé cuál es la respuesta. Es porque duermo mejor con ella.

Ana es mi atrapasueños.

Mantiene mis pesadillas a raya.

Me da la espalda, se quita el sujetador y se pone la camiseta.

¿Qué le he dicho en el cuarto de juegos esta tarde? Que no debería ocultarme su cuerpo.

—Necesito ir al baño —dice.

—¿Ahora me pides permiso?

—Eh… no.

—Anastasia, ya sabes dónde está el baño. En este extraño momento de nuestro acuerdo no necesitas permiso para usarlo.

Me desabrocho la camisa y me la quito, y ella sale disparada del dormitorio mientras lucho por mantener la calma.

¿Qué mosca le ha picado?

Una cena en casa de mis padres y ya espera violines y serenatas a la luz de la luna y paseos bajo la maldita lluvia, joder. Yo no soy así. Ya se lo he dicho. A mí no me van las relaciones románticas. Suelto un suspiro mientras me quito los pantalones.

Pero ella quiere más, necesita toda esa mierda del romanticismo.

Joder.

Dentro del vestidor, arrojo los pantalones al cesto de la ropa sucia y me pongo los del pijama antes de regresar al dormitorio.

Esto no va a funcionar, Grey.

Pero quiero que funcione.

Deberías dejar que se vaya.

No. Puedo hacer que funcione. Tiene que haber algún modo.

El radiodespertador señala las 11.46. Hora de irse a la cama. Compruebo el móvil para ver si ha llegado algún correo urgente. No hay nada. Llamo a la puerta del cuarto de baño con brusquedad.

—Pasa —farfulla Ana.

Se está lavando los dientes, sacando espuma por la boca literalmente… con mi cepillo. Escupe en el lavamanos, a mi lado, y los dos nos miramos en el reflejo del espejo. Tiene un brillo travieso y risueño en los ojos. Enjuaga el cepillo y, sin decir nada, me lo da. Me lo meto en la boca y ella pone cara de estar satisfecha consigo misma.

Y así, sin más, toda la tensión de nuestro intercambio anterior desaparece como por arte de magia.

—Si quieres, puedes usar mi cepillo de dientes —bromeo.

—Gracias, señor.

Sonríe y, por un momento, parece a punto de hacerme una reverencia, pero me deja a solas para que me lave los dientes.

Cuando vuelvo al dormitorio está tumbada en la cama bajo las sábanas. Debería estar estirada debajo de mí.

—Que sepas que no es así como tenía previsto que fuera esta noche.

Mi tono es de mal humor.

—Imagina que yo te dijera que no puedes tocarme —dice, tan peleona como siempre.

No piensa olvidarse del asunto. Me siento en la cama.

—Anastasia, ya te lo he dicho. De cincuenta mil formas. Tuve un comienzo duro en la vida; no hace falta que te llene la cabeza con toda esa mierda. ¿Para qué?

¡Nadie debería tener esa mierda en la cabeza!

—Porque quiero conocerte mejor.

—Ya me conoces bastante bien.

—¿Cómo puedes decir eso?

Se incorpora y se coloca de rodillas delante de mí, con el gesto serio y ansioso.

Ana. Ana. Ana. Déjalo de una puta vez.

—Estás poniendo los ojos en blanco —dice—. La última vez que yo hice eso, terminé tumbada sobre tus rodillas.

—Oh, no me importaría volver a hacerlo.

Ahora mismo.

Se le ilumina el rostro.

—Si me lo cuentas, te dejo que lo hagas.

—¿Qué?

—Lo que has oído.

—¿Me estás haciendo una oferta?

Mi voz deja traslucir mi incredulidad.

Asiente con la cabeza.

—Estoy negociando.

Arrugo la frente.

—Esto no va así, Anastasia.

—Vale. Cuéntamelo y luego te pongo los ojos en blanco.

Me río. Ahora se ha puesto en plan cómico, y está preciosa con mi camiseta. Se le ilumina la cara con gesto anhelante.

—Siempre tan ávida de información —comento con asombro. Y se me ocurre una idea: podría darle unos azotes. Tengo ganas de hacerlo desde la cena, pero podría añadirle un toque más divertido. Me levanto de la cama—. No te vayas —le advierto antes de salir del dormitorio.

Entro en el estudio, cojo la llave del cuarto de juegos y voy arriba. Saco de la cómoda los juguetes que busco y me planteo llevarme también el lubricante, pero, pensándolo mejor, y a juzgar por la experiencia reciente, no creo que Ana vaya a necesitarlo.

Cuando vuelvo, está sentada en la cama con una expresión de intensa curiosidad.

—¿A qué hora es tu primera entrevista de mañana? —pregunto.

—A las dos.

Excelente. No tiene que madrugar.

—Bien. Sal de la cama. Ponte aquí de pie.

Señalo un punto delante de mí. Ana baja de la cama sin vacilar, tan dispuesta como siempre. Está expectante.

—¿Confías en mí?

Asiente con la cabeza y extiendo la palma de la mano, enseñándole dos bolas chinas plateadas. Frunce el ceño y aparta los ojos de las bolas para mirarme a mí.

—Son nuevas. Te las voy a meter y luego te voy a dar unos azotes, no como castigo, sino para darte placer y dármelo yo.

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