Grey

Grey


Miércoles, 1 de junio de 2011

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—¿De qué?

Me vuelvo para mirarla de frente, de una forma tan abrupta que el agua se desborda y se derrama en el suelo.

—Eres insistente, ¿eh? De la vida, del universo… de negocios. La señora Robinson y yo hace tiempo que nos conocemos. Hablamos de todo.

—¿De mí? —pregunta.

—Sí.

—¿Por qué habláis de mí? —quiere saber, y ahora parece adusta.

—Nunca he conocido a nadie como tú, Anastasia.

—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que nunca has conocido a nadie que no firmara automáticamente todo tu papeleo sin preguntar primero?

Niego con la cabeza. No.

—Necesito consejo.

—¿Y te lo da doña Pedófila? —espeta.

—Anastasia… basta ya —digo casi gritando—. O te voy a tener que tumbar en mis rodillas. No tengo ningún interés romántico o sexual en ella. Ninguno. Es una amiga querida y apreciada, y es mi socia. Nada más. Tenemos un pasado en común, hubo algo entre nosotros que a mí me benefició muchísimo, aunque a ella le destrozara el matrimonio, pero esa parte de nuestra relación ya terminó.

Ella yergue los hombros.

—¿Y tus padres nunca se enteraron?

—No —gruño—. Ya te lo he dicho.

Me mira con cautela, y creo que sabe que me ha llevado al límite.

—¿Has terminado? —pregunto.

—De momento.

Gracias al cielo. No mentía al decirme que había muchas cosas de las que quería hablar. Necesito saber dónde estoy, si nuestro trato tiene posibilidades.

Carpe diem, Grey.

—Vale, ahora me toca a mí. No has contestado a mi e-mail.

Se recoge el pelo detrás de la oreja y niega con la cabeza.

—Iba a contestar. Pero has venido.

—¿Habrías preferido que no viniera? —Contengo el aliento.

—No, me encanta que hayas venido —dice.

—Bien. A mí me encanta haber venido, a pesar de tu interrogatorio. Aunque acepte que me acribilles a preguntas, no creas que disfrutas de algún tipo de inmunidad diplomática solo porque haya venido hasta aquí para verte. Para nada, señorita Steele. Quiero saber lo que sientes.

Frunce el ceño.

—Ya te lo he dicho. Me gusta que estés conmigo. Gracias por venir hasta aquí. —Parece sincera.

—Ha sido un placer. —Me inclino para besarla y ella se abre como una flor, ofreciéndose y pidiendo más. Me retiro—. No. Me parece que necesito algunas respuestas antes de que hagamos más.

Ella suspira y la cautela regresa a su mirada.

—¿Qué quieres saber?

—Bueno, para empezar, qué piensas de nuestro contrato.

Hace un mohín, como si su respuesta fuera a ser desagradable.

Ay, Dios…

—No creo que pueda firmar por un período mayor de tiempo. Un fin de semana entero siendo alguien que no soy.

Agacha la mirada, la aparta de mí.

Eso es un no. Y, en realidad, creo que tiene razón.

Le sujeto la barbilla y le alzo la cabeza para verle los ojos.

—No, yo tampoco creo que pudieras.

—¿Te estás riendo de mí?

—Sí, pero sin mala intención. —Vuelvo a besarla—. No eres muy buena sumisa.

Se queda boquiabierta. ¿Finge sentirse ofendida? Y entonces se ríe, una risa dulce y contagiosa, y sé que no lo está.

—A lo mejor no tengo un buen maestro.

Buena réplica, señorita Steele.

Yo también me río.

—A lo mejor. Igual debería ser más estricto contigo. —Escruto su cara—. ¿Tan mal lo pasaste cuando te di los primeros azotes?

—No, la verdad es que no —contesta, algo ruborizada.

—¿Es más por lo que implica? —le pregunto presionándola.

—Supongo. Lo de sentir placer cuando uno no debería.

—Recuerdo que a mí me pasaba lo mismo. Lleva un tiempo procesarlo.

Al fin estamos teniendo la conversación.

—Siempre puedes usar las palabras de seguridad, Anastasia. No lo olvides. Y si sigues las normas, que satisfacen mi íntima necesidad de controlarte y protegerte, quizá logremos avanzar.

—¿Por qué necesitas controlarme?

—Porque satisface una necesidad íntima mía que no fue satisfecha en mis años de formación.

—Entonces, ¿es una especie de terapia?

—No me lo había planteado así, pero sí, supongo que sí.

Asiente con la cabeza.

—Pero el caso es que en determinado momento me dices «No me desafíes», y al siguiente me dices que te gusta que te desafíe. Resulta difícil traspasar con éxito esa línea tan fina.

—Lo entiendo. Pero hasta la fecha lo has hecho estupendamente.

—Pero ¿a qué coste personal? Estoy hecha un auténtico lío, me veo atada de pies y manos.

—Me gusta eso de atarte de pies y manos.

—¡No lo decía en sentido literal! —Lanza una mano sobre la superficie del agua y me salpica.

—¿Me has salpicado?

—Sí —contesta.

—Ay, señorita Steele. —Le paso un brazo por la cintura y la subo a mi regazo, y vuelve a verterse agua al suelo—. Creo que ya hemos hablado bastante por hoy.

Le sujeto la cabeza con ambas manos y la beso; le separo los labios con la lengua y la hundo en su boca, dominándola. Ella enreda los dedos en mi pelo y me devuelve el beso, envolviendo mi lengua con la suya. Le ladeo la cabeza con una mano y con la otra la levanto y la coloco a horcajadas sobre mí.

Me aparto para coger aire. Sus ojos están oscuros, repletos de deseo; rezuman lujuria. Le llevo las manos a la espalda y se las sujeto por las muñecas con una de las mías.

—Te la voy a meter —le digo, y la levanto hasta situarla justo encima de mi erección—. ¿Lista?

—Sí —jadea, y la bajo muy despacio sobre mí observando su expresión mientras la voy llenando.

Ella gime, cierra los ojos y acerca sus pechos a mi cara.

Oh, qué delicia.

Muevo las caderas y la levanto, con lo que me hundo aún más dentro de ella, y luego me inclino hacia delante hasta que nuestras frentes se tocan.

Qué placer de mujer…

—Suéltame las manos, por favor —susurra.

La miro y veo que tiene la boca abierta y la respiración agitada.

—No me toques —le suplico; le suelto las manos y la sujeto por las caderas.

Ella se agarra al borde de la bañera y lentamente empieza a montarme. Arriba. Luego abajo. Muy, muy despacio. Abre los ojos y se encuentra con los míos mirando cómo me monta. Se inclina y me besa, y su lengua invade mi boca. Cierro los ojos, deleitándome con la sensación.

Oh, sí, Ana.

Vuelve a enredar los dedos en mi pelo y tira de él sin dejar de besarme; su lengua se entrelaza con la mía mientras se mueve. Le aprieto más las caderas y empiezo a levantarla cada vez más deprisa, apenas consciente de la gran cantidad de agua que se está derramando por el suelo.

Pero no me importa. La deseo. Así.

A esta hermosa mujer que gime en mi boca.

Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Una y otra vez.

Entregándose a mí. Cabalgándome.

—Ah… —El placer le aprisiona la garganta.

—Eso es, nena —susurro, y ella acelera el ritmo y luego grita al estallar en un orgasmo.

La rodeo con los brazos y la estrecho, la sujeto con fuerza mientras me dejo ir y me corro dentro de ella.

—¡Ana, nena! —grito, y sé que no quiero perderla nunca.

Me besa la oreja.

—Ha sido… —musita aún sin aliento.

—Sí. —La agarro de los brazos y la aparto de mí para poder mirarla. Parece somnolienta y saciada, e imagino que yo debo de tener el mismo aspecto—. Gracias —susurro.

Ella me mira desconcertada.

—Por no tocarme —le aclaro.

Su expresión se dulcifica y levanta una mano. Me tenso. Pero ella niega con la cabeza y resigue mis labios con un dedo.

—Dijiste que es un límite infranqueable. Lo entiendo. —Se inclina hacia delante y me besa.

Ese sentimiento desconocido aflora, crece en mi pecho, anónimo y peligroso.

—Vamos a la cama. ¿O tienes que volver a casa? —Me asustan estas nuevas emociones que me invaden.

—No, no tengo que irme.

—Bien. Pues quédate.

La ayudo a levantarse y salgo de la bañera para coger toallas, e intento dejar de lado mis inquietantes sentimientos.

La envuelvo con una toalla, me enrollo una a la cintura y dejo otra en el suelo, en un vano intento por recoger el agua que hemos derramado. Ana se acerca a un lavamanos mientras yo sigo con ello.

Bueno. Ha sido una noche interesante.

Y ella tenía razón: nos ha ido bien hablar, aunque no estoy seguro de que hayamos resuelto nada.

Está lavándose los dientes con mi cepillo cuando me dirijo al dormitorio. Eso me hace sonreír. Cojo el teléfono y veo que la llamada perdida era de Taylor.

Le envío un mensaje.

*¿Todo en orden? Saldré para ir

a planear a las 6:00.*

Taylor contesta de inmediato.

*Para eso llamaba. Hay buena previsión de tiempo.

Le veré allí. Buenas noches, señor.*

¡Voy a llevar a volar a la señorita Steele! Sonrío ante el regocijo que siento, y mi sonrisa se hace más amplia cuando Ana sale del baño envuelta en la toalla.

—Necesito mi bolso —dice con cierta timidez.

—Creo que lo dejaste en el salón.

Corretea en su busca y yo me lavo los dientes, consciente de que el cepillo acaba de estar en su boca.

De vuelta en el dormitorio, me quito la toalla, retiro las sábanas y me acuesto a esperarla. Ella ha vuelto a desaparecer en el baño y ha cerrado la puerta.

Instantes después regresa. Deja caer la toalla y se tiende a mi lado, desnuda salvo por una recatada sonrisa. Yacemos el uno frente al otro, cada uno abrazado a su almohada.

—¿Quieres dormir? —le pregunto. Sé que tenemos que madrugar, y son casi las once.

—No. No estoy cansada —contesta con los ojos brillantes.

—¿Qué quieres hacer? —¿Más sexo?

—Hablar.

¿Hablar? ¿Más? Ay, Señor. Sonrío, resignado.

—¿De qué?

—De cosas.

—¿De qué cosas?

—De ti.

—De mí ¿qué?

—¿Cuál es tu película favorita?

—Actualmente, El piano.

Sonríe.

—Por supuesto. Qué boba soy. ¿Por esa banda sonora triste y emotiva que sin duda sabes interpretar? Cuántos logros, señor Grey.

—Y el mayor es usted, señorita Steele.

Su sonrisa se ensancha.

—Entonces soy la número dieciséis.

—¿Dieciséis?

—El número de mujeres con las que… has tenido sexo.

Oh, mierda.

—No exactamente.

Su sonrisa se esfuma.

—Tú me dijiste que habían sido quince.

—Me refería al número de mujeres que habían estado en mi cuarto de juegos. Pensé que era eso lo que querías saber. No me preguntaste con cuántas mujeres había tenido sexo.

—Ah. —Se le abren más los ojos—. ¿Vainilla?

—No. Tú eres mi única relación vainilla. —Y por alguna extraña razón, me siento terriblemente satisfecho conmigo mismo—. No puedo darte una cifra. No he ido haciendo muescas en el poste de la cama ni nada parecido.

—¿De cuántas hablamos: decenas, cientos… miles?

—Decenas. Nos quedamos en las decenas, por desgracia. —Finjo indignación.

—¿Todas sumisas?

—Sí.

—Deja de sonreírme —dice, altanera, intentando en vano contener una sonrisa.

—No puedo. Eres divertida. —Y me siento algo aturdido mientras nos sonreímos.

—¿Divertida por peculiar o por graciosa?

—Un poco de ambas, creo.

—Eso es bastante insolente, viniendo de ti —dice.

Le beso la nariz a modo de aviso.

—Esto te va a sorprender, Anastasia. ¿Preparada?

Sus ojos se han agrandado y rebosan ansia y deleite.

Díselo.

—Todas eran sumisas en prácticas, cuando yo estaba haciendo mis prácticas. Hay sitios en Seattle y alrededores a los que se puede ir a practicar. A aprender a hacer lo que yo hago.

—Ah —dice.

—Pues sí, yo he pagado por sexo, Anastasia.

—Eso no es algo de lo que estar orgulloso —me reprende—. Y tienes razón, me has dejado pasmada. Y enfadada por no poder dejarte pasmada yo.

—Te pusiste mis calzoncillos.

—¿Eso te sorprendió?

—Sí. Y fuiste sin bragas a conocer a mis padres.

Ha recuperado el buen humor.

—¿Eso te sorprendió?

—Sí.

—Parece que solo puedo sorprenderte en el ámbito de la ropa interior.

—Me dijiste que eras virgen. Esa es la mayor sorpresa que me han dado nunca.

—Sí, tu cara era un poema. De foto. —Suelta una risilla y se le ilumina la cara.

—Me dejaste que te excitara con una fusta.

Estoy sonriendo como el maldito gato de Cheshire. ¿Cuándo antes había estado desnudo y acostado al lado de una mujer, solo hablando?

—¿Eso te sorprendió?

—Pues sí.

—Bueno, igual te dejo que lo vuelvas a hacer.

—Huy, eso espero, señorita Steele. ¿Este fin de semana?

—Vale —contesta.

—¿Vale?

—Sí. Volveré al cuarto rojo del dolor.

—Me llamas por mi nombre.

—¿Eso te sorprende?

—Me sorprende lo mucho que me gusta.

—Christian —susurra, y el sonido de mi nombre en sus labios propaga una sensación de calidez por todo mi cuerpo.

Ana.

—Mañana quiero hacer una cosa.

—¿El qué?

—Una sorpresa. Para ti.

Bosteza.

Se acabó. Está cansada.

—¿La aburro, señorita Steele?

—Nunca —confiesa.

Me acerco y le doy un beso rápido.

—Duerme —le ordeno, y apago la luz de la mesilla.

Y un momento después ya oigo su respiración rítmica y pausada; se ha dormido enseguida. La tapo con una sábana, me tumbo de espaldas y contemplo el susurrante ventilador del techo.

Bueno, hablar no está tan mal.

Después de todo, hoy ha funcionado.

Gracias, Elena…

Y, con una sonrisa saciada, cierro los ojos.

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