Grey

Grey


Sábado, 4 de junio de 2011

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Mi conversación con Welch es breve, y la que mantengo con Russell Reed —el capullo mentiroso y miserable que se casó con Leila— es más breve aún. No sabía que se habían casado durante un fin de semana de borrachera en Las Vegas. No es de extrañar, pues, que su matrimonio se fuera a pique al cabo de solo dieciocho meses. Ella lo dejó hace doce semanas. Entonces ¿dónde te encuentras ahora, Leila Williams? ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?

Me concentro en Leila tratando de recordar alguna pista de nuestro pasado que pueda decirme dónde está. Necesito saberlo. Necesito saber que está a salvo. Y por qué vino a mí. ¿Por qué yo?

Ella quería más y yo no, pero de eso hace mucho tiempo. Cuando se marchó, todo fue muy fácil: pusimos fin al contrato de mutuo acuerdo. En realidad, todo nuestro trato había sido ejemplar, tal como debería ser. Cuando estaba conmigo, disfrutaba siendo traviesa; no era esa misma criatura desesperada que ha descrito Gail.

Recuerdo lo mucho que le gustaban nuestras sesiones en el cuarto de juegos. A Leila le encantaban las perversiones. Aflora un recuerdo: estoy atándole juntos los dedos gordos de ambos pies y se los separo por los talones para que no pueda apretar las nalgas y evitar así el dolor. Sí, le volvía loca toda esa mierda, y a mí también. Era una sumisa increíble, pero nunca me interesó como lo hizo Anastasia Steele.

Nunca me absorbió tanto el pensamiento como Ana.

Miro la maqueta que tengo encima del escritorio y recorro el borde de la caja con el dedo, consciente de que los dedos de Ana la han tocado antes.

Mi dulce Anastasia.

Tan diferente a todas las mujeres que he conocido… La única a la que he perseguido y que además no puede darme lo que quiero.

No lo entiendo.

He vuelto a sentirme vivo desde que la conocí. Estas últimas semanas han sido las más emocionantes, las más impredecibles, las más fascinantes de mi vida. Me han sacado de mi mundo monocromático para llevarme a otro más rico y lleno de colores… y, a pesar de todo, ella no puede ser lo que yo necesito.

Hundo la cabeza entre las manos. A ella nunca le gustará lo que hago. Intenté convencerme a mí mismo de que podríamos ir trabajando el camino hacia las prácticas más duras, pero eso no sucederá, nunca. Está mejor sin mí. ¿Para qué iba a querer ella a un monstruo completamente jodido que no soporta que le toquen?

Y sin embargo, tuvo el detalle de comprarme este regalo. ¿Quién ha hecho algo así por mí, aparte de mi familia? Examino otra vez la caja y la abro. Todas las piezas de plástico del planeador están sujetas en una misma plantilla, envueltas en celofán. Me viene a la mente el recuerdo de sus gritos de entusiasmo a bordo del planeador durante nuestra excursión: las manos arriba, apoyadas en la cubierta de plexiglás. No puedo evitar sonreír.

Dios, qué divertido fue eso… el equivalente a tirarle de las trenzas en el recreo. Ana con trenzas… Borro esa imagen inmediatamente. No quiero pensar en eso, en nuestro primer baño juntos. Y lo único que me queda es pensar que ya nunca volveré a verla.

El abismo se abre a mis pies.

No. Otra vez no.

Tengo que construir este planeador. Será una distracción. Abro el celofán y leo las instrucciones. Necesito cola, cola para maquetas. Busco en los cajones del escritorio.

Mierda. En el fondo de uno de los cajones encuentro la caja de cuero rojo que contiene los pendientes de Cartier. No he tenido la oportunidad de dárselos… y ahora nunca la tendré.

Llamo a Andrea y le dejo un mensaje en el móvil pidiéndole que cancele lo de esta noche. No soporto la idea de acudir a la gala, no sin mi acompañante.

Abro la caja roja y miro los pendientes. Son muy bonitos: sencillos y elegantes a la vez, igual que la encantadora señorita Steele… que me ha dejado esta mañana porque la he castigado… porque la he presionado demasiado. Vuelvo a hundir la cabeza entre las manos. Pero ella me lo permitió. No me detuvo. Me lo permitió porque… me quiere. La idea es aterradora y la ahuyento de inmediato. No puede quererme. Es muy simple: nadie puede sentir eso por mí. No si me conoce.

Pasa página, Grey. Céntrate.

¿Dónde está la maldita cola? Vuelvo a meter los pendientes en el cajón y sigo buscando. Nada, no la encuentro.

Llamo a Taylor.

—¿Señor Grey?

—Necesito cola para una maqueta.

Se queda callado un instante.

—¿Para qué clase de maqueta, señor?

—La maqueta de un planeador.

—¿De madera o de plástico?

—De plástico.

—Yo tengo. Ahora se la bajo, señor.

Le doy las gracias, un tanto desconcertado al saber que tiene cola para maquetas. Momentos más tarde, llama a la puerta.

—Pasa.

Entra en mi estudio y deja un bote pequeño de plástico encima de la mesa. No se marcha inmediatamente, y tengo que preguntárselo.

—¿Por qué tienes cola?

—Construyo algún que otro avión de vez en cuando —contesta ruborizándose.

—Ah.

Me pica la curiosidad.

—Volar fue mi primer amor, señor.

No lo entiendo.

—Soy daltónico, señor —explica, escueto.

—¿Y entonces te hiciste marine?

—Sí, señor.

—Gracias por la cola.

—De nada, señor Grey. ¿Ha comido?

Su pregunta me coge por sorpresa.

—No tengo hambre, Taylor. Por favor, ve y disfruta de la tarde con tu hija, ya te veré mañana. No volveré a molestarte.

Se detiene un momento y siento que aumenta mi irritación. Vete.

—Estoy bien.

Mierda. Hablo con la voz entrecortada.

—Señor. —Asiente con la cabeza—. Volveré mañana por la noche.

Hago un rápido gesto para despedirme de él y desaparece.

¿Cuándo fue la última vez que Taylor me ofreció algo para comer? Seguro que parezco mucho más jodido de lo que creía. Enfurruñado, cojo el bote de cola.

Tengo el planeador en la palma de mi mano. Lo miro maravillado y satisfecho por haber logrado montarlo, mientras me vienen a la memoria destellos de aquel vuelo. Era imposible despertar a Anastasia —sonrío al recordarlo— y una vez despierta, estaba insoportable, arrebatadora y hermosa, y divertida también.

Fue tan agradable… Se la veía entusiasmada como una niña durante el vuelo, gritando de pura exaltación, y al final, nuestro beso.

Ha sido mi primer intento de llegar a tener «más». Es extraordinario que en un espacio de tiempo tan corto haya acumulado tantos recuerdos felices.

El dolor vuelve a aflorar a la superficie, zahiriéndome, atormentándome, recordándome todo lo que he perdido.

Concéntrate en el planeador, Grey.

Ahora solo me falta colocar las pegatinas en su sitio; son complicadas de poner, las muy cabronas.

He pegado la última y ahora tendrá que secarse. Mi planeador tiene su propia matrícula de la Administración Federal de Aviación: Noviembre. Nueve. Cinco. Dos. Echo. Charlie.

Echo Charlie.

Levanto la vista y veo que empieza a oscurecer. Es tarde. Lo primero que pienso es que puedo enseñárselo a Ana.

Pero ella no está.

Aprieto los dientes con fuerza y estiro los hombros, rígidos. Me levanto despacio y me doy cuenta de que no he comido ni bebido nada en todo el día; me duele la cabeza.

Estoy hecho una mierda.

Compruebo el móvil con la esperanza de que haya llamado, pero solo hay un mensaje de texto de Andrea.

*Gala cancelada.

Espero q todo bien. A*

Mientras leo el mensaje de Andrea, me suena el móvil. El pulso se me acelera inmediatamente, pero luego se apacigua cuando veo que es Elena quien llama.

—Hola.

No me molesto en disimular mi decepción.

—Christian, ¿qué manera de saludar es esa? ¿Qué bicho te ha picado? —me reprende, pero noto que su tono es de buen humor.

Miro por la ventana. Está anocheciendo en Seattle. Me pregunto un instante qué estará haciendo Ana. No quiero contarle a Elena lo que ha pasado. No quiero pronunciar las palabras en voz alta y convertirlas en realidad.

—¿Christian? ¿Qué te pasa? Dímelo.

Su voz adopta un tono brusco y molesto.

—Me ha dejado —mascullo, huraño.

—Ah. —Elena parece sorprendida—. ¿Quieres que vaya a verte?

—No.

Respira hondo.

—Esta clase de vida no es para todo el mundo.

—Ya lo sé.

—Vaya, Christian, pareces hecho polvo. ¿Quieres salir a cenar?

—No.

—Voy para allá.

—No, Elena. No soy buena compañía. Estoy cansado y quiero estar solo. Te llamaré esta semana.

—Christian… es lo mejor.

—Lo sé. Adiós.

Cuelgo el teléfono. No quiero hablar con Elena. Fue ella la que me animó a ir a Savannah. Tal vez sabía que este día llegaría. Arrugo la frente mirando el teléfono, lo lanzo sobre el escritorio y voy en busca de algo para comer y beber.

Examino el contenido de mi nevera.

Pero no me apetece nada de lo que hay.

Encuentro una bolsa de galletitas saladas en el armario de la despensa, la abro y como una detrás de otra mientras me dirijo a la ventana. Fuera ya es de noche; las luces titilan y parpadean por entre la lluvia pertinaz. El mundo sigue adelante.

Sigue adelante, Grey.

Sigue adelante.

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