Grey

Grey


Sábado, 21 de mayo de 2011

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El control de tráfico aéreo me redirige hacia la trayectoria del vuelo e interrumpe mis pensamientos erráticos mientras nos acercamos a los límites de Seattle. Estamos cerca. Y yo estoy más cerca de saber si todo esto es una quimera o no. Ana mira por la ventanilla, extasiada.

No puedo apartar los ojos de ella.

Por favor, dime que sí.

—Es bonito, ¿verdad? —le pregunto para que se vuelva y así poder verle la cara.

Ella me mira con una amplia sonrisa que hace que se me ponga la polla dura.

—Llegaremos en unos minutos —añado.

De pronto, el ambiente de la cabina se tensa y siento su presencia de forma más evidente. Respiro hondo e inhalo su aroma y la sensación de deseo expectante. El de Ana. El mío.

Mientras descendemos, guío el

Charlie Tango por el centro de la ciudad hasta el Escala, mi casa, y mi ritmo cardíaco se acelera. Ana empieza a removerse. También ella está nerviosa. Espero que no salga corriendo.

Y, de repente, aparece ante nosotros el helipuerto. Respiro hondo otra vez.

Ya está.

Aterrizamos con suavidad, apago el motor y observo cómo las hélices del rotor disminuyen la velocidad hasta que se paran. Y todo cuanto puedo oír es el silbido del ruido blanco amortiguado por los auriculares mientras permanecemos sentados en silencio. Me quito los cascos y luego le quito a Ana los suyos.

—Hemos llegado —le digo en voz baja.

Tiene la cara pálida bajo el resplandor de las luces de aterrizaje, y le brillan los ojos.

Oh, Dios, qué guapa es.

Me desabrocho el arnés y me inclino hacia Ana para desabrocharle el suyo.

Ella levanta la cabeza y me mira. Confiada. Joven. Dulce. Su delicioso aroma está a punto de ser mi perdición.

¿Debería hacer esto con ella?

Es adulta.

Puede tomar sus propias decisiones.

Y quiero que siga mirándome así cuando me conozca realmente… cuando sepa de lo que soy capaz.

—No tienes que hacer nada que no desees hacer. Lo sabes, ¿verdad?

Es importante que lo entienda. Quiero que sea mi sumisa, pero por encima de todo necesito su consentimiento.

—Nunca haría nada que no quisiera hacer, Christian.

Parece sincera y quiero creerla. Con esas palabras tranquilizadoras resonando aún en mi mente, me levanto del asiento y abro la puerta para saltar a la pista. La cojo de la mano cuando sale del helicóptero. El viento le agita el pelo alrededor de la cara, y parece ansiosa; no sé si es porque está aquí conmigo, solos los dos, o porque hay una altura de treinta pisos. Estar aquí arriba puede producir sensación de vértigo.

—Vamos.

La cojo de la cintura para protegerla del viento y la llevo hasta el ascensor.

Los dos guardamos silencio durante el corto recorrido hasta mi ático. Ana lleva una blusa verde pastel debajo de la chaqueta negra. Le sienta bien. Tomo nota mental de incluir verdes y azules en la ropa que le proporcionaré si acepta mi trato. Debería ir mejor vestida. Sus ojos se cruzan con los míos en los espejos del ascensor justo cuando las puertas se abren ante mi apartamento.

Cruza tras de mí el vestíbulo, me sigue por el pasillo y entramos en el salón.

—¿Me das la chaqueta? —le pregunto.

Ana niega con la cabeza y aferra las solapas de su chaqueta para dejar claro que quiere dejársela puesta.

De acuerdo.

—¿Quieres tomar una copa?

Cambio de táctica y decido que yo sí necesito beber algo para calmarme.

¿Por qué estoy tan nervioso?

Porque la deseo.

—Yo tomaré una copa de vino blanco. ¿Quieres tú otra?

—Sí, gracias —responde.

En la cocina, me quito la chaqueta y abro la nevera para vino. Un sauvignon blanc servirá para romper el hielo. Elijo un socorrido Pouilly Fumé y observo a Ana, que contempla la vista a través de las puertas de la terraza. Cuando da media vuelta y regresa a la cocina le pregunto si le parece bien el vino que he elegido.

—No tengo ni idea de vinos, Christian. Estoy segura de que será perfecto.

Habla en tono cohibido.

Mierda. Esto no está saliendo bien. ¿Se siente abrumada? ¿Es eso?

Sirvo dos copas y me dirijo al centro del salón, donde ella aguarda de pie con el aspecto de un corderito. La mujer arrebatadora ha desaparecido. Parece perdida.

Como yo…

—Toma. —Le tiendo la copa, y ella bebe de inmediato y cierra los ojos en un claro gesto de que le ha gustado el vino.

Cuando baja la copa tiene los labios húmedos.

Buena elección, Grey.

—Estás muy callada y ni siquiera te has puesto roja. La verdad es que creo que nunca te había visto tan pálida, Anastasia. ¿Tienes hambre?

Ella niega con la cabeza y da otro sorbo. Tal vez también necesite beber un poco para reunir el valor necesario.

—Qué casa tan grande —dice con voz tímida.

—¿Grande?

—Grande.

—Es grande.

No puedo negarlo: tiene más de novecientos metros cuadrados.

Doy otro sorbo de vino.

—¿Sabes tocar? —Mira el piano.

—Sí.

—¿Bien?

—Sí.

—Claro, cómo no. ¿Hay algo que no hagas bien?

—Sí… un par o tres de cosas.

Cocinar.

Contar chistes.

Tener una conversación espontánea y desenfadada con una mujer que me atrae.

Dejar que me toquen…

—¿Quieres sentarte?

Señalo el sofá. Ana enseguida asiente con la cabeza. La cojo de la mano, la llevo hasta allí y ella se sienta y me dirige una mirada traviesa.

—¿Qué te parece tan divertido? —pregunto a la vez que tomo asiento a su lado.

—¿Por qué me regalaste precisamente Tess, la de los d’Urberville?

Vaya. ¿Adónde irá a parar esto?

—Bueno, me dijiste que te gustaba Thomas Hardy.

—¿Solo por eso?

No quiero decirle que tiene mi primera edición, y que pensé que era una opción mejor que Jude el oscuro.

—Me pareció apropiado. Yo podría empujarte a algún ideal imposible, como Angel Clare, o corromperte del todo, como Alec d’Urberville. —Mi respuesta es lo bastante sincera y además encierra cierta ironía. Sospecho que lo que voy a proponerle está muy lejos de sus expectativas.

—Si solo hay dos posibilidades, elijo la corrupción —susurra.

Mierda. ¿No es eso lo que quieres, Grey?

—Anastasia, deja de morderte el labio, por favor. Me desconcentras. No sabes lo que dices.

—Por eso estoy aquí —responde ella, y los dientes le dejan unas pequeñas marcas en el labio inferior, húmedo por el vino.

Ahí está: una vez más me desarma, me sorprende cada dos por tres. Mi polla está de acuerdo.

Parece que nos vamos acercando al meollo del asunto, pero antes de que entremos en detalles necesito que firme el acuerdo de confidencialidad. Me excuso y entro en mi estudio. El contrato y el acuerdo de confidencialidad están en la impresora. Dejo el contrato sobre el escritorio —no sé si llegaremos tan lejos— y grapo las hojas del acuerdo de confidencialidad antes de llevárselo a Ana.

—Esto es un acuerdo de confidencialidad. —Lo dejo en la mesita de café, frente a ella, que parece confusa y sorprendida—. Mi abogado ha insistido —añado—. Si eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo.

—¿Y si no quiero firmar nada?

—Entonces te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del libro.

Y yo no podré tocarte. Le diré a Stephan que te lleve a casa y haré lo imposible para olvidarme de ti. Mi angustia crece rápidamente; puede que todo esto se vaya a la mierda.

—¿Qué implica este acuerdo?

—Implica que no puedes contar nada de lo que suceda entre nosotros. Nada a nadie.

Ella escruta mi rostro y no sé si se siente confusa o contrariada.

Podría pasar cualquier cosa.

—De acuerdo, lo firmaré —decide.

Vaya, qué fácil ha sido. Le tiendo mi Mont Blanc y ella se dispone a firmar.

—¿Ni siquiera vas a leerlo? —pregunto, molesto de pronto.

—No.

—Anastasia, siempre deberías leer todo lo que firmas.

¿Cómo puede ser tan ingenua? ¿Es que sus padres no le han enseñado nada?

—Christian, lo que no entiendes es que en ningún caso hablaría de nosotros con nadie. Ni siquiera con Kate. Así que lo mismo da si firmo un acuerdo o no. Si es tan importante para ti o para tu abogado… con el que es obvio que hablas de mí, de acuerdo. Lo firmaré.

Tiene respuesta para todo. Eso resulta estimulante.

—Buena puntualización, señorita Steele —observo en tono lacónico.

Ella me dirige una breve mirada reprobatoria y luego firma.

Y, antes de que pueda empezar a soltarle mi discurso, me hace una pregunta.

—¿Quiere decir esto que vas a hacerme el amor esta noche, Christian?

¿Cómo?

¿Yo?

¿Hacer el amor?

Ay, Grey, desengáñala cuanto antes.

—No, Anastasia, no quiere decir eso. En primer lugar, yo no hago el amor. Yo follo… duro.

Ella ahoga un grito. Le he dado que pensar.

—En segundo lugar, tenemos mucho más papeleo que arreglar. Y en tercer lugar, todavía no sabes de lo que se trata. Todavía podrías salir corriendo. Ven, quiero mostrarte mi cuarto de juegos.

Está perpleja, su entrecejo forma una pequeña V.

—¿Quieres jugar con la Xbox?

Me río a carcajadas.

Ay, nena.

—No, Anastasia, ni a la Xbox ni a la PlayStation. Ven.

Me levanto y le tiendo la mano, y ella la acepta de buen grado. La guío hasta el pasillo y subimos a la planta de arriba, donde nos detenemos ante la puerta de mi cuarto de juegos. El corazón me aporrea el pecho.

Se acabó. Ahora o nunca. ¿Alguna vez he estado tan nervioso? Me doy cuenta de que mis deseos dependen de que abra esta puerta, así que hago girar la llave en la cerradura y, en ese momento, siento la necesidad de tranquilizarla.

—Puedes marcharte en cualquier momento. El helicóptero está listo para llevarte donde quieras. Puedes pasar la noche aquí y marcharte mañana por la mañana. Lo que decidas me parecerá bien.

—Abre la maldita puerta de una vez, Christian —dice cruzándose de brazos con expresión testaruda.

Es el momento decisivo. No quiero que se marche corriendo, pero jamás había tenido esta sensación de estar poniéndome en evidencia. Ni siquiera con Elena. Y me doy cuenta de que se debe a que Ana no sabe nada de esta forma de vida.

Abro la puerta y entro tras ella en el cuarto de juegos.

Mi refugio.

El único lugar en el que soy yo mismo.

Ana permanece en mitad de la habitación, observando toda la parafernalia que forma una parte tan importante de mi vida: los látigos, las varas, la cama, el banco… Guarda silencio mientras lo va asimilando, y lo único que oigo es el latido ensordecedor de mi corazón cuando el torrente sanguíneo pasa junto a mis tímpanos.

Ahora ya lo sabes.

Este soy yo.

Ella se vuelve y me mira con ojos penetrantes mientras espero a que diga algo, pero prolonga mi agonía y se adentra en la habitación, obligándome a seguirla.

Desliza los dedos por un látigo de ante, uno de mis favoritos. Le digo qué nombre recibe, pero ella no responde. Se acerca a la cama y la explora con las manos, rozando por uno de los postes de madera tallada.

—Di algo.

Su silencio es insoportable. Necesito saber si va a salir corriendo.

—¿Se lo haces a gente o te lo hacen a ti?

¡Por fin!

—¿A gente? —Me entran ganas de soltar un bufido—. Se lo hago a mujeres que quieren que se lo haga.

Está dispuesta a hablar de ello. Hay esperanza.

Arruga la frente.

—Si tienes voluntarias dispuestas a aceptarlo, ¿por qué estoy aquí?

—Porque quiero hacerlo contigo, lo deseo.

Me vienen a la mente un sinfín de imágenes de ella atada en distintas posturas en esa habitación: en la cruz, en la cama, encima del banco…

—Oh —exclama, y se dirige al banco.

Mi mirada recae en sus dedos intrigados, que se deslizan por el cuero. Lo acaricia llena de curiosidad, lentamente, con movimientos sensuales. ¿Es consciente de lo que está haciendo?

—¿Eres un sádico?

Su pregunta me sobresalta.

Joder. Ya me conoce.

—Soy un Amo —me apresuro a responder con la esperanza de avanzar en la conversación.

—¿Qué significa eso? —me pregunta, impactada; al menos, lo parece.

—Significa que quiero que te rindas a mí en todo voluntariamente.

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—Por complacerme —murmuro. Es lo que necesito de ti—. Digamos, en términos muy simples, que quiero que quieras complacerme.

—¿Cómo tengo que hacerlo? —dice con un suspiro.

—Tengo normas, y quiero que las acates. Son normas que a ti te benefician y a mí me proporcionan placer. Si cumples esas normas para complacerme, te recompensaré. Si no, te castigaré para que aprendas.

Mira las varas situadas detrás del banco.

—¿Y en qué momento entra en juego todo esto? —Señala con las manos todo lo que nos rodea.

—Es parte del paquete de incentivos. Tanto de la recompensa como del castigo.

—Entonces disfrutarás ejerciendo tu voluntad sobre mí.

Bien visto, señorita Steele.

—Se trata de ganarme tu confianza y tu respeto para que me permitas ejercer mi voluntad sobre ti. —Necesito tu permiso, nena—. Obtendré un gran placer, incluso una gran alegría, si te sometes. Cuanto más te sometas, mayor será mi alegría. La ecuación es muy sencilla.

—De acuerdo, ¿y qué saco yo de todo esto?

—A mí. —Me encojo de hombros.

Ya está, nena; solo a mí. Me tendrás todo para ti. Y también obtendrás placer…

Ella abre un poco los ojos mientras me observa fijamente, sin decir nada. Es exasperante.

—Anastasia, no hay manera de saber lo que piensas. Volvamos abajo, así podré concentrarme mejor. Me desconcentro mucho contigo aquí.

Le tiendo la mano y por primera vez ella desliza la mirada de mi mano a mi cara, dudando.

Mierda.

La he asustado.

—No voy a hacerte daño, Anastasia.

Con cautela, me da la mano. Estoy eufórico; no ha salido corriendo.

Más tranquilo, decido enseñarle su dormitorio de sumisa.

—Quiero mostrarte algo, por si aceptas. —La guío por el pasillo—. Esta será tu habitación. Puedes decorarla a tu gusto y tener aquí lo que quieras.

—¿Mi habitación? ¿Esperas que me venga a vivir aquí? —exclama sin dar crédito.

Vale, tal vez debería haber dejado esto para más tarde.

—A vivir no —preciso para tranquilizarla—. Solo, digamos, del viernes por la noche al domingo. Tenemos que hablar del tema y negociarlo. Si aceptas.

—¿Dormiré aquí?

—Sí.

—No contigo.

—No. Ya te lo dije. Yo no duermo con nadie. Solo contigo cuando te has emborrachado hasta perder el sentido.

—¿Dónde duermes tú?

—Mi habitación está abajo. Vamos, debes de tener hambre.

—Es raro, pero creo que se me ha quitado el hambre —confiesa con esa expresión terca tan suya.

—Tienes que comer, Anastasia.

Sus hábitos alimenticios son una de las primeras cosas de las que pienso ocuparme si acepta ser mía. De eso y de su costumbre de no estarse quieta.

¡Frena, Grey!

—Soy totalmente consciente de que estoy llevándote por un camino oscuro, Anastasia, y por eso es fundamental que te lo pienses bien.

Me sigue a la planta de abajo y de nuevo estamos en el salón.

—Seguro que tienes cosas que preguntarme. Has firmado el acuerdo de confidencialidad, así que puedes preguntarme lo que quieras y te contestaré.

Para que esto salga bien, debe ser capaz de comunicarse. Una vez en la cocina, abro la nevera y saco un gran plato con quesos y unos racimos de uva. Gail no esperaba que tuviera compañía, y no hay suficiente… Me pregunto si debería pedir comida preparada. ¿O mejor cenamos fuera?

Como en una cita.

Otra cita.

No quiero darle falsas esperanzas.

Las citas no van conmigo.

Solo con ella…

La idea me exaspera. En la cesta del pan hay una baguette del día. Tendrá que conformarse con pan y queso. Además, dice que no tiene hambre.

—Siéntate.

Señalo uno de los taburetes y Ana se sienta y me dirige una mirada neutra.

—Has hablado de papeleo.

—Sí.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, aparte del acuerdo de confidencialidad, a un contrato que especifique lo que haremos y lo que no haremos. Tengo que saber cuáles son tus límites, y tú tienes que saber cuáles son los míos. Se trata de un consenso, Anastasia.

—¿Y si no quiero?

Mierda.

—Perfecto —miento.

—Pero ¿no tendremos la más mínima relación?

—No.

—¿Por qué?

—Es el único tipo de relación que me interesa.

—¿Por qué?

—Soy así.

—¿Y cómo llegaste a ser así?

—¿Por qué cada uno es como es? Es muy difícil saberlo. ¿Por qué a unos les gusta el queso y otros lo odian? ¿Te gusta el queso? La señora Jones, mi ama de llaves, ha dejado queso para la cena.

Pongo el plato delante de ella.

—¿Qué normas tengo que cumplir?

—Las tengo por escrito. Las veremos después de cenar.

—De verdad que no tengo hambre —susurra.

—Vas a comer.

—¿Quieres otra copa de vino? —pregunto en señal de paz.

—Sí, por favor.

Le sirvo vino en la copa y me acomodo a su lado.

—Te sentará bien comer, Anastasia.

Coge unas cuantas uvas.

¿Ya está? ¿Es todo cuanto piensas comer?

—¿Hace mucho que estás metido en esto? —me pregunta.

—Sí.

—¿Es fácil encontrar a mujeres que lo acepten?

Si tú supieras…

—Te sorprenderías —digo en un tono frío.

—Entonces ¿por qué yo? De verdad que no lo entiendo.

Está realmente desconcertada.

Nena, eres preciosa. ¿Por qué no iba a querer hacer esto contigo?

—Anastasia, ya te lo he dicho. Tienes algo. No puedo apartarme de ti. Soy como una polilla atraída por la luz. Te deseo con locura, especialmente ahora, cuando vuelves a morderte el labio.

—Creo que le has dado la vuelta a ese cliché —dice en voz baja, y esa revelación me resulta inquietante.

—¡Come! —le ordeno para cambiar de tema.

—No. Todavía no he firmado nada, así que creo que haré lo que yo decida un rato más, si no te parece mal.

Oh… otra vez esa lengua viperina.

—Como quiera, señorita Steele.

Disimulo una sonrisita.

—¿Cuántas mujeres? —pregunta de repente, y se lleva una uva a la boca.

—Quince.

Me veo obligado a apartar la mirada.

—¿Durante largos períodos de tiempo?

—Algunas sí.

—¿Alguna vez has hecho daño a alguna?

—Sí.

—¿Grave?

—No.

Dawn se recuperó, aunque la experiencia la dejó algo afectada. Y, para ser sincero, a mí también.

—¿Me harás daño a mí?

—¿Qué quieres decir?

—Si vas a hacerme daño físicamente.

Solo mientras puedas soportarlo.

—Te castigaré cuando sea necesario, y será doloroso.

Por ejemplo, cuando te emborraches y pongas en riesgo tu salud.

—¿Alguna vez te han pegado? —me pregunta.

—Sí.

Muchas, muchas veces. Elena era diabólicamente hábil con la vara. Es la única forma de contacto físico que tolero.

Ella abre mucho los ojos y deja en el plato las uvas que no se ha comido para dar otro sorbo de vino. Su falta de apetito me saca de quicio y me quita las ganas de comer a mí también. Tal vez debería armarme de valor y enseñarle las reglas.

—Vamos a hablar a mi estudio. Quiero mostrarte algo.

Ella me sigue y se sienta en la silla de cuero que hay frente a mi escritorio, mientras yo me apoyo en él con los brazos cruzados.

Aquí está lo que quiere saber. Es una suerte que sienta curiosidad; aún no ha salido corriendo. Cojo una de las páginas del contrato que hay encima de mi escritorio y se la entrego.

—Estas son las normas. Podemos cambiarlas. Forman parte del contrato, que también te daré. Léelas y las comentamos.

Ella examina la hoja con la mirada.

—¿Límites infranqueables? —me pregunta.

—Sí. Lo que no harás tú y lo que no haré yo. Tenemos que especificarlo en nuestro acuerdo.

—No estoy segura de que vaya a aceptar dinero para ropa. No me parece bien.

—Quiero gastar dinero en ti. Déjame comprarte ropa. Quizá necesite que me acompañes a algún acto. —Grey, ¿qué estás diciendo? Eso sería otra novedad—. Y quiero que vayas bien vestida. Estoy seguro de que con tu sueldo, cuando encuentres trabajo, no podrás costearte la ropa que me gustaría que llevaras.

—¿No tendré que llevarla cuando no esté contigo?

—No.

—De acuerdo. No quiero hacer ejercicio cuatro veces por semana.

—Anastasia, necesito que estés ágil, fuerte y resistente. Confía en mí. Tienes que hacer ejercicio.

—Pero seguro que no cuatro veces por semana. ¿Qué te parece tres?

—Quiero que sean cuatro.

—Creía que esto era una negociación.

Otra vez me desarma al ponerme en evidencia.

—De acuerdo, señorita Steele, vuelve a tener razón. ¿Qué te parece una hora tres días por semana, y media hora otro día?

—Tres días, tres horas. Me da la impresión de que te ocuparás de que haga ejercicio cuando esté aquí.

Oh, eso espero.

—Sí, lo haré. De acuerdo. ¿Estás segura de que no quieres hacer las prácticas en mi empresa? Eres buena negociando.

—No, no creo que sea buena idea.

Tiene razón, por supuesto. Y es mi regla número uno: prohibido follar con el personal.

—Pasemos a los límites. Estos son los míos.

Le tiendo la lista. Ya está: o es mía o a la mierda todo. Me sé mis límites de memoria y los voy repasando mentalmente mientras la observo leerla. Veo que se pone cada vez más pálida a medida que se acerca al final.

Joder, espero que no salga corriendo después de esto.

La deseo. Deseo que sea mi sumisa… Lo deseo muchísimo. Traga saliva y me mira, nerviosa. ¿Cómo puedo convencerla de que al menos lo pruebe? Debo tranquilizarla, mostrarle que puedo cuidar de ella.

—¿Quieres añadir algo?

En mi fuero interno albergo la esperanza de que no añada nada. Quiero tener carta blanca con ella. Se me queda mirando; no consigue dar con las palabras adecuadas. Es exasperante. No estoy acostumbrado a que me hagan esperar para darme una respuesta.

—¿Hay algo que no quieras hacer? —insisto.

—No lo sé.

Vaya, no esperaba esa contestación.

—¿Qué es eso de que no lo sabes?

Se remueve en el asiento con aire incómodo y se mordisquea de nuevo el labio inferior.

—Nunca he hecho cosas así.

Por supuesto que no, joder.

Paciencia, Grey. Mierda. Le has dado demasiada información de golpe.

Sigo intentándolo pero esta vez me muestro amable. Eso también es nuevo.

—Bueno, ¿ha habido algo que no te ha gustado hacer en el sexo?

Entonces recuerdo que el día anterior el fotógrafo intentó acosarla.

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