Grey

Grey


Sábado, 21 de mayo de 2011

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Ella se ruboriza y noto que me pica aún más la curiosidad. ¿Qué habrá hecho que no le ha gustado? ¿Es atrevida en la cama? Parece tan… inocente. Normalmente eso es algo que no me atrae.

—Puedes decírmelo, Anastasia. Si no somos sinceros, no va a funcionar.

Tengo que animarla para que se suelte; ni siquiera habla de sexo. Vuelve a removerse, incómoda, y no aparta la mirada de sus dedos.

Vamos, Ana.

—Dímelo —le ordeno.

Oh, Dios. Esta chica es frustrante.

—Bueno… Nunca me he acostado con nadie, así que no lo sé —susurra.

La Tierra deja de girar.

Joder, no me lo puedo creer.

¿Cómo es posible?

¿Por qué?

¡Mierda!

—¿Nunca?

No me lo creo.

Ella sacude la cabeza con los ojos muy abiertos.

—¿Eres virgen?

No puede ser.

Asiente avergonzada. Cierro los ojos; soy incapaz de mirarla.

¿Cómo coño he podido equivocarme tanto?

Me invade la ira. ¿Acaso puedo hacer algo con una virgen? Le clavo la mirada mientras la furia va apoderándose de todo mi cuerpo.

—¿Por qué cojones no me lo habías dicho? —le increpo, y empiezo a caminar de un lado a otro de mi estudio.

¿Qué me gustaría hacerle a una virgen? Ella se encoge de hombros en señal de disculpa, incapaz de dar con las palabras adecuadas.

—No entiendo por qué no me lo has dicho.

En mi voz se refleja toda mi exasperación.

—No ha salido el tema —contesta ella—. No tengo por costumbre ir contando por ahí mi vida sexual. Además… apenas nos conocemos.

Como siempre, tiene razón. No puedo creerme que la haya llevado a hacer una visita turística a mi cuarto de juegos. ¡Menos mal que hay un acuerdo de confidencialidad!

—Bueno, ahora sabes mucho más de mí —le suelto—. Sabía que no tenías mucha experiencia, pero… ¡virgen! Mierda, Ana, acabo de mostrarte…

No solo el cuarto de juegos, también las reglas, los límites de jugar duro. No sabe nada. ¿Cómo he podido hacerlo?

—Que Dios me perdone —musito casi para mis adentros…

No sé qué hacer. Y entonces recuerdo algo: el beso del ascensor, cuando podría habérmela follado allí mismo, ¿fue su primera vez?

—¿Te han besado alguna vez, sin contarme a mí?

Por favor, di que sí.

—Pues claro.

Parece ofendida. Sí, la han besado, pero no muchas veces. Y por alguna razón esa idea me resulta… placentera.

—¿Y no has perdido la cabeza por ningún chico guapo? De verdad que no lo entiendo. Tienes veintiún años, casi veintidós. Eres guapa.

¿Por qué ningún tío se la ha llevado a la cama?

Mierda. A lo mejor tiene creencias religiosas. No; Welch lo habría descubierto. Se mira los dedos y creo que está sonriendo. ¿Qué le resulta tan gracioso? Me daría de cabezazos contra la pared.

—¿Y de verdad estás hablando de lo que quiero hacer cuando no tienes experiencia?

Me fallan las palabras. ¿Cómo es posible?

—¿Por qué has eludido el sexo? Cuéntamelo, por favor.

Porque no lo entiendo. Va a la universidad, y, por lo que yo recuerdo de la universidad, todos follaban como conejos.

Todos. Menos yo.

Eso me trae a la mente oscuros recuerdos, pero los alejo, de momento.

Ana hace un gesto, como para indicarme que no lo sabe. Sus hombros menudos se yerguen un poco.

—Nadie me ha… en fin… —Deja la frase inacabada.

Nadie te ha… ¿qué? ¿Nadie te ha considerado lo bastante atractiva? ¿Nadie se ha ajustado a tus expectativas? ¿Y yo sí?

¿Yo?

No sabe nada de nada. ¿Cómo puede ser una sumisa si no tiene ni idea de sexo?

Esto no va a funcionar. Y todo este tiempo que he perdido preparando el terreno no ha servido de nada. No puedo cerrar el trato.

—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —dice con un hilo de voz.

Cree que estoy enfadado con ella. Pues claro. Arregla las cosas, Grey.

—No estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo mismo. Había dado por sentado…

¿Por qué coño tendría que estar enfadado contigo? ¿En qué lío me he metido? Me paso las manos por el pelo mientras trato de refrenar mi furia.

—¿Quieres marcharte? —le pregunto, preocupado.

—No, a menos que tú quieras que me marche —contesta con un susurro. Su voz denota arrepentimiento.

—Claro que no. Me gusta tenerte aquí.

Tan pronto acabo de decirlo, me sorprenden mis propias palabras. Sí que me gusta tenerla aquí, estar con ella. Es tan… distinta. Y quiero follármela, y zurrarle con la vara, y ver cómo su piel de alabastro se tiñe de rosa bajo mis manos. Aunque ya no creo que sea posible, ¿verdad? Tal vez follármela sí… Esa idea supone toda una revelación. Puedo llevármela a la cama. Desvirgarla. Será una experiencia nueva para ambos. ¿Aceptará? Antes me ha preguntado si iba a hacerle el amor. Podría intentarlo, sin atarla.

Pero ¿y si me toca?

Mierda. Echo un vistazo al reloj y me doy cuenta de que es tarde. Vuelvo a mirarla y me excita ver que está mordisqueándose el labio inferior.

Aún la deseo, a pesar de su inocencia. ¿Podría llevármela a la cama? ¿Aceptará, aun sabiendo todo lo que sabe de mí? Joder, no tengo ni idea. ¿Se lo pregunto?

Me está poniendo a cien mordiéndose el labio otra vez. Se lo digo y ella se disculpa.

—No te disculpes. Es solo que yo también quiero morderlo… fuerte.

Contiene la respiración.

Vaya, puede que sí que le apetezca. Adelante. La decisión está tomada.

—Ven —le propongo, y le tiendo la mano.

—¿Qué?

—Vamos a arreglar la situación ahora mismo.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué situación?

—Tu situación, Ana. Voy a hacerte el amor, ahora.

—Oh.

—Si quieres, claro. No quiero tentar a la suerte.

—Creía que no hacías el amor. Creía que tú solo follabas duro —dice con una voz entrecortada y muy, muy seductora.

Tiene los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. Se ha sonrojado de deseo… Ella también lo quiere.

Y en mi interior se desata una emoción por completo inesperada.

—Puedo hacer una excepción, o quizá combinar las dos cosas. Ya veremos. De verdad quiero hacerte el amor. Ven a la cama conmigo, por favor. Quiero que nuestro acuerdo funcione, pero tienes que hacerte una idea de dónde estás metiéndote. Podemos empezar tu entrenamiento esta noche… con lo básico. No quiere decir que venga con flores y corazones. Es un medio para llegar a un fin, pero quiero ese fin y espero que tú lo quieras también.

Las palabras brotan con profusión.

¡Grey! ¡Haz el favor de frenar de una puta vez!

Ella se ruboriza.

Vamos, Ana, responde, o me va a dar algo.

—Pero no he hecho todo lo que pides en tu lista de normas.

Su voz es tímida. ¿Tal vez tiene miedo? Espero que no. No quiero que se asuste.

—Olvídate de las normas. Olvídate de todos esos detalles por esta noche. Te deseo. Te he deseado desde que te caíste en mi despacho, y sé que tú también me deseas. No estarías aquí charlando tranquilamente sobre castigos y límites infranqueables si no me desearas. Ana, por favor, quédate conmigo esta noche.

Vuelvo a tenderle la mano, y esta vez ella la acepta, y la rodeo entre mis brazos y la aprieto contra mí. Ruborizada, ahoga un grito de sorpresa y siento su cuerpo pegado al mío. La oscuridad no aflora en mi interior; tal vez mi libido la tiene dominada. La deseo. Me atrae muchísimo. Esta chica me desconcierta constantemente. Le he revelado mi oscuro secreto y, sin embargo, sigue aquí; no ha salido corriendo.

Le enrollo los dedos en el pelo y tiro de él para que levante la cabeza y me mire, y veo unos ojos cautivadores.

—Eres una chica muy valiente —musito—. Me tienes fascinado. —Me inclino y la beso con suavidad, y luego jugueteo con los dientes en su labio inferior—. Quiero morder este labio. —Tiro de él con más fuerza y ella da un respingo. La polla se me pone dura al instante—. Por favor, Ana, déjame hacerte el amor —susurro contra sus labios.

—Sí —responde ella, y en mi cuerpo estallan fuegos artificiales como en un Cuatro de Julio.

Contrólate, Grey. No hemos cerrado ningún acuerdo, no hemos puesto límites y no es mía para hacer con ella lo que me plazca. Sin embargo, estoy muy excitado. A punto de estallar. Es una sensación nueva pero estimulante; el deseo por esta mujer me corre por las venas. Me encuentro al mismísimo borde de la caída por una montaña rusa gigantesca.

¿Sexo vainilla?

¿Puedo hacerlo?

Sin pronunciar una sola palabra más, salgo con ella de mi estudio, cruzamos el salón y recorremos el pasillo hasta mi dormitorio. Ella me sigue cogiéndome fuerte de la mano.

Mierda. Las medidas anticonceptivas. Seguro que no toma la píldora. Por suerte tengo condones para una emergencia. Al menos no debo preocuparme por las pollas que se la hayan follado. La dejo esperando junto a la cama, me dirijo a la cómoda y me quito el reloj, los zapatos y los calcetines.

—Supongo que no tomas la píldora.

Ella niega con la cabeza.

—Me temo que no.

Saco del cajón una caja de condones y le hago saber que estoy preparado. Ella no deja de mirarme con esos ojos tan increíblemente grandes que tiene en esa cara tan bonita, y dudo un instante. Se supone que para ella este es un momento muy importante, ¿no? Recuerdo mi primera vez con Elena, lo avergonzado que me sentía. Pero, al mismo tiempo, qué maravilloso alivio… En el fondo sé que debería enviarla a su casa, pero la verdad es que no quiero que se vaya; la deseo. Es más, veo mi deseo reflejado en su expresión, en la oscuridad que aflora en su mirada.

—¿Quieres que baje las persianas? —pregunto.

—No me importa —dice—. Creía que no permitías a nadie dormir en tu cama.

—¿Quién ha dicho que vamos a dormir?

—Oh.

Sus labios forman una pequeña O perfecta. La polla se me endurece más aún. Sí, me gustaría follarme esa boca, esa O. Me acerco a ella como si fuera mi presa. Oh, nena, tengo ganas de hundirme en ti. Su respiración es débil y acelerada. Tiene las mejillas sonrosadas… Se la ve temerosa pero excitada a la vez. La tengo en mis manos, y el saberlo hace que me sienta poderoso. No tiene ni idea de lo que voy a hacerle.

—Vamos a quitarte la chaqueta, si te parece.

Me inclino y le deslizo la chaqueta por los hombros, la doblo y la dejo sobre la silla.

—¿Tienes idea de lo mucho que te deseo, Ana Steele?

Ella separa los labios y coge aire, y yo me acerco para acariciarle la mejilla. Mis dedos se deslizan por su barbilla y notan la suavidad como de pétalo de su cara. Está extasiada, perdida, bajo mi hechizo. Ya es mía. ¡Dios! Cómo me pone…

—¿Tienes idea de lo que voy a hacerte? —susurro, y le sujeto la barbilla con el índice y el pulgar.

Me inclino, la beso con fuerza, acoplando sus labios a los míos. Ella me corresponde; es suave y dulce y está preparada. Siento una tremenda necesidad de verla, entera. Me apresuro a desabrocharle los botones, y poco a poco le quito la blusa y la dejo caer al suelo. Me aparto un poco para contemplarla. Lleva el sujetador azul cielo que le compró Taylor.

Es una preciosidad.

—Ana… Tienes una piel preciosa, blanca y perfecta. Quiero besártela centímetro a centímetro.

No tiene ni una sola marca. Eso me inquieta. Quiero verla con marcas… sonrosada… con señales diminutas, tal vez de una fusta.

En sus mejillas aparece un rubor delicioso; seguro que se siente cohibida. Al menos le enseñaré a no avergonzarse de su cuerpo. Alargo los brazos, le quito el coletero y le suelto el pelo, que cae castaño y exuberante, rodeándole la cara hasta sus pechos.

—Me gustan las morenas.

Es encantadora, excepcional, una joya.

Le sujeto la cabeza y entrelazo mis dedos en su pelo, y luego la estrecho con fuerza y la beso. Ella gime contra mí y abre los labios, permitiéndome acceder a su cálida y húmeda boca. El delicado gemido de placer se propaga a través de mi cuerpo y llega hasta la punta de mi polla. Su lengua roza la mía con timidez, va recorriendo a tientas mi boca, y por algún motivo su torpeza inexperta me resulta… excitante.

Su sabor es delicioso: vino, uvas e inocencia; una potente y embriagadora mezcla de matices. La rodeo fuertemente con los brazos, más tranquilo al ver que ella me coge únicamente de los bíceps. Dejo una mano en su pelo para inmovilizarla y con la otra le recorro la columna vertebral hasta el culo y la empujo hacia mí, contra mi erección. Ella vuelve a gemir. Sigo besándola, forzando su lengua inexperta a explorar mi boca como yo exploro la suya. Mi cuerpo se tensa cuando sus manos ascienden por mis brazos… Y por un instante me pongo nervioso pensando dónde me tocará a continuación. Me acaricia la mejilla, luego el pelo. Me altero un poco, pero cuando me entrelaza las manos en el pelo y tira con suavidad…

Maldita sea, qué sensación…

Gimo en respuesta a esa caricia pero no puedo permitirle que siga. Antes de que pueda volver a tocarme, la empujo contra la cama y me pongo de rodillas. Quiero quitarle esos vaqueros, quiero desnudarla, excitarla un poco más y… que no me toque. La aferro de las caderas y le paso la lengua por el vientre, desde la cinturilla del pantalón hasta el ombligo. Ella se pone tensa y aspira de forma brusca. Joder, qué bien huele y qué bien sabe: a huerto de árboles frutales en plena primavera, y quiero saciarme. Sus manos vuelven a aferrarme el pelo, pero eso no me importa… De hecho, me gusta. Le mordisqueo la cadera y noto que me tira del pelo con más fuerza. Tiene los ojos cerrados, la boca relajada, y está jadeando. Cuando le desabrocho el botón de los vaqueros, ella abre los ojos y nos miramos fijamente. Poco a poco, bajo la cremallera y deslizo las manos hasta su culo. Luego las introduzco por debajo de la cinturilla, rodeo con las palmas sus suaves nalgas y le bajo los pantalones.

No puedo parar. Quiero impactarla, poner a prueba sus límites este mismo instante. Sin apartar los ojos de los suyos, me lamo los labios con intención. Luego me inclino sobre ella y recorro con la punta de la nariz la parte central de sus bragas; aspiro su excitación. Cierro los ojos y disfruto de esa sensación.

Oh, Dios, es muy tentadora.

—Hueles muy bien.

Tengo la voz ronca por el deseo y mis vaqueros empiezan a molestarme. Necesito quitármelos. Con suavidad, la empujo hasta la cama y, cogiéndole el pie derecho, me apresuro a quitarle la Converse y el calcetín. Para provocarla, le recorro el empeine con la uña del pulgar y ella se retuerce de placer en la cama, con la boca abierta, observándome, fascinada. Me inclino sobre ella, ahora le recorro el empeine con la lengua y mis dientes rozan la pequeña marca que ha dejado mi uña. Ella permanece tumbada en la cama con los ojos cerrados, gimiendo. Es tan receptiva… Es sublime.

Dios.

Le quito rápidamente la otra zapatilla y el otro calcetín, y luego los vaqueros. Está prácticamente desnuda en mi cama, el pelo le enmarca la cara a la perfección, sus largas y blanquísimas piernas están abiertas ante mí, como una invitación. Tengo que hacer concesiones a causa de su inexperiencia. Pero está jadeando. Me desea. Sus ojos están fijos en mí.

Nunca me he tirado a nadie en mi cama. Otra novedad con la señorita Steele.

—Eres muy hermosa, Anastasia Steele. Me muero por estar dentro de ti.

Hablo con voz suave; quiero provocarla un poco más, descubrir lo que sabe.

—Muéstrame cómo te das placer —le pido mirándola a los ojos.

Ella frunce el ceño.

—No seas tímida, Ana. Muéstramelo.

Una parte de mí quiere zurrarla para que aprenda a no ser tan cohibida.

Ella niega con la cabeza.

—No entiendo lo que quieres decir.

¿Está jugando conmigo?

—¿Cómo te corres sola? Quiero verlo.

Ella permanece muda. Es evidente que he vuelto a asustarla.

—No me corro sola —murmura al fin, casi sin aliento.

La miro sin dar crédito. Incluso yo me masturbaba antes de que Elena me pusiera las garras encima.

Probablemente no ha tenido nunca un orgasmo… aunque me cuesta creerlo. Uau. Soy yo quien va a follársela por primera vez y con quien va a tener su primer orgasmo. Más me vale hacerlo bien.

—Bueno, veamos qué podemos hacer al respecto.

Vas a tener un orgasmo como un tren, nena.

Mierda. Seguro que tampoco ha visto nunca a un hombre desnudo. Sin apartar la vista de sus ojos, me desabrocho el primer botón de los vaqueros y los dejo caer al suelo, pero no puedo quitarme la camisa porque corro el riesgo de que me toque.

Aunque si lo hiciera… no estaría tan mal… ¿verdad? No estaría mal que me tocara.

Ahuyento esa idea antes de que aflore la oscuridad en mi interior, y la cojo por los tobillos para abrirla de piernas. Ella pone los ojos como platos y se aferra a mis sábanas.

Eso, mantén las manos ahí, nena.

Trepo poco a poco por la cama, entre sus piernas. Ella se remueve debajo de mí.

—No te muevas —le digo, y me inclino para besar la delicada parte interior de su muslo. Le recorro a besos los muslos, sigo por encima de las bragas, por el vientre, y mientras la mordisqueo y succiono su piel ella se retuerce debajo de mí—. Vamos a tener que trabajar para que aprendas a quedarte quieta, nena.

Si me dejas.

Le enseñaré a aceptar el placer sin moverse, intensificando cada caricia, cada beso, cada pellizco. Pensar en eso hace que desee hundirme en ella, pero antes quiero saber hasta qué punto se muestra receptiva. De momento no se ha echado atrás. Me está dando rienda suelta para que le recorra todo el cuerpo. No vacila ni un momento. Desea que esto ocurra, lo desea de verdad. Introduzco mi lengua en su ombligo y prosigo mi viaje de placer hacia arriba, deleitándome con su sabor. Cambio de postura y me tumbo a su lado con una pierna aún entre las suyas. Mi mano recorre su cuerpo casi sin tocarlo: la cadera, la cintura, un pecho. Lo cubro con mi mano, tratando de anticipar su reacción. Ella no se pone tensa. No me detiene… Se siente segura. ¿Conseguiré que confíe plenamente en mí para que me permita dominar por completo su cuerpo? ¿Y a toda ella? La idea es muy estimulante.

—Encajan perfectamente en mi mano, Anastasia.

Introduzco el dedo en la copa del sujetador y tiro de él para dejar su pecho al descubierto. El pezón es pequeño, rosado, y ya está duro. Retiro la prenda de modo que la tela y la varilla descansen bajo el pecho y lo empujen hacia arriba. Repito el proceso con la otra copa y observo, fascinado, cómo sus pezones se dilatan bajo mi atenta mirada. Vaya… Si ni siquiera la he tocado todavía.

—Muy bonitos —suspiro con admiración, y chupo suavemente el pezón que tengo más cerca mientras observo maravillado cómo aumenta su dureza y su tamaño.

Anastasia cierra los ojos y arquea la espalda.

Quédate quieta, nena, limítate a aceptar el placer; llegará a ser mucho más intenso.

Chupo un pezón mientras rodeo el otro con el índice y el pulgar. Ella se aferra a las sábanas mientras yo me inclino sobre ella y succiono, con fuerza. Su cuerpo vuelve a arquearse y Ana grita.

—Vamos a ver si conseguimos que te corras así —susurro, y no me detengo.

Ella empieza a gemir.

Sí, nena, sí… Siéntelo. Sus pezones se dilatan más y ella empieza a mover la cadera en círculos. Quédate quieta, nena. Te enseñaré a que te estés quieta.

—Oh… por favor —me suplica.

Sus piernas se ponen tensas. Lo estoy consiguiendo. Está a punto de correrse. Continúo con mi sesión de placer. Me concentro en cada uno de los pezones, observo cómo responde, noto su lujuria y siento que estoy loco por ella. Dios, cuánto la deseo.

—Déjate ir, nena —murmuro, y tiro de su pezón con los dientes.

Ella grita al alcanzar el clímax.

¡Sí! Me apresuro a besarla para absorber sus gritos en mi boca. Está sin aliento y jadea, perdida en su placer… Y en el mío. Su primer orgasmo me pertenece, y esa idea me produce una alegría ridícula.

—Eres muy receptiva. Tendrás que aprender a controlarlo, y será muy divertido enseñarte.

No veo la hora… Pero en este momento la deseo. La deseo a toda ella. La beso una vez más y dejo que mi mano viaje hacia abajo por su cuerpo, hasta su sexo. Lo aprieto y noto su calor. Deslizo el dedo índice por debajo del encaje de sus bragas y trazo un pequeño círculo… ¡Joder! ¡Está empapada!

—Estás muy húmeda. No sabes cuánto te deseo.

Introduzco un dedo en su interior, y ella grita. Está caliente, y tensa, y húmeda, y quiero poseerla. Vuelvo a meter el dedo en ella y absorbo sus gritos en mi boca. Apoyo la palma de la mano en el clítoris… Hago presión hacia abajo… Y en círculos. Ella grita y se retuerce debajo de mí. Joder. La quiero para mí ahora mismo. Está a punto. Me incorporo, le quito las bragas, me quito yo también los calzoncillos y alcanzo un condón. Me arrodillo entre sus piernas y se las separo más. Anastasia me mira con… ¿qué? ¿Temor? Probablemente no ha visto nunca una erección.

—No te preocupes. Tú también te dilatas —murmuro.

Me tumbo encima de ella, coloco las manos a ambos lados de su cabeza y me apoyo sobre los codos. Dios, cuánto la deseo… Pero tengo que saber si está dispuesta a seguir.

—¿De verdad quieres hacerlo? —le pregunto.

Por Dios, no digas que no, joder.

—Por favor —me suplica.

—Levanta las rodillas —le ordeno.

Así será más fácil. ¿He estado alguna vez tan excitado? Apenas puedo contenerme. No lo entiendo… Debe de ser por ella.

¿Por qué?

¡Céntrate, Grey!

—Ahora voy a follarla, señorita Steele. Duro.

Me meto en ella con una embestida.

Joder. ¡Joder!

Está muy tensa. Grita.

¡Mierda! Le he hecho daño. Quiero moverme, vaciarme en su interior, y tengo que hacer acopio de toda mi voluntad para parar.

—Estás muy cerrada. ¿Te encuentras bien? —pregunto, y mi voz es un susurro ronco y ansioso.

Ella asiente con los ojos muy abiertos. Esto es la gloria, la noto tensa a mi alrededor. Y aunque tiene las manos sobre mis brazos, me da igual. La oscuridad está dormida, tal vez porque llevo mucho tiempo deseándola. Nunca antes había sentido este anhelo, esta… voracidad. Es una sensación nueva, nueva y muy agradable. Deseo muchas cosas de ella: su confianza, su obediencia, su sumisión. Quiero que sea mía. Pero de momento… yo soy suyo.

—Voy a moverme, nena. —Siento la voz forzada.

Entonces, lentamente, me retiro un poco. Es una sensación extraordinaria y maravillosa: su cuerpo acoge mi polla. La penetro otra vez y la hago mía sabiendo que no ha sido de nadie más. Ella gime.

Me detengo.

—¿Más?

—Sí —susurra ella al cabo de un momento.

Esta vez la embisto y llego más adentro.

—¿Otra vez? —le pregunto en tono suplicante mientras las gotas de sudor me perlan el cuerpo.

—Sí.

Su confianza en mí… de repente me abruma, y empiezo a moverme, a moverme de verdad. Quiero que se corra. No pararé hasta que se corra. Quiero poseer a esta mujer, su cuerpo y su alma. Quiero que se aferre a mí.

Joder. Empieza a acoger todos mis movimientos, a acoplarse a mi ritmo. ¿Ves lo mucho que nos compenetramos, Ana? Le sujeto la cabeza y la inmovilizo mientras la hago mía y la beso con fuerza, haciendo también mía su boca. Ella se pone rígida debajo de mí… Joder, sí. Está cerca del orgasmo.

—Córrete para mí, Ana —le pido.

Y ella grita a la vez que la pasión la devora; la cabeza hacia atrás, la boca abierta, los ojos cerrados… Y la visión de su éxtasis me basta. Exploto en su interior, se me nublan la razón y los sentidos y grito su nombre mientras me corro dentro de ella.

Cuando abro los ojos estoy jadeando, intentando recobrar el aliento. Su frente está apoyada en mi frente y me mira.

Joder. Estoy hecho polvo.

Le doy un breve beso en la frente y salgo de ella. Luego me tumbo a su lado.

Ella se estremece cuando me aparto de su cuerpo, pero por lo demás se la ve bien.

—¿Te he hecho daño? —le pregunto, y le coloco un mechón de pelo detrás de la oreja porque no quiero dejar de tocarla.

Ana sonríe con incredulidad.

—¿Estás de verdad preguntándome si me has hecho daño?

Y por un momento no sé por qué sonríe.

Ah, el cuarto de juegos.

—No me vengas con ironías —musito. Incluso ahora me desconcierta—. En serio, ¿estás bien?

Ella se tumba a mi lado mientras se pasa la mano por el cuerpo y me tienta con una expresión divertida que también denota su satisfacción.

—No me has contestado —gruño.

Necesito saber si ha disfrutado. Por su expresión se diría que sí, pero necesito oírlo de su boca. Mientras espero su respuesta, me quito el condón. Dios, odio estas cosas. Lo dejo caer discretamente al suelo.

Ella me mira.

—Me gustaría volver a hacerlo —dice con una risita tímida.

¿Cómo?

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