Grey

Grey


Domingo, 22 de mayo de 2011

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—Uau… Ana.

Chupa más fuerte; tiene la mirada encendida de astucia femenina. Esta es su venganza, me paga con mi misma moneda. Está arrebatadora.

—Dios —digo en un gruñido.

Y vuelvo a cerrar los ojos para no correrme en ese mismo instante. Ana continúa con su dulce tortura y, a medida que va ganando confianza, levanto las caderas y me meto mucho más adentro en su boca.

¿Hasta dónde puedo llegar, nena?

Mirarla me excita, me pone muchísimo. La agarro del pelo y empiezo a imprimirle ritmo a su boca mientras ella se apoya con las manos en mis muslos.

—Oh… nena… es fantástico.

Esconde los dientes tras sus labios y se mete mi polla en la boca una vez más.

—¡Ah! —gimo, y me pregunto hasta dónde me permitirá entrar.

Su boca me atormenta, sus dientes protegidos aprietan con fuerza. Y quiero más.

—Dios, ¿hasta dónde puedes llegar?

Su mirada se cruza con la mía. Arruga la frente y entonces, con una expresión muy decidida, se desliza por mi miembro hasta que le toco el fondo de la garganta.

Joder.

—Anastasia, voy a correrme en tu boca —le advierto casi sin aliento—. Si no quieres, para.

Empujo una y otra vez, y veo cómo mi polla desaparece y reaparece en su boca. Es mucho más que erótico. Estoy al borde del clímax. De repente libera los dientes y me aprieta con suavidad, y estoy perdido; me corro contra el fondo de su garganta y grito de placer.

¡Joder!

Me cuesta respirar. Me ha desarmado por completo… ¡Una vez más!

Cuando abro los ojos la veo resplandecer de orgullo.

Y tiene motivos para estar orgullosa. Ha sido una mamada de puta madre.

—¿No tienes arcadas?

La miro maravillado mientras recobro la respiración.

—Dios, Ana… ha estado… muy bien, de verdad, muy bien. Aunque no lo esperaba. ¿Sabes? No dejas de sorprenderme.

Hay que elogiar el trabajo bien hecho.

Un momento; lo ha hecho tan bien que tal vez sí tiene experiencia.

—¿Lo habías hecho antes? —pregunto, aunque no estoy seguro de querer saberlo.

—No —dice con evidente orgullo.

—Bien. —Espero que mi sensación de alivio no haya sido demasiado obvia—. Otra novedad, señorita Steele. Bueno, tienes un sobresaliente en técnicas orales. Ven, vamos a la cama. Te debo un orgasmo.

Salgo de la bañera algo aturdido y me tapo con una toalla alrededor de la cadera. Saco otra, la sostengo en alto, ayudo a Ana a salir de la bañera y la envuelvo en ella para dejarla atrapada. La estrecho contra mi cuerpo y le doy un beso, un beso de verdad. Exploro su interior con la lengua.

Saboreo mi semen en su boca. Le agarro la cabeza y la beso más profundamente.

La deseo.

A toda ella.

Su cuerpo y su alma.

Quiero que sea mía.

Miro esos ojos desconcertados y le imploro:

—Dime que sí.

—¿A qué? —susurra.

—A nuestro acuerdo. A ser mía. Por favor, Ana.

Es lo más cerca que he estado de suplicar desde hace muchísimo tiempo. Vuelvo a besarla y en ese beso vierto toda mi pasión. Cuando la cojo de la mano, parece deslumbrada.

Deslúmbrala aún más, Grey.

En mi dormitorio, la suelto.

—¿Confías en mí? —pregunto.

Asiente con la cabeza.

—Buena chica.

Buena, y preciosa, chica.

Voy al vestidor para elegir una de mis corbatas. Cuando vuelvo a estar frente a ella, le quito la toalla y la dejo caer al suelo.

—Junta las manos por delante.

Se lame los labios, y creo que, por un instante, se siente insegura, pero después me tiende los brazos. Le ato las muñecas deprisa con la corbata. Compruebo el nudo. Sí. Está fuerte.

Ya es hora de seguir con el entrenamiento, señorita Steele.

Sus labios se abren cuando inspira… Está excitada.

Le tiro con delicadeza de las dos trenzas.

—Pareces muy joven con estas trenzas. —Pero no van a detenerme. Tiro mi toalla—. Oh, Anastasia, ¿qué voy a hacer contigo?

La sujeto de los brazos, casi a la altura de los hombros, y la empujo suavemente hacia la cama sin soltarla, para que no se caiga. Cuando la tengo postrada, me tumbo a su lado, le agarro los puños y se los levanto por encima de la cabeza.

—Deja las manos así. No las muevas. ¿Entendido?

Traga saliva.

—Contéstame.

—No moveré las manos —dice con voz ronca.

—Buena chica.

No puedo evitar sonreír. La tengo tumbada a mi lado con las muñecas atadas, indefensa. Es mía.

Aún no se ha convertido en la mujer que deseo, pero nos vamos acercando.

Me inclino, la beso con delicadeza y le digo que voy a besarle todo el cuerpo.

Ella suspira cuando mis labios se deslizan desde la base de su oreja hasta el hueco del cuello. Me veo recompensado por un gemido de placer. De pronto baja los brazos y me rodea el cuello con ellos.

No. No. No. Eso no vale, señorita Steele.

Le lanzo una mirada furiosa y se los coloco de nuevo por encima de la cabeza.

—Si mueves las manos, tendremos que volver a empezar.

—Quiero tocarte —susurra.

—Lo sé. —Aun así no puedes—. Pero deja las manos quietas.

Tiene la boca entreabierta y su pecho se eleva con cada rápida inspiración. La he puesto a cien.

Estupendo.

Le levanto la barbilla y empiezo a descender por su cuerpo dejando un rastro de besos. Mi mano baja hasta sus pechos, mis labios ardientes la siguen. Con una mano sobre su vientre para inmovilizarla, rindo homenaje a sus dos pezones, los chupo y jugueteo un poco con ellos; están deliciosos cuando se endurecen en respuesta a mis caricias.

Ana gimotea y empieza a mover las caderas.

—No te muevas —le advierto sin apenas separar la boca de su piel.

Voy dejando besos por toda su barriga, donde mi lengua explora el sabor y la profundidad de su ombligo.

—Ah… —gime, y se retuerce.

Tendré que enseñarle a estarse quieta…

Mis dientes rozan su piel.

—Mmm. Qué dulce es usted, señorita Steele.

Le doy pequeños mordiscos entre el ombligo y el vello púbico, luego me siento entre sus piernas. La agarro de ambos tobillos y se las separo mucho. Contemplarla así, desnuda, vulnerable, es fascinante. Le levanto el pie izquierdo, le doblo la rodilla y me llevo los dedos a los labios sin dejar de mirarla. Le beso cada uno de los dedos del pie, luego le muerdo las yemas.

Tiene los ojos muy abiertos, y también la boca, que dibuja una O que va pasando de minúscula a mayúscula. Cuando le muerdo la yema del meñique con algo más de fuerza, su pelvis se eleva y ella jadea. Deslizo la lengua por el empeine y llego al tobillo. Ana cierra los ojos con fuerza, su cabeza se sacude de un lado a otro y yo prosigo con mi tortura en la otra pierna.

—Por favor —suplica cuando le chupo y le muerdo el meñique.

—Lo mejor para usted, señorita Steele —le digo en un tono burlón.

Al llegar a la rodilla no me detengo, sino que continuo lamiendo, chupando y mordiendo por la parte interior del muslo, y le separo las piernas más aún mientras avanzo.

Ella tiembla, desesperada, imaginando ya mi lengua en el vértice de sus muslos.

Oh, no… Todavía no, señorita Steele.

Retomo mis atenciones para con la pierna izquierda, besando y mordisqueando desde la rodilla por la cara interior del muslo.

Ana se tensa cuando por fin estoy entre sus piernas, pero mantiene los brazos levantados.

Buena chica.

Despacio, deslizo la nariz por su sexo, arriba y abajo.

Ella se retuerce.

Me paro. Tiene que aprender a estarse quieta.

Levanta la cabeza para mirarme.

—¿Sabe lo embriagador que es su olor, señorita Steele?

Le sostengo la mirada y meto la nariz entre su vello púbico para inspirar profundamente. Su cabeza cae hacia atrás sobre la cama y suelta un gemido.

Le soplo con delicadeza el vello púbico, arriba y abajo.

—Me gusta —murmuro. Es la primera vez en mucho tiempo que veo un vello púbico desde tan cerca y de una forma tan personal. Tiro de él con suavidad—. Quizá lo conservemos.

Aunque resulta bastante molesto para jugar con cera…

—Oh… por favor —me ruega.

—Mmm… Me gusta que me supliques, Anastasia.

Gime.

—No suelo pagar con la misma moneda, señorita Steele —susurro sin apartarme de su sexo—, pero hoy me ha complacido, así que tiene que recibir su recompensa.

Le sostengo los muslos y los abro para dejar paso a mi lengua, que empieza a trazar círculos alrededor del clítoris.

Grita; su cuerpo quiere elevarse de la cama.

Pero no me detengo. Mi lengua es implacable. Ana tensa las piernas, estira las puntas de los pies.

Oh, está a punto, y lentamente le meto el dedo corazón.

Está mojada.

Empapada, esperándome.

—Nena, me encanta que estés tan mojada para mí.

Empiezo a mover el dedo en el sentido de las agujas del reloj para dilatarla. Mi lengua sigue torturándole el clítoris, más y más. Ella se tensa debajo de mí y por fin grita cuando el orgasmo estalla en todo su cuerpo.

¡Sí!

Me arrodillo y saco un condón. En cuanto me lo pongo entro en ella, despacio.

Joder, qué sensación…

—¿Cómo estás? —pregunto para asegurarme.

—Bien. Muy bien. —Tiene la voz áspera.

Oh… Empiezo a moverme, deleitándome al sentirla alrededor de mi polla, debajo de mí. Una y otra vez, cada vez más deprisa, perdiéndome en el interior de esta mujer. Quiero que se corra otra vez.

Quiero saciarla.

Quiero hacerla feliz.

Por fin, vuelve a ponerse tensa y gime.

—Córrete para mí, nena —digo apretando los dientes.

Ana estalla a mi alrededor.

—Un polvo de agradecimiento —murmuro, y me dejo ir para encontrar yo también la dulce liberación.

Me dejo caer sobre ella un momento, deleitándome en su piel tersa. Mueve las manos para dejarlas alrededor de mi cuello, pero como está atada no puede tocarme.

Respiro hondo, me apoyo en los brazos y me la quedo mirando, asombrado.

—¿Ves lo buenos que somos juntos? Si te entregas a mí, será mucho mejor. Confía en mí, Anastasia. Puedo transportarte a lugares que ni siquiera sabes que existen.

Nuestras frentes se tocan y cierro los ojos.

Por favor, dime que sí.

Oímos unas voces al otro lado de la puerta.

¿Qué coño es eso?

Son Taylor y Grace.

—¡Mierda! Mi madre.

Ana se encoge cuando mi miembro sale de ella.

Me levanto de la cama dando un salto y tiro el condón a la papelera.

¿Qué narices está haciendo aquí mi madre?

Taylor la ha distraído, menos mal. Bueno, pues está a punto de llevarse una sorpresa.

Ana sigue postrada en la cama.

—Vamos, tenemos que vestirnos… si quieres conocer a mi madre.

Le sonrío mientras me pongo los vaqueros. Está adorable.

—Christian… no puedo… —protesta, aunque también esboza una amplia sonrisa.

Me inclino, le desato la corbata y le beso la frente.

Mi madre va a estar encantada.

—Otra novedad —susurro, incapaz de controlar mi sonrisa.

—No tengo ropa limpia.

Me pongo una camiseta blanca y, cuando me vuelvo, me la encuentro sentada, abrazándose las rodillas.

—Quizá debería quedarme aquí.

—No, claro que no —le advierto—. Puedes ponerte algo mío.

Me gusta que lleve mi ropa.

Su cara es un poema.

—Anastasia, estarías preciosa hasta con un saco. No te preocupes, por favor. Me gustaría que conocieras a mi madre. Vístete. Voy a calmarla un poco. Te espero en el salón dentro de cinco minutos. Si no, vendré a buscarte y te arrastraré lleves lo que lleves puesto. Mis camisetas están en ese cajón. Las camisas, en el armario. Sírvete tú misma.

Pone los ojos como platos.

Sí, lo digo en serio, nena.

Con una última mirada penetrante de advertencia, abro la puerta y salgo para saludar a mi madre.

Veo a Grace en el pasillo de la puerta del vestíbulo, y Taylor le está dando conversación. El rostro de mi madre se ilumina al verme.

—Cariño, no tenía ni idea de que estuvieras acompañado —exclama, y parece algo incómoda.

—Hola, mamá. —Le doy un beso en la mejilla que me ofrece—. Ahora ya me ocupo yo de ella —le digo a Taylor.

—Sí, señor Grey.

Taylor asiente con cara de exasperación y regresa a su despacho.

—Gracias, Taylor —le dice Grace mientras él se marcha, y luego vuelve toda su atención hacia mí—. ¿Cómo que ya te ocupas tú de mí? —pregunta en un tono de reproche—. Estaba de compras por el centro y he pensado pasarme a tomar un café. —Se calla—. De haber sabido que no estabas solo…

Se encoge de hombros con gesto torpe, infantil.

Otras veces ha pasado a tomar un café y también había una mujer en casa… pero nunca lo ha sabido.

—Enseguida la conocerás —anuncio para no hacerla sufrir más—. ¿Quieres sentarte?

Señalo el sofá.

—¿La? ¿Una chica?

—Sí, mamá. Una chica. —Mi tono es muy seco porque intento no echarme a reír.

Por una vez guarda silencio mientras recorre el salón.

—Veo que ya has desayunado —comenta al ver los cacharros sin fregar.

—¿Quieres un café?

—No, gracias, cariño. —Se sienta—. Conoceré a tu… amiga y luego me marcharé. No quiero interrumpiros. Pensaba que te estarías matando a trabajar en tu estudio. Trabajas demasiado, cariño, por eso me había propuesto sacarte de aquí a rastras.

Me mira casi con una disculpa cuando me siento junto a ella en el sofá.

—No te preocupes. —Su reacción me hace muchísima gracia—. ¿Por qué no has ido a la iglesia esta mañana?

—Carrick tenía que trabajar, así que hemos pensado ir a misa de tarde. Supongo que esperar que nos acompañes sería pedir demasiado.

Levanto una ceja en un gesto de cínico disgusto.

—Mamá, sabes que eso no es para mí.

Dios y yo nos dimos la espalda hace mucho tiempo.

Suspira, pero entonces aparece Ana… vestida con su propia ropa, y se detiene en el umbral con timidez. La tensión entre madre e hijo desaparece, y me levanto, aliviado.

—Aquí está.

Grace se vuelve y se pone de pie.

—Mamá, te presento a Anastasia Steele. Anastasia, esta es Grace Trevelyan-Grey.

Se dan la mano.

—Encantada de conocerte —dice Grace, quizá con demasiado entusiasmo para mi gusto.

—Doctora Trevelyan-Grey —contesta Ana con educación.

—Llámame Grace —añade mi madre, que de repente se muestra simpática e informal.

¿Cómo? ¿Tan pronto?

—Suelen llamarme doctora Trevelyan, y la señora Grey es mi suegra.

Le guiña un ojo a Ana y se sienta. Yo le hago una señal y doy unas palmadas en el cojín que queda a mi lado. Ana se acerca y toma asiento.

—Bueno, ¿y cómo os conocisteis? —pregunta Grace.

—Anastasia me hizo una entrevista para la revista de la facultad, porque esta semana voy a entregar los títulos.

—Así que te gradúas esta semana…

Grace sonríe a Ana de oreja a oreja.

—Sí.

Entonces suena el móvil de Ana y ella se disculpa para ir a contestar.

—También daré el discurso inaugural —le digo a Grace, aunque Ana tiene toda mi atención.

¿Quién es?

—Mira, José, ahora no es buen momento —oigo que dice.

Ese maldito fotógrafo. ¿Qué quiere ahora?

—Le dejé un mensaje a Elliot, y luego supe que estaba en Portland. No lo he visto desde la semana pasada —está diciendo Grace.

Ana cuelga.

Grace sigue hablando mientras ella se acerca de nuevo a nosotros.

—… y Elliot me llamó para decirme que estabas por aquí… Hace dos semanas que no te veo, cariño.

—¿Elliot lo sabía? —comento.

¿Qué quiere ese fotógrafo?

—Pensé que podríamos comer juntos, pero ya veo que tienes otros planes, así que no quiero interrumpiros.

Grace se pone en pie y, por una vez, agradezco que sea tan intuitiva y entienda la situación. Vuelve a acercarme una mejilla y me despido de ella con un beso.

—Tengo que llevar a Anastasia a Portland.

—Claro, cariño.

Grace le dedica una sonrisa resplandeciente —y, si no me equivoco, también agradecida— a Ana.

Esto es exasperante.

—Anastasia, un placer conocerte. —Mi madre le da la mano con su enorme sonrisa fijada en el rostro—. Espero que volvamos a vernos.

—Señora Grey… —Es Taylor, que ha aparecido en el umbral de la puerta.

—Gracias, Taylor —contesta Grace mientras él la escolta por el salón y la lleva a la puerta doble que da al vestíbulo.

Bueno, ha sido interesante…

Mi madre siempre ha pensado que era gay, aunque jamás se ha entrometido en mi vida privada y nunca me lo ha preguntado.

Ahora ya lo sabe.

Ana está maltratando su labio inferior y parece angustiada… Más le vale estarlo.

—Así que te ha llamado el fotógrafo… —suelto con brusquedad.

—Sí.

—¿Qué quería?

—Solo pedirme perdón, ya sabes… por lo del viernes.

—Ya veo.

Quizá quiere que ella le dé una segunda oportunidad. Esa idea no me hace ninguna gracia.

Taylor carraspea.

—Señor Grey, hay un problema con el envío a Darfur.

Mierda. Esto me pasa por no haber mirado los e-mails esta mañana. He estado demasiado ensimismado con Ana.

—¿El

Charlie Tango ha vuelto a Boeing Field? —le pregunto a Taylor.

—Sí, señor. —Inclina la cabeza en dirección a Ana—. Señorita Steele.

Ella le sonríe y él se va.

—¿Taylor vive aquí? —pregunta Ana.

—Sí.

Voy a la cocina y, de camino, cojo el móvil y abro un momento el programa de correo. Tengo un e-mail marcado como urgente de Ros y un par de mensajes de texto. La llamo de inmediato.

—Ros, ¿cuál es el problema?

—Christian, hola. El informe que nos llega desde Darfur no es bueno. No pueden garantizar la seguridad de los envíos ni de la tripulación de carretera, y el Departamento de Estado no está dispuesto a autorizar el relevo sin el apoyo de la ONG.

Maldita sea.

—No voy a poner en peligro a la tripulación.

Ros ya lo sabe.

—Podríamos intentar conseguir mercenarios —propone.

—No, cancélalo…

—Pero el coste… —protesta.

—Lo lanzaremos desde el aire.

—Sabía que dirías eso, Christian. Ya estoy preparando un plan de acción. Saldrá caro. Mientras tanto, los contenedores pueden ir a Rotterdam desde Filadelfia; lo retomaremos desde allí y ya está.

—Bien.

Cuelgo. Un poco más de apoyo del Departamento de Estado no me vendría mal. Decido llamar a Blandino para comentarlo con él.

Mi atención regresa entonces a la señorita Steele, que está de pie en el salón, mirándome con recelo. Tengo que conseguir que esto vuelva a funcionar.

Sí. El contrato. Ese es el siguiente paso de nuestra negociación.

En mi estudio, reúno los papeles que están sobre el escritorio y los meto todos en un sobre de papel manila.

Ana no se ha movido de donde la he dejado, en el salón. Quizá ha estado pensando en el fotógrafo… Mi ánimo se hunde a plomo.

—Este es el contrato. —Sostengo el sobre en alto—. Léelo y lo comentamos el fin de semana que viene. Te sugiero que investigues un poco para que sepas de lo que estamos hablando.

Mira primero el sobre y luego a mí. Está pálida.

—Bueno, si aceptas, y espero de verdad que aceptes —añado.

—¿Que investigue?

—Te sorprenderá ver todo lo que puedes encontrar en internet.

Frunce el ceño.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—No tengo ordenador. Suelo utilizar los de la facultad. Veré si puedo utilizar el portátil de Kate.

¿Que no tiene ordenador? ¿Cómo puede una estudiante no tener ordenador? ¿Tan pelada está? Le tiendo el sobre.

—Seguro que puedo… bueno… prestarte uno. Recoge tus cosas. Volveremos a Portland en coche y comeremos algo por el camino. Voy a vestirme.

—Tengo que hacer una llamada —dice con una voz débil y vacilante.

—¿Al fotógrafo? —le suelto.

Parece sentirse culpable.

Pero ¿qué coño…?

—No me gusta compartir, señorita Steele. Recuérdelo.

Antes de que ella diga algo, salgo del salón hecho una furia.

¿Está colgada de él?

¿Acaso me ha utilizado para estrenarse?

Joder.

Tal vez es por el dinero. Esa idea me deprime… aunque no parece ser una cazafortunas. Ha sido bastante tajante en cuanto a comprarle ropa. Me quito los vaqueros y me pongo unos bóxers. Mi corbata de Brioni está en el suelo, así que me agacho a recogerla.

No se ha negado a que la atara; es más, pareció gustarle. Hay esperanza, Grey. Hay esperanza.

Meto la corbata y otras dos más en una bolsa de piel junto con calcetines, ropa interior y preservativos.

¿Qué estoy haciendo?

De hecho, sé que voy a quedarme en el Heathman durante la próxima semana… para estar cerca de ella. Saco un par de trajes y camisas para que Taylor me los lleve mientras esté allí. Necesitaré uno para la ceremonia de graduación.

Me pongo deprisa unos vaqueros limpios y saco una cazadora de cuero justo cuando me suena el móvil. Es un mensaje de Elliot.

*Vuelvo hoy y llevo tu coche. Espero no joderte los planes.*

Le contesto.

*No. Ahora mismo regreso a Portland.

Avisa a Taylor cuando llegues.*

Llamo a Taylor por el teléfono interno.

—¿Señor Grey?

—Elliot volverá con el SUV esta tarde. Llévamelo a Portland mañana. Me hospedaré en el Heathman hasta la ceremonia de graduación. He dejado preparada alguna ropa que me gustaría que me llevaras también.

—Sí, señor.

—Y llama a Audi. Puede que necesite el A3 antes de lo que creía.

—Ya está listo, señor Grey.

—Ah, genial. Gracias.

Bueno, ya me he ocupado del coche; ahora le toca al ordenador. Llamo a Barney, suponiendo que estará en su despacho, porque sé que tendrá algún portátil último modelo.

—¿Señor Grey? —contesta.

—¿Qué haces en la oficina, Barney? Es domingo.

—Estoy trabajando en el diseño de la tableta. No consigo quitarme de la cabeza el problema de la célula fotoeléctrica.

—Necesitas tener una vida familiar.

Barney tiene la gentileza de reír.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Grey?

—¿Tienes algún portátil nuevo?

—Tengo dos de Apple aquí mismo.

—Fantástico. Necesito uno.

—Sin problema.

—¿Puedes configurarle una cuenta de correo a Anastasia Steele? El ordenador es para ella.

—¿Cómo se escribe? ¿«Steal»?

—S. T. E. E. L. E.

—De acuerdo.

—Estupendo. Andrea se pondrá en contacto contigo hoy mismo para hacer la entrega.

—Sin problema, señor.

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