Grey

Grey


Domingo, 22 de mayo de 2011

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—Gracias, Barney… y vete a casa.

—Sí, señor.

Escribo un mensaje a Andrea con instrucciones para que envíe el portátil a la dirección de Ana y luego vuelvo al salón. Ella está sentada en el sofá, jugueteando nerviosa con los dedos. Me mira con cautela y se levanta.

—¿Lista? —pregunto.

Asiente con la cabeza.

Taylor sale de su despacho.

—Mañana, pues —le digo.

—Sí, señor. ¿Qué coche va a llevarse?

—El R8.

—Buen viaje, señor Grey. Señorita Steele —dice Taylor mientras nos abre las puertas del vestíbulo.

Ana se mueve nerviosa a mi lado mientras esperamos el ascensor; se está mordiendo su carnoso labio inferior.

Me recuerda sus dientes sobre mi polla.

—¿Qué pasa, Anastasia? —le pregunto, y alargo una mano para tirarle de la barbilla—. Deja de morderte el labio o te follaré en el ascensor, y me dará igual si entra alguien o no —mascullo con ferocidad.

Está escandalizada, creo… Aunque ¿por qué iba a estarlo después de todo lo que hemos hecho…? Mi mal humor se suaviza.

—Christian, tengo un problema.

—¿Ah, sí?

Ya en el ascensor, aprieto el botón del parking.

—Bueno… —balbucea, insegura. Entonces yergue los hombros—. Necesito hablar con Kate. Tengo muchas preguntas sobre sexo, y tú estás demasiado implicado. Si quieres que haga todas esas cosas, ¿cómo voy a saber…? —Se detiene, como si estuviera midiendo sus palabras—. Es que no tengo puntos de referencia.

Otra vez no… Creía que habíamos superado esa etapa. No quiero que hable con nadie; ha firmado un acuerdo de confidencialidad. Pero me lo ha vuelto a pedir, así que debe de ser importante para ella.

—Si no hay más remedio, habla con ella. Pero asegúrate de que no comente nada con Elliot.

—Kate no haría algo así, como yo no te diría a ti nada de lo que ella me cuente de Elliot… si me contara algo —insiste.

Le recuerdo que a mí no me interesa la vida sexual de Elliot, pero accedo a que hable sobre lo que hemos hecho hasta ahora. Su compañera de piso me cortaría los huevos si supiera cuáles son mis verdaderas intenciones.

—De acuerdo —dice Ana, y me regala una gran sonrisa.

—Cuanto antes te sometas a mí, mejor, y así acabamos con todo esto.

—¿Acabamos con qué?

—Con tus desafíos.

Le doy un beso fugaz y sus labios contra los míos hacen que me sienta mejor al instante.

—Bonito coche —comenta cuando nos acercamos al R8 en el aparcamiento subterráneo.

—Lo sé.

Le sonrío entusiasmado y me recompensa con otra sonrisa… pero entonces pone los ojos en blanco. Y mientras le abro la puerta del copiloto, me planteo si debería comentarle algo sobre ese gesto que acaba de hacer.

—¿Qué coche es? —me pregunta cuando ya estoy sentado al volante.

—Un Audi R8 Spyder. Como hace un día precioso, podemos bajar la capota. Ahí hay una gorra. Bueno, debería de haber dos.

Pongo el coche en marcha, bajo la capota y la voz del Boss inunda el vehículo.

—Va a tener que gustarte Bruce.

Le sonrío y saco el R8 de su segura plaza en el parking.

En la interestatal 5 vamos esquivando los demás coches de camino a Portland. Ana está muy callada; escucha la música y mira por la ventanilla. Es difícil interpretar la expresión que se oculta tras esas enormes gafas de sol Wayfarer y bajo mi gorra de los Mariners. El viento silba por encima de nosotros mientras pasamos a toda velocidad junto a Boeing Field.

Hasta ahora, el fin de semana ha resultado del todo inesperado. Aunque ¿qué esperaba? Pensaba que cenaríamos juntos, que negociaríamos el contrato y luego… ¿qué? Tal vez era inevitable que me la follara.

Miro hacia Ana.

Sí… Y quiero follarla otra vez.

Ojalá supiera qué piensa de todo esto. Deja entrever muy poco, pero he aprendido algunas cosas sobre ella. A pesar de su inexperiencia, está ansiosa por aprender. ¿Quién habría dicho que bajo esa apariencia tímida se ocultaba el alma de una sirena? Me viene a la mente la imagen de sus labios sobre mi polla y tengo que reprimir un gemido.

Sí… Está más que ansiosa.

Pensar eso me excita.

Espero poder verla de nuevo antes del próximo fin de semana.

Incluso ahora, me muero de ganas por tocarla otra vez. Alargo el brazo y le pongo la mano sobre la rodilla.

—¿Tienes hambre?

—No especialmente —responde, contenida.

Esto empieza a preocuparme de verdad.

—Tienes que comer, Anastasia. Conozco un sitio fantástico cerca de Olympia. Pararemos allí.

El Cuisine Sauvage es pequeño y está lleno de parejas y familias que disfrutan de un almuerzo de domingo. Con Ana de la mano, sigo a la recepcionista hasta nuestra mesa. La última vez que estuve aquí fue con Elena. Me pregunto qué opinaría ella de Anastasia.

—Hacía tiempo que no venía. No se puede elegir… Preparan lo que han cazado o recogido —explico.

Hago una mueca fingiendo horrorizarme y Ana se ríe.

¿Por qué me siento como si midiera tres metros cuando la hago reír?

—Dos copas de Pinot Grigio —le pido a la camarera, que me pone ojitos desde debajo de su largo flequillo rubio.

Eso me molesta. Veo que Ana frunce el ceño.

—¿Qué pasa? —pregunto; tal vez a ella también le ha molestado la actitud de la camarera.

—Yo quería una Coca-Cola light.

¿Y por qué no lo has dicho? Me cabreo.

—El Pinot Grigio de aquí es un vino decente. Irá bien con la comida, nos traigan lo que nos traigan.

—¿Nos traigan lo que nos traigan? —pregunta con los ojos como platos, alarmada.

—Sí.

Y esbozo una sonrisa de varios megavatios para que me perdone por no haberle dejado pedir su bebida. No estoy acostumbrado a preguntar…

—A mi madre le has gustado —añado, con la esperanza de que eso la complazca, al recordar cómo ha reaccionado Grace al conocerla.

—¿En serio? —dice, y parece halagada.

—Claro. Siempre ha pensado que era gay.

—¿Por qué pensaba que eras gay?

—Porque nunca me había visto con una chica.

—Vaya… ¿con ninguna de las quince?

—Tienes buena memoria. No, con ninguna de las quince.

—Oh.

Sí, nena, solo contigo. La idea me resulta perturbadora.

—Mira, Anastasia, para mí también ha sido un fin de semana de novedades.

—¿Sí?

—Nunca había dormido con nadie, nunca había tenido relaciones sexuales en mi cama, nunca había llevado a una chica en el

Charlie Tango y nunca le había presentado una mujer a mi madre. ¿Qué estás haciendo conmigo?

Eso. ¿Qué coño estás haciendo conmigo? Este no soy yo.

La camarera nos trae el vino, frío, y Ana enseguida da un pequeño sorbo sin dejar de mirarme con un brillo en los ojos.

—Me lo he pasado muy bien este fin de semana, de verdad —dice con un tímido deleite en la voz.

Yo también me lo he pasado muy bien, y me doy cuenta de que hacía mucho que no disfrutaba de un fin de semana… desde que Susannah y yo rompimos. Se lo digo.

—¿Qué es un polvo vainilla? —pregunta.

Me río porque no me esperaba esta pregunta, ni que cambiara tan radicalmente de tema.

—Sexo convencional, Anastasia, sin juguetes ni accesorios. —Me encojo de hombros—. Ya sabes… bueno, la verdad es que no lo sabes, pero eso es lo que significa.

—Oh —se sorprende.

La veo algo alicaída. ¿Y ahora qué?

La camarera nos interrumpe y deja dos platos de sopa.

—Sopa de ortigas —anuncia, y vuelve a la cocina dándose aires.

Ana y yo nos miramos, luego contemplamos la sopa. La probamos enseguida y a ambos nos parece buenísima. Ella suelta una risita al ver mi exagerada expresión de alivio.

—Qué sonido tan bonito —digo en voz baja.

—¿Por qué nunca has echado polvos vainilla? ¿Siempre has hecho… bueno… lo que hagas?

Ella y sus constantes preguntas…

—Digamos que sí.

Y me planteo si ser más explícito en mi respuesta. Deseo que se abra a mí; quiero que confíe en mí. Nunca he hablado de ello con nadie con tanta franqueza, pero creo que puedo fiarme de ella, así que escojo las palabras con mucho cuidado.

—Una amiga de mi madre me sedujo cuando yo tenía quince años.

—Oh.

La cuchara de Ana se detiene a medio camino entre el plato y su boca.

—Sus gustos eran muy especiales. Fui su sumiso durante seis años.

—Oh. —Y suelta un suspiro.

—Así que sé lo que implica, Anastasia. —Ya lo creo que lo sé—. La verdad es que no tuve una introducción al sexo demasiado corriente.

Nadie podía tocarme. Todavía es así.

Espero a ver cómo reacciona, pero sigue tomándose la sopa mientras le da vueltas a lo que acabo de decirle.

—¿Y nunca saliste con nadie en la facultad? —pregunta cuando se ha terminado la última cucharada.

—No.

La camarera nos interrumpe para llevarse los platos vacíos. Ana espera a que se aleje.

—¿Por qué?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—Porque no quise. Solo la deseaba a ella. Además, me habría matado a palos.

Parpadea un par de veces mientras asimila esos datos.

—Si era una amiga de tu madre, ¿cuántos años tenía?

—Los suficientes para saber lo que hacía.

—¿Sigues viéndola?

Noto que está impactada.

—Sí.

—¿Todavía… bueno…?

Se pone tan roja como un tomate y hace un mohín con la boca.

—No —digo enseguida. No quiero que se haga una idea equivocada de mi relación con Elena—. Es una buena amiga —añado para tranquilizarla.

—¿Tu madre lo sabe?

—Claro que no.

Mi madre me mataría… y Elena también.

La camarera regresa con el segundo plato: venado. Ana toma un largo trago de vino.

—Pero no estarías con ella todo el tiempo…

No presta atención a la comida.

—Bueno, estaba solo con ella, aunque no la veía todo el tiempo. Era… difícil. Al fin y al cabo, todavía estaba en el instituto, y más tarde en la facultad. Come, Anastasia.

—No tengo hambre, Christian, de verdad —dice.

Entorno los ojos.

—Come —insisto sin subir la voz.

Intento controlar mi ira.

—Espera un momento —pide en un tono igual de calmado que el mío.

¿Qué problema tiene? ¿Elena?

—De acuerdo —accedo.

Me pregunto si le he contado demasiado sobre mí. Como un poco de venado.

Por fin coge los cubiertos y empieza a comer.

Bien.

—¿Así será nuestra… bueno… nuestra relación? —pregunta—. ¿Estarás dándome órdenes todo el rato?

Inspecciona con la mirada el plato de comida que tiene delante.

—Sí.

—Ya veo.

Se aparta la coleta de encima del hombro.

—Es más, querrás que lo haga.

—Es mucho decir —opina.

—Lo es.

Cierro los ojos. Quiero poder hacerlo con ella, ahora más que nunca. ¿Cómo convencerla de que le dé una oportunidad a nuestro acuerdo?

—Anastasia, tienes que seguir tu instinto. Investiga un poco, lee el contrato… No tengo problema en comentar cualquier detalle. Estaré en Portland hasta el viernes, por si quieres que hablemos antes del fin de semana. Llámame… Podríamos cenar… ¿digamos el miércoles? De verdad quiero que esto funcione. Nunca he querido nada tanto.

Uau. Bonita parrafada, Grey. ¿Acabas de pedirle que salga contigo?

—¿Qué pasó con las otras quince? —quiere saber.

—Cosas distintas, pero al fin y al cabo se reduce a… incompatibilidad.

—¿Y crees que yo podría ser compatible contigo?

—Sí.

Eso espero…

—Entonces ya no ves a ninguna de ellas.

—No, Anastasia. Soy monógamo.

—Ya veo.

—Investiga un poco, Anastasia.

Deja el cuchillo y el tenedor sobre el plato, y eso significa que ya no tiene hambre.

—¿Ya has terminado? ¿Eso es todo lo que vas a comer?

Asiente con la cabeza, se lleva las manos al regazo, su boca hace ese mohín testarudo tan suyo… y sé que será imposible convencerla de que se termine el plato. No me extraña que esté tan flaca. Tendré que cambiar sus hábitos alimentarios si accede a ser mía. Mientras yo sigo comiendo, veo que me lanza una mirada cada pocos segundos y que un lento rubor empieza a aparecer en sus mejillas.

Mmm, ¿y a qué viene eso?

—Daría cualquier cosa por saber lo que estás pensando ahora mismo. —Es evidente que está pensando en sexo—. Ya me imagino… —digo para provocarla.

—Me alegro de que no puedas leerme el pensamiento.

—El pensamiento no, Anastasia, pero tu cuerpo… lo conozco bastante bien desde ayer.

Le lanzo una sonrisa voraz y pido la cuenta.

Cuando nos vamos, su mano se agarra a la mía con fuerza. Está callada —parece absorta en sus pensamientos—, y así sigue todo el trayecto hasta Vancouver. Le he dado mucho que pensar.

Sin embargo, también ella me ha dado mucho que pensar a mí.

¿Querrá meterse en esto conmigo?

Maldita sea, espero que sí.

Aún es de día cuando llegamos a su casa, pero el sol se está poniendo tras el horizonte y baña el monte Santa Helena con una luz brillante, rosada y nacarada. Ana y Kate viven en un lugar espectacular, con unas vistas increíbles.

—¿Quieres entrar? —me pregunta cuando apago el motor.

—No. Tengo trabajo.

Sé que si acepto su invitación estaré cruzando una línea que no estoy preparado para cruzar. No sé hacer de novio… y no quiero darle falsas esperanzas en cuanto al tipo de relación que tendrá conmigo.

Veo la decepción en su rostro, y, desanimada, mira hacia otro lado.

No quiere que me vaya.

Menuda lección de humildad. Alargo el brazo, le cojo la mano y le beso los nudillos con la esperanza de que mi rechazo no le resulte tan hiriente.

—Gracias por este fin de semana, Anastasia. Ha sido… estupendo.

Me mira con los ojos brillantes.

—¿Nos vemos el miércoles? —sigo diciendo—. Pasaré a buscarte por el trabajo o por donde me digas.

—Nos vemos el miércoles —contesta, y la esperanza que resuena en sus palabras me desconcierta.

Mierda. No es una cita.

Le beso otra vez la mano y bajo del coche para abrirle la puerta. Tengo que salir de aquí antes de hacer algo de lo que luego me arrepienta.

Cuando baja del coche, se le ilumina la cara; nada que ver con la expresión que tenía hace un momento. Echa a andar hacia la puerta de su casa, pero antes de llegar a los escalones se vuelve de repente.

—Ah… por cierto, me he puesto unos calzoncillos tuyos —dice en tono triunfal.

Tira de la goma y puedo leer las palabras «Polo» y «Ralph» asomando bajo sus vaqueros.

¡Me ha robado ropa interior!

Me deja pasmado. Y en ese instante no hay nada que desee más que verla con mis bóxers… y solo con ellos.

Se echa la melena hacia atrás y entra en su casa con aire insolente mientras me deja de pie en la acera, mirándola como un idiota.

Sacudo la cabeza, subo otra vez al coche y al ponerlo en marcha no puedo reprimir una sonrisa de gilipollas.

Espero que diga que sí.

Termino de trabajar y doy un sorbo del delicioso Sancerre que me ha traído una mujer del servicio de habitaciones con unos ojos muy, muy oscuros. Revisar los e-mails y contestar a unos cuantos me ha venido bien para distraerme y no pensar tanto en Anastasia. Ahora estoy agradablemente cansado. ¿Es por las cinco horas de trabajo? ¿O por la actividad sexual de anoche y de esta mañana? Los recuerdos de la cautivadora señorita Steele invaden mi pensamiento: en el

Charlie Tango, en la cama, en la bañera, bailando por la cocina. Y pensar que todo empezó aquí el viernes… y que ahora está sopesando aceptar mi proposición.

¿Se habrá leído el contrato? ¿Estará haciendo los deberes?

Compruebo mi móvil una vez más para ver si hay algún mensaje o una llamada perdida, pero no he recibido nada.

¿Accederá?

Eso espero…

Andrea me ha enviado la nueva dirección de e-mail de Ana, y me ha asegurado que le entregarán el portátil mañana a primera hora. Con eso en mente, redacto un correo.

De: Christian Grey

Fecha: 22 de mayo de 2011 23:15

Para: Anastasia Steele

Asunto: Tu nuevo ordenador

 

Querida señorita Steele:

Confío en que haya dormido bien. Espero que haga buen uso de este portátil, como comentamos.

Estoy impaciente por cenar con usted el miércoles.

Hasta entonces, estaré encantado de contestar a cualquier pregunta vía e-mail, si lo desea.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

El mensaje no rebota, así que la dirección está activa. Me pregunto cómo reaccionará Ana cuando lo lea. Espero que le guste el portátil. Supongo que mañana lo sabré. Me acomodo en el sofá con el libro que estoy leyendo. Lo han escrito dos economistas de renombre que analizan por qué los pobres piensan y se comportan como lo hacen. Me viene a la cabeza la imagen de una joven cepillándose la melena oscura y larga; el pelo le brilla en la luz que entra por la ventana de cristales amarillentos y agrietados, y el aire está lleno de motas de polvo que bailan. Canta en voz baja, como una niña.

Me estremezco.

No vayas por ahí, Grey.

Abro el libro y me pongo a leer.

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