Grey

Grey


Lunes, 23 de mayo de 2011

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—Es muy serena y tranquila —añado, aunque ahora mismo estoy muy lejos de sentirme sereno y tranquilo.

Quiero saber por qué ha rechazado mi propuesta sin opción a discutirla.

—¿Cómo…? —empieza a preguntar con un hilo de voz, pero se queda a medias.

Habla en susurros; es evidente que sigue sorprendida.

—Todavía estoy en el Heathman.

Eso ya lo sabe.

—¿Quieres tomar algo? —dice en un tono estridente.

—No, gracias, Anastasia.

Bien, no ha olvidado los buenos modales, pero deseo resolver cuanto antes lo que me ha traído hasta aquí: su inquietante e-mail.

—Así que ha sido agradable conocerme… —comento haciendo hincapié en la palabra que más me ofende de toda la frase.

¿Agradable? ¿En serio?

Se mira las manos, que descansan sobre su regazo, mientras tamborilea nerviosa con los dedos sobre los muslos.

—Pensaba que me contestarías por e-mail —responde con una voz tan desangelada como su cuarto.

—¿Estás mordiéndote el labio a propósito? —pregunto en un tono más duro de lo que pretendía.

—No era consciente de que me lo estaba mordiendo —murmura, muy pálida.

Nos miramos a los ojos.

Y el aire prácticamente desprende chispas entre los dos.

¡Joder!

¿Acaso tú no lo sientes, Ana? La tensión. La atracción. Mi respiración se acelera cuando veo que se le dilatan las pupilas. Despacio, sin prisas, alargo la mano hacia su pelo y le quito una de las gomas con cuidado para deshacerle la trenza. Ella me observa, hipnotizada, sin apartar sus ojos de los míos. Le deshago la otra.

—Veo que has decidido hacer un poco de ejercicio.

Recorro la delicada línea de su oreja con los dedos y masajeo el carnoso lóbulo con suaves tirones. No lleva pendientes, aunque tiene agujeros. Me gustaría saber cómo le quedarían unos diamantes. Le pregunto, sin alzar la voz, por qué ha estado haciendo ejercicio. Su respiración se acelera también.

—Necesitaba tiempo para pensar —contesta.

—¿Pensar en qué, Anastasia?

—En ti.

—¿Y has decidido que ha sido agradable conocerme? ¿Te refieres a conocerme en sentido bíblico?

Se ruboriza.

—No pensaba que fueras un experto en la Biblia.

—Iba a catequesis los domingos, Anastasia. Aprendí mucho.

Catequismo. Culpa. Y que Dios me abandonó hace mucho tiempo.

—No recuerdo haber leído nada sobre pinzas para pezones en la Biblia. Quizá te dieron la catequesis con una traducción moderna —dice para provocarme, con un brillo incitante en la mirada.

Ay, esa lengua viperina…

—Bueno, he pensado que debía venir para recordarte lo agradable que ha sido conocerme. —Mi tono desafiante impregna el ambiente. Me mira con la boca abierta, pero deslizo los dedos hasta la barbilla y se la cierro—. ¿Qué le parece, señorita Steele? —susurro con mis ojos clavados en los suyos.

De pronto, se abalanza sobre mí.

Mierda.

Consigo cogerla por los brazos antes de que llegue a tocarme y me giro de manera que cae en la cama, debajo de mí y con los brazos extendidos por encima de la cabeza. Le vuelvo la cara para que me mire, la beso con dureza; mi lengua explora su boca y la reclama. Ella arquea el cuerpo en respuesta y me devuelve el beso con la misma pasión.

Por Dios, Ana, qué me estás haciendo…

En cuanto la siento retorcerse en busca de más, me detengo y la miro fijamente. Ha llegado el momento de poner en marcha el plan B.

—¿Confías en mí? —pregunto cuando abre los ojos con un parpadeo.

Asiente con vehemencia. Saco la corbata del bolsillo trasero de los pantalones para que la vea, luego me pongo a horcajadas sobre ella y le ato las muñecas a uno de los barrotes de hierro del cabezal.

Se mueve y se contonea debajo de mí, y le da tirones para comprobar si está bien atada, pero la corbata resiste sin problemas. No se escapará.

—Mejor así.

Sonrío aliviado porque la tengo donde quería. Ahora toca desnudarla.

Le cojo un pie y empiezo a desatarle la zapatilla de deporte.

—No —protesta, azorada, e intenta retirarlo.

Sé que es porque ha salido a correr y no quiere que le quite la zapatilla. ¿Cree que el sudor va a echarme atrás?

¡Cariño…!

—Si forcejeas, te ataré también los pies, Anastasia. Si haces el menor ruido, te amordazaré. No abras la boca. Seguramente ahora mismo Katherine está ahí fuera escuchando.

Se queda quieta, y sé que mi corazonada era cierta: le preocupan los pies. ¿Cuándo entenderá que esas cosas no me importan?

Sin perder tiempo, le quito las zapatillas, los calcetines y el pantalón de chándal. Luego la desplazo para que quede bien estirada y tumbada sobre las sábanas, no sobre esa delicada colcha hecha a mano. Vamos a dejarlo todo hecho un asco.

Deja de morderte el puto labio.

Paso un dedo sobre su boca a modo de tórrida advertencia. Ella frunce los labios como si quisiera besarlo, y eso me arranca una sonrisa. Es una criatura bella y sensual.

Ahora que por fin la tengo como yo quiero, me quito los zapatos y los calcetines, me desabrocho los pantalones y me despojo de la camisa. Ella me sigue atentamente con la mirada.

—Creo que has visto demasiado.

Quiero tenerla en vilo, que no sepa qué voy a hacerle. Será un festín carnal. Nunca le he vendado los ojos, de modo que esto contará como parte del entrenamiento. Eso en caso de que acepte…

Vuelvo a sentarme a horcajadas sobre ella, cojo el borde de la camiseta y se la subo, pero, en lugar de quitársela, se la dejo enrollada sobre los ojos; una venda muy práctica.

Me ofrece una visión fantástica, expuesta y atada como está.

—Mmm, esto va cada vez mejor. Voy a tomar una copa —susurro, y la beso.

Ella ahoga un grito cuando nota que bajo de la cama. Una vez en el distribuidor, dejo la puerta entornada y me dirijo al salón para recuperar la botella de vino.

Kavanagh, que lee sentada en el sofá, alza la vista y enarca las cejas, sorprendida. Vamos, Kavanagh, no irás a decirme que nunca has visto a un hombre descamisado porque eso no te lo crees ni tú.

—Kate, ¿dónde puedo encontrar vasos, hielo y un sacacorchos? —pregunto, sin prestar atención a la cara de escandalizada que pone.

—Mmm… En la cocina. Ya voy yo. ¿Dónde está Ana?

Ah, se preocupa por su amiga. Bien.

—Ahora mismo anda un poco liada, pero le apetece beber algo.

Cojo la botella de chardonnay.

—Sí, ya veo —dice Kavanagh, y la sigo hasta la cocina, donde me señala unos vasos que hay sobre la encimera. Están todos fuera, supongo que a la espera de que los empaqueten para la mudanza. Me tiende un sacacorchos y saca de la nevera una bandeja de hielo, de la que extrae los cubitos.

—Todavía quedan muchas cosas que embalar. Ya sabes que Elliot nos está echando una mano, ¿no? —comenta con retintín.

—¿Ah, sí? —murmuro, distraído, mientras abro el vino—. Pon el hielo en los vasos. —Le indico dos con la barbilla—. Es un chardonnay. Con hielo pasará mejor.

—Te hacía más de vino tinto —observa cuando sirvo la bebida—. ¿Vendrás a echarle una mano a Ana con la mudanza?

Le brillan los ojos. Está desafiándome.

Tú ni caso, Grey.

—No, no puedo —contesto, cortante, porque me cabrea que intente que me sienta culpable.

Aprieta los labios y me doy la vuelta para salir de la cocina, aunque no lo bastante rápido para librarme de su expresión desaprobadora.

Que te den, Kavanagh.

No pienso colaborar de ninguna de las maneras. Ana y yo no tenemos ese tipo de relación. Además, no me sobra el tiempo.

Regreso al dormitorio, cierro la puerta y dejo atrás a Kavanagh y su desdén. La visión de la cautivadora Ana Steele tumbada en la cama, jadeante y a la expectativa, tiene un efecto apaciguador inmediato. Pongo el vino sobre la mesilla de noche, me saco el paquetito plateado del pantalón y lo coloco junto a la botella antes de dejar caer al suelo el pantalón y los calzoncillos, que liberan mi miembro erecto.

Doy un sorbo de vino, sorprendido al ver que no está nada mal, y observo a Ana. No ha dicho ni una palabra. Tiene el rostro vuelto hacia mí, con los labios ligeramente separados, anhelantes. Cojo el vaso y vuelvo a sentarme a horcajadas sobre ella.

—¿Tienes sed, Anastasia?

—Sí —jadea.

Doy otro sorbo, me inclino y, al besarla, derramo el vino en su boca. Se relame y su garganta emite un débil murmullo agradecido.

—¿Más? —pregunto.

Asiente, sonriendo, y la complazco.

—Pero no nos excedamos. Ya sabemos que tu tolerancia al alcohol es limitada, Anastasia —bromeo, y sus labios se separan para formar una amplia sonrisa.

Me agacho de nuevo y vuelvo a darle de beber de mi boca mientras ella se retuerce debajo de mí.

—¿Te parece esto agradable? —pregunto mientras me tumbo a su lado.

Se queda inmóvil, muy seria, pero abre los labios a causa de su respiración agitada.

Doy otro trago de vino, aunque esta vez también cojo dos cubitos. Cuando la beso, empujo un trocito de hielo entre sus labios y luego voy trazando un sendero de besos helados por su piel fragante, desde la garganta hasta el ombligo, donde deposito el otro fragmento y un poco de vino.

Aspira sobresaltada.

—Ahora tienes que quedarte quieta. Si te mueves, llenarás la cama de vino, Anastasia. —Le hablo en un susurro y, cuando vuelvo a besarla justo por encima del ombligo, ella mueve las caderas—. Oh, no. Si derrama el vino, la castigaré, señorita Steele.

Gime en respuesta y tira de la corbata.

Lo mejor para ti, Ana…

Le saco los pechos del sujetador, primero uno y luego el otro, de manera que quedan apoyados en los aros. Son turgentes y están expuestos, justo como me gustan. Despacio, paseo mi lengua por ellos.

—¿Te gusta esto? —murmuro, y soplo suavemente sobre un pezón.

Ella abre la boca en una exclamación muda. Me coloco otro trozo de hielo entre los labios y recorro su piel despacio desde el cuello hasta el pezón, dibujando un par de círculos con el cubito. La oigo gemir. Cojo el hielo con los dedos y continúo atormentando sus pezones con mis labios helados y lo que queda del cubito, que se derrite entre mis yemas.

Entre jadeos y suspiros, noto que va tensándose debajo de mí, pero consigue estarse quieta.

—Si derramas el vino, no dejaré que te corras —advierto.

—Oh… por favor… Christian… señor… por favor… —suplica.

Qué placer oírle pronunciar esas palabras…

Todavía hay esperanza.

No es una negativa.

Deslizo los dedos por su cuerpo en dirección a las bragas, acariciando su piel suave. De pronto, mueve las caderas y el vino y el hielo derretido del ombligo se derraman. Me acerco rápidamente para bebérmelo, besándolo y chupándolo de su cuerpo.

—Querida Anastasia, te has movido. ¿Qué voy a hacer contigo?

Meto los dedos por dentro de las bragas y, al hacerlo, rozo el clítoris.

—¡Ah! —gimotea.

—Oh, nena —murmuro, admirado.

Está húmeda. Muy húmeda.

¿Lo ves? ¿Ves lo agradable que es esto?

Le introduzco dos dedos y se estremece.

—Estás lista para mí tan pronto… —le susurro, y los muevo despacio dentro y fuera de ella, con una cadencia que le arranca un largo y dulce gemido. Sus caderas empiezan a levantarse para ir al encuentro de mis dedos.

Vaya, le encanta.

—Eres una glotona.

Continúo hablando en voz baja, y ella se acomoda al ritmo que impongo cuando empiezo a trazar círculos alrededor de su clítoris con el pulgar, acariciándola y atormentándola.

Grita, su cuerpo se arquea debajo de mí. Necesito ver su expresión, por lo que alargo la otra mano y le paso la camiseta por encima de la cabeza. Abre los ojos y la débil luz la hace parpadear.

—Quiero tocarte —dice con voz ronca y cargada de deseo.

—Lo sé —susurro sobre sus labios y la beso, manteniendo el ritmo implacable de los dedos.

Sabe a vino, a deseo y a Ana. Y me corresponde con una avidez que desconocía en ella. Le sujeto la cabeza por detrás, para que no la mueva, y continúo besándola y masturbándola hasta que empiezo a notar que tensa las piernas, y justo entonces ralentizo el ritmo de mis dedos.

Ah, no, nena, no vas a correrte aún.

Hago lo mismo tres veces más sin dejar de besarle la dulce y cálida boca. A la quinta, detengo los dedos en su interior y me acerco a su oreja.

—Este es tu castigo, tan cerca y de pronto tan lejos. ¿Te parece esto agradable?

—Por favor —gimotea.

Dios, cómo me gusta oírla suplicar.

—¿Cómo quieres que te folle, Anastasia?

Mis dedos se mueven de nuevo y sus piernas empiezan a estremecerse, por lo que vuelvo a ralentizar el ritmo de la mano.

—Por favor —repite en un suspiro tan leve que apenas la oigo.

—¿Qué quieres, Anastasia?

—A ti… ahora —implora.

—Dime cómo quieres que te folle. Hay una variedad infinita de maneras —le susurro.

Aparto la mano, cojo el preservativo que había dejado sobre la mesita de noche y me arrodillo entre sus piernas. Con la mirada clavada en la suya, le quito las bragas y las dejo caer al suelo. Tiene las pupilas dilatadas, unos ojos sugerentes y anhelantes que abre mucho mientras me coloco el condón poco a poco.

—¿Te parece esto agradable? —pregunto mientras rodeo mi miembro erecto con la mano.

—Era una broma —gimotea.

¿Una broma?

Gracias a Dios.

No todo está perdido.

—¿Una broma? —repito mientras mi mano recorre mi polla arriba y abajo.

—Sí. Por favor, Christian —me ruega.

—¿Y ahora te ríes?

—No.

Apenas la oigo, pero el modo en que sacude ligeramente la cabeza me dice todo lo que necesito saber.

Viendo cómo me desea… podría correrme en la mano solo con mirarla. La agarro y le doy la vuelta para alzar su precioso, su hermoso culo. Es demasiado tentador… Le doy un azote en el trasero, con fuerza, y la penetro.

¡Joder! Está a punto.

Las paredes de su vagina aprisionan mi polla y se corre.

Mierda, ha ido demasiado rápido.

La sujeto por las caderas y me la follo, duro, embisto contra su trasero en medio de su clímax. Aprieto los dientes y empujo una y otra vez, hasta que empieza a excitarse de nuevo.

Vamos, Ana. Una vez más, le ordeno mentalmente sin dejar de embestirla.

Gime y jadea debajo de mí mientras una película de sudor le cubre la espalda.

Le tiemblan las piernas.

Está a punto.

—Vamos, Anastasia, otra vez —gruño.

Y por medio de una especie de milagro, su orgasmo traspasa su cuerpo y penetra en el mío.

Joder, menos mal. Me corro en silencio y me derramo en su interior.

Santo Dios. Me desplomo sobre ella. Ha sido agotador.

—¿Te ha gustado? —le susurro al oído intentando recuperar el aliento.

Salgo de ella y me quito el maldito condón mientras ella sigue tumbada en la cama, jadeando. Me levanto y me visto deprisa, y cuando he terminado me agacho para desatar la corbata y dejarla libre. Ana se da la vuelta, flexiona las manos y los dedos y vuelve a colocarse el sujetador. Después de taparla con la colcha me tumbo a su lado, incorporado sobre un codo.

—Ha sido realmente agradable —dice con una sonrisa traviesa.

—Ya estamos otra vez con la palabrita.

Yo también sonrío, satisfecho.

—¿No te gusta que lo diga?

—No, no tiene nada que ver conmigo.

—Vaya… No sé… parece tener un efecto beneficioso sobre ti.

—¿Soy un efecto beneficioso? ¿Eso es lo que soy ahora? ¿Podría herir más mi amor propio, señorita Steele?

—No creo que tengas ningún problema de amor propio.

Frunce el ceño un breve instante.

—¿Tú crees?

El doctor Flynn tendría mucho que decir al respecto.

—¿Por qué no te gusta que te toquen? —pregunta con voz dulce y suave.

—Porque no. —La beso en la frente para distraerla y desviar la conversación—. Así que ese e-mail era lo que tú llamas una broma.

Sonríe a modo de disculpa y se encoge de hombros.

—Ya veo. Entonces todavía estás planteándote mi proposición…

—Tu proposición indecente… Sí, me la estoy planteando.

Joder, pues menos mal.

El trato todavía está en juego. Mi alivio es tan palpable que casi puedo tocarlo.

—Pero tengo cosas que comentar —añade.

—Me decepcionarías si no tuvieras cosas que comentar.

—Iba a mandártelas por correo, pero me has interrumpido.

Coitus interruptus.

—¿Lo ves?, sabía que tenías algo de sentido del humor escondido por ahí.

Sus ojos se iluminan de alegría.

—No es tan divertido, Anastasia. He pensado que estabas diciéndome que no, que ni siquiera querías comentarlo.

—Todavía no lo sé. No he decidido nada. ¿Vas a ponerme un collar?

Su pregunta me sorprende.

—Has estado investigando. No lo sé, Anastasia. Nunca le he puesto un collar a nadie.

—¿A ti te han puesto un collar? —pregunta.

—Sí.

—¿La señora Robinson?

—¡La señora Robinson! —Se me escapa una carcajada. Anne Bancroft en El graduado—. Le diré cómo la llamas. Le encantará.

—¿Sigues en contacto con ella? —Su voz aguda delata su sorpresa e indignación.

—Sí.

¿Por qué se lo toma de esa manera?

—Ya veo —contesta, cortante. ¿Está enfadada? ¿Por qué? No lo entiendo—. Así que tienes a alguien con quien comentar tu alternativo estilo de vida, pero yo no puedo.

Está cabreada, y sin embargo, una vez más, consigue ponerme en evidencia.

—Creo que nunca había pensado en ello desde ese punto de vista. La señora Robinson formaba parte de este estilo de vida. Te dije que ahora es una buena amiga. Si quieres, puedo presentarte a una de mis exsumisas. Podrías hablar con ella.

—¿Esto es lo que tú llamas una broma? —exige saber.

—No, Anastasia.

Me sorprende su tono vehemente, y niego con la cabeza para reafirmarme en mi respuesta. Es habitual que una sumisa consulte con las sumisas anteriores para asegurarse de que su nuevo amo sabe lo que se hace.

—No… me las arreglaré yo sola, muchas gracias —asegura, y alarga la mano para tirar de la colcha y el edredón y subírselos hasta la barbilla.

¿Cómo? ¿Se ha molestado?

—Anastasia, no… No quería ofenderte.

—No estoy ofendida. Estoy consternada.

—¿Consternada?

—No quiero hablar con ninguna exnovia tuya… o esclava… o sumisa… como las llames.

Oh.

—Anastasia Steele, ¿estás celosa?

Si parezco desconcertado es porque realmente lo estoy. Se pone colorada como un tomate y entonces sé que he dado en el clavo. ¿Por qué coño está celosa?

Cariño, tenía una vida propia antes de conocerte.

Una vida muy activa.

—¿Vas a quedarte? —quiere saber.

¿Qué? Por supuesto que no.

—Mañana a primera hora tengo una reunión en el Heathman. Además, ya te dije que no duermo con mis novias, o esclavas, o sumisas, ni con nadie. El viernes y el sábado fueron una excepción. No volverá a pasar.

Aprieta los labios y adopta ese gesto terco característico.

—Bueno, estoy cansada —dice.

Mierda.

—¿Estás echándome?

No es así como se supone que va la cosa.

—Sí.

Pero ¿qué narices…?

La señorita Steele ha vuelto a desarmarme.

—Bueno, otra novedad —murmuro.

Me están echando. No puedo creerlo.

—¿No quieres que comentemos nada? Sobre el contrato —pregunto buscando cualquier excusa para prolongar la visita.

—No —contesta con un gruñido.

Su malhumor me resulta irritante, y, si de verdad fuera mía, no se lo toleraría.

—Ay, cuánto me gustaría darte una buena tunda. Te sentirías mucho mejor, y yo también —le aseguro.

—No puedes decir esas cosas… Todavía no he firmado nada.

Me lanza una mirada desafiante.

Ay, nena, ya lo creo que puedo decirlo, lo que no puedo es hacerlo. Al menos hasta que me dejes.

—Pero soñar es humano, Anastasia. ¿Hasta el miércoles?

El trato sigue interesándome, aunque ignoro por qué. Me he topado con una chica difícil. La beso fugazmente en los labios.

—Hasta el miércoles —accede.

Vuelvo a sentir un gran alivio.

—Espera, salgo contigo —añade, ya en un tono más suave—. Dame un minuto. —Me empuja para que me levante de la cama, y se pone la camiseta—. Pásame los pantalones de chándal, por favor —me ordena, señalándolos.

Uau. La señorita Steele también sabe mandar.

—Sí, señora —bromeo, consciente de que no captará la alusión.

Sin embargo, entorna los ojos. Sabe que estoy burlándome de ella, pero no dice nada y se pone los pantalones.

Divertido en parte ante la perspectiva de que estén a punto de ponerme de patitas en la calle, la sigo por el salón hasta la puerta de la entrada.

¿Cuándo fue la última vez que me ocurrió algo así?

Nunca.

Abre la puerta, pero no deja de mirarse las manos.

¿Qué ocurre aquí?

—¿Estás bien? —le pregunto acariciándole la barbilla con el pulgar.

Tal vez no quiere que me vaya… o quizá no ve el momento de perderme de vista.

—Sí —contesta con voz apagada.

No sé si creerla.

—Nos vemos el miércoles —le recuerdo.

Habrá que esperar hasta entonces. Me inclino y cierra los ojos cuando la beso. Y no quiero irme. No con tantas dudas sobre ella. Le sujeto la cabeza y la beso más profundamente, y ella responde y me entrega su boca.

Ay, nena, no tires la toalla conmigo. Dale una oportunidad a esto.

Se cuelga de mis brazos, me besa, y no quiero parar. Ana es embriagadora y la oscuridad permanece callada, silenciada por la mujer que tengo delante. Muy a mi pesar, me contengo y descanso mi frente sobre la suya.

Le falta el aire, igual que a mí.

—Anastasia, ¿qué estás haciendo conmigo?

—Lo mismo podría decirte yo —susurra.

Sé que debería irme; es mi perdición, aunque no sé por qué. La beso en la frente y enfilo el camino de entrada en dirección al R8. Ella se queda en la puerta, desde donde me sigue con la mirada. No ha entrado en casa. Sonrío, feliz, porque continúa mirándome mientras subo al coche.

Sin embargo, cuando vuelvo la vista ya no está.

Mierda. ¿Qué ha pasado? ¿No va a decirme adiós con la mano?

Enciendo el motor y emprendo el camino de vuelta a Portland mientras analizo lo que ha ocurrido entre nosotros.

Ella me ha enviado un correo.

Yo he ido a verla.

Hemos follado.

Me ha echado antes de que yo decidiera irme.

Por primera vez, bueno, tal vez no sea la primera, me siento un poco utilizado, sexualmente utilizado. Es una sensación perturbadora que me recuerda la época que estuve con Elena.

¡Mierda! La señorita Steele está escalando posiciones a marchas forzadas, aunque ella ni siquiera lo sabe. Y encima yo se lo permito, como un imbécil.

Tengo que darle la vuelta a esta situación. Tener tantas dudas me está volviendo loco.

Pero la deseo. Necesito que firme.

¿Es solo por el hecho de conquistarla? ¿Es eso lo que me excita? ¿O es ella?

Joder, no lo sé, pero espero averiguarlo el miércoles. Por otro lado, no puede negarse que ha sido una manera bastante agradable de pasar la velada. Sonrío satisfecho mientras miro el espejo retrovisor y aparco en el parking del hotel.

Ya de vuelta en mi habitación, me siento delante del portátil.

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