Grey

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Jueves, 26 de mayo de 2011

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—De fisting nada, dices. ¿Hay algo más a lo que te opongas? —pregunto.

Traga saliva.

—La penetración anal tampoco es que me entusiasme.

—Lo del fisting pase, pero no querría renunciar a tu culo, Anastasia.

Ella inspira profundamente.

—Bueno, ya veremos. Además, tampoco es algo a lo que podamos lanzarnos sin más. —No consigo reprimir una sonrisa maliciosa—. Tu culo necesitará algo de entrenamiento.

—¿Entrenamiento? —Sus ojos se abren como platos.

—Oh, sí. Habrá que prepararlo con mimo. La penetración anal puede resultar muy placentera, créeme. Pero si lo probamos y no te gusta, no tenemos por qué volver a hacerlo. —Me deleito con su cara de conmoción.

—¿Tú lo has hecho? —me pregunta.

—Sí.

—¿Con un hombre?

—No. Nunca he hecho nada con un hombre. No me va.

—¿Con la señora Robinson?

—Sí. —Y su enorme arnés de silicona.

Ana arruga la frente y yo me apresuro a proseguir antes de que me pregunte más sobre el tema.

—Y la ingestión de semen… Bueno, eso se te da de miedo.

Espero que sonría, pero ella me observa atentamente, como si estuviera viéndome bajo una nueva luz. Creo que sigue dándole vueltas a la señora Robinson y a la penetración anal. Oh, nena, Elena contaba con mi sumisión. Podía hacer conmigo lo que se le antojara. Y a mí me gustaba.

—Entonces… Tragar semen, ¿vale? —pregunto intentando traerla de vuelta al presente.

Ella asiente y apura la taza.

—¿Más? —le pregunto.

Frena, Grey. Solo la quieres achispada, no borracha.

—Más —susurra.

Le sirvo champán y vuelvo a la lista.

—¿Juguetes sexuales?

¿Acepta la Sumisa lo siguiente?

 

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—¿Dilatadores anales? ¿Eso sirve para lo que pone en el envase? —Hace una mueca de asco.

—Sí. Y hace referencia a la penetración anal de antes. Al entrenamiento.

—Ah… ¿y el «otros»?

—Rosarios, huevos… ese tipo de cosas.

—¿Huevos? —Se lleva las manos a la boca, espantada.

—No son huevos de verdad. —Me río.

—Me alegra ver que te hago tanta gracia.

Parece ofendida, y no era esa mi intención.

—Mis disculpas. Lo siento, señorita Steele.

¡No me jodas, Grey! No te pases con ella.

—¿Algún problema con los juguetes?

—No —suelta con brusquedad.

Mierda. Se está enfadando.

—Anastasia, lo siento. Créeme. No pretendía burlarme. Nunca he tenido esta conversación de forma tan explícita. Eres tan inexperta… Lo siento.

Hace un mohín y toma otro sorbo de champán.

—Vale… bondage —digo, y volvemos a la lista.

¿Acepta la Sumisa lo siguiente?

 

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—¿Y bien? —pregunto, esta vez amablemente.

—De acuerdo —susurra, y sigue leyendo.

¿Acepta la Sumisa los siguientes tipos de bondage?

 

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¿Acepta la Sumisa que se le venden los ojos?

 

¿Acepta la Sumisa que se la amordace?

—Ya hemos hablado de la suspensión y, si quieres ponerla como límite infranqueable, me parece bien. Lleva mucho tiempo y, de todas formas, solo te tengo a ratos pequeños. ¿Algo más?

—No te rías de mí, pero ¿qué es una barra separadora?

—Prometo no reírme. Ya me he disculpado dos veces. —Por el amor de Dios—. No me obligues a hacerlo de nuevo. —Mi voz es más severa de lo que pretendo, y ella se aparta de mí.

Mierda.

No hagas caso, Grey. Continúa con esto.

—Es una barra que incorpora unas esposas para los tobillos y/o las muñecas. Es divertido.

—Vale… De acuerdo con lo de amordazarme… Me preocupa no poder respirar.

—A mí también me preocuparía que no respiraras. No quiero asfixiarte. —Jugar a contener el aliento no me va nada.

—Además, ¿cómo voy a usar las palabras de seguridad estando amordazada? —pregunta.

—Para empezar, confío en que nunca tengas que usarlas. Pero si estás amordazada, lo haremos por señas.

—Lo de la mordaza me pone nerviosa.

—Vale. Tomo nota.

Me observa un momento como si hubiera resuelto el enigma de la esfinge.

—¿Te gusta atar a tus sumisas para que no puedan tocarte? —pregunta.

—Esa es una de las razones.

—¿Por eso me has atado las manos?

—Sí.

—No te gusta hablar de eso —dice.

—No, no me gusta.

No voy a ir ahí contigo, Ana. Déjalo.

—¿Te apetece más champán? —pregunto—. Te está envalentonando, y necesito saber lo que piensas del dolor. —Le sirvo en la taza y ella toma un sorbo, nerviosa y con los ojos muy abiertos—. A ver, ¿cuál es tu actitud general respecto a sentir dolor?

Guarda silencio.

Contengo un suspiro.

—Te estás mordiendo el labio.

Por suerte, deja de hacerlo, pero se queda pensativa y se mira las manos.

—¿Recibías castigos físicos de niña? —le pregunto de pronto.

—No.

—Entonces, ¿no tienes ningún ámbito de referencia?

—No.

—No es tan malo como crees. En este asunto, tu imaginación es tu peor enemigo.

Confía en mí, Ana. Créeme, por favor.

—¿Tienes que hacerlo?

—Sí.

—¿Por qué?

No quieras saberlo, de verdad.

—Es parte del juego, Anastasia. Es lo que hay. Te veo nerviosa. Repasemos los métodos.

Revisamos la lista.

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—Vale, has dicho que no a las pinzas genitales. Muy bien. Lo que más duele son los varazos.

Ana palidece.

—Ya iremos llegando a eso —me apresuro a añadir.

—O mejor no llegamos —replica.

—Forma parte del trato, nena, pero ya iremos llegando a todo eso. Anastasia, no te voy a obligar a nada horrible.

—Todo esto del castigo es lo que más me preocupa.

—Bueno, me alegro de que me lo hayas dicho. De momento quitamos los varazos de la lista. Y a medida que te vayas sintiendo más cómoda con todo lo demás, incrementaremos la intensidad. Lo haremos despacio.

Parece que duda, así que me inclino hacia delante y la beso.

—Ya está, no ha sido para tanto, ¿no?

Se encoge de hombros, aún dubitativa.

—A ver, quiero comentarte una cosa más antes de llevarte a la cama.

—¿A la cama? —exclama, y se le encienden las mejillas.

—Vamos, Anastasia, después de repasar todo esto, quiero follarte hasta la semana que viene, desde ahora mismo. En ti también debe de haber tenido algún efecto.

Se estremece a mi lado e inspira profundamente, con los muslos apretados entre sí.

—¿Ves? Además, quiero probar una cosa.

—¿Me va a doler?

—No… deja de ver dolor por todas partes. Más que nada es placer. ¿Te he hecho daño hasta ahora?

—No.

—Pues entonces. A ver, antes me hablabas de que querías más. —Me interrumpo.

Joder. Estoy al borde de un precipicio.

De acuerdo, Grey, ¿estás seguro de esto?

Tengo que intentarlo. No quiero perderla antes de empezar.

Vamos, Grey, lánzate.

Le cojo una mano.

—Podríamos probarlo durante el tiempo en que no seas mi sumisa. No sé si funcionará. No sé si podremos separar las cosas. Igual no funciona. Pero estoy dispuesto a intentarlo. Quizá una noche a la semana. No sé.

Se queda boquiabierta.

—Con una condición.

—¿Qué? —pregunta con la respiración entrecortada.

—Que aceptes encantada el regalo de graduación que te hago.

—Ah —exclama, y sus ojos se agrandan por la incertidumbre.

—Ven.

Tiro de ella para ayudarla a levantarse, me quito la cazadora de cuero y se la pongo sobre los hombros. Respiro hondo, abro la puerta y dejo que vea el Audi A3 que he aparcado fuera.

—Para ti. Feliz graduación. —La abrazo y le beso el pelo.

Cuando la suelto, veo que contempla anonadada el coche.

Vale… Esto podría salir bien o mal.

La cojo de la mano, bajo los escalones de la entrada y ella me sigue como si estuviera en trance.

—Anastasia, ese Escarabajo tuyo es muy viejo y francamente peligroso. Jamás me perdonaría que te pasara algo cuando para mí es tan fácil solucionarlo…

Mira el coche, enmudecida.

Mierda.

—Se lo comenté a tu padrastro. Le pareció una idea genial.

A lo mejor estoy exagerando…

Sigue boquiabierta y consternada cuando se vuelve hacia mí; me mira enfadada.

—¿Le mencionaste esto a Ray? ¿Cómo has podido? —Está furiosa, muy furiosa.

—Es un regalo, Anastasia. ¿Por qué no me das las gracias y ya está?

—Sabes muy bien que es demasiado.

—Para mí, no; para mi tranquilidad, no.

Vamos, Ana. Quieres más, pues este es el precio.

Hunde los hombros y se vuelve hacia mí, creo que resignada. No ha sido exactamente la reacción que esperaba. El rubor rosado fruto del champán ha desaparecido y su tez vuelve a estar pálida.

—Te agradezco que me lo prestes, como el portátil.

Sacudo la cabeza. ¿Por qué todo es tan difícil con ella? Ninguna de mis otras sumisas ha reaccionado así cuando les he regalado un coche. Al contrario, suelen estar encantadas.

—Vale. Te lo presto. Indefinidamente —accedo entre dientes.

—No, indefinidamente, no. De momento. Gracias —dice con un hilo de voz. Se pone de puntillas y me besa en la mejilla—. Gracias por el coche, señor.

Esa palabra. En su dulce, dulce boca. La agarro, aprieto su cuerpo contra el mío y enredo los dedos en su pelo.

—Eres una mujer difícil, Ana Steele.

La beso con pasión y la obligo a abrir la boca con la lengua, y un instante después ella corresponde a mi deseo acariciando mi lengua con la suya. Mi cuerpo reacciona: quiero poseerla. Aquí. Ahora. En la calle.

—Me está costando una barbaridad no follarte encima del capó de este coche ahora mismo para demostrarte que eres mía y que, si quiero comprarte un puto coche, te compro un puto coche. Venga, vamos dentro y desnúdate —mascullo.

La beso una vez más con actitud exigente y posesiva. Me la llevo de la mano y volvemos al apartamento. Cierro de un portazo y vamos directos al dormitorio. Allí la suelto y enciendo la luz de la mesilla.

—Por favor, no te enfades conmigo —susurra.

Sus palabras sofocan el fuego de mi ira.

—Siento lo del coche y lo de los libros… —Se interrumpe y se lame los labios—. Me das miedo cuando te enfadas.

Mierda. Nadie me había dicho eso nunca. Cierro los ojos. Lo último que quiero es asustarla.

Cálmate, Grey.

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