Grey

Grey


Sábado, 28 de mayo de 2011

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¡Christian! —exclama Mia, eufórica, y echa a correr en mi dirección tras abandonar el carrito cargado hasta arriba de equipaje. Me rodea el cuello con los brazos y me estrecha contra ella, con fuerza—. Te he echado de menos.

—Yo también.

Le devuelvo el abrazo. Se inclina hacia atrás y me escudriña con sus intensos ojos negros.

—Tienes buen aspecto —afirma rebosando entusiasmo—. ¡Háblame de esa chica!

—Primero os llevo a tu equipaje y a ti a casa.

Me hago cargo del carrito, que pesa una tonelada, y abandonamos la terminal del aeropuerto para encaminarnos juntos al aparcamiento.

—Bueno, ¿qué tal París? Cualquiera diría que te lo has traído en la maleta.

C’est incroyable! —exclama—. Aunque Floubert es un cabrón. ¡Dios mío! Qué horror de hombre. Será un buen chef, pero es una mierda de profesor.

—¿Eso quiere decir que esta noche cocinas tú?

—Pues yo esperaba que lo hiciera mamá.

Mia no deja de hablar de París: de lo pequeña que era su habitación, de las cañerías, del Sacré-Coeur, Montmartre, los parisinos, el café, el vino tinto, el queso, la moda, las tiendas… Sobre todo de la moda y de las tiendas. Y eso que yo creía que había ido a París para aprender a cocinar.

Cuánto he echado de menos su locuacidad; me resulta relajante y la agradezco. Mia es la única persona que conozco que no hace que me sienta… diferente. Qué recuerdos.

—Esta es tu hermanita, Christian. Se llama Mia.

Mamá me deja tenerla en brazos. Es muy pequeña y tiene el pelo muy, muy negro.

Sonríe. No tiene dientes. Le saco la lengua. Tiene una risa alegre.

Mamá me deja tenerla en brazos otra vez. Se llama Mia.

Se ríe conmigo. Yo la levanto y la abrazo. En mis brazos está segura.

A Elliot le da igual Mia. Mia babea y llora.

Y él arruga la nariz cuando ella se hace caca.

Cuando Mia llora, Elliot no le hace caso. Yo la levanto y la abrazo, y así para de llorar.

Se duerme en mis brazos.

—Mi-a —susurro.

—¿Qué has dicho? —pregunta mamá, blanca como la tiza.

—Mi-a.

—Sí, sí, cariño mío. Mia. Se llama Mia.

Y mamá se pone a llorar de alegría.

Doblo hacia el camino de entrada, detengo el coche frente a la puerta de mis padres, descargo el equipaje de Mia y lo entro en casa.

—¿Dónde está todo el mundo?

Mia hace un mohín exagerado. La única persona que aparece es la asistenta de mis padres: una estudiante de intercambio cuyo nombre no recuerdo.

—Bienvenida a casa —saluda a Mia con su deficiente inglés, aunque en realidad está mirándome a mí con ojos de cordera degollada.

Por favor, no es más que una cara bonita, cariño.

Respondo a la pregunta de Mia sin hacerle ningún caso a la asistenta.

—Creo que mamá está de guardia y papá ha ido a una conferencia. Te has adelantado una semana.

—No soportaba a Floubert ni un minuto más. Tenía que irme de allí mientras pudiera. Ah, te he traído un regalo. —Coge una de las maletas, la abre en el vestíbulo y empieza a rebuscar en su interior—. ¡Ajá! —Me tiende una caja cuadrada y pesada—. Ábrelo —me anima, impaciente, con una amplia sonrisa. Esta chica es un verdadero terremoto.

Abro la caja con recelo y dentro encuentro una bola de nieve que contiene un piano de cola negro cubierto de purpurina. Es la cosa más hortera que he visto en mi vida.

—Es una caja de música. Mira…

Me la quita de las manos, la agita con fuerza y le da cuerda a una llavecita situada en la parte inferior. Empieza a sonar una versión ligera de «La Marsellesa» entre una nube de purpurina de colores.

¿Qué voy a hacer con este trasto? Me echo a reír, porque es un regalo muy típico de Mia.

—Me encanta, Mia. Gracias.

La abrazo y ella hace lo mismo.

—Sabía que te reirías.

Tiene razón. Me conoce bien.

—Bueno, háblame de esa chica —insiste, pero nos interrumpe la llegada de Grace, que entra apresuradamente por la puerta, y el abrazo en el que se funden madre e hija me concede un respiro.

—Siento mucho no haber podido ir a buscarte, cariño —se disculpa Grace—. Estaba de guardia. Qué mayor se te ve. Christian, ¿te importaría subir las maletas de Mia? Gretchen te echará una mano.

¿En serio? ¿Ahora soy el mozo de equipaje?

—Claro, mamá.

Pongo los ojos en blanco. Lo último que necesito es a Gretchen bebiendo los vientos por mí.

En cuanto termino, les digo que he quedado con mi entrenador.

—Volveré por la noche.

Me despido de ellas con un beso fugaz y me marcho antes de que empiecen a incordiarme con más preguntas sobre Ana.

Bastille, mi entrenador, me hace sudar la gota gorda. Hoy practicamos kick boxing en su gimnasio.

—Te has ablandado en Portland, amigo —se burla después de enviarme a la colchoneta con su patada giratoria.

Bastille se ha formado en la escuela de la vida y solo concibe un entrenamiento físico duro, lo cual ya me va bien.

Me pongo en pie con dificultad. Quiero tirarlo al suelo, pero tiene razón; me da una soberana paliza y yo no consigo ni tocarlo.

—¿Qué pasa? Estás distraído, tío —dice cuando hemos acabado.

—Cosas de la vida. Ya sabes —contesto con aire indiferente.

—Ya. ¿Esta semana estás en Seattle?

—Sí.

—Bien. Hay que ponerte en forma.

Mientras regreso corriendo al apartamento recuerdo el regalo de bienvenida para el nuevo piso de Ana. Le envío un mensaje a Elliot.

*¿Cuál es la dirección de Ana y Kate?

Quiero sorprenderlas

con un regalo.*

Me envía las señas y se las paso a Andrea, que me responde cuando ya estoy en el ascensor, camino del ático.

*Champán y globo enviados. A.*

Taylor me tiende un paquete cuando entro en el apartamento.

—Esto ha llegado para usted, señor Grey.

Ah, sí. Reconozco el discreto envoltorio sin remitente: es la fusta.

—Gracias.

—La señora Jones ha dicho que volverá mañana, hacia la noche.

—De acuerdo. Creo que eso es todo por hoy, Taylor.

—Muy bien, señor —contesta con una sonrisa educada, y regresa a su despacho.

Entro tranquilamente en mi dormitorio con la fusta. Será la introducción perfecta a mi mundo. La propia Ana ha admitido que no posee ningún tipo de conocimiento ni experiencia con respecto al castigo físico más allá de los azotes que le propiné la otra noche. Y la excitaron. Tendré que tomarme con calma lo de la fusta y procurar que le resulte placentero.

Muy placentero. La fusta es perfecta. Le demostraré que todos sus miedos son infundados y, una vez que se sienta a gusto con esto, seguiremos adelante.

Bueno, espero que sigamos adelante…

Nos lo tomaremos con calma; solo haremos lo que ella esté dispuesta a probar. Si quiero que esto funcione, habrá que ir a su ritmo, no al mío.

Vuelvo a echarle un vistazo a la fusta y la guardo en el armario para mañana.

Abro el portátil para ponerme a trabajar, y entonces suena el teléfono. Espero que sea Ana, pero se trata de Elena. Lástima.

¿Tenía que llamarla?

—Hola, Christian. ¿Cómo estás?

—Bien, gracias.

—¿Ya has vuelto de Portland?

—Sí.

—¿Te apetece ir a cenar esta noche?

—Esta noche no va a poder ser. Mia acaba de llegar de París y han reclamado mi presencia.

—Ah, mamá Grey. ¿Cómo está?

—¿Mamá Grey? Bien. Creo. ¿Por qué? ¿Qué sabes que yo no sepa?

—Solo preguntaba, Christian. No seas tan susceptible.

—Te llamo la semana que viene; tal vez podamos ir a cenar.

—De acuerdo. Llevas una temporada desaparecido, y he conocido a una mujer que podría cumplir con tus requisitos.

Yo también.

Paso por alto su comentario.

—Nos vemos la semana que viene. Adiós.

Mientras me ducho, me pregunto si lo que me atrae tanto de Ana es el hecho de tener que persistir en mi empeño por conseguirla, cómo es ella.

La cena ha sido divertida. Mi hermana, la princesa de la casa, ha vuelto y el resto de la familia somos sus lacayos, con los que hace lo que quiere. Grace ha reunido a todos sus hijos y está en su elemento. Ha preparado el plato preferido de Mia: pollo frito, con salsa y puré de patatas.

También es uno de los míos.

—Háblame de Anastasia —me pide Mia, ya sentados a la mesa de la cocina.

Elliot se reclina en la silla y se pasa las manos por detrás de la cabeza.

—Esto no me lo pierdo. ¿Sabes que lo desfloró?

—¡Elliot! —le riñe Grace, y luego le da con un trapo de cocina.

—¡Ay!

Mi hermano la esquiva y pongo los ojos en blanco.

—He conocido a una chica. —Me encojo de hombros—. Fin de la historia.

—¡No puedes dejarnos así! —protesta Mia haciendo un mohín.

—Mia, yo diría que sí puede, y que acaba de hacerlo. —Carrick le dirige una mirada reprobadora y paternal por encima de las gafas.

—La conoceremos mañana en la cena, ¿verdad, Christian? —apunta Grace con una sonrisa traviesa.

¡Joder!

—También viene Kate —añade Elliot con intención de provocarme.

Maldito liante. Lo fulmino con la mirada.

—Qué ganas tengo de conocerla. ¡Tiene que ser una pasada! —Mia da saltitos en la silla.

—Sí, sí —mascullo preguntándome si habrá algún modo de librarme de la cena de mañana.

—Elena me ha preguntado por ti, cariño —comenta Grace.

—¿Ah, sí?

Finjo un completo desinterés perfeccionado a lo largo de años de práctica.

—Sí, dice que hace mucho que no te ve.

—He estado en Portland por asuntos de negocios. Hablando de eso, debería irme… Mañana tengo una llamada importante y he de preparar algunas cosas.

—Pero si todavía falta el postre, y es crujiente de manzana.

Mmm… Resulta tentador. Sin embargo, si me quedo seguirán preguntándome sobre Ana.

—Tengo que irme, el trabajo me reclama.

—Cariño, trabajas demasiado —me reprende Grace levantándose de la silla.

—No te levantes, mamá. Estoy seguro de que Elliot te ayudará a fregar los platos después de cenar.

—¿Qué?

Elliot frunce el ceño. Le guiño un ojo, me despido y doy media vuelta.

—Pero te veremos mañana, ¿no? —pregunta Grace con la voz cargada de esperanza.

—Ya veremos.

Mierda. Parece que Anastasia Steele va a conocer a mi familia.

No sé cómo sentirme al respecto.

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