Grey

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Domingo, 29 de mayo de 2011

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Con el «Shake Your Hips» de los Rolling Stones sonando a todo volumen en mis oídos, sigo corriendo con ritmo enérgico por Fourth Avenue y doblo a la derecha al llegar a la esquina con Vine Street. Son las siete menos cuarto de la mañana y el recorrido es cuesta abajo y todo recto… hacia su apartamento. Me siento atraído como un imán; solo quiero ver dónde vive.

Estoy a medio camino entre un obseso del control y un acosador.

Me río para mis adentros: solo he salido a correr, estamos en un país libre…

El bloque de apartamentos es un edificio de ladrillo normal y corriente, con los marcos de las ventanas pintados de verde oscuro, típicos de esta parte de la ciudad. El apartamento está en una buena zona, cerca de la intersección de Vine Street con Western. Me imagino a Ana hecha un ovillo en la cama, bajo el edredón y su colcha de color crema y azul.

Sigo corriendo varias manzanas más y me meto en el mercado; los comerciantes están montando los puestos. Esquivo las camionetas de frutas y verduras y las furgonetas frigoríficas que reparten el pescado del día. Es el corazón de la ciudad, vibrante y lleno de vida a pesar de lo temprano que es esta mañana fría y gris. El agua del Sound está de una tonalidad plomiza y vidriosa, a juego con el color del cielo, pero eso no consigue nublar mi buen humor.

Hoy es el día.

Después de darme una ducha, me pongo unos vaqueros y una camisa de lino y saco de mi cómoda una goma para el pelo. Me la meto en el bolsillo y me voy al estudio a escribirle un e-mail a Ana.

De: Christian Grey

Fecha: 29 de mayo de 2011 08:04

Para: Anastasia Steele

Asunto: Mi vida en cifras

 

Si vienes en coche, vas a necesitar este código de acceso para el garaje subterráneo del Escala: 146963.

Aparca en la plaza 5: es una de las mías. El código del ascensor: 1880.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Al cabo de un par de minutos llega la respuesta.

De: Anastasia Steele

Fecha: 29 de mayo de 2011 08:08

Para: Christian Grey

Asunto: Una añada excelente

 

Sí, Señor. Entendido.

Gracias por el champán y el globo del

Charlie Tango, que tengo atado a mi cama.

 

Ana

Me viene a la mente la imagen de Ana atada a la cama con mi corbata. Me remuevo inquieto en la silla. Espero que se haya traído esa misma cama a Seattle.

De: Christian Grey

Fecha: 29 de mayo de 2011 08:11

Para: Anastasia Steele

Asunto: Envidia

 

De nada.

No llegues tarde.

Afortunado

Charlie Tango.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

No me responde, así que inspecciono la nevera en busca de algo para desayunar. Gail me ha dejado unos cruasanes, y para el almuerzo, una ensalada César con pollo, suficiente para dos personas. Espero que a Ana le guste, aunque no me importa tener que comérmela dos días seguidos.

Taylor aparece mientras estoy desayunando.

—Buenos días, señor Grey. Aquí tiene la prensa dominical.

—Gracias. Anastasia vendrá hoy a la una, y también vendrá una tal doctora Green a la una y media.

—Muy bien, señor. ¿Hay algo más en la agenda para hoy?

—Sí. Ana y yo iremos a casa de mis padres a cenar esta noche.

Taylor ladea la cabeza, con un gesto de sorpresa, pero se repone enseguida y abandona la habitación. Yo vuelvo a centrarme en mi cruasán con mermelada de albaricoque.

Sí, voy a presentársela a mis padres; ¿algún problema?

No logro concentrarme; estoy nervioso e impaciente. Son las doce y cuarto. Hoy las horas se me están haciendo eternas. Desisto de seguir trabajando, recojo los periódicos del domingo y vuelvo a la sala de estar, donde pongo un poco de música y me siento a leer.

Para mi sorpresa, veo una foto de Ana y de mí en la sección de noticias locales, de la ceremonia de graduación en la Estatal de Washington. Está preciosa, aunque parece un poco asustada.

Oigo el ruido de la puerta doble y ahí está ella… Lleva el pelo suelto, un poco salvaje y sexy, y ha escogido el mismo vestido color morado que se puso para nuestra cena en el Heathman. Está espectacular.

Bravo, señorita Steele.

—Mmm… ese vestido. —Mi voz está impregnada de admiración mientras me acerco con aire despreocupado hacia ella—. Bienvenida de nuevo, señorita Steele —susurro y, sujetándola de la barbilla, le doy un beso tierno en los labios.

—Hola —dice, con las mejillas teñidas de un leve rubor.

—Llegas puntual. Me gusta la puntualidad. Ven. —La cojo de la mano y la llevo al sofá—. Quiero enseñarte algo.

Nos sentamos y le paso The Seattle Times. La fotografía la hace reír. No es exactamente la reacción que yo esperaba.

—Así que ahora soy tu «amiga» —bromea.

—Eso parece. Y sale en el periódico, así que será cierto.

Me siento más tranquilo ahora que ya está aquí, tal vez por el hecho de que sí ha venido; no ha salido huyendo. Le coloco un mechón de pelo suave y sedoso por detrás de la oreja y siento un hormigueo en los dedos, ansiosos por trenzarle esa melena.

—Entonces, Anastasia, ahora tienes mucho más claro cuál es mi rollo que la otra vez que estuviste aquí.

—Sí.

Me lanza una mirada intensa… cómplice.

—Y aun así has vuelto.

Asiente dedicándome una sonrisa tímida.

No puedo creer en mi suerte.

Ya sabía yo que tenías un lado oscuro, Ana…

—¿Has comido?

—No.

¿No ha comido nada de nada? Vale. Habrá que solucionarlo. Me paso la mano por el pelo y en el tono de voz más neutro posible, le pregunto:

—¿Tienes hambre?

—De comida, no —contesta con voz burlona.

¡Dios…! Es como si le estuviese hablando directamente a mi entrepierna.

Me inclino hacia delante, apoyo los labios en su oreja y percibo el aroma embriagador de su cuerpo.

—Tan impaciente como siempre, señorita Steele. ¿Te cuento un secreto? Yo también. Pero la doctora Greene no tardará en llegar. —Me recuesto en el sofá—. Deberías comer algo. —Es una súplica.

—Háblame de la doctora Greene —dice cambiando hábilmente de tema.

—Es la mejor especialista en ginecología y obstetricia de Seattle. ¿Qué más puedo decir?

Bueno, al menos eso es lo que le ha dicho mi médico a mi asistente personal.

—Pensaba que me iba a atender «tu» doctora. Y no me digas que en realidad eres una mujer, porque no te creo.

Logro contener una risotada.

—Creo que es preferible que te vea un especialista, ¿no?

Me mira con expresión de extrañeza, pero asiente.

Ahora, a por el siguiente tema.

—Anastasia, a mi madre le gustaría que vinieras a cenar esta noche. Tengo entendido que Elliot se lo va a pedir a Kate también. No sé si te apetece. A mí se me hace raro presentarte a mi familia.

Tarda un segundo en procesar la información y luego se echa el pelo hacia atrás por encima del hombro, como hace siempre antes de presentar pelea. Sin embargo, parece dolida, no con ganas de armar bronca.

—¿Te avergüenzas de mí? —Su voz suena indignada.

Oh, por el amor de Dios…

—Por supuesto que no.

¡Qué idea tan ridícula! Le lanzo una mirada ofendida. ¿Cómo puede pensar eso de sí misma?

—¿Y por qué se te hace raro? —pregunta.

—Porque no lo he hecho nunca —le contesto en tono irritado.

—¿Por qué tú si puedes poner los ojos en blanco y yo no?

—No me he dado cuenta de que lo hacía.

Ya me está desafiando. Otra vez.

—Tampoco yo, por lo general —me suelta.

Mierda. ¿Estamos discutiendo?

Oigo carraspear a Taylor.

—Ha llegado la doctora Greene, señor —dice.

—Acompáñala a la habitación de la señorita Steele.

Ana se vuelve para mirarme y le tiendo la mano.

—No irás a venir tú también, ¿no?

Está horrorizada y divertida a la vez. Yo me echo a reír y noto un cosquilleo en el cuerpo.

—Pagaría un dineral por mirar, Anastasia, pero no creo que a la doctora le pareciera bien. —Deja la mano en la mía y yo la acojo en mis brazos y empiezo a besarla. Su boca es suave, cálida y seductora; hundo las manos en su pelo y la beso con más fuerza. Cuando me aparto, parece sorprendida. Presiono la frente contra la de ella—. Cuánto me alegro de que hayas venido. Estoy impaciente por desnudarte. —Es increíble lo mucho que te he echado de menos—. Vamos, yo también quiero conocer a la doctora Greene.

—¿Es que no la conoces?

—No.

Cojo a Ana de la mano y nos dirigimos a la planta de arriba, al que será su dormitorio.

La doctora Greene tiene una de esas miradas miopes, una mirada penetrante que hace que me sienta algo incómodo.

—Señor Grey —dice estrechándome la mano que le ofrezco con movimiento firme y decidido.

—Gracias por haber venido tan deprisa aun habiéndola avisado con tan poco tiempo.

La deslumbro con mi sonrisa más amable.

—Gracias a usted por compensármelo sobradamente, señor Grey. Señorita Steele —saluda a Ana con educación, y adivino que está calibrando cuál es la relación que hay entre ella y yo.

Estoy seguro de que me ve como uno de esos villanos del cine mudo, que llevan un bigote enorme. Se vuelve y me lanza una mirada más que elocuente, invitándome a marcharme.

Vale.

—Estaré abajo —murmuro, aunque lo cierto es que me gustaría quedarme a mirar.

La reacción de la buena doctora sería impagable si le hiciese esa insólita petición. Me río para mis adentros solo de pensarlo y me voy a la planta de abajo, al salón.

Ahora que Ana ya no está conmigo, vuelve a invadirme la misma inquietud de antes. Para distraerme, decido poner dos manteles individuales sobre la encimera. Es la segunda vez que lo hago, y la primera también fue para Ana.

Grey, te estás ablandando.

Escojo una botella de Chablis para acompañar el almuerzo —es uno de los pocos chardonnays que me gustan— y, cuando termino, me siento en el sofá y hojeo la sección de deportes del periódico. Subo el volumen del mando a distancia de mi iPod con la esperanza de que la música me ayude a concentrarme en las estadísticas de la victoria de anoche de los Mariners contra los Yankees, en lugar de pensar en qué estará ocurriendo allá arriba entre Ana y la doctora Greene.

Al final, el eco de los pasos de ambas resuena en el pasillo y levanto la vista cuando entran en la sala.

—¿Ya habéis terminado? —pregunto, y pulso el botón del mando a distancia del iPod para atenuar el aria.

—Sí, señor Grey. Cuídela; es una joven hermosa e inteligente.

¿Qué le habrá contado Ana?

—Eso me propongo —contesto antes de lanzar una mirada de reojo a Ana, como diciendo: «¿A qué coño ha venido eso?».

Ana me mira sin comprender. Bien. Entonces no se debe a nada que ella le haya dicho.

—Le enviaré la factura —dice la doctora Greene—. Buenos días, y buena suerte, Ana.

Se le forman unas arrugas en las comisuras de los ojos mientras nos estrecha la mano a ambos.

Taylor la acompaña hasta el ascensor y cierra prudentemente la puerta de doble hoja que da al vestíbulo.

—¿Cómo ha ido? —pregunto en tono risueño, divertido por las palabras de la doctora Greene.

—Bien, gracias —responde Ana—. Me ha dicho que tengo que abstenerme de practicar cualquier tipo de actividad sexual durante las cuatro próximas semanas.

Pero ¿qué narices está diciendo? La miro completamente conmocionado.

La expresión seria de Ana se diluye en una nueva expresión burlona y triunfal.

—¡Has picado!

Muy bueno el chiste, señorita Steele.

Entorno los ojos y su sonrisa se desvanece.

—¡Has picado! —le suelto yo. No puedo evitar esbozar una sonrisa de satisfacción. Le rodeo la cintura y la atraigo hacia mí; mi cuerpo está hambriento de ella—. Es usted incorregible, señorita Steele.

Entierro las manos en su pelo y la beso con fuerza, preguntándome si no debería follármela ahí mismo, sobre la encimera, para darle una lección.

Todo a su debido tiempo, Grey.

—Aunque me encantaría hacértelo aquí y ahora, tienes que comer, y yo también. No quiero que te me desmayes después —murmuro.

—¿Solo me quieres por eso… por mi cuerpo? —pregunta.

—Por eso y por tu lengua viperina.

La beso otra vez pensando en lo que vendrá luego… El beso se hace más intenso y profundo, y siento cómo se me tensan todos los músculos del cuerpo. Deseo a esta mujer. Quiero follármela en el suelo, pero la suelto; los dos estamos sin aliento.

—¿Qué música es esta? —pregunta con voz ronca.

—Es una pieza de Villa-Lobos, de sus Bachianas Brasileiras. Buena, ¿verdad?

—Sí —dice mirando hacia la barra del desayuno.

Saco la ensalada César del frigorífico, la coloco sobre la mesa entre los manteles individuales y le pregunto si le apetece.

—Sí, perfecto, gracias.

Sonríe.

Saco la botella de Chablis de la vinoteca climatizada y noto sus ojos clavados en mí. No sabía que pudiese gustarme la vida doméstica.

—¿En qué piensas? —pregunto.

—Observaba cómo te mueves.

—¿Y? —pregunto, sorprendido momentáneamente.

—Eres muy elegante —comenta en voz baja, con las mejillas coloradas.

—Vaya, gracias, señorita Steele. —Me siento a su lado, sin saber muy bien cómo responder a su cariñoso cumplido. Nadie me había dicho nunca eso—. ¿Chablis?

—Por favor.

—Sírvete ensalada. Dime, ¿por qué método has optado?

—La minipíldora —responde.

—¿Y te acordarás de tomártela todos los días a la misma hora?

Un rubor se extiende por su rostro sorprendido.

—Ya te encargarás tú de recordármelo —señala con un deje de sarcasmo que decido pasar por alto.

Deberías haber optado por la inyección.

—Me pondré una alarma en la agenda. Come.

Toma un bocado, y luego otro… y otro más. ¡Está comiendo!

—Entonces, ¿puedo ponerle la ensalada César en la lista a la señora Jones? —pregunto.

—Creía que la que iba a cocinar era yo.

—Sí. Y cocinarás tú.

Termina antes que yo. Debía de estar hambrienta.

—¿Impaciente como de costumbre, señorita Steele?

—Sí —murmura lanzándome una mirada recatada por debajo de las pestañas.

Mierda. Ya estamos.

La atracción.

Como si estuviera bajo un hechizo, me levanto y la estrecho entre mis brazos.

—¿Quieres hacerlo? —murmuro, y ruego para mis adentros que me responda que sí.

—No he firmado nada.

—Lo sé… pero últimamente me estoy saltando todas las normas.

—¿Me vas a pegar?

—Sí, pero no para hacerte daño. Ahora mismo no quiero castigarte. Si te hubiera pillado anoche… bueno, eso habría sido otra historia.

Su cara se transforma en una expresión horrorizada.

Oh, nena…

—Que nadie intente convencerte de otra cosa, Anastasia: una de las razones por las que la gente como yo hace esto es porque le gusta infligir o sentir dolor. Así de sencillo. A ti no, así que ayer dediqué un buen rato a pensar en todo esto.

Le rodeo el cuerpo con los brazos, presionándola contra mi creciente erección.

—¿Llegaste a alguna conclusión? —susurra.

—No, y ahora mismo no quiero más que atarte y follarte hasta dejarte sin sentido. ¿Estás preparada para eso?

Su expresión se vuelve más oscura, sensual, y llena de curiosidad carnal.

—Sí —dice; una palabra suave como un suspiro.

Joder, menos mal…

—Bien. Vamos.

La llevo arriba, al cuarto de juegos. Mi refugio. Donde puedo hacer lo que quiera con ella. Cierro los ojos saboreando un instante la sensación de euforia.

¿Alguna vez he estado tan increíblemente excitado?

Cierro la puerta, le suelto la mano y la miro fijamente. Separa los labios al tomar aire; su respiración es agitada. Tiene los ojos muy abiertos. Dispuesta. Expectante.

—Mientras estés aquí dentro, eres completamente mía. Harás lo que me apetezca. ¿Entendido?

Se humedece el labio superior con la lengua y hace un movimiento afirmativo con la cabeza.

Buena chica.

—Quítate los zapatos.

Trago saliva mientras ella empieza a quitarse las sandalias de tacón. Las recojo y las dejo junto a la puerta.

—Bien. No titubees cuando te pida que hagas algo. Ahora te voy a quitar el vestido, algo que hace días que vengo queriendo hacer, si no me falla la memoria. —Hago una pausa para asegurarme de que todavía me escucha—. Quiero que estés a gusto con tu cuerpo, Anastasia. Tienes un cuerpo que me gusta mirar. Es una gozada contemplarlo. De hecho, podría estar mirándolo todo el día, y quiero que te desinhibas y no te avergüences de tu desnudez. ¿Entendido?

—Sí.

—Sí, ¿qué? —Hablo en tono más severo.

—Sí, señor.

—¿Lo dices en serio?

Quiero que te desinhibas, Ana.

—Sí, señor.

—Bien. Levanta los brazos por encima de la cabeza.

Alza los brazos despacio. Cojo el dobladillo y le subo el vestido por el cuerpo, dejándolo al descubierto centímetro a centímetro, solo para mis ojos. Cuando se lo he quitado, doy un paso atrás para poder contemplarla a mi antojo.

Piernas, muslos, vientre, culo, tetas, hombros, cara, boca… es perfecta. Doblo su vestido y lo dejo sobre la cómoda de los juguetes. Alargo la mano y le subo la barbilla.

—Te estás mordiendo el labio. Sabes cómo me pone eso —la regaño—. Date la vuelta.

Obedece y se vuelve de cara a la puerta. Le desabrocho el sujetador y le bajo los dos tirantes, rozándole la piel con las yemas de los dedos; su cuerpo tiembla bajo mi tacto. Le quito la prenda y la lanzo encima de su vestido. Me quedo a su lado, sin tocarla, escuchando su respiración acelerada y percibiendo el calor que emana de su piel. Está excitada; yo también Le recojo el pelo y dejo que le caiga en cascada por la espalda. Tiene un tacto suave como la seda. Enrosco un mechón en mi mano y tiro de él, obligándola a ladear la cabeza y dejando su cuello al descubierto, a merced de mi boca.

Le recorro con la nariz la línea que va desde su oreja al hombro y de vuelta otra vez, inhalando el delicioso aroma de su cuerpo.

Joder, qué bien huele…

—Hueles tan divinamente como siempre, Anastasia.

Deposito un beso debajo de su oreja, justo encima de una vena palpitante.

Ana gime.

—Calla. No hagas ni un solo ruido.

Saco la goma para el pelo que llevo en el bolsillo, le recojo la melena y empiezo a hacerle una trenza, despacio, disfrutando del movimiento de su pelo al tensarse y retorcerse sobre la extensión de su espalda hermosa y perfecta. Sujeto el extremo de la trenza hábilmente con la goma y doy un tirón brusco que la obliga a echarse hacia atrás y a presionar su cuerpo contra el mío.

—Aquí dentro me gusta que lleves trenza —murmuro—. Date la vuelta.

Lo hace al instante.

—Cuando te pida que entres aquí, vendrás así. Solo en braguitas. ¿Entendido?

—Sí.

—Sí, ¿qué?

—Sí, señor.

—Buena chica.

Aprende rápido. Tiene los brazos inertes en los costados y no aparta la mirada de mí. Expectante.

—Cuando te pida que entres aquí, espero que te arrodilles allí. —Señalo un rincón de la habitación, junto a la puerta—. Hazlo.

Pestañea una o dos veces, pero no necesito repetírselo: se vuelve y se arrodilla de cara a mí y a la habitación.

Le doy permiso para sentarse sobre los talones y así lo hace.

—Las manos y los brazos pegados a los muslos. Bien. Separa las rodillas. Más. —Quiero verte, nena—. Más. Perfecto. Mira al suelo.

No me mires a mí ni a la habitación. Puedes quedarte ahí sentada dando rienda suelta a tu fantasía mientras imaginas qué voy a hacerte.

Me acerco a ella y me complace ver que mantiene la cabeza agachada. Alargo el brazo y le tiro de la trenza, de manera que nuestras miradas se encuentran.

—¿Podrás recordar esta posición, Anastasia?

—Sí, señor.

—Bien. Quédate ahí, no te muevas.

Paso por su lado, abro la puerta pero antes me vuelvo y la miro. Tiene la cabeza gacha, con la mirada fija en el suelo.

Qué espectáculo más maravilloso… Buena chica.

Me dan ganas de abalanzarme sobre ella, pero reprimo mi ansia y me encamino con paso firme a mi habitación, en la planta de abajo.

Joder, Grey, ten un poco de dignidad…

Una vez en el vestidor, me quito la ropa y saco mis vaqueros favoritos de un cajón. Son mis DJ: mis

dom jeans, mis vaqueros de dominante.

Me los pongo y me abrocho todos los botones salvo el superior. Del mismo cajón saco la fusta nueva y una bata acolchada de color gris. Cuando salgo del vestidor, cojo unos condones y me los guardo en el bolsillo.

Ya está.

Empieza el espectáculo, Grey.

Cuando regreso al cuarto de juegos, Ana está en la misma posición: con la cabeza agachada, la trenza colgando por la espalda y las manos en las rodillas. Cierro la puerta y cuelgo la bata en el colgador. Camino por su lado.

—Buena chica, Anastasia. Estás preciosa así. Bien hecho. Ponte de pie.

Se levanta sin alzar la cabeza.

—Me puedes mirar.

Unos ávidos ojos azules miran hacia arriba.

—Ahora voy a encadenarte, Anastasia. Dame la mano derecha.

Le tiendo la mía y ella pone la mano encima. Sin apartar los ojos de los suyos, le vuelvo la palma hacia arriba y saco la fusta que llevo detrás de la espalda. Le golpeo rápidamente la superficie de la mano con el extremo de la fusta. Ella se sobresalta y cierra la mano pestañeando y mirándome con gesto de sorpresa.

—¿Cómo te ha sentado eso? —le pregunto.

Se le acelera la respiración y vuelve a mirarme antes de desplazar la vista hacia la palma de su mano.

—Respóndeme.

—Bien —dice arrugando la frente.

—No frunzas el ceño —le advierto—. ¿Te ha dolido?

—No.

—Esto no te va a doler. ¿Entendido?

—Sí —contesta en tono vacilante.

—Va en serio —insisto, y le enseño la fusta. Marrón, de cuero trenzado, ¿lo ves? Tengo buena memoria. Me mira a los ojos, asombrada, y yo arrugo un poco los labios, divertido—. Nos proponemos complacer, señorita Steele. Ven.

La llevo al centro de la habitación y la sitúo bajo el sistema de sujeción.

—Esta rejilla está pensada para que los grilletes se muevan a través de ella.

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