Grey

Grey


Domingo, 29 de mayo de 2011

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Levanta la vista para examinar el complicado sistema y luego me mira.

—Vamos a empezar aquí, pero quiero follarte de pie, así que terminaremos en aquella pared. —Señalo la cruz de san Andrés—. Pon las manos por encima de la cabeza.

Me obedece inmediatamente. Extraigo los grilletes con muñequeras de cuero negro que cuelgan de la rejilla y le ato las muñecas, primero una y luego la otra. Soy una persona muy metódica, pero Ana consigue distraerme: así, tan cerca de ella, percibiendo su excitación, su deseo, tocándola… me cuesta concentrarme. Una vez está atada, doy un paso atrás y suelto un prolongado suspiro de alivio.

Por fin te tengo donde yo quiero, Ana Steele.

Me paseo despacio a su alrededor admirando el espectáculo.

—Está fabulosa atada así, señorita Steele. Y con esa lengua viperina quieta de momento. Me gusta.

Me detengo delante de ella, deslizo los dedos entre las bragas y, con toda la parsimonia del mundo, se las bajo por las largas piernas hasta arrodillarme delante de ella.

Adorándola como a una diosa. Es preciosa.

Sin apartar los ojos de los suyos, estrujo sus bragas entre mis manos, me las acerco a la nariz e inspiro hondo. Se queda boquiabierta y abre los ojos de golpe, entre escandalizada y divertida.

Sí. Sonrío. Es la reacción perfecta.

Me meto las bragas en el bolsillo trasero de los vaqueros y me levanto planeando mi próximo movimiento. Sin soltar la fusta, la deslizo por su vientre y voy trazando círculos alrededor del ombligo con la punta plana: la lengua de cuero. Ella contiene el aliento y se estremece con el contacto.

Esto te va a gustar, Ana. Confía en mí.

Muy despacio, empiezo de nuevo a caminar a su alrededor, deslizando la fusta por su piel, por el vientre, por la cintura, por la parte baja de la espalda… En la segunda vuelta, la sacudo de pronto azotándola por debajo del trasero de manera que la punta plana de cuero entra en brusco contacto con su sexo.

—¡Ah! —exclama, y se retuerce atrapada en los grilletes.

—Calla —le advierto y camino a su alrededor otra vez.

Vuelvo a azotarla en el mismo sitio, tan dulce, y ella suelta un gemido al notar el contacto, con los ojos cerrados, mientras asimila la sensación. Otro movimiento de muñeca y la fusta le da en uno de los pezones. Echa la cabeza hacia atrás y gime. Vuelvo a apuntar con la fusta y la lengua de cuero le lame el otro pezón. Observo cómo se le endurece al contacto, alargándose bajo la dentellada del cuero.

—¿Te gusta esto?

—Sí —contesta con voz ronca y los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás.

Le doy en el culo con la fusta. Más fuerte esta vez.

—Sí, ¿qué?

—Sí, señor —gimotea.

Despacio, con delicadeza, le derramo sobre el vientre una sucesión de caricias, azotes y lametazos, recorriéndole el cuerpo hacia abajo, hacia mi objetivo. Con una pequeña sacudida, la lengua de cuero le muerde el clítoris y ella grita con fuerza.

—¡Por favor! —exclama con un grito ahogado.

—Calla —le ordeno, y la castigo con otro azote más fuerte en el trasero.

Deslizo la lengua de cuero por su vello púbico arrastrándola por su sexo hasta la entrada de la vagina. El cuero marrón reluce con sus secreciones cuando lo extraigo de nuevo.

—Mira lo húmeda que te ha puesto esto, Anastasia. Abre los ojos y la boca.

Respira con dificultad, pero separa los labios y me dirige una mirada aturdida y perdida en la carnalidad del momento. Entonces le meto la punta de cuero en la boca.

—Mira cómo sabes. Chupa. Chupa fuerte, nena.

Cierra los labios alrededor de la fusta, y es como si los tuviera alrededor de mi polla.

Mierda.

Está increíblemente buena y no puedo contenerme.

Retiro la fusta de su boca y la rodeo con los brazos. Ella abre la boca para mí cuando la beso, explorándola con la lengua, regodeándome en el sabor de su deseo.

—Oh, nena, sabes fenomenal —murmuro—. ¿Hago que te corras?

—Por favor —me suplica.

Un movimiento de la muñeca y la fusta le sacude el trasero.

—Por favor, ¿qué?

—Por favor, señor —gimotea.

Buena chica. Doy un paso atrás.

—¿Con esto? —pregunto sosteniendo en alto la fusta para que pueda verla.

—Sí, señor —dice para mi sorpresa.

—¿Estás segura?

No puedo creer la suerte que tengo.

—Sí, por favor, señor.

Oh, Ana… Joder, eres una diosa…

—Cierra los ojos.

Hace lo que se le ha ordenado. Y, con infinito cuidado y no poca gratitud, vuelvo a descargar una lluvia de bruscos y pequeños azotes sobre su vientre. No tarda en jadear de nuevo, más excitada aún que antes. Desciendo y le doy un suave golpecito en el clítoris, y luego otro, y otro, y otro.

Tira de las ataduras, sin dejar de gemir. Entonces se calla y sé que está al borde del clímax. De pronto echa la cabeza hacia atrás, abre la boca y grita su orgasmo mientras las convulsiones le estremecen todo el cuerpo. Suelto la fusta al instante y la rodeo con los brazos, sujetándola mientras su cuerpo se disuelve. Sufre un espasmo tras otro entre mis brazos.

Pero no, no hemos acabado todavía, Ana.

Con las manos debajo de sus muslos, le levanto el cuerpo tembloroso en el aire y la llevo, atada aún a la rejilla, hacia la cruz de san Andrés. Una vez allí, la suelto y ella se queda derecha, atrapada entre la cruz y mis hombros. Me desabrocho los botones de los vaqueros y libero mi miembro. Me saco un condón del bolsillo, abro el paquete con los dientes y, con una mano, lo deslizo sobre mi erección.

Vuelvo a levantarla con delicadeza y murmuro:

—Levanta las piernas, nena, enróscamelas en la cintura.

Le recuesto la espalda sobre la madera y la ayudo a envolverme las caderas con las piernas. Ella apoya los codos sobre mis hombros.

Eres mía, nena.

Con una sola embestida, estoy dentro de ella.

Joder. Es una maravilla.

Me paro un momento a saborearla. Luego empiezo a moverme, deleitándome con cada envite. La siento, una y otra vez, jadeando yo también mientras trato de insuflar aire a mis pulmones y me abandono entre los brazos de esta hermosa mujer. Abro la boca junto a su cuello, saboreándola. Su aroma me inunda, me llena por completo. Ana. Ana. Ana. No quiero parar.

De pronto, todo su cuerpo se tensa y se retuerce entre convulsiones a mi alrededor.

Sí. Otra vez. Y doy rienda suelta a mi deseo yo también. Inundándola. Sujetándola. Venerándola.

Sí. Sí. Sí.

Es tan hermosa… Y, joder, ha sido absolutamente increíble.

Salgo de ella y, cuando se desploma sobre mí, desabrocho enseguida las muñequeras de la rejilla y la sujeto mientras los dos nos dejamos caer al suelo. La acojo entre mis piernas, rodeándola con los brazos, y ella se apoya en mí, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada.

—Muy bien, nena. ¿Te ha dolido?

—No —contesta con voz casi inaudible.

—¿Esperabas que te doliera? —le pregunto, y le aparto unos mechones de pelo de la cara para poder verla mejor.

—Sí.

—¿Lo ves, Anastasia? Casi todo tu miedo está solo en tu cabeza. —Le acaricio el rostro—. ¿Lo harías otra vez?

No responde de inmediato, y por un momento creo que se ha quedado dormida.

—Sí —susurra al cabo de un instante.

Gracias, oh, Dios…

La abrazo.

—Bien. Yo también. —Y otra vez, y otra. La beso con ternura en la coronilla e inhalo con fuerza. Huele a Ana, a sudor y a sexo—. Y aún no he terminado contigo —le aseguro.

Me siento muy orgulloso de ella. Lo ha hecho. Ha hecho cuanto le he pedido.

Ella es todo lo que quiero.

Y de pronto me invade una sensación desconocida que me estremece todo el cuerpo, me arrolla e inunda cada centímetro de mi ser, dejando una estela de miedo y desazón a su paso.

Ana vuelve la cabeza y empieza a acariciarme el pecho con la nariz.

La oscuridad se hace más intensa, inesperada y familiar a la vez, y la desazón anterior deja paso a una clara sensación de terror. Siento que se me tensan todos los músculos del cuerpo. Ana me mira con ojos serenos y transparentes mientras yo trato de controlar mi miedo.

—No hagas eso —susurro. Por favor.

Se echa hacia atrás y observa mi pecho.

Recupera el control, Grey.

—Arrodíllate junto a la puerta —le ordeno al tiempo que la suelto y me aparto de ella.

Vete. No me toques.

Se levanta con movimientos temblorosos y se dirige con paso torpe hacia la puerta, donde retoma su postura anterior, arrodillada.

Respiro hondo para centrarme.

¿Se puede saber qué me estás haciendo, Ana?

Me levanto y estiro los músculos, ahora ya más calmado.

Arrodillada junto a la puerta, es la viva imagen de la sumisa ideal. Tiene los ojos vidriosos; está cansada. Estoy seguro de que le está bajando el subidón de adrenalina. Se le cierran los párpados.

No, eso no puede ser. La quieres como sumisa, Grey. Enséñale qué significa eso.

Saco de la cómoda de juguetes una de las bridas para cables que compré en Clayton’s y unas tijeras.

—La aburro, ¿verdad, señorita Steele? —le pregunto esta vez en un tono más duro. La despierto de golpe y me mira con aire culpable—. Levántate —ordeno.

Se pone de pie despacio.

—Estás destrozada, ¿verdad?

Asiente con una sonrisa tímida.

Oh, nena, lo estás haciendo muy bien.

—Aguante, señorita Steele. Yo aún no he tenido bastante de ti. Pon las manos al frente, como si estuvieras rezando.

Frunce el ceño un momento, pero junta las palmas de las manos y las levanta. Le ato la brida para cables alrededor de las muñecas. Me mira de pronto, comprendiendo.

—¿Te resulta familiar? —Le sonrío y recorro el plástico con el dedo para comprobar que he dejado suficiente espacio y no le aprieta demasiado—. Tengo unas tijeras aquí. —Se las enseño—. Te las puedo cortar en un segundo. —Mis palabras parecen tranquilizarla—. Ven. —Sujetándola de las manos atadas, la conduzco al extremo de la habitación, donde está la cama de cuatro postes—. Quiero más… muchísimo más —le susurro al oído mientras ella observa la cama—. Pero seré rápido. Estás cansada. Agárrate al poste.

Se detiene y aferra la columna de madera.

—Más abajo —le ordeno. Desplaza las manos hacia la base hasta que se dobla sobre su estómago—. Bien. No te sueltes. Si lo haces, te azotaré. ¿Entendido?

—Sí, señor —dice.

—Bien. —La agarro por las caderas y la levanto hacia mí para colocarla en posición hasta que tengo su precioso trasero en el aire y a mi entera disposición—. No te sueltes, Anastasia —le advierto—. Te voy a follar duro por detrás. Sujétate bien al poste para no perder el equilibrio. ¿Entendido?

—Sí.

Le doy con fuerza en el culo con la mano.

—Sí, señor —dice enseguida.

—Separa las piernas. —Pongo el pie derecho contra el suyo y le separo más las piernas—. Eso está mejor. Después de esto, te dejaré dormir.

Su espalda es una curva perfecta; el contorno de cada vértebra dibujado desde la nuca hasta ese culo ideal y precioso. Recorro el perfil con los dedos.

—Tienes una piel preciosa, Anastasia —murmuro para mí.

Me agacho detrás de ella y sigo el trazado de mis dedos con la boca, depositando suaves besos en la columna. Al mismo tiempo, le acarició los pechos, atrapo los pezones entre los dedos y los pellizco. Ella se retuerce en mis manos y le doy un beso tierno en la cintura, para luego succionar y mordisquearle la piel sin dejar de masajearle los pezones.

Suelta un gemido. Me detengo y me echo hacia atrás un momento para contemplar la maravillosa escena, y siento cómo se me reaviva la erección solo con mirarla. Saco otro condón del bolsillo, me quito los vaqueros de una patada y abro el envoltorio. Me lo coloco en la polla con las dos manos.

Me gustaría mucho probar ese culo. Ahora mismo. Pero es demasiado pronto para eso.

—Tienes un culo muy sexy y cautivador, Anastasia Steele. La de cosas que me gustaría hacerle.

Le acaricio cada una de las nalgas, masajeándolas, y luego deslizo dos dedos en su interior, abriéndola.

Gime de nuevo.

Ya está lista.

—Qué húmeda… Nunca me decepciona, señorita Steele. Agárrate fuerte… esto va a ser rápido, nena.

La sujeto de las caderas y me sitúo a la entrada de la vagina, luego me incorporo, la agarro de la trenza, que me envuelvo alrededor de la muñeca, y la oprimo con fuerza. Con una mano en la polla y la otra en su pelo, la penetro.

Es… tan… increíblemente… maravillosa…

Me retiro despacio, le sujeto la cadera con la otra mano y le tiro de la trenza con más fuerza.

Sumisa.

La embisto de golpe empujándola hacia delante y arrancándole un grito.

—¡Aguanta, Anastasia! —le recuerdo. Si no se agarra bien, podría hacerse daño.

Sin aliento, presiona hacia atrás, contra mí, tensando las piernas.

Buena chica.

Luego empiezo a embestirla con movimientos implacables, arrancándole pequeños gritos ahogados mientras sigue aferrada al poste. Pero no se arredra, sino que sigue empujando hacia atrás.

Bravo, Ana.

Y en ese momento, lo siento. Despacio. Siento sus entrañas atenazándose alrededor de mi erección. Pierdo el control, la embisto con una nueva arremetida y me quedo inmóvil.

—Vamos, Ana, dámelo —le ordeno con un gruñido mientras me corro, con una intensidad arrolladora, y su liberación prolonga la mía mientras la sostengo en alto.

La cojo en brazos y la tumbo conmigo en el suelo, Ana encima de mí, los dos mirando al techo. Está del todo relajada, sin duda exhausta, y el peso de su cuerpo me resulta agradable y reconfortante. Miro arriba, a los mosquetones, preguntándome si algún día me dejará colgarla de ahí.

Probablemente no.

Y no me importa.

Ha sido nuestra primera vez aquí dentro y ella ha estado increíble. La beso en la oreja.

—Levanta las manos —le digo con voz ronca. Las levanta muy despacio, como si tuviera los brazos de cemento, y deslizo las tijeras por debajo de la brida para cable—. Declaro inaugurada esta Ana —murmuro y corto el plástico, liberándola.

Se ríe y su cuerpo se estremece en mis brazos. Es una sensación extraña y en absoluto desagradable, y me hace sonreír.

Me encanta hacerla reír. Debería reír más.

—Eso es culpa mía —murmuro mientras le masajeo los brazos y los hombros. Se vuelve a mirarme con el gesto fatigado y curiosidad en los ojos—. Que no rías más a menudo —le aclaro.

—No soy muy risueña —contesta antes de soltar un bostezo.

—Oh, pero cuando ocurre, señorita Steele, es una maravilla y un deleite contemplarlo.

—Muy florido, señor Grey —dice burlándose de mí.

Sonrío.

—Parece que te han follado bien y te hace falta dormir.

—Eso no es nada florido —bromea regañándome.

La aparto con cuidado para poder levantarme, busco los vaqueros y me los pongo.

—No quiero asustar a Taylor, ni tampoco a la señora Jones.

Aunque no sería la primera vez.

Ana sigue sentada en el suelo, en una especie de trance. La agarro por los brazos, la ayudo a levantarse y la llevo hasta la puerta de la habitación. Descuelgo la bata gris de detrás de la puerta y se la pongo. No tiene fuerzas para nada; está completamente desfallecida.

—A la cama —anuncio, y le doy un beso rápido.

Una expresión de alarma asoma a su rostro soñoliento.

—Para dormir —puntualizo, para tranquilizarla.

Me agacho para cogerla en brazos, la estrecho contra mi pecho y la llevo a la habitación de la sumisa. Una vez allí, retiro el edredón y la tumbo en la cama, y, en un momento de debilidad, me echo a su lado. Nos tapo a ambos con el edredón y la abrazo.

La tendré así abrazada solo un momento, hasta que se duerma.

—Duerme, preciosa.

Le beso el pelo con una sensación de satisfacción absoluta… y de agradecimiento. Lo hemos hecho. Esta mujer dulce e inocente me ha dejado hacer lo que he querido con ella. Y creo que ha disfrutado. Yo sí, desde luego… como nunca.

Mami está sentada mirándome en el espejo que tiene esa grieta tan grande.

Yo le peino el pelo. Es muy suave, y huele a mami y a flores.

Coge el cepillo y se enrolla el pelo con él una y otra vez.

Al final, le cae como una serpiente barrigona por la espalda.

—Así mejor —dice.

Y se vuelve y me sonríe.

Hoy está contenta.

Me gusta cuando mami está contenta.

Me gusta cuando me sonríe.

Está guapa cuando sonríe.

—Vamos a hacer una tarta —renacuajo.

Tarta de manzana.

Me gusta cuando mami hace tartas.

Me despierto de golpe con el cerebro impregnado de un dulce olor. Es Ana. Está profundamente dormida a mi lado. Vuelvo a tumbarme y miro el techo.

¿Cuándo he dormido yo en esta habitación?

Nunca.

Es un pensamiento inquietante y, por alguna razón inexplicable, me produce un gran desasosiego.

¿Qué está pasando, Grey?

Me incorporo con cuidado, para no despertarla, y me quedo mirando su cuerpo dormido. Ya sé a qué se debe mi desazón: es porque estoy aquí con ella. Salgo de la cama, dejando que siga durmiendo, y vuelvo al cuarto de juegos. Recojo la brida y los condones usados y me los meto en el bolsillo, donde encuentro sus bragas. Con la fusta, su ropa y sus zapatos en la mano, salgo y cierro la puerta con llave al marcharme. De vuelta en su dormitorio, le cuelgo el vestido en la puerta del vestidor, le dejo los zapatos debajo de la silla y pongo el sujetador encima. Me saco sus bragas del bolsillo… y entonces se me ocurre una idea retorcida.

Me voy al cuarto de baño. Necesito darme una ducha antes de la cena con mi familia. Dejaré a Ana dormir un rato más.

El agua está ardiendo y me cae en cascada sobre el cuerpo, arrastrando consigo toda la ansiedad y el desasosiego que sentía unos momentos antes. Para ser una primera vez, no ha estado nada mal, para ninguno de los dos. Y yo que creía que una relación con Ana iba a ser imposible… Ahora, en cambio, el futuro está lleno de posibilidades. Tomo nota mentalmente de llamar a Caroline Acton por la mañana para que vista a mi chica.

Después de pasar una hora muy productiva trabajando en mi estudio, poniéndome al día con los informes que tengo que leer para el trabajo, decido que Ana ya ha dormido suficiente. Fuera está anocheciendo y tenemos que salir dentro de cuarenta y cinco minutos para ir a cenar a casa de mis padres. Me ha resultado más fácil concentrarme en el trabajo sabiendo que ella está en la planta de arriba en su dormitorio.

Me resulta algo extraño.

Seguramente se debe a que sé que está segura en esa habitación.

Saco un zumo de arándanos y una botella de agua con gas de la nevera. Los mezclo en un vaso y subo al piso de arriba.

Todavía duerme profundamente, hecha un ovillo en el mismo sitio donde la he dejado antes; diría que ni siquiera se ha movido. Tiene los labios separados mientras respira con suavidad. El pelo está alborotado, y se le escapan algunos mechones rebeldes de la trenza. Me siento en el borde de la cama, a su lado, me agacho y le beso en la sien. Protesta con un murmullo en sueños.

—Anastasia, despierta.

Le hablo en voz baja y tierna para sacarla de su sueño.

—No —gimotea abrazándose a la almohada.

—En media hora tenemos que irnos a cenar a casa de mis padres.

Abre los ojos, parpadea y me mira.

—Vamos, bella durmiente. Levanta. —Vuelvo a besarla en la sien—. Te he traído algo de beber. Estaré abajo. No vuelvas a dormirte o te meterás en un lío —le advierto mientras se despereza.

La beso una vez más y miro la silla, en la que no encontrará sus bragas, y vuelvo abajo como si tal cosa, incapaz de contener la sonrisa.

Hora de jugar, Grey.

Mientras espero a la señorita Steele, pulso el botón del mando a distancia del iPod y la música cobra vida en modo aleatorio. Inquieto, me acerco a las puertas de la terraza y contemplo el cielo del crepúsculo mientras escucho «And She Was», de los Talking Heads.

Oigo entrar a Taylor.

—Señor Grey, ¿quiere que saque el coche?

—Danos cinco minutos.

—Sí, señor —dice antes de desaparecer en dirección al ascensor de servicio.

Ana aparece en la entrada del salón al cabo de unos minutos. Está radiante, espectacular incluso… y luce una expresión divertida en la cara. ¿Dirá algo de las bragas que no aparecen?

—Hola —saluda con una sonrisa críptica.

—Hola. ¿Cómo te encuentras?

Su sonrisa se hace más luminosa aún.

—Bien, gracias. ¿Y tú? —dice fingiendo indiferencia.

—Fenomenal, señorita Steele.

El suspense me resulta muy estimulante, y espero que mi cara no deje traslucir el ansia que siento.

—Frank. Jamás te habría tomado por fan de Sinatra —dice ladeando la cabeza y mirándome con curiosidad, mientras las sensuales notas de «Witchcraft» inundan la habitación.

—Soy ecléctico, señorita Steele.

Doy un paso en dirección a ella hasta tenerla justo delante. ¿Me lo va a preguntar? Busco una respuesta en sus resplandecientes ojos azules.

Vamos, nena, pregúntame por tus bragas…

—Baila conmigo —susurro mientras saco el mando a distancia del bolsillo para subir el volumen hasta que la voz de Frank nos envuelve por completo.

Me coge de la mano. Yo le rodeo la cintura y atraigo su hermoso cuerpo hacia mí, y empezamos a bailar un lento y sencillo fox-trot. Me agarra el hombro, pero estoy preparado para el contacto y juntos nos ponemos a dar vueltas por todo el salón, mientras su cara radiante ilumina la estancia… y me ilumina a mí. Sigue mi ritmo sin problemas y, cuando termina la canción, está mareada y sin aliento.

Igual que yo.

—No hay bruja más linda que tú —murmuro, y le planto un beso casto en los labios—. Vaya, esto ha devuelto el color a sus mejillas, señorita Steele. Gracias por el baile. ¿Vamos a conocer a mis padres?

—De nada, y sí, estoy impaciente por conocerlos —contesta, ruborizada y preciosa.

—¿Tienes todo lo que necesitas?

—Sí, sí —dice en un tono firme.

—¿Estás segura?

Asiente esbozando con los labios una sonrisa traviesa.

Vaya, sí que tiene agallas.

Sonrío.

—Muy bien. —No consigo disimular mi regocijo—. Si así es como quiere jugar, señorita Steele…

Recojo mi chaqueta y nos encaminamos al ascensor.

No deja de sorprenderme, impresionarme y desarmarme por completo. Voy a tener que pasarme toda la cena con mis padres sabiendo que mi chica no lleva ropa interior. De hecho, ahora mismo estoy en este ascensor y sé que debajo de la falda no lleva absolutamente nada.

Le ha dado la vuelta a la tortilla, Grey.

Ana permanece en silencio mientras Taylor conduce en dirección norte por la interestatal 5. Veo un pedazo del lago Union; la luna se oculta detrás de una nube y el agua se oscurece, como mi humor. ¿Por qué he decidido presentársela a mis padres? Cuando la conozcan, se crearán ciertas expectativas. Y Ana también. No estoy seguro de que la relación que quiero mantener con Ana pueda llegar a cumplir esas expectativas. Y lo que es peor: fui yo quien puso en marcha toda esta rueda cuando insistí en que conociera a Grace. Yo soy el único culpable. Yo, y el hecho de que Elliot se está tirando a su compañera de piso.

¿A quién pretendo engañar? Si no quisiera presentársela a mis padres, Ana no estaría aquí. Ojalá la idea no me pusiese tan nervioso.

Sí, ese es el problema.

—¿Dónde has aprendido a bailar? —pregunta sacándome de mi ensimismamiento.

Oh, Ana. No te gustaría saberlo, créeme.

—Christian, sujétame. Así. Más fuerte. Muy bien. Un paso. Dos. Bien. Sigue la música. Sinatra es perfecto para el fox-trot.

Elena está en su elemento.

—Sí, señora.

—¿En serio quieres saberlo? —le digo.

—Sí —contesta, pero el tono de su voz dice lo contrario.

Tú lo has querido. Suelto un suspiro en la oscuridad, junto a ella.

—A la señora Robinson le gustaba bailar.

—Debía de ser muy buena maestra —susurra con la voz teñida de tristeza, y también de admiración, a su pesar.

—Lo era.

—Eso es. Otra vez. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cariño, ya lo tienes.

Elena y yo nos deslizamos bailando por la superficie de su sótano.

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